domingo, 24 de diciembre de 2017

Mi hijo el pescador



El pescador ha caminado mucho tiempo con la caña montada por sendas medio perdidas, pisando fósiles y jaras, años y despedidas. Le gusta sentir en el corazón ese deseo de estar metido en el río. Allí siente la sangre de la tierra tan fría y hasta su propia sangre tan caliente, casi la misma cosa.

Piensa en estos tiempos extraños, duros, desnudos, en los que contempla con lucidez deslumbrante el armazón de carroña del poder, la tormenta de basura que aventa el dinero, la minuciosa y enorme biblioteca de mentiras que nos mantiene humillados y confusos, el absurdo teatro de las banderas y las genéticas. Ya nada se esconde ni puede ser disimulado. Antes había que desentrañar arcanos económicos y filosóficos para comprender la infamia pero hoy un niño pequeño sabe y puede describirla con una docena de palabras simples. El mundo era y es esto. Pero no todo.

En el mundo también hay ríos limpios y gente como él que tiene casi nada, poco más que unas ganas inmensas de seguir caminando y una voluntad o el sueño de ir un poco a mejor hoy o mañana o el año por venir, como fue siempre en la historia aunque de ella sólo se recuerden batallas, desastres y monarcas.

El pescador lleva mucho tiempo metido en esa senda que se pierde bajo las hierbas altas. Enredadas en la hojas y las piedras va encontrado palabras que una vez fueron leídas y otras veces escuchadas a amigos, afines, compañeros, amores, gente común. Recuerda por ejemplo el verso de don Claudio “a pesar y aun ahora que estamos en derrota, nunca en doma” o el poema de Henley “Bajo los golpes de la suerte, mi cabeza sangra, pero no se inclina” y el susurro de Antonio de tan lejos “aguarda sin partir y siempre espera, que el arte es largo y, además, no importa” o esa frase de Camus “para tocar la felicidad no existen condiciones, lo único que cuenta es la voluntad de ser feliz”. Puñados de palabras que ha leído o escuchado en los días que no bajaba al río a pescar truchas.

Llega la fiesta Potlatch y se acaba el año. Un tiempo que quedará en la historia por las miles de vilezas, robos, engaños y dolor que tocaron a tanta gente, nunca a los otros. Pero también recordará el año por todo lo pequeño que fue creciendo, este libro, nuevos amigos, ideas, complicidades que nos siguen empujando hacia delante. A ellas y a ellos, a la gente,  convoco hoy desde aquí abajo, en medio de la soledad de este río salvaje de agua helada. Han salido a su paso los patos asustados, don raposo y la nutria que pesca juguetona en una de sus pozas. El pescador ha lanzado el señuelo no sabe donde, muy lejos, tal vez en el lugar donde viven los peces más grandes y los deseos más felices. Igual que hacemos todos. Os deseo que en el año por venir toquéis muchos peces y la suficiente felicidad para seguir bajando a vuestro río preferido, “que el arte es largo y, además, no importa”.

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