Mover ficha: volver a saber que sí podemos
Corría el año de 1553 y Éttiene de la Boétie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, se preguntaba cómo era posible que una sola persona gobernase sobre todo un reino. Acertaba a señalar que la rutina era la principal enemiga del cambio. Hoy sabemos que la obediencia al poder político tiene también otras razones junto a la resignación (que crece y crece cuando no se ven alternativas). La coacción, como siempre ha sabido el poder, es bien importante para sembrar miedo (“hijo, tú no te signifiques”). De hecho, siempre es su última razón. También consentimos si vemos legitimidad en el poder político. En nuestros países esa legitimidad viene del proceso electoral y del cumplimiento de los procedimientos. No es de menor importancia la inclusión ciudadana (disfrutar de todas las ventajas de la vida social). Si la sociedad te abandona ¿por qué no va a abandonar tú los compromisos con la sociedad? Y, por supuesto, razón no le faltaba a de la Boétie, sigue siendo esencial para el orden existente impedir que el pueblo salga del sopor conformista al que invita el elevado muro de la imposibilidad y la inutilidad del cambio que arman los que mandan. Todas estas razones de la obediencia están rotas en España. ¿Entonces?
Nos distraemos con quimeras, nos conformamos con migajas, construimos horizontes con espejitos, nos asustamos con bravuconadas y nos resignamos con el relato de nuestra supuesta impotencia. Intuimos que somos muchos y muchas y que la indignación nos va creciendo. Pero al igual que el mundo griego y romano prohibía a los esclavos vestir de la misma forma para evitar que se supiera que eran muchos, nosotros nos prohibimos a nosotros mismos encontrarnos en ese gesto que nos cuente que estamos en la misma pelea. Aunque nos repitamos mil veces que la unión de los que tienen razón hace la fuerza.
El poder sabe mejor que nosotros mismos cuál es nuestra potencia. Y nos tiene más miedo del que imaginamos. ¿Por qué ahora una ley ciudadana que convierte en delito casi cualquier protesta en el país con menor índice de delincuencia de Europa? ¿Por qué llenar el barrio burgalés de Gamonal de antidisturbios? ¿Por qué presentar cada disenso como una escuela de terrorismo? ¿Por qué presentar el derecho a decidir como un delito y no como una oportunidad? Porque el régimen del 78 sabe que la situación en España está cogida con las meras pinzas de nuestro convencimiento. Y no tienen mucho más. Y si empezamos a decir que sí se puede…
Bastó que se expropiasen en el supermercado de una multinacional cuatro carritos con aceite, lentejas y garbanzos para que pareciera que se hundía la civilización occidental. La ciudadanía protesta en Burgos porque les están robando la ciudad y el gobierno del PP tiene que redoblar la represión porque necesita creer que detrás no está el tío Juan y la tía María sino comandos itinerantes financiados por Fu Man Chú (y un lugarteniente suyo con txapela). Decenas de miles de jóvenes se han ido de España porque aquí no tienen trabajo, y como el gobierno tiene claro que pueden regresar de golpe a exigir lo que es suyo, quiere convencerles de que están en verdad en un viaje de aventura. El Papa Francisco dice que el capitalismo es contrario a la ética cristiana y Rouco Varela, en conversación con Rajoy y Dolores de Cospedal, pone un amplificador a la guitarra de los Kikos y grilletes a las mujeres, no vaya a ser que sigan creciendo en derechos y digan que no aceptan ningún recorte más a sus libertades.
El vapor de la indignación flota en el ambiente. Falta la caldera que lo concrete y ponga a trabajar las turbinas. ¿Nos imaginamos una hucha común donde pudiéramos meter todos los ahorros de nuestra desobediencia? Una referencia sentida como propia entre los que luchan en Gamonal, en las mareas, en la verja de Melilla, en cada oposición a un desahucio, abriendo comedores populares, presionando a la burocracia en Bruselas, personada en las fosas y reclamando la memoria histórica, siendo voz contra el fracking y los transgénicos, ayudando a los emigrantes, siendo acusación particular en cada caso de corrupción, la voz común en el señalamiento a los corrompidos órganos de los jueces, defendiendo la ley de plazos en el aborto, siendo el impulso de cada atrevimiento a reinventar la convivencia común de los pueblos del reino, llenando de razón cada esquina del Estado para acabar con la medieval institución de la monarquía, velando por el cumplimiento de los derechos humanos por todos los rincones, impulsando órganos ciudadanos que regresen la mercancía “información” a su condición de bien común, siendo capaz de ser la patria que nos robaron en 1936. ¿Tan difícil es?
No tiene sentido que en mitad de la mayor crisis que nadie recuerda en nuestro país, la capacidad política de respuesta siga sumida en la impotencia. El PSOE desperdició su conferencia política por no querer escuchar a sus bases que le pedían incorporar demandas nacidas del 15M. Izquierda Unida, que siempre dijo que el espíritu de la indignación era el suyo se empeña en desperdiciar cada ocasión que se le brinda para romper con la lógica burocrática que fagocita a los partidos. En otros lugares del Estado, la izquierda más novedosa se ha acomodado en la identidad nacional y su principal fuerza y necesidad reside en que no hay nadie fuera que represente con credibilidad la invención -porque nunca la hemos inventado- de una España federal y de izquierda que se aprenda a sí misma de otra manera.
Estamos en un escenario donde el PP está cambiando el contrato social que hemos construido durante los últimos 35 años. La posibilidad que utiliza la derecha está en nuestra perplejidad convertida en impotencia. Por eso, la respuesta de la izquierda no puede ser la fragmentación eterna, contentarse con esperar que le caigan las migajas electorales de la mesa de los poderosos, resignarse a ser un mero corrector -hasta donde se pueda- de los desmanes del neoliberalismo, o pretender representar, desde la misma matriz de la resignación, lo nuevo, sin entender que antes le toca reinventarse a sí misma. ¿O es que puede la izquierda pedir al país que haga un proceso constituyente cuando la izquierda ha sido incapaz de poner en marcha ese proceso en su propia casa? ¿Va a pedir a la gente que haga lo que ella no se aplica? ¿Con qué credibilidad?
La respuesta de la izquierda no puede ser tampoco el reproche interminable dentro de las propias filas (a los que les pese demasiado el oprobio biográfico debieran tener la generosidad de dar un paso atrás). No puede ser, de igual manera, la reivindicación de demandas envejecidas o vestidas de gris que ignoren la necesidad de un nuevo lenguaje y un nuevo gesto. No puede ser en absoluto el maximalismo que se niega a seguir adelante porque ve sombras en cualquier amanecer (¿nos acordamos en la Puerta del Sol de asambleas de miles de personas frenadas porque una sola persona cruzaba los brazos negando su acuerdo?) ni la intransigencia de quien quiere imponer el cien por cien de sus presupuestos. Y, por supuesto, no puede ser una fachada de reivindicación de las mayorías, de reinvención de la democracia si no asume la radicalidad que exige la época para acabar con la corrupción, con el autoritarismo, el sexismo en todas sus expresiones, la destrucción de la naturaleza, el oprobio a los inmigrantes, la falta de honestidad en lo público y, en consonancia con lo que sigue siendo la contradicción principal de nuestras sociedades, que no asuma que el mundo del trabajo necesita ser reconstruido para que cada ciudadano y cada ciudadana tenga la posibilidad de relacionarse con los demás a través de un trabajo que no le robe la dignidad y le permita desarrollarse como persona.
Hace falta romper las tablas de la aburrida partida de ajedrez en la que estamos detenidos. Hace falta una candidatura unitaria a las elecciones europeas que nazca de un proceso de deliberación y decisión populares. Es el lugar y el momento. Quienes se nieguen a aprovechar la coyuntura para consolidar el proceso de unidad de la izquierda no han entendido lo que nos estamos jugando. Nunca fue más cierto que no nos sirve un trozo de la tarta: necesitamos reclamar la tarta entera. Los contratos sociales los arman las mayorías. Pero delante de nuestras narices lo están desmantelando las minorías. Por eso decimos que el miedo tiene que cambiar de bando. Para que pierdan esa impunidad que tienen los ladrones, los corruptos, los que ofrecen trabajos basura, los que ofenden a las mujeres, los que quieren regresar a una España de sacristía, los que insultan la memoria histórica, los que vibran con Franco, los que expulsan a los universitarios de las aulas, los que niegan el acceso a una sanidad digna, los que tienen a este pueblo con la alegría robada. Los zapatistas se taparon el rostro para que se les viera. Ahora nosotros decimos que no para que podamos construir un sí que nos emocione.
Por todo eso movemos ficha. Para que todos y todas entiendan la oportunidad de hacer lo mismo.
Blog del autor: http://www.comiendotierra.es/
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