A la una de la tarde la expectación era máxima, hacía días que se podía sentir una especie de cuenta atrás, preludio de aquellos eventos que rompen con la inercia y cambian el rumbo de las cosas. Flotaba desde hacía semanas la sospecha de que aquello no iba a dejar a nadie indiferente. Alerta era la palabra, alerta feminista en las redes sociales. No era una falsa alarma. Todo apuntaba a que algún tipo de reajuste se estaba armando, una sentencia que fuera como una impugnación. Ese runrún no ha evitado la sorpresa, y mucho menos la indignación. Pocos minutos después de que el presidente de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial, José Francisco Cobo, leyera el fallo, grupos de mujeres mostraban sus manos enfundadas de guantes rojos, manifestaban dolor e incomprensión. En las redes sociales zumbaba sin parar una palabra, ABUSO. Un vocablo escaso, limitado, que no alcanza a definir lo que le pasó a la chica que aquella madrugada del 7 de julio de 2016 se cruzó con cinco hombres con un plan definido: follársela independientemente de la voluntad de ella. Según el Código Penal, el abuso descarta que hubiera agresión o intimidación.
Así, la sentencia llama a lo que pasó poco después de este fatídico encuentro “abuso sexual”. Es más, uno de los jueces, Ricardo González, pidió, una vez más, y directamente, la absolución. Hay que leer los hechos probados de la sentencia con una miopía patriarcal muy incrustada, unas auténticas cataratas de patriarcado para no ver violencia ni intimidación en el hecho de que cinco hombres adultos metan por sorpresa a una chica sola en un portal y hagan con su cuerpo lo que deseen. No la han creído: tras tanta expectación, la sentencia se ha revelado como una sentencia bélica. Eslaguerra, constataban periodistas y activistas, mujeres anónimas, entre tristes y furiosas, eslaguerra. Y mientras, se multiplicaban las convocatorias para no ceder en la calle lo que se ha sentido perdido en los tribunales: el derecho a la justicia.
No la creyeron. Ricardo González, el famoso juez absolutorio, es un buen exponente de este escepticismo con ínfulas de neutralidad. Hace meses, mientras visionaba los vídeos que los acusados grabaron con sus móviles, centró su mirada avezada en las expresiones de ella mientras era sometida. Buscaba el gesto que la delatara, el gemido equívoco, un escrutinio fino que le reafirmara en la sospecha de que esa mujer mentía. Mentía y manipulaba. Si no hubo agresión ni fue forzada, ¿por qué no comunicó su disconformidad? Las cosas no le cuadraban. Nunca ha debido sentir indefensión ni es capaz de imaginar su propia reacción en una situación como aquella por la que pasó la chica. Y aún así sospechaba que ella no sufrió a la altura. Algo hizo mal en ese contexto, no cumplió con algunos de los requisitos para ser considerada violada. Las reflexiones de este juez muestran hacia los perpetradores una solidaridad de género frente a una víctima de la que se desconfía por sistema.
No la han creído, ni él, ni los otros dos jueces. Son la punta del iceberg de miles de hombres y algunas mujeres que tampoco la creen. Y con la víctima se sienten descreídas millones de mujeres. La indignación moviliza los cuerpos, las acciones de quienes suponen un actor político cada vez más fuerte, con capacidad de respuesta, cada vez más veloz en cambiar los teclados por las calles si la rabia aprieta y la sororidad convoca. El patriarcado no es ajeno a la dimensión que va tomando el movimiento feminista. Quizás esta sentencia no sea fruto de la ceguera patriarcal, sino una forma de respuesta de quienes sienten su poder en disputa. Una alarma naranja que tilila, un recordatorio de que la justicia no es feminista ni lo será pronto.
Antes de los jueces, los abogados defensores hicieron su propio show: tantas pruebas había, tan obvio era el abuso de poder, la intimidación y la violencia, que la única defensa posible era cuestionar a la víctima, atacar su credibilidad, poner en duda cada uno de sus actos. Fueron poco escrupulosos a la hora de revictimizar a la víctima, aparentemente cómodos en su rol de escupir juicios sobre ella. Una estrategia que consideran válida para empujar los límites del relato hacia la zona de confort de quienes no tienen urgencia en atacar al patriarcado porque es lo que respiran. Ella tenía que haber interpretado lo que estaba por pasar y haber huido. Ella tenía que avisar de que no quería que aquello continuara pasando incluso a riesgo –quizás– de su propia vida. Si no es asesinada o golpeada, la palabra de una víctima de violación siempre estará en entredicho. El kit de desresponsabilización del machista, que los disculpa de sus acciones y les responsabiliza hasta de sus propios cuerpos: cómo iban a imaginar ellos que su número y volumen le intimidaban, ella tenía que haber mostrado esa intimidación y luchado contra ella para ser creída.
Este es un conflicto de una enorme carga simbólica. Para las feministas supone una pérdida de fe en la institución judicial. Una ruptura del marco, el #YoSíTeCreo, tiene su contracara desestabilizadora: la desconfianza en la justicia. Esto tiene consecuencias individuales y colectivas. Erosiona la seguridad y contención de las víctimas ante casos de violencia. Empuja a pensar en formas de autodefensa que trasciendan lo institucional.
El caso de La Manada tiene varios elementos que lo convierten en un revulsivo completo: un continuo de violencia sexual grupal; un proceso de revictimización de la violada. Una cobertura informativa a ratos espectacularizante, y a ratos, incluso violenta hacia la víctima; un proceso judicial en suspenso, que termina con una sentencia insuficiente. Del otro lado, una violación grupal, cometida por chicos, “majetes”, no marginales, ni extranjeros, chicos integrados socialmente y hasta guapos, que trivializan sus actos, banalizan el sometimiento de una mujer, la cosifican al extremo y disponen de su cuerpo a su placer. Que muchas personas se tomaran estas imágenes con normalidad habla de algo más grande y profundo, de un proceso en ciernes donde la cosificación es completa, y los vínculos con el otro, su bienestar, su consentimiento, o incluso su vida pasan a segundo plano hasta dejar de importar. En esa dominación del grupo, que no impide ninguno de ellos, hay una perversidad que da vértigo, la capacidad de hombres normales de ejercer acciones negativas.
A esta lógica de grupo que se construye desde la dominación, y tiene como interlocutores a otros hombres, lo último que le falta es la sensación de impunidad. No calificar estos actos de lo que son: violaciones, no penarlos en consecuencia es mandar un mensaje de que su libertad sexual no es un absoluto, que debe defenderla con uñas y dientes si la ve amenazada, porque, en caso contrario, podría inducir confusión respecto a su disconformidad con la situación. Entender el consentimiento como un a priori mientras no se demuestre lo contrario pone la responsabilidad de nuevo en las mujeres.
Esta sensación de impunidad es uno de los componentes del concepto feminicidio como lo explica Lagarde. No se trata de la cantidad de años, hay que cuidarse de caer en una matemática de la venganza, exigiendo penas tan grandes como nuestra rabia. Se trata del tipo de delito. Calificar algo así de abuso suena a aviso a navegantes en tiempos convulsos. A amonestación por exceso de presencia del feminismo. No siempre se avanza, los cambios no siempre son a mejor, conviene mirar afuera, interpretar la violencia en un marco más amplio. ¿Qué hace que un grupo de jóvenes considere como parte de su ocio, como una experiencia válida someter a una mujer contra su voluntad? ¿Qué hace que muchos otros emulen y les admiren por ese gesto? ¿Qué hace que un juez, a la vista de todas las pruebas, vea una relación sexual consentida? ¿Qué ha pasado estos últimos años? Nos ven como objeto, como territorio donde expresar su poderío, como diría Rita Segato. ¿O estamos empezando a ser antagonistas y esto en efecto eslaguerra? Hay que estar listas para no perder terreno. También ampliar nuestro espacio: la indignación moral esta vez alcanza a muchos varones. La indignación moral es un revulsivo contra la injusticia, es la energía que moviliza a las hartas, es la impugnación que se lleva lo que no sirve por delante y que no acepta medias tintas ni representaciones.
Sarah Babiker es periodista especializada en género y mundo árabe.
Fuente: http://ctxt.es/es/20180425/Firmas/19251/Sentencia-la-manada-abuso-jueces-machismo.htm
Así, la sentencia llama a lo que pasó poco después de este fatídico encuentro “abuso sexual”. Es más, uno de los jueces, Ricardo González, pidió, una vez más, y directamente, la absolución. Hay que leer los hechos probados de la sentencia con una miopía patriarcal muy incrustada, unas auténticas cataratas de patriarcado para no ver violencia ni intimidación en el hecho de que cinco hombres adultos metan por sorpresa a una chica sola en un portal y hagan con su cuerpo lo que deseen. No la han creído: tras tanta expectación, la sentencia se ha revelado como una sentencia bélica. Eslaguerra, constataban periodistas y activistas, mujeres anónimas, entre tristes y furiosas, eslaguerra. Y mientras, se multiplicaban las convocatorias para no ceder en la calle lo que se ha sentido perdido en los tribunales: el derecho a la justicia.
No la creyeron. Ricardo González, el famoso juez absolutorio, es un buen exponente de este escepticismo con ínfulas de neutralidad. Hace meses, mientras visionaba los vídeos que los acusados grabaron con sus móviles, centró su mirada avezada en las expresiones de ella mientras era sometida. Buscaba el gesto que la delatara, el gemido equívoco, un escrutinio fino que le reafirmara en la sospecha de que esa mujer mentía. Mentía y manipulaba. Si no hubo agresión ni fue forzada, ¿por qué no comunicó su disconformidad? Las cosas no le cuadraban. Nunca ha debido sentir indefensión ni es capaz de imaginar su propia reacción en una situación como aquella por la que pasó la chica. Y aún así sospechaba que ella no sufrió a la altura. Algo hizo mal en ese contexto, no cumplió con algunos de los requisitos para ser considerada violada. Las reflexiones de este juez muestran hacia los perpetradores una solidaridad de género frente a una víctima de la que se desconfía por sistema.
No la han creído, ni él, ni los otros dos jueces. Son la punta del iceberg de miles de hombres y algunas mujeres que tampoco la creen. Y con la víctima se sienten descreídas millones de mujeres. La indignación moviliza los cuerpos, las acciones de quienes suponen un actor político cada vez más fuerte, con capacidad de respuesta, cada vez más veloz en cambiar los teclados por las calles si la rabia aprieta y la sororidad convoca. El patriarcado no es ajeno a la dimensión que va tomando el movimiento feminista. Quizás esta sentencia no sea fruto de la ceguera patriarcal, sino una forma de respuesta de quienes sienten su poder en disputa. Una alarma naranja que tilila, un recordatorio de que la justicia no es feminista ni lo será pronto.
Antes de los jueces, los abogados defensores hicieron su propio show: tantas pruebas había, tan obvio era el abuso de poder, la intimidación y la violencia, que la única defensa posible era cuestionar a la víctima, atacar su credibilidad, poner en duda cada uno de sus actos. Fueron poco escrupulosos a la hora de revictimizar a la víctima, aparentemente cómodos en su rol de escupir juicios sobre ella. Una estrategia que consideran válida para empujar los límites del relato hacia la zona de confort de quienes no tienen urgencia en atacar al patriarcado porque es lo que respiran. Ella tenía que haber interpretado lo que estaba por pasar y haber huido. Ella tenía que avisar de que no quería que aquello continuara pasando incluso a riesgo –quizás– de su propia vida. Si no es asesinada o golpeada, la palabra de una víctima de violación siempre estará en entredicho. El kit de desresponsabilización del machista, que los disculpa de sus acciones y les responsabiliza hasta de sus propios cuerpos: cómo iban a imaginar ellos que su número y volumen le intimidaban, ella tenía que haber mostrado esa intimidación y luchado contra ella para ser creída.
Este es un conflicto de una enorme carga simbólica. Para las feministas supone una pérdida de fe en la institución judicial. Una ruptura del marco, el #YoSíTeCreo, tiene su contracara desestabilizadora: la desconfianza en la justicia. Esto tiene consecuencias individuales y colectivas. Erosiona la seguridad y contención de las víctimas ante casos de violencia. Empuja a pensar en formas de autodefensa que trasciendan lo institucional.
El caso de La Manada tiene varios elementos que lo convierten en un revulsivo completo: un continuo de violencia sexual grupal; un proceso de revictimización de la violada. Una cobertura informativa a ratos espectacularizante, y a ratos, incluso violenta hacia la víctima; un proceso judicial en suspenso, que termina con una sentencia insuficiente. Del otro lado, una violación grupal, cometida por chicos, “majetes”, no marginales, ni extranjeros, chicos integrados socialmente y hasta guapos, que trivializan sus actos, banalizan el sometimiento de una mujer, la cosifican al extremo y disponen de su cuerpo a su placer. Que muchas personas se tomaran estas imágenes con normalidad habla de algo más grande y profundo, de un proceso en ciernes donde la cosificación es completa, y los vínculos con el otro, su bienestar, su consentimiento, o incluso su vida pasan a segundo plano hasta dejar de importar. En esa dominación del grupo, que no impide ninguno de ellos, hay una perversidad que da vértigo, la capacidad de hombres normales de ejercer acciones negativas.
A esta lógica de grupo que se construye desde la dominación, y tiene como interlocutores a otros hombres, lo último que le falta es la sensación de impunidad. No calificar estos actos de lo que son: violaciones, no penarlos en consecuencia es mandar un mensaje de que su libertad sexual no es un absoluto, que debe defenderla con uñas y dientes si la ve amenazada, porque, en caso contrario, podría inducir confusión respecto a su disconformidad con la situación. Entender el consentimiento como un a priori mientras no se demuestre lo contrario pone la responsabilidad de nuevo en las mujeres.
Esta sensación de impunidad es uno de los componentes del concepto feminicidio como lo explica Lagarde. No se trata de la cantidad de años, hay que cuidarse de caer en una matemática de la venganza, exigiendo penas tan grandes como nuestra rabia. Se trata del tipo de delito. Calificar algo así de abuso suena a aviso a navegantes en tiempos convulsos. A amonestación por exceso de presencia del feminismo. No siempre se avanza, los cambios no siempre son a mejor, conviene mirar afuera, interpretar la violencia en un marco más amplio. ¿Qué hace que un grupo de jóvenes considere como parte de su ocio, como una experiencia válida someter a una mujer contra su voluntad? ¿Qué hace que muchos otros emulen y les admiren por ese gesto? ¿Qué hace que un juez, a la vista de todas las pruebas, vea una relación sexual consentida? ¿Qué ha pasado estos últimos años? Nos ven como objeto, como territorio donde expresar su poderío, como diría Rita Segato. ¿O estamos empezando a ser antagonistas y esto en efecto eslaguerra? Hay que estar listas para no perder terreno. También ampliar nuestro espacio: la indignación moral esta vez alcanza a muchos varones. La indignación moral es un revulsivo contra la injusticia, es la energía que moviliza a las hartas, es la impugnación que se lleva lo que no sirve por delante y que no acepta medias tintas ni representaciones.
Sarah Babiker es periodista especializada en género y mundo árabe.
Fuente: http://ctxt.es/es/20180425/Firmas/19251/Sentencia-la-manada-abuso-jueces-machismo.htm
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