El poder del dinero se ha encargado de anestesiar cualquier principio que pudiera anteponerse a su imperante influencia. Decir que las ideologías resbalan sobre la sociedad, que la dejan intacta, que son expectoradas por ella, ha sido una trampa de la ideología más ingeniosa de todas, la ideología de la no-ideología. Es un intento de convertir en flatus vocis cualquier consideración política, metafísica o ética como orientación de la vida social y que los ciudadanos no descubran, en palabras de Ezra Pound, que esclavo es aquel que espera por alguien que venga y lo libere. La estrategia de las élites económicas-financieras es arrojar a las mayorías sociales a la necesidad, necesidad material y la necesidad que surge de la carencia de alternativas. Nuestra vida, según Ortega, es en todo instante y antes que nada conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más de una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien pura necesidad.
Este escenario es la consecuencia de unas medidas que por ser estructurales suponen que la depauperación y retroceso en derechos laborales y cívicos de las mayorías sociales no son excrecencias de una política mal aplicada sino el resultado pretendido por la imposición de un modelo ideológico concreto que pone el Estado al servicio de los intereses de unos pocos a costa de una ciudadanía desahuciada de su centralidad democrática y social. Pero esto no sería posible si el ecosistema político no estuviera volcado a un orden objetivo de las cosas incapaz de integrar modelos alternativos en una inercia de la vida pública cada vez más alejada de la gente.
En realidad, la gran crisis del capitalismo se sustancia en aumentar los espacios de dominación por su incapacidad por organizar su propio caos y, como consecuencia, la irracionalidad de unos planteamientos que imponen una sociedad cerrada donde se ha abolido el bien común en función del capricho de falacias elevadas a una artificial metafísica trascendente, como los mercados, el crecimiento, dioses abstractos que arrojan su ira contra las mayorías sociales.
¿Por qué consideramos que es adecuado para el buen funcionamiento de la economía que el Estado regale dinero a los bancos y una aberración que saque de la pobreza a los ciudadanos que con su depauperación sostienen al poder financiero y especulativo? Este concepto no tiene nada de ciencia económica y si mucho de ideología autoritaria.
Para Summers la economía hoy demanda que los gobiernos gasten. Los tipos de interés de los bonos del tesoro están en mínimos históricos. Lo que se necesita ahora es inversión pública que estimule a corto plazo la actividad económica y que mejore a largo plazo los niveles de productividad. Para que este estímulo fiscal no aumente el endeudamiento del Estado, que ya está cerca del 100% tanto en EEUU como en Europa, la solución consistiría financiar estas inversiones a través del banco central. Este tipo de expansión cuantitativa para el pueblo (People’s QE) está teniendo cada vez más partidarios. El nuevo líder laborista Jeremy Corbyn la ha incluido en su programa y Yannis Varufakis la considera una gran idea.
La idea original de la QE del pueblo es de los economistas Mark Blyth, Erik Lonergan y Simon Wren-Lewis y el contenido va más allá de los planteamientos de Corbyn. La solución para reactivar la economía es que el banco central transfiera dinero a todas las cuentas bancarias. Esta operación no sería muy distinta a la QE utilizada hasta ahora. Sólo que en vez de darle el dinero a los bancos, iría directamente a los clientes. El banco central decidiría de forma independiente cuánta cantidad ofrece. Según ellos, una transferencia del 3% del PIB supondría un crecimiento del 1%, ya que estiman que los hogares gastan un tercio de lo que ganan. Estas transferencias serían más efectivas y menos gravosas que el QE original, que ya ha costado el 20% del PIB.
Sin embargo, el capitalismo de algoritmos y especulativo sólo puede actuar en espacios totalitarios donde la solidaridad, la igualdad y la redistribución de riqueza están contemplados como elementos incompatibles con el sistema. Pero como afirma Herbert Marcuse, la dominación tiene su propia estética y la dominación democrática tiene su estética democrática y por ello hay un destierro permanente del pensamiento crítico para que la apariencia nos oculte la realidad en una sociedad inauténtica y alienada.
El gran triunfo del capitalismo en su fase más decadente es haber impuesto como irreversible su dominio ideológico y el convencimiento, incluso en las fuerzas de progreso, de que no existe una alternativa. Eppur si muove…
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