Caos, orden y violencia capitalista
- Escrito por Redacción
Armando B. Ginés
La doctrina del shock de Naomi Klein ilustra perfectamente este campo de batalla actual. Los desastres en serie engrasan la maquinaria capitalista
El universo como caos inefable. Apareció el ser humano en la Tierra y
puso orden a todo lo que veía o tocaba. Impuso, para ser más exactos,
sus reglas propias mediante la cultura, una impronta singular y
contradictoria para dominar las relaciones entre todas las cosas y
criaturas que surgían fruto de su inteligencia o habitaban a su
alrededor. La naturaleza se sometió a regañadientes a los designios del
nuevo ente autoconsciente. Gaia plegó velas e inclinó la testuz, aunque
no de modo definitivo, guardándose para sí secretos inaccesibles con los
que seguir batiendo de incertidumbre la vida en la casa común de los
pueblos autóctonos, tradiciones, intereses y gentes diversas que se
diseminaron por su vasta piel rebosante de rugosidades y misterios
indescifrables.
Caos y orden conviven como pueden desde entonces de la mano de la cultura y la violencia, dos ingredientes que aceleran su expansión y retraimiento simultáneos con el aliño imprescindible de la ideología, sustancia humana que sirve de detonante de la difícil combustión entre lo cultural y lo natural, esferas que disputan una guerra a muerte con treguas tácticas de resultado más que incierto.
El devenir histórico alumbró un sistema peculiar denominado capitalismo. La cultura empezó a cobrar mayor peso específico en detrimento de la naturaleza. El planeta azul parecía un hogar dulce, acogedor y amable hasta que asomaron heridas preocupantes en su viejo cuerpo de edad legendaria. Las alarmas se suceden, pero el ser humano continúa empecinado en alcanzar cotas cada vez más elevadas y monstruosas de conocimiento tecnológico harto discutible. Quiere el universo, cueste lo que cueste.
Da la sensación de que estamos instalados en un relato apocalíptico del que no podemos escapar valiéndonos de nuestra voluntad, un guión made in Hollywood que no admite enmienda alguna. Es el fin de la historia decretado por los sabios del régimen: solo es posible acomodarse al rol que nos ha tocado en suerte en el reparto estelar o como figurantes secundarios de relleno y aprendernos de memoria los diálogos y situaciones escritos por los mercados anónimos y fantasmales.
Vivimos dentro de un cuento maniqueísta donde únicamente existen dos opciones legítimas, la disyuntiva cerrada del caos o el orden, la lucha contra el mal o el calor artificial de una secuencia ordenada a base de repeticiones constantes sin vuelta atrás. Se trata de un caos constituido de desastres y amenazas diseñadas ad hoc: terroristas, rebeldes, calamidades naturales, crisis cíclicas, paro, marginación, pobreza, otros acechantes en la sombra… Restablecer el orden es la prioridad esencial de la elite, un orden que nunca termina de llegar y asentarse. De esta manera, nadie puede moverse en completa libertad porque siempre está vigente un estado de excepción difuso e inconcreto. Riesgo e inestabilidad configuran un horizonte de conflagraciones bélicas de baja intensidad que jamás cesa, alimentado de miedos e incógnitas personales y colectivas que impiden un ejercicio pleno de la libertad, una meta imposible que se vende en sucedáneos y elixires maravillosos a través de un consumismo compulsivo de fetiches que mitiga y mistifica una vida crítica y comprometida con la realidad total. Cada mercancía adquirida se asemeja a una venta a plazos de la libertad auténtica, taponando vías de pensamiento alternativo y profundo de la cosa pública.
La doctrina del shock de Naomi Klein ilustra perfectamente este campo de batalla actual. Los desastres en serie engrasan la maquinaria capitalista, hecatombes reales o ficticias, el caso es que cunda el pánico por doquier. Los enemigos emergen de la nada como adversarios de conveniencia éticamente irreprochables en su maldad intrínseca. La gente de bien, un amplio campo que se define por su incapacidad para establecer nexos de unión o cooperación solidaria con el otro en igualdad de condiciones, se atrinchera en sus posesiones pasajeras y se deja arrastrar contra el mal difuso creado en su mente sin oponer resistencia activa. Su pasividad ha sido creada por millones de mensajes e imágenes lanzados a la red global por los tentáculos omnímodos del sistema capitalista. La masa es presa fácil: su precariedad es tanta que se agarra a relatos sencillos y de digestión rápida con suma y entusiasta entrega.
La sociedad transformada en grey individualista, cada cual con sus miedos privados, busca ávidamente con su mirada ciega puntos de atención e ilusión inmediatos, quedando seducida por grandes palabras de apariencia neutral y positiva: patria, bandera, futuro, sacrificio, familia, costumbres ancestrales, religión, héroes de cartón piedra, democracia… La pléyade de respuestas estereotipadas es inabarcable. Todas esas palabras mágicas no han emergido a la palestra de ningún arcón de leyenda ni estaban guardadas entre sedas morales intachables. No hay mito fundador de patrias, etnias o nacionalismos que no haya emanado de una violencia sangrienta. Así lo demuestra convincentemente René Girard en su estudio La violencia y lo sagrado.
La cultura humana presenta ríos de sangre aún frescos y calientes hasta en sus conquistas menores o más insignificantes. Los mitos se han ido haciendo mediante la lucha de contrarios y la violencia institucional, social, política y/o ideológica. No existe el caos natural sino un desenfoque de la interpretación humana para desentrañar los misterios y complejidades del hábitat donde mora. El orden, por su parte, también es una quimera, un estado transitorio siempre en proceso de realizarse.
Lo que el capitalismo pretende es introducirnos en la única película posible para los intereses de su protagonista principal, la clase dominante. Las grandes palabras de las que cuelgan el resto, patria, familia y dios, eliminan de cuajo las diferencias y las contradicciones sociales con el propósito solapado de convertir la realidad en un dilema dual, nosotros los buenos y ellos los malvados bárbaros. A través de este reduccionismo simplista todo lo que advertimos es una escena fantástica de caos en pugna permanente y fatal contra el orden moral y ético preconizado por el régimen capitalista. En ese teatro de operaciones, la libertad resulta una utopía casi irracional. Hay con urgencia que pertrecharse de seguridades banales para hacer frente con éxito a la próxima e inminente crisis o destrucción más o menos natural. El miedo de todos es nuestro propio miedo, un pánico que se extiende miméticamente como un reguero de pólvora por toda la geografía social. Cuanto mayor sea el caos inducido, más necesidad imperiosa de orden, de regreso visceral a un pasado mítico, idealizado y violento. Los enemigos diabólicos nunca duermen, de ahí que haya que armarse incluso con sueños infantiles anestesiantes y relatos maniqueístas para viajar a la vigilia sin rasguños ni enfermedades letales, sanos y salvos. El pánico es la mercancía ideológica mas subvencionada por el sistema capitalista. Los medios de comunicación masivos siempre están de farmacia de guardia para suministrar las dosis adecuadas de miedo mágico a cada paciente ante cualquier brote de enfermedad radical o rebelde que pueda abrir una brecha en su asfixiante estructura productiva. No hace falta receta para adquirir tal antídoto contra el pensamiento crítico. Es gratuito y abundante.
lahaine
Caos y orden conviven como pueden desde entonces de la mano de la cultura y la violencia, dos ingredientes que aceleran su expansión y retraimiento simultáneos con el aliño imprescindible de la ideología, sustancia humana que sirve de detonante de la difícil combustión entre lo cultural y lo natural, esferas que disputan una guerra a muerte con treguas tácticas de resultado más que incierto.
El devenir histórico alumbró un sistema peculiar denominado capitalismo. La cultura empezó a cobrar mayor peso específico en detrimento de la naturaleza. El planeta azul parecía un hogar dulce, acogedor y amable hasta que asomaron heridas preocupantes en su viejo cuerpo de edad legendaria. Las alarmas se suceden, pero el ser humano continúa empecinado en alcanzar cotas cada vez más elevadas y monstruosas de conocimiento tecnológico harto discutible. Quiere el universo, cueste lo que cueste.
Da la sensación de que estamos instalados en un relato apocalíptico del que no podemos escapar valiéndonos de nuestra voluntad, un guión made in Hollywood que no admite enmienda alguna. Es el fin de la historia decretado por los sabios del régimen: solo es posible acomodarse al rol que nos ha tocado en suerte en el reparto estelar o como figurantes secundarios de relleno y aprendernos de memoria los diálogos y situaciones escritos por los mercados anónimos y fantasmales.
Vivimos dentro de un cuento maniqueísta donde únicamente existen dos opciones legítimas, la disyuntiva cerrada del caos o el orden, la lucha contra el mal o el calor artificial de una secuencia ordenada a base de repeticiones constantes sin vuelta atrás. Se trata de un caos constituido de desastres y amenazas diseñadas ad hoc: terroristas, rebeldes, calamidades naturales, crisis cíclicas, paro, marginación, pobreza, otros acechantes en la sombra… Restablecer el orden es la prioridad esencial de la elite, un orden que nunca termina de llegar y asentarse. De esta manera, nadie puede moverse en completa libertad porque siempre está vigente un estado de excepción difuso e inconcreto. Riesgo e inestabilidad configuran un horizonte de conflagraciones bélicas de baja intensidad que jamás cesa, alimentado de miedos e incógnitas personales y colectivas que impiden un ejercicio pleno de la libertad, una meta imposible que se vende en sucedáneos y elixires maravillosos a través de un consumismo compulsivo de fetiches que mitiga y mistifica una vida crítica y comprometida con la realidad total. Cada mercancía adquirida se asemeja a una venta a plazos de la libertad auténtica, taponando vías de pensamiento alternativo y profundo de la cosa pública.
La doctrina del shock de Naomi Klein ilustra perfectamente este campo de batalla actual. Los desastres en serie engrasan la maquinaria capitalista, hecatombes reales o ficticias, el caso es que cunda el pánico por doquier. Los enemigos emergen de la nada como adversarios de conveniencia éticamente irreprochables en su maldad intrínseca. La gente de bien, un amplio campo que se define por su incapacidad para establecer nexos de unión o cooperación solidaria con el otro en igualdad de condiciones, se atrinchera en sus posesiones pasajeras y se deja arrastrar contra el mal difuso creado en su mente sin oponer resistencia activa. Su pasividad ha sido creada por millones de mensajes e imágenes lanzados a la red global por los tentáculos omnímodos del sistema capitalista. La masa es presa fácil: su precariedad es tanta que se agarra a relatos sencillos y de digestión rápida con suma y entusiasta entrega.
La sociedad transformada en grey individualista, cada cual con sus miedos privados, busca ávidamente con su mirada ciega puntos de atención e ilusión inmediatos, quedando seducida por grandes palabras de apariencia neutral y positiva: patria, bandera, futuro, sacrificio, familia, costumbres ancestrales, religión, héroes de cartón piedra, democracia… La pléyade de respuestas estereotipadas es inabarcable. Todas esas palabras mágicas no han emergido a la palestra de ningún arcón de leyenda ni estaban guardadas entre sedas morales intachables. No hay mito fundador de patrias, etnias o nacionalismos que no haya emanado de una violencia sangrienta. Así lo demuestra convincentemente René Girard en su estudio La violencia y lo sagrado.
La cultura humana presenta ríos de sangre aún frescos y calientes hasta en sus conquistas menores o más insignificantes. Los mitos se han ido haciendo mediante la lucha de contrarios y la violencia institucional, social, política y/o ideológica. No existe el caos natural sino un desenfoque de la interpretación humana para desentrañar los misterios y complejidades del hábitat donde mora. El orden, por su parte, también es una quimera, un estado transitorio siempre en proceso de realizarse.
Lo que el capitalismo pretende es introducirnos en la única película posible para los intereses de su protagonista principal, la clase dominante. Las grandes palabras de las que cuelgan el resto, patria, familia y dios, eliminan de cuajo las diferencias y las contradicciones sociales con el propósito solapado de convertir la realidad en un dilema dual, nosotros los buenos y ellos los malvados bárbaros. A través de este reduccionismo simplista todo lo que advertimos es una escena fantástica de caos en pugna permanente y fatal contra el orden moral y ético preconizado por el régimen capitalista. En ese teatro de operaciones, la libertad resulta una utopía casi irracional. Hay con urgencia que pertrecharse de seguridades banales para hacer frente con éxito a la próxima e inminente crisis o destrucción más o menos natural. El miedo de todos es nuestro propio miedo, un pánico que se extiende miméticamente como un reguero de pólvora por toda la geografía social. Cuanto mayor sea el caos inducido, más necesidad imperiosa de orden, de regreso visceral a un pasado mítico, idealizado y violento. Los enemigos diabólicos nunca duermen, de ahí que haya que armarse incluso con sueños infantiles anestesiantes y relatos maniqueístas para viajar a la vigilia sin rasguños ni enfermedades letales, sanos y salvos. El pánico es la mercancía ideológica mas subvencionada por el sistema capitalista. Los medios de comunicación masivos siempre están de farmacia de guardia para suministrar las dosis adecuadas de miedo mágico a cada paciente ante cualquier brote de enfermedad radical o rebelde que pueda abrir una brecha en su asfixiante estructura productiva. No hace falta receta para adquirir tal antídoto contra el pensamiento crítico. Es gratuito y abundante.
lahaine
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