La decisión del Tribunal Superior de Schlewig-Holstein de inadmitir el delito de rebelión en el marco de la petición de extradición a España de Carles Puigdemont supone, sin duda, un grave revés para el Gobierno español; el primero de carácter judicial en su cruzada contra el desafío independentista catalán. El hecho de que hasta ahora el Gobierno jugara en casa, con unos jueces que le son evidentemente cercanos amplifica los efectos adversos de la decisión: la primera vez que un órgano judicial sin relación con el Gobierno español ve el tema, desmonta de un plumazo todo el entramado, de dudosísima legalidad, montado por el Tribunal Supremo contra la cúpula independentista.
La primera damnificada es la justicia española, cuya neutralidad política en el asunto catalán queda en entredicho. Desde un principio, el Gobierno de Mariano Rajoy se ha parapetado tras los jueces al afrontar el conflicto catalán. En vez de dar una respuesta política, lanzó a Tribunales a ello, creando artificialmente la premisa de que el soberanismo no es una opción política posible sino un ataque al sistema democrático vigente. Primero utilizó al Tribunal Constitucional, que empezó anulando actos simbólicos sin valor jurídico, siguió prohibiendo incluso que se discutiera sobre la independencia en el Parlamento y acabó inventándose que un diputado en pleno ejercicio de sus derechos no puede ser candidato a President de la Generalitat sin permiso del juez. Tras este mayúsculo disparate, que ha dejado al alto tribunal sumido en el descrédito más absoluto, le tocó el turno a la justicia ordinaria; ahora personificada en un juez del Supremo, antiguo presidente de la asociación conservadora de jueces.
Ahí, sobre la mesa de este juez, se ha diseñado una estrategia de aniquilación política de la cúpula independentista que podría resultar eficaz si no tuviera el pequeño inconveniente de que es ilegal. La clave de bóveda de toda la estrategia pasa por acusarlos a todos del delito de rebelión. Ante la opinión pública eso permite un ejercicio maniqueo muy rentable para el Partido Popular: vender desde el poder judicial la idea de que son todos unos rebeldes, consiguiendo la correspondiente adhesión de amplias capas de la población a sus posiciones nacionalistas españolas. Más banderas españolas en los balcones. Judicialmente, la rebelión permite otras dos cosas: imponerles unas penas realmente severas, de no menos de quince años, e inhabilitarlos inmediatamente para que no puedan aspirar a repetir en sus cargos; incluso en caso de repetición electoral no podrían volver a encabezar el movimiento ni recibir legitimación popular.
La ilegalidad radica en que el delito de rebelión exige que quien se alce públicamente para declarar la independencia de una parte del Estado o subvertir el orden constitucional lo haga con violencia. Y resulta que a todas luces el movimiento soberanista no ha actuado con violencia. Si ha habido algunos enfrentamientos o incidentes, han tenido escasa entidad. De hecho, lo más violento en todo el proceso ha sido la innecesaria violencia de las fuerzas de seguridad con motivo de la celebración del referéndum ilegal del 1 de octubre. Innumerables juristas españoles han señalado esta imposibilidad de imputar o condenar a los políticos independentistas por rebelión. Pero era clave para la estrategia jurídica y política del Tribunal Supremo, inspirada por el Gobierno a través -al menos- de la fiscalía. Por ello, se intentó justificar la rebelión con argumentos chapuceros que sólo están a la altura de los que justifican la inconstitucional prisión provisional de algunos encausados. Decisiones todas que, aunque pueden tener sentido político en el enfrentamiento frente al soberanismo, nunca deberían haber sido tomadas por un juez.
El Tribunal Superior de Schlewig-Holstein lo ha visto claro. Incluso aunque se le atribuyeran a Puigdemont los escasos incidentes que han estallado al hilo del proceso soberanista, es evidente que no tienen la entidad necesaria para apoyar a una auténtica rebelión. Con su decisión pone en evidencia la politización de algunos jueces españoles. No se trata tanto de que prevariquen, pues eso implica conciencia de cometer una irregularidad. Simplemente, su deseo de parar como sea el procès es tan grande que les obceca y les impide aplicar neutralmente las leyes vigentes. Esa falta de la necesaria neutralidad pone en jaque a toda la cúpula de nuestro sistema judicial, en la que parece que cuando surge la razón de Estado desaparecen todos los mecanismos de control destinados a evitar que los jueces adopten decisiones guiados por sus convicciones políticas y no por la ley.
El otro efecto inmediato es que, en principio, Carles Puigdemont no podrá ser juzgado en España por rebelión, una vez que se proceda a su extradición parcial. Eso será así siempre y cuando antes de ello no haya un tribunal alemán de mayor rango que, en un recurso, corrija al Tribunal Superior. La defensa del que fuera President de la Generalitat debe valorar si le conviene aceptar la decisión en sus términos y permitir su entrega a España. Si lo consigue, se dará la paradoja de que el expresidente del gobierno autonómico no podrá ser juzgado por los cargos que se le imputan a sus consejeros. Será el único que no podrá ser suspendido provisionalmente de sus derechos como diputado autonómico. En términos políticos ello plantea un problema de primera magnitud que amenaza con cargarse la estrategia del Gobierno español.
En un mundo ideal, la decisión alemana podría abrir la puerta a una salida negociada. Cualquier solución de este tipo debe ser política y seguramente tiene que pasar por la libertad de los cargos políticos imputados, así como por una hoja de ruta en la que se asuman compromisos que respeten la legalidad, permitiendo al mismo tiempo reformas constitucionales relevantes. No parece que ninguna de las partes vaya a aprovechar el momento para esto. Desde el lado independentista han conseguido una baza importante para denunciar los excesos de un pode público español que defiende la Constitución incumpliéndola y saltándose la ley. Y la van a usar. Desde el otro lado, es difícil que el Presidente del Gobierno se decida de una vez a dejar de esconderse detrás de los jueces y asuma su papel político. Así que por ahí se barrunta más dureza judicial. Seguramente el nuevo argumento para ello sea que al fin y al cabo la decisión alemana es una decisión judicial, tan legítima como las de los jueces españoles.
Como si, visto lo visto, en este asunto fueran iguales los jueces españoles que los alemanes.
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