En una reunión informal, dije que la universidad era una de las dos instituciones públicas más corruptas. La otra a la que me referí, me la reservo, porque no todos somos iguales ante la ley. En el grupo, formado por personas de indudable ideología de izquierdas, estaba un amigo, profesor universitario, que se enfadó. Me dijo que no era agradable pensar que trabajaba en un entorno corrupto. Dijo esto o algo parecido. Salió a flote -de manera, tal vez, inconsciente- ese irracional espíritu clasista y clientelar, propio de los docentes de este sector. Con las experiencias personales y las de otros miembros de mi familia, podría rellenar un montón de páginas, denunciando un sinfín de hechos sufridos: abusivos, injustos e irracionales, enmarcados en ese sector educativo. Pero se trata ahora de hablar con carácter general, aunque, bien es cierto, que las conclusiones emitidas a continuación son fruto de la observación, del análisis, de mi experiencia como docente y como estudioso de modelos educativos y procesos de aprendizaje o, sobre todo, del sentido común.
La ignorancia de la sociedad y los complejos de los que no han pasado por allí les permite, a los empleados de la universidad, hacer y deshacer a su antojo sin ningún condicionante o limitación. Mantienen una serie de formalidades ancladas en siglos pasados que hacen de ella, en el mejor de los casos, una institución rancia y clasista, y la sitúan, en consecuencia, fuera del progreso, de la eficacia y de la modernidad.
La universidad, encargada, formalmente, de preparar a los profesionales de alto nivel de calificación, sufre de endogamia, de clientelismo, de corporativismo, de prepotencia y desoberbia. Todo esto convierte a las universidades en organismos en los que la corrupción es su sustento. Porque corrupción no sólo es lo que venimos sufriendo en el terreno netamente político. Corrupción es también actuar de forma autónoma, sin tener que rendir cuentas de su labor a nadie, y jugar con el porvenir de quienes pasan por allí, víctimas del temor por superar o no superar determinas metas impuestas arbitrariamente por unos individuos poco profesionalizados, engreídos e investidos de un poder inmerecido.
Por lo general, el profesorado ha llegado a la categoría de profesor sin salir de allí, mejor dicho, es prácticamente imposible alcanzar la titularidad si no has pasado por el itinerario que te marcan desde dentro: doctorarte en ese entorno, pasar por puestos de trabajo precarios y mal remunerados, ser asistentes dóciles y, en suma, estar subyugados a los que ya han alcanzado la meta, como estamos observando en estos días. Es un periodo de doma y adiestramiento de manera que, cuando se logra el objetivo, ya se está preparado para reproducir esquemas. En conclusión, el profesorado universitario no ha conocido otro mundo laboral que el escueto entorno de su departamento. Ese empobrecido recorrido laboral les resta la madurez intelectual y la madurez emocional que hay que solicitar a cualquier profesional y, en particular, a los que ocupan un puesto de trabajo en el sector educativo de cualquier nivel. Es como que les falta “un hervor” que les permita relacionarse con la sociedad de una manera natural.
Ese falso prestigio admitido por la sociedad y, en los tiempos que corren, también por los diferentes medios de comunicación, les otorga la posibilidad de recorrer las diferentes emisoras de radio y TV emitiendo sus “doctas” opiniones. Sin embargo, cuando aparecen, comprobamos que suelen carecer de la precisión y profesionalidad con la que los asuntos deben ser tratados.
Su misión, la del profesorado, debería ser la de formar con arreglo a las necesidades de la actividad productiva, pero no solo ellos han estado ausentes de la vida activa fuera del aula, sino que no les preocupa lo más mínimo lo que se hace en las empresas, talleres, oficinas, etc. para, con esa información, instruir a su alumnado. No existe referente alguno que valide sus programas.
Para compensar esa ausencia, cargada de irresponsabilidad, se suele oír decir a sus agentes que la universidad debe preparar para la investigación; nos preguntamos: ¿y sólo para eso? Aunque, si así fuera, malos investigadores saldrían de las aulas de unas instituciones como estas que se sitúan por encima del bien y del mal.
Alejados de la realidad laboral, y de otros medios mundanos, en el neto terreno de la práctica docente, su tarea, la de sus profesores(as), se limita a exponer contenidos para que los alumnos tomen apuntes de los que serán más tarde examinados. Ya se ha convertido en todo un clásico que la misión de los docentes es la de trasmitir los conocimientos, cuando en realidad el verdadero aprendizaje consiste en desarrollar habilidades intelectuales tales como el razonamiento, la resolución de problemas y la creatividad. Pero si ellos mismos, los profesores, carecen de esas capacidades, ¿cómo podrían dirigir un proceso de aprendizaje de esas características? Además de encontrarse a años luz de las técnicas pedagógicas necesarias para llevarlo a cabo.
La situación en esta etapa es tan irracional que es posible aprobar una carrera sin asistir a clase, pidiendo los apuntes a otros y estudiando en casa. Algunos exalumnos presumen de haberlo hecho así. Ahí tenemos a la UNED, como el colmo de lo aberrante, otorgando títulos de ingenieros, abogados, economistas, etc. por correspondencia: ¿cabe mayor disparate? La universidad, incuestionable e inmerecidamente admirada lastra el modelo y la labor del profesorado del resto de las etapas educativas.
En uno de los múltiples programas de TV que están abordando el flagrante caso de corrupción de una de las universidades madrileñas, oigo decir a una atrevida profesora, de esa institución cuestionada ahora, algo que resume aquello en lo que se concreta la práctica docente. “Yo si pillo a un alumno copiando, lo suspendo”. Lo que pone de manifiesto lo que he dicho anteriormente: se trata, simplemente, de aprenderse algunos textos y responder en un examen a tres o cuatro preguntas. Así se obtienen los títulos, si es que no te los regalan por los motivos que sean.
La universidad, por su opacidad y su falsedad, se ha convertido en una bomba de relojería con riesgo de reventar en cualquier momento. Si la ineficacia de su labor a lo largo de tanto tiempo, los vicios y las deleznables formas de funcionamiento señaladas anteriormente, si todo eso no ha podido sacar a la luz las miserias de la institución, ha tenido que ocurrir por el abuso y complicidad de políticos ambiciosos y corruptos. Ahora viene el llanto y el crujir de dientes, intentando resumir esas miserias en el caso descubierto de una universidad madrileña que ha regalado un título a una destacada representante del Partido Popular. Todavía le cuesta reconocer a la ciudadanía que el problema detectado es extensivo a la institución en su conjunto. Por un lado, a quienes han pasado por sus aulas les cuesta reconocer que han perdido varios años de su vida, y que lo que allí sufrieron no les ha servido para nada. Por otro lado, la ignorancia y la ingenuidad del pueblo llano juegan un papel fundamental en ese inmerecido reconocimiento.
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