EL difícil camino del acuerdo final y la contrainsurgencia paramilitar
Revista Izquierda
Tal y como era de esperarse la negociación del punto 3 “Fin del conflicto” y del punto 6 “Implementación, verificación y refrendación” ha demostrado una vez más la particularidad y la complejidad de la búsqueda de un acuerdo final entre las FARC-EP y el Gobierno de Santos. De la simple lectura de la Agenda, no se alcanza a inferir con suficiencia todo el significado de lo que está en juego, si se tiene en cuenta que la mayoría de los analistas y productores de opinión sobre el proceso de paz y la propia comisión negociadora del Gobierno tenían la idea de que éste sería un proceso de “desarme, desmovilización y reinserción”, calcando en cierta forma experiencias del pasado en el país y a nivel internacional.
La no firma del acuerdo final el 23 de marzo, además de poner en entredicho el anuncio de términos perentorios, tal y como ha ocurrido en otros momentos del proceso de La Habana, ha evidenciado de nuevo, por una parte, la debilidad de muchas caracterizaciones académicas sobre la guerrilla de las FARC-EP en las que se le reducía en forma peyorativa a una “guerrilla campesina”, con poca ilustración, centrada más en propósitos militares que políticos, y en razón de ello con poco arraigo social; y por la otra, que una agenda de negociación y lo que se acuerde, no es un asunto exclusivo de erudición, sino la expresión de lo que ella permita interpretar y desarrollar, del poder de negociación que no es otro que el que resulta del balance político-militar de la guerra y del interés y respaldo social que se logre concitar, y de la voluntad y la decisión política para construir un acuerdo aceptable para las partes.
De tal dificultad ha sido lo pendiente con convenir, que no fue posible siquiera acordar una “hoja de ruta” el indicado 23 de marzo que fijara derroteros precisos que le permitieran al país tener mayores certezas acerca de los tiempos probables para la terminación definitiva de la expresión armada del conflicto en lo que concierne a las FARC-EP. Es muy probable que las partes hayan logrado avances en ese empeño y que estén ad portas del anuncio de nuevos acuerdos parciales, como de deja traslucir en declaraciones gubernamentales y guerrilleras, específicamente en relación con el cese bilateral definitivo de fuegos y hostilidades y con el combate y el desmonte definitivo de estructuras de contrainsurgencia paramilitar y las garantías de seguridad. Lo cual hablaría muy bien de la salud del proceso.
Nudos gordianos por desatar
No obstante, más allá de estos asuntos específicos, junto con los otros que comprenden la negociación del punto 3 “Fin del conflicto”, que fue definido en la Agenda como “un proceso integral y simultáneo” que inicia con lo firma del acuerdo final, los nudos gordianos del momento actual de la negociación se encuentran a mi juicio en aspectos que ya habían sido advertidos por algunos analistas y más recientemente por la propia Revista Semana. Me refiero, en primer lugar, a la forma de incorporación del acuerdo final al ordenamiento jurídico (lo cual presume definir también el contenido el acuerdo final); y, en segundo, a los necesarios desarrollos normativos (constitucionales y legales) de lo acordado, pues en los términos actuales no va más allá de una declaración pactada de buenas voluntades y propósitos. La Revista Semana ha adelantado que se considera en La Habana la posibilidad del acuerdo final como acuerdo especial, figura contemplada en el artículo 3 común a los acuerdos de Ginebra, que regula las guerras no internacionales [1] . No se sabe aún cómo se resolverá el asunto de los desarrollos normativos. Con ese propósito, el Gobierno inició de manera unilateral el trámite del llamado Acto legislativo para la paz, que se encuentra en curso en el Congreso.
Lo mencionados nudos gordianos representan ni más ni menos las definiciones que comprometen la seguridad jurídica de los acuerdos. Se podrá hablar de una excesiva exaltación del derecho, o de un fetichismo normativo, o incluso de una ilusión constitucional, pero en las condiciones de nuestro país convenir un nuevo marco normativo constitucional y legal es asunto imprescindible para la construcción de una paz estable y duradera, que comprometa al Estado y la sociedad en su conjunto. Desde luego que tal marco normativo en sí mismo no es garantía de paz; pero significa al menos el establecimiento de nuevas reglas para hacer viable la implementación de lo acordado y sobre todo para el trámite del conflicto que es inherente al orden social vigente a través de las vías exclusivas de la política. La cuestión adquiere mayor significación si se considera el origen político de lo acordado. No es derecho en abstracto. Es el derecho emanado de un acuerdo final, lo cual le otorga a la Mesa de La Habana una función constituyente de facto.
Si el proceso de paz se piensa en serio, además de su constitucionalización y de asumir la forma de derecho positivo, debe fundarse sobre un Plan de Estado y las políticas públicas correspondientes, así como sobre la disposición de recursos fiscales. La construcción de una paz estable y duradera debe abrir la discusión sobre las finanzas públicas en general y, de manera específica, sobre la reestructuración del gasto público. Si la negociación se juzga por Agenda y las pretensiones guerrilleras, también estos asuntos están pendientes de ser abordados.
La importancia del debate sobre el paramilitarismo
Todo lo anterior resulta en cierta forma inocuo si no hay garantía de la vida misma; sobre todo de la vida para hacer política, para oponerse, para revindicar, para construir poder social o para aspirar al poder del Estado y ser gobierno. Garantizar la vida no es una preocupación exclusiva de quienes pretenden hacer dejación de armas y cesar en su empeño de la rebelión armada, es también propósito de toda expresión de insurgencia social, de movimientos, partidos y organizaciones políticas y sociales, de obreros, campesinos, indígenas, afrodescendientes, de mujeres, de luchadores por los derechos humanos.
Y ello tiene como condición necesaria e indispensable a la vez, la superación de la disposición contrainsurgente del orden social vigente, así como de las estructuras de contrainsurgencia que le sirven de soporte, especialmente de aquellas que se fundan en el ejercicio de la violencia paramilitar. En ese contexto, adquiere suma relevancia el debate acerca de la persistencia del paramilitarismo y la necesidad de su superación definitiva.
Durante las últimas semanas han salido a relucir diferentes posiciones políticas, incluidas las de algunos académicos, ya elaboradas durante el gobierno de Uribe Vélez. Si tales posturas cumplieron entonces la función de magnificar los alcances del mal llamado proceso de paz con las Autodefensas Unidas de Colombia y de la Ley de Justicia y Paz, en el presente de la negociación de la Habana buscan controvertir resultados de investigación y tesis elaboradas también en medios académicos, por reconocidos centros de investigación y organizaciones no gubernamentales, acerca de la persistencia del paramilitarismo, que -contrastadas con su propia experiencia y conocimiento- han sido acogidas por la FARC-EP para sustentar la necesidad de combatir y superar el paramilitarismo, como requisito de la suscripción de un acuerdo final.
Me refiero en particular a las elaboraciones que han dictaminado la desaparición del paramilitarismo y la emergencia, en su lugar, de las “bandas criminales”, lo cual implicaría el paso de organizaciones criminales con propósitos políticos contrainsurgentes hacia organizaciones estrictamente criminales. Una buena síntesis de esta postura ha sido (re)formulada recientemente por Eduardo Pizarro Leongómez en su columna “ Los Úsuga: ¿bandas criminales o neoparamilitarismo?” (Revista Semana, abril 6 de 2016). La misma posición ha sido sostenida en forma reiterada por el actual Ministro de Defensa.
En la raíz de este planteamiento se encuentra, por una parte, la teoría económica del conflicto, según la cual la existencia de estas estructurales criminales se encuentra desprovista de cualquier contexto y propósito político; lo que las caracterizaría esencialmente sería su afán predatorio, de obtención de rentas provenientes de la economía corporativa transnacional de la cocaína, o de la minería ilegal, o de la captura de recursos del Estado [2] . Por otra parte, está el análisis comparado, de contraste de la experiencia colombiana con otros casos internacionales, que permitiría afirmar que no se dan la condiciones de caracterización de las “bandas criminales” como organizaciones contrainsurgentes [3] .
Esta base de argumentación, además de expresar una de las formas actuales del negacionismo y representar una modalidad de banalización de la violencia, no resiste el escrutinio histórico y del presente. Más allá del estudio fenomenológico, que puede resultar útil para ilustrar, pero también para demostrar la imposibilidad de la generalización, pues cada “banda criminal” sería un caso particular, el esfuerzo de análisis y abstracción que debe hacerse consiste en develar los rasgos que asume la disposición contrainsurgente que es inherente al orden social, las estructuras que le sirven de soporte, y la función específica que cumple en un momento histórico-concreto.
No es posible fundamentar la extinción de la contrainsurgencia paramilitar con base en el acto de desmovilización pactado en Santafé de Ralito y el sometimiento a la Ley de Justicia y Paz. Es indiscutible que hubo una disolución de grupos mercenarios; pero ello es distinto a la disolución del mercenarismo mismo y de las funciones que éste cumple y, sobre todo, es distinto a la desaparición de las estructuras contrainsurgentes complejas en las que se fundamenta, y que conjugan y articulan poderes políticos, económicos y sociales (nacionales, locales y transnacionales), así como dispositivos culturales y comunicacionales, con poderes e instituciones estatales, incluidas las fuerzas militares y de policía, en diferente nivel y escala.
Necesidad de un entendimiento complejo de la contrainsurgencia paramilitar
Cuando me refiero a la contrainsurgencia paramilitar no considero una organización u aparato de dirección de la política antisubversiva y de determinación conspirativa de su implementación, sino más bien un conjunto de disposiciones que pueden ser divergentes pero se unifican conflictivamente en torno a un propósito común. Tal compresión no excluye desde luego la conspiración, los planes y las coordinaciones antisubversivas; así como los conflictos entre quienes lo integran. Tampoco descarta propósitos propios de una industria criminal, esencialmente mafiosa, en la búsqueda de rentas de diverso origen [4] .
En ese sentido, el problema no son el Clan Úsuga, o los Rastrojos, o las Águilas Negras, o el sinnúmero de denominaciones adicionales que se presentan en la actualidad; el problema no resulta de las rentas que éstas organizaciones generan o capturan de manera ilegal; siéndolo desde luego también, la cuestión fundamental se encuentra más bien en las condiciones, estructuras, y articulaciones, que constituyen poderes fácticos dentro o fuera del Estado, para realizar propósitos de acumulación ilegal y hacer posible el desempeño de funciones esencialmente de contrainsurgencia armada, paramilitar, así éstas no sean declaradas explícitamente.
¿Cómo explicar las continuas amenazas y el asesinato selectivo de líderes sociales, de defensores de derechos humanos, de militantes activos de fuerzas de izquierda?, ¿cómo explicar la persistencia del despojo violento (y legal) de tierras y del alistamiento violento de territorios para proyectos de inversión, o la oposición armada a la restitución de tierras despojadas?, ¿cómo explicar el control territorial que se ejerce con base en el terror y la intimidación localizados?, ¿cómo explicar la justificación de la existencia de tales organizaciones desde el manido concepto de “paz sin impunidad”?. Todo ello es imposible hacerlo, si la categoría de análisis que se propone es la de “banda criminal”. Nadie se come el cuento de que es una cuestión de criminalidad común.
En el contexto del proceso de diálogos y negociación y la perspectiva cierta de un acuerdo de paz, a las funciones históricas que ha desempeñado la contrainsurgencia se le agrega una que resulta de su trasegar de la oposición abierta al proceso a la adaptación pragmática con salvedades (“paz sin impunidad”). Me refiero a la preparación para el momento de la implementación de los acuerdos, al propósito de que ésta fracase y lo convenido en La Habana resulte inocuo y sin ningún efecto transformador. En ese aspecto, debe no es descartable en absoluto la puesta en marcha de planes de contrainsurgencia paramilitar de exterminio, tal y como ocurriera con la Unión Patriótica, A Luchar y el Frente Popular. Más aún, cuando el propósito político de preservación violenta del statu quo se acompaña del ánimo de venganza. Frente a la “paz con impunidad”, se justificará la justicia propia.
Por otra parte, se advierten coincidencias en términos de “propósitos comunes”, entre la contrainsurgencia armada paramilitar y la contrainsurgencia civil, que lidera el Centro Democrático, el Procurador General y Fedegán, junto sectores agazapados de otros partidos del establecimiento. Sin que se pueda afirmar la existencia de un aparato conspirativo de coordinación, es evidente que desde la perspectiva de la ultraderecha no se descarta hacer política (y terror) con armas [5] . Asunto más preocupante aún, si no se asiste a una redefinición a fondo de la política de seguridad del Estado, que sigue atrapada por componentes de la doctrina de la “seguridad nacional”, y a una depuración de las instituciones del Estado en diferentes ámbitos y niveles, en los que se encuentran entronizadas estructuras criminales y mafiosas.
La institucionalidad del Estado no necesita otras dos o tres décadas para constatar, como lo hace ahora la Fiscalía General, que el extermino de la Unión Patriótica obedeció a un plan sistemático y fríamente calculado. Como hoy, al inicio de la matanza, había quienes negaban la existencia de la contrainsurgencia paramilitar y buscaban eufemismos.
Razón asiste, por tanto, a las FARC-EP en la Mesa de La Habana al condicionar la firma del acuerdo final, al combate y el desmonte efectivo de las estructuras de contrainsurgencia, particularmente aquellas de carácter paramilitar, en el entendido que tal desmonte responde a la lógica de proceso. El problema, como se ha señalado es de alta complejidad; no es un asunto de simple combate a la criminalidad común. El propósito de superación definitiva de la contrainsurgencia armada paramilitar es asunto de la sociedad en su conjunto, si en verdad se aspira una organización de la formación socioeconómica sobre presupuestos básicos de democracia avanzada y justicia social.
Jairo Estrada Álvarez, Profesor del Departamento de Ciencia Política - Universidad Nacional de Colombia
Publicado en la Revista Izquierda, No. 63, Espacio Crítico, Centro de Estudios, Bogotá, abril de 2016.
www.espaciocritico.com
[1] Desde el inicio mismo de la negociación, Álvaro Leyva Durán fue el primero en interpretar los acuerdos de La Habana como acuerdos especiales. Entre tanto, juristas de amplio reconocimiento y el propio Fiscal General, Eduardo Montealegre (en ese momento en funciones), entre otros, la han acogido con matices.
[2] Debe recordarse, que con esa misma sustentación se pretendió demostrar la (presunta) mutación de la guerrilla en banda criminal, a la que se le unió la tesis negacionista del conflicto y de la “amenaza terrorista” formulada en el gobierno de Uribe Vélez. El proceso de La Habana es la más fehaciente demostración del fracaso intelectual y político de esos ejercicios de acomodación de la teoría y de falsificación de la historia.
[3] El recurso de la comparación aunque permite identificar rasgos comunes o evidenciar las diferencias en la unidad de análisis, termina siendo ahistórico, en la medida en que no puede dar cuenta de las condiciones concretas que originan y explican las configuraciones particulares de la contrainsurgencia paramilitar.
[4] Para un entendimiento más amplio y exhaustivo de la contrainsurgencia en nuestro país, véase la muy sólida y juiciosa investigación de Vilma Liliana Franco Restrepo, Orden contrainsurgente y dominación. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Instituto Popular de Capacitación, 2009.
[5] Al respecto véase la punzante columna de Jorge Gómez Pinilla, “Lo que faltaba: la guerrilla uribista”, en Revista Semana, abril 5 de 2016.
De tal dificultad ha sido lo pendiente con convenir, que no fue posible siquiera acordar una “hoja de ruta” el indicado 23 de marzo que fijara derroteros precisos que le permitieran al país tener mayores certezas acerca de los tiempos probables para la terminación definitiva de la expresión armada del conflicto en lo que concierne a las FARC-EP. Es muy probable que las partes hayan logrado avances en ese empeño y que estén ad portas del anuncio de nuevos acuerdos parciales, como de deja traslucir en declaraciones gubernamentales y guerrilleras, específicamente en relación con el cese bilateral definitivo de fuegos y hostilidades y con el combate y el desmonte definitivo de estructuras de contrainsurgencia paramilitar y las garantías de seguridad. Lo cual hablaría muy bien de la salud del proceso.
Nudos gordianos por desatar
No obstante, más allá de estos asuntos específicos, junto con los otros que comprenden la negociación del punto 3 “Fin del conflicto”, que fue definido en la Agenda como “un proceso integral y simultáneo” que inicia con lo firma del acuerdo final, los nudos gordianos del momento actual de la negociación se encuentran a mi juicio en aspectos que ya habían sido advertidos por algunos analistas y más recientemente por la propia Revista Semana. Me refiero, en primer lugar, a la forma de incorporación del acuerdo final al ordenamiento jurídico (lo cual presume definir también el contenido el acuerdo final); y, en segundo, a los necesarios desarrollos normativos (constitucionales y legales) de lo acordado, pues en los términos actuales no va más allá de una declaración pactada de buenas voluntades y propósitos. La Revista Semana ha adelantado que se considera en La Habana la posibilidad del acuerdo final como acuerdo especial, figura contemplada en el artículo 3 común a los acuerdos de Ginebra, que regula las guerras no internacionales [1] . No se sabe aún cómo se resolverá el asunto de los desarrollos normativos. Con ese propósito, el Gobierno inició de manera unilateral el trámite del llamado Acto legislativo para la paz, que se encuentra en curso en el Congreso.
Lo mencionados nudos gordianos representan ni más ni menos las definiciones que comprometen la seguridad jurídica de los acuerdos. Se podrá hablar de una excesiva exaltación del derecho, o de un fetichismo normativo, o incluso de una ilusión constitucional, pero en las condiciones de nuestro país convenir un nuevo marco normativo constitucional y legal es asunto imprescindible para la construcción de una paz estable y duradera, que comprometa al Estado y la sociedad en su conjunto. Desde luego que tal marco normativo en sí mismo no es garantía de paz; pero significa al menos el establecimiento de nuevas reglas para hacer viable la implementación de lo acordado y sobre todo para el trámite del conflicto que es inherente al orden social vigente a través de las vías exclusivas de la política. La cuestión adquiere mayor significación si se considera el origen político de lo acordado. No es derecho en abstracto. Es el derecho emanado de un acuerdo final, lo cual le otorga a la Mesa de La Habana una función constituyente de facto.
Si el proceso de paz se piensa en serio, además de su constitucionalización y de asumir la forma de derecho positivo, debe fundarse sobre un Plan de Estado y las políticas públicas correspondientes, así como sobre la disposición de recursos fiscales. La construcción de una paz estable y duradera debe abrir la discusión sobre las finanzas públicas en general y, de manera específica, sobre la reestructuración del gasto público. Si la negociación se juzga por Agenda y las pretensiones guerrilleras, también estos asuntos están pendientes de ser abordados.
La importancia del debate sobre el paramilitarismo
Todo lo anterior resulta en cierta forma inocuo si no hay garantía de la vida misma; sobre todo de la vida para hacer política, para oponerse, para revindicar, para construir poder social o para aspirar al poder del Estado y ser gobierno. Garantizar la vida no es una preocupación exclusiva de quienes pretenden hacer dejación de armas y cesar en su empeño de la rebelión armada, es también propósito de toda expresión de insurgencia social, de movimientos, partidos y organizaciones políticas y sociales, de obreros, campesinos, indígenas, afrodescendientes, de mujeres, de luchadores por los derechos humanos.
Y ello tiene como condición necesaria e indispensable a la vez, la superación de la disposición contrainsurgente del orden social vigente, así como de las estructuras de contrainsurgencia que le sirven de soporte, especialmente de aquellas que se fundan en el ejercicio de la violencia paramilitar. En ese contexto, adquiere suma relevancia el debate acerca de la persistencia del paramilitarismo y la necesidad de su superación definitiva.
Durante las últimas semanas han salido a relucir diferentes posiciones políticas, incluidas las de algunos académicos, ya elaboradas durante el gobierno de Uribe Vélez. Si tales posturas cumplieron entonces la función de magnificar los alcances del mal llamado proceso de paz con las Autodefensas Unidas de Colombia y de la Ley de Justicia y Paz, en el presente de la negociación de la Habana buscan controvertir resultados de investigación y tesis elaboradas también en medios académicos, por reconocidos centros de investigación y organizaciones no gubernamentales, acerca de la persistencia del paramilitarismo, que -contrastadas con su propia experiencia y conocimiento- han sido acogidas por la FARC-EP para sustentar la necesidad de combatir y superar el paramilitarismo, como requisito de la suscripción de un acuerdo final.
Me refiero en particular a las elaboraciones que han dictaminado la desaparición del paramilitarismo y la emergencia, en su lugar, de las “bandas criminales”, lo cual implicaría el paso de organizaciones criminales con propósitos políticos contrainsurgentes hacia organizaciones estrictamente criminales. Una buena síntesis de esta postura ha sido (re)formulada recientemente por Eduardo Pizarro Leongómez en su columna “ Los Úsuga: ¿bandas criminales o neoparamilitarismo?” (Revista Semana, abril 6 de 2016). La misma posición ha sido sostenida en forma reiterada por el actual Ministro de Defensa.
En la raíz de este planteamiento se encuentra, por una parte, la teoría económica del conflicto, según la cual la existencia de estas estructurales criminales se encuentra desprovista de cualquier contexto y propósito político; lo que las caracterizaría esencialmente sería su afán predatorio, de obtención de rentas provenientes de la economía corporativa transnacional de la cocaína, o de la minería ilegal, o de la captura de recursos del Estado [2] . Por otra parte, está el análisis comparado, de contraste de la experiencia colombiana con otros casos internacionales, que permitiría afirmar que no se dan la condiciones de caracterización de las “bandas criminales” como organizaciones contrainsurgentes [3] .
Esta base de argumentación, además de expresar una de las formas actuales del negacionismo y representar una modalidad de banalización de la violencia, no resiste el escrutinio histórico y del presente. Más allá del estudio fenomenológico, que puede resultar útil para ilustrar, pero también para demostrar la imposibilidad de la generalización, pues cada “banda criminal” sería un caso particular, el esfuerzo de análisis y abstracción que debe hacerse consiste en develar los rasgos que asume la disposición contrainsurgente que es inherente al orden social, las estructuras que le sirven de soporte, y la función específica que cumple en un momento histórico-concreto.
No es posible fundamentar la extinción de la contrainsurgencia paramilitar con base en el acto de desmovilización pactado en Santafé de Ralito y el sometimiento a la Ley de Justicia y Paz. Es indiscutible que hubo una disolución de grupos mercenarios; pero ello es distinto a la disolución del mercenarismo mismo y de las funciones que éste cumple y, sobre todo, es distinto a la desaparición de las estructuras contrainsurgentes complejas en las que se fundamenta, y que conjugan y articulan poderes políticos, económicos y sociales (nacionales, locales y transnacionales), así como dispositivos culturales y comunicacionales, con poderes e instituciones estatales, incluidas las fuerzas militares y de policía, en diferente nivel y escala.
Necesidad de un entendimiento complejo de la contrainsurgencia paramilitar
Cuando me refiero a la contrainsurgencia paramilitar no considero una organización u aparato de dirección de la política antisubversiva y de determinación conspirativa de su implementación, sino más bien un conjunto de disposiciones que pueden ser divergentes pero se unifican conflictivamente en torno a un propósito común. Tal compresión no excluye desde luego la conspiración, los planes y las coordinaciones antisubversivas; así como los conflictos entre quienes lo integran. Tampoco descarta propósitos propios de una industria criminal, esencialmente mafiosa, en la búsqueda de rentas de diverso origen [4] .
En ese sentido, el problema no son el Clan Úsuga, o los Rastrojos, o las Águilas Negras, o el sinnúmero de denominaciones adicionales que se presentan en la actualidad; el problema no resulta de las rentas que éstas organizaciones generan o capturan de manera ilegal; siéndolo desde luego también, la cuestión fundamental se encuentra más bien en las condiciones, estructuras, y articulaciones, que constituyen poderes fácticos dentro o fuera del Estado, para realizar propósitos de acumulación ilegal y hacer posible el desempeño de funciones esencialmente de contrainsurgencia armada, paramilitar, así éstas no sean declaradas explícitamente.
¿Cómo explicar las continuas amenazas y el asesinato selectivo de líderes sociales, de defensores de derechos humanos, de militantes activos de fuerzas de izquierda?, ¿cómo explicar la persistencia del despojo violento (y legal) de tierras y del alistamiento violento de territorios para proyectos de inversión, o la oposición armada a la restitución de tierras despojadas?, ¿cómo explicar el control territorial que se ejerce con base en el terror y la intimidación localizados?, ¿cómo explicar la justificación de la existencia de tales organizaciones desde el manido concepto de “paz sin impunidad”?. Todo ello es imposible hacerlo, si la categoría de análisis que se propone es la de “banda criminal”. Nadie se come el cuento de que es una cuestión de criminalidad común.
En el contexto del proceso de diálogos y negociación y la perspectiva cierta de un acuerdo de paz, a las funciones históricas que ha desempeñado la contrainsurgencia se le agrega una que resulta de su trasegar de la oposición abierta al proceso a la adaptación pragmática con salvedades (“paz sin impunidad”). Me refiero a la preparación para el momento de la implementación de los acuerdos, al propósito de que ésta fracase y lo convenido en La Habana resulte inocuo y sin ningún efecto transformador. En ese aspecto, debe no es descartable en absoluto la puesta en marcha de planes de contrainsurgencia paramilitar de exterminio, tal y como ocurriera con la Unión Patriótica, A Luchar y el Frente Popular. Más aún, cuando el propósito político de preservación violenta del statu quo se acompaña del ánimo de venganza. Frente a la “paz con impunidad”, se justificará la justicia propia.
Por otra parte, se advierten coincidencias en términos de “propósitos comunes”, entre la contrainsurgencia armada paramilitar y la contrainsurgencia civil, que lidera el Centro Democrático, el Procurador General y Fedegán, junto sectores agazapados de otros partidos del establecimiento. Sin que se pueda afirmar la existencia de un aparato conspirativo de coordinación, es evidente que desde la perspectiva de la ultraderecha no se descarta hacer política (y terror) con armas [5] . Asunto más preocupante aún, si no se asiste a una redefinición a fondo de la política de seguridad del Estado, que sigue atrapada por componentes de la doctrina de la “seguridad nacional”, y a una depuración de las instituciones del Estado en diferentes ámbitos y niveles, en los que se encuentran entronizadas estructuras criminales y mafiosas.
La institucionalidad del Estado no necesita otras dos o tres décadas para constatar, como lo hace ahora la Fiscalía General, que el extermino de la Unión Patriótica obedeció a un plan sistemático y fríamente calculado. Como hoy, al inicio de la matanza, había quienes negaban la existencia de la contrainsurgencia paramilitar y buscaban eufemismos.
Razón asiste, por tanto, a las FARC-EP en la Mesa de La Habana al condicionar la firma del acuerdo final, al combate y el desmonte efectivo de las estructuras de contrainsurgencia, particularmente aquellas de carácter paramilitar, en el entendido que tal desmonte responde a la lógica de proceso. El problema, como se ha señalado es de alta complejidad; no es un asunto de simple combate a la criminalidad común. El propósito de superación definitiva de la contrainsurgencia armada paramilitar es asunto de la sociedad en su conjunto, si en verdad se aspira una organización de la formación socioeconómica sobre presupuestos básicos de democracia avanzada y justicia social.
Jairo Estrada Álvarez, Profesor del Departamento de Ciencia Política - Universidad Nacional de Colombia
Publicado en la Revista Izquierda, No. 63, Espacio Crítico, Centro de Estudios, Bogotá, abril de 2016.
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[1] Desde el inicio mismo de la negociación, Álvaro Leyva Durán fue el primero en interpretar los acuerdos de La Habana como acuerdos especiales. Entre tanto, juristas de amplio reconocimiento y el propio Fiscal General, Eduardo Montealegre (en ese momento en funciones), entre otros, la han acogido con matices.
[2] Debe recordarse, que con esa misma sustentación se pretendió demostrar la (presunta) mutación de la guerrilla en banda criminal, a la que se le unió la tesis negacionista del conflicto y de la “amenaza terrorista” formulada en el gobierno de Uribe Vélez. El proceso de La Habana es la más fehaciente demostración del fracaso intelectual y político de esos ejercicios de acomodación de la teoría y de falsificación de la historia.
[3] El recurso de la comparación aunque permite identificar rasgos comunes o evidenciar las diferencias en la unidad de análisis, termina siendo ahistórico, en la medida en que no puede dar cuenta de las condiciones concretas que originan y explican las configuraciones particulares de la contrainsurgencia paramilitar.
[4] Para un entendimiento más amplio y exhaustivo de la contrainsurgencia en nuestro país, véase la muy sólida y juiciosa investigación de Vilma Liliana Franco Restrepo, Orden contrainsurgente y dominación. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Instituto Popular de Capacitación, 2009.
[5] Al respecto véase la punzante columna de Jorge Gómez Pinilla, “Lo que faltaba: la guerrilla uribista”, en Revista Semana, abril 5 de 2016.
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