“No se
trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se
trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las
clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de
establecer una nueva.”.
Carlos
Marx, Mensaje a la Liga
de los Comunistas,
Salir
de la pesadilla del euro.
Alberto
Montero Soler. Mientras tanto electrónico.
I.
Pasan los meses, se convierten en años y las posibilidades de que los países periféricos de la Eurozona superen esta crisis por una vía que no sea una solución de ruptura se alejan cada vez más del horizonte.
Frente a
quienes mantienen que existen vías de reforma capaces de enfrentar la actual
situación de deterioro económico y social, la realidad se empeña en demostrar
que la viabilidad de esas propuestas requiere de una condición previa
inexcusable: la modificación radical de la estructura institucional, de las
reglas de funcionamiento y de la línea ideológica que guía el funcionamiento de
la Eurozona.
El problema de
fondo es que ese marco resulta funcional y esencial para el proceso de
acumulación del gran capital europeo; pero, también, y es algo que debemos
mantener permanentemente presente, para que Alemania consolide tanto su papel
protagónico en Europa como al que aspira en la nueva geopolítica multipolar en
construcción. En este sentido, pueden plantearse al menos dos argumentos
básicos que refuerzan la tesis de la necesidad de la ruptura del marco
restrictivo impuesto por el euro si se desea abrir el abanico de posibilidades
para optar a una salida de esta crisis que permita una mínima posibilidad
emancipatoria para el conjunto de los pueblos europeos.
El primer argumento
es que la solución que se está imponiendo frente a esta crisis desde las élites
dominantes a nivel europeo es, en sí misma, una solución de ruptura por su
parte y a su favor. Las políticas de austeridad constituyen la expresión
palmaria de que esas élites se encuentran en tal posición de fuerza con
respecto al mundo del trabajo que pueden permitirse romper unilateral y
definitivamente el pacto implícito sobre el que se habían creado, crecido y
mantenido los Estados de bienestar europeos. Esas élites saben perfectamente
que una clase trabajadora precarizada, desideologizada, desestructurada y que
ha perdido ampliamente su conciencia de clase es una clase trabajadora
indefensa y sin capacidad de resistencia real para preservar las estructuras de
bienestar que la protegían de las inclemencias de la mercantilización de los
satisfactores de necesidades económicas y sociales básicas. Las concesiones
hechas durante el capitalismo fordista de posguerra están en trance de ser
revertidas porque, además, en la privatización de esas estructuras de bienestar
existe un nicho de negocio capaz de facilitar la recuperación de la caída en la
tasa de ganancia.
El segundo
argumento es que no puede olvidarse, como parece que se hace, la naturaleza
adquirida por el proyecto de integración monetaria europeo desde que se creó y
comenzaron a actuar las dinámicas económicas que el mismo promovía a su
interior. El problema esencial es que la Eurozona es un híbrido que no avanza en lo
federal, con y por todas las consecuencias que ello tendría en materia de
cesión de soberanía, y se mantiene exclusivamente en el terreno de lo monetario
porque esa dimensión, junto a la libertad de movimientos de capitales y bienes
y servicios, basta para configurar un mercado de grandes dimensiones que
permite una mayor escala de reproducción de los capitales, que elimina los
riesgos de devaluaciones monetarias competitivas por parte de los Estados y que
facilita la dominación de unos Estados sobre otros sobre la base de la aparente
neutralidad que se le atribuye a los mercados.
Por lo tanto,
Europa –y, con ella, su expresión de “integración” más avanzada que es el euro–
se ha convertido en un proyecto exclusivamente económico puesto al servicio de
la oligarquías industriales y financieras europeas con el agravante de que, en
el proceso, han cooptado a la clase política, tanto nacional como
supranacional, secuestrando con ello los mecanismos de intervención política
sobre la dinámica económica y restringiendo los márgenes para cualquier tipo de
reforma que no actúe en su beneficio. En consecuencia, este espacio
difícilmente puede ser identificado y defendido por las clases populares
europeas como la Europa
de los Ciudadanos a la que en algún momento aspiró la izquierda.
II
De hecho,
existe una serie de elementos que explican por qué el euro haya sido, desde la
perspectiva de los pueblos europeos, un proyecto fallido desde su mismo inicio:
por un lado, tanto las políticas de ajuste permanente que se articularon
durante el proceso de convergencia previo a la introducción del euro como las
políticas que se han mantenido desde su entrada en vigor han restringido las
tasas de crecimiento económico con el consecuente impacto sobre la creación de
empleo; por otro lado, la ausencia de una estructura fiscal de redistribución
de la renta y la riqueza o de cualquier mecanismo de solidaridad que realmente
responda a ese principio ha dificultado la reducción de los desequilibrios de
las condiciones de bienestar entre los ciudadanos de los Estados miembros; y,
finalmente, también debe resaltarse que las asimetrías estructurales existentes
entre las distintas economías al inicio del proyecto se han ido agravando
durante estos años, reforzando la estructura centro-periferia al interior de la Eurozona y apuntalando la
dimensión productiva de la crisis actual.
Si a todo ello
se le añade el que las políticas encaminadas a salvar el euro son políticas
dirigidas a preservar los intereses de la élite económica europea en contra del
bienestar de las clases populares, la resultante es que se reafirma la idea del
distanciamiento acelerado de la posibilidad de identificar a la Eurozona con un proceso
de integración que los pueblos europeos puedan reconocer como propio y
construido a la medida de sus aspiraciones.
Puede concluirse,
entonces, que el euro –y entiéndaselo no sólo como una moneda en sí misma, sino
como todo un sistema institucional y una dinámica funcional puesta al servicio
de la reproducción ampliada del capital a escala europea– es la síntesis más
cruda y acabada del capitalismo neoliberal. Un tipo de capitalismo que se
desarrolla en el marco de un mercado único dominado por el imperativo de la
competitividad y en el que, además, se ha producido un vaciado de las
soberanías nacionales –y no digamos de las populares–, en beneficio de una
tecnocracia que actúa políticamente a favor de las élites europeas y en
menoscabo de las condiciones de bienestar de las clases populares.
Y si
coincidimos en que para éstas últimas la creación del euro se trata de un
proyecto fallido, la cuestión que inmediatamente se plantea es qué pueden
hacer, al menos las de los países periféricos sobre los que está recayendo con
mayor intensidad el peso del ajuste, frente a un futuro tan poco esperanzador y
en el que las opciones de reforma en un sentido solidario se van bloqueando con
candados cada vez más férreos. La respuesta a esta cuestión va a depender de
cuál sea la concepción que se tenga de la crisis actual, de las dinámicas que
la mantienen activa y de las perspectivas de evolución de las relaciones
políticas y económicas al interior de la Eurozona que pudieran revertir la situación
actual o, en sentido contrario, consolidarla.
III
A mi modo de
ver, la crisis presenta en estos momentos dos dimensiones difícilmente
reconciliables y que facilitan la consolidación del status quo actual.
La primera
dimensión es financiera y se centra en el problema del endeudamiento
generalizado que, en el caso de la mayor parte de los países periféricos, se
inició como un problema de deuda privada y se convirtió en uno de deuda pública
cuando se rescató –y, por tanto, se socializó– la deuda del sistema financiero.
Los niveles que ha alcanzado el endeudamiento, tanto privado como público, son
tan elevados que es imposible que esa deuda pueda reembolsarse completa, y eso
es algo de lo que se debe ser plenamente consciente por sus consecuencias
prácticas. De eso, y del hecho de que, privados de moneda nacional y con unas
tasas de crecimiento del ratio deuda/PIB muy superiores a las de la tasa de
crecimiento económico, la carga de la deuda se hace insostenible y se convierte
en una bomba de relojería que en algún momento estallará sin remedio.
La segunda
dimensión es real y se concreta en las diferencias de competitividad entre las
economías centrales y las economías periféricas. Esas diferencias se
encuentran, entre otros factores, en el origen de la crisis y el problema de
fondo es que no sólo no están disminuyendo sino que se están ampliando. Es más,
la lectura de la reducción de los desequilibrios externos de las economías
periféricas al interior de la
Eurozona como un síntoma de que estamos en tránsito de
superación de la crisis es manifiestamente perversa porque desconsidera la
tremenda repercusión del estancamiento económico sobre las importaciones.
El vínculo de
conexión entre ambas dimensiones de la crisis lo constituye la posición
dominante alcanzada por los países centrales frente a los periféricos y, en
concreto, la posición alcanzada por Alemania en el conjunto de la Eurozona, no sólo
relevante por su peso económico sino también por su control político de las
dinámicas de reconfiguración de la
Eurozona que se están desarrollando con la excusa de ser
soluciones frente a la crisis pero que actúan, de hecho, reforzando su
hegemonía.
Si a ello se
le añaden las peculiaridades de su estructura productiva, caracterizada por la
debilidad crónica de su demanda interna –y, por tanto, por la existencia
recurrente de exceso de ahorro nacional– y la potencia de su demanda externa
–fundamento de sus superávits comerciales continuos–, comprobaremos cómo lo que
parecía un círculo virtuoso de crecimiento para toda la Eurozona se ha acabado
convirtiendo en un yugo sobre las economías periféricas, principal destino de
los flujos financieros a través de los que Alemania rentabilizaba sus
excedentes de ahorro interno y comerciales reciclándolos en forma de deuda
externa que colocaba en dichas economías.
De esa forma,
Alemania ha reconvertido su posición acreedora en una posición de dominación
cuasi hegemónica que le permite imponer las políticas necesarias a sus
intereses. Esto implica, en la práctica, que cualquier solución de naturaleza
cooperativa para resolver la crisis es automáticamente rechazada mientras que
se refuerzan, por el contrario, los planteamientos de naturaleza competitiva
entre economías cuyas desigualdades en términos de competitividad ya se han
demostrado insostenibles en un marco tan disímil y asimétrico como el de la Eurozona.
Y, así,
resulta tan trágico como desolador asistir a la aquiescencia con la que los
gobiernos de la Eurozona
periférica asumen y aplican políticas que están agravando las diferencias
estructurales preexistentes y que, por lo tanto, no hacen sino acentuar las
diferencias en términos productivos y de bienestar entre el centro y la
periferia sin que pueda existir ningún viso de solución a través de las mismas:
los procesos de deflación interna no sólo merman la capacidad adquisitiva de
las clases populares sino que, además, elevan la carga real de la deuda a nivel
interno tanto de la deuda privada (por la vía de la deflación salarial) como de
la deuda pública (por el diferencial entre las tasas de crecimiento del
producto interior bruto y de la deuda pública), con el agravante añadido de que
cualquier apreciación del tipo de cambio del euro se traduce en una erosión de
las ganancias de competitividad espurias conseguidas por la vía de la deflación
salarial. Se trata, por tanto, de un camino hacia el abismo del subdesarrollo.
Es por ello
por lo que, si no se producen cambios estructurales radicales (que pasan todos
ellos por mecanismos de transferencias fiscales redistributivas), la Eurozona se consolidará
como un espacio asimétrico de acumulación de capitales en el que las economías
periféricas se verán condenadas a desenvolverse en alguna de las soluciones de
equilibrio sin crecimiento posibles, por utilizar un eufemismo economicista, o,
en el peor de los casos, aquélla acabará saltando parcial o totalmente por los
aires.
El problema es
que esas reformas radicales no sólo no aparecen en la agenda europea, sino que
son sistemáticamente vetadas por Alemania. De hecho, creo que es fácilmente
constatable cómo en estos momentos, en el seno de la Eurozona, existen
tensiones entre los intereses de las élites económicas y financieras europeas y
los de las clases populares del conjunto de la Eurozona, más intensas en
el caso de las de los Estados periféricos; entre los intereses de Alemania y
otros Estados del centro y los de los Estados de la periferia; y entre las
propuestas de solución de la crisis impuestas por dichas élites y Estados y la
lógica económica más elemental, la que queda expresada en las principales
identidades macroeconómicas que recogen las interrelaciones entre los balances
de los sectores privado, público y externo de las economías de la Eurozona. Todas
esas tensiones, debidamente gestionadas por quienes detentan el poder en los
diferentes ámbitos de expresión del mismo, son funcionales a la consolidación
de una Eurozona asimétrica, en el sentido ya señalado, y dominada por Alemania.
IV
Pero, además,
esas tensiones ciegan la posibilidad de una salida a la crisis para las clases
populares que no sea de ruptura, tal y como se apuntó al inicio de este texto.
El problema se presenta cuando quienes únicamente están planteando esa
posibilidad de ruptura unilateral, de salida del euro, son los partidos
nacionalistas de extrema derecha, apropiándose de un sentimiento de
insatisfacción popular creciente contra el euro, frente a una izquierda que
sigue invocando la opción por unas reformas que confrontan directamente con los
intereses de quienes han puesto a su servicio las potencialidades de dominación
imperial por la vía económica que facilita el euro. Desde ese punto de vista,
sería oportuno dejar de visualizar al euro meramente como una moneda y pasar a
asimilarlo a un arma de destrucción masiva que está destruyendo no sólo el
bienestar de los pueblos europeos sino, también, el sentimiento europeísta
basado en la fraternidad entre esos pueblos que tanto trabajo costó construir.
El problema de
credibilidad se agrava para la izquierda cuando, para promover las reformas
necesarias, se apela a la activación de un sujeto, la “clase trabajadora
europea”, que actúe como vanguardia en la transformación de la naturaleza de la Eurozona. Y es que la
situación de la clase trabajadora en Europa nunca se ha encontrado más
deteriorada en lo que a conciencia e identidad de clase se refiere, sin que
ello merme un ápice el hecho incontestable de que la relación salarial sigue
siendo la piedra de toque esencial del sistema capitalista. Como escribía
recientemente Ulhrich Beck, vivimos la tragedia de estar en momentos
revolucionarios sin revolución y sin sujeto revolucionario. Ahí es nada.
En todo caso,
el horizonte se clarificaría si la izquierda fuera capaz de dar una respuesta
creíble a una cuestión que se niega a considerar y que, sin embargo, puede
manifestarse más pronto que tarde en el escenario europeo y, concretamente, en
Grecia: ¿qué podría hacer un gobierno de izquierdas que alcanzara el poder en
un único país de la periferia? ¿Debería esperar a que estuvieran dadas las
condiciones objetivas en el resto de la Eurozona para proceder a su reforma, siendo
conscientes que eso exige el voto unánime de 27 Estados, o debería aprovechar la
ventana de oportunidad que la historia le ha permitido abrir y promover la
salida de ese Estado del euro?
Evidentemente,
la respuesta no es fácil pero tampoco cabe hacerse trampas al solitario. Para
ello es necesario reconocer de partida que, en el marco del euro, no hay margen
alguno para políticas realmente transformadoras que actúen en beneficio de las
clases populares. Es más, me atrevería a afirmar que en ese marco no hay margen
alguno para la política porque ésta ha sido secuestrada por el tipo de
institucionalidad desarrollada para dar carta de naturaleza a una moneda que
carece detrás de cualquier tipo de proyecto de construcción de una comunidad
política integradora de los pueblos de Europa. Es por ello que resulta un
contrasentido reclamar procesos constituyentes cuando la condición de
posibilidad previa para que ese proceso pueda realizarse con plenitud es la
ruptura con el marco institucional, político, económico y legal que impone el
euro. Una comunidad sólo puede refundarse a través de un proceso constituyente
si lo hace sin restricciones de partida previas, impuestas desde fuera y que
actúan, para más inri, en detrimento de los intereses de las mismas clases
populares que reclaman ese proceso constituyente.
O, por decirlo
en otros términos, la ruptura con el euro no es condición suficiente pero sí
necesaria para cualquier proyecto de transformación social emancipatorio al que
pueda aspirar la izquierda. Por lo tanto, reivindicar la revolución en
abstracto y, simultáneamente, tratar de preservar la moneda europea y las
instituciones y políticas que le son consustanciales en esta Europa del Capital
hasta que se den las condiciones europeas para su reforma, constituye una
contradicción en los términos que resta credibilidad ante unas clases populares
que parecen haber identificado al enemigo con mayor claridad que los dirigentes
de la izquierda.
Es por ello
que hasta que esa contradicción no sea asumida y superada y los discursos
políticos y económicos sean ambos de ruptura y corran en paralelo; hasta que la
salida del euro sea percibida no sólo como un problema, sino también como parte
de la solución a la situación dependiente de las economías periféricas al abril
el horizonte de posibilidades para recomponerse como economías y buscar su
senda de desarrollo en la producción y provisión de bienestar de una forma más
autocentrada y menos dependiente de su inserción en la economía mundial; hasta
que deje de atenazarnos el miedo a romper las cadenas del euro por carecer de
certezas absolutas sobre cómo podría ser la vida fuera del mismo, de la misma
forma que atenazaba a quienes se negaban a romper con el patrón oro tras la Gran Depresión de
los años treinta del siglo pasado; hasta que todo eso no ocurra sólo me queda
pronosticar, con pesar, un largo periodo de sufrimiento social y económico para
los pueblos y trabajadores de la periferia europea.
Alberto Montero Soler (Twitter: @amonterosoler) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
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