El proyecto de Obama para Cuba. Por Jesús Arboleya
Superada
la conmoción mediática generada por la visita a Cuba del presidente
Barack Obama, vale la pena que nos detengamos a analizar la sustancia
del acontecimiento y sus circunstancias.
¿Cuál es el proyecto de Obama para Cuba?
Responder a
esta pregunta requiere que primero nos adentremos en su visión del mundo
y la política que considera más conveniente a los intereses de Estados
Unidos.
Obama es un
firme partidario de la llamada “doctrina del poder inteligente”, la cual
plantea el uso racional de la aplicación combinada de todos los
recursos de la política exterior norteamericana, dígase la fuerza
militar, la diplomacia y la influencia económica, adaptándolos a las
condiciones específicas de cada momento y lugar.
En su caso,
ello ha implicado dar preferencia a la negociación para la solución de
conflictos y, cuando esto no ha dado resultado, recurrir más a la
sanción económica u otros recursos de presión política, antes que hacer
uso de la violencia militar.
También
evitar el involucramiento directo de tropas norteamericanas en los
conflictos bélicos locales; promover acuerdos bilaterales y regionales,
especialmente en el área económica, y llevar a cabo una política
exterior que tenga en cuenta el multilateralismo y el respeto a ciertas
reglas del orden internacional.
Todo ello en
función de cuidar la imagen de Estados Unidos hacia el resto del mundo y
proyectarla mediante la explotación intensiva de los medios de
comunicación masiva y las nuevas tecnologías de la información. Algunos
dicen que si Kennedy fue el presidente de la televisión, Obama lo ha
sido de Internet.
Contrario a
esta lógica, están las fuerzas –ahora denominadas neoconservadoras– que
opinan que el poderío norteamericano no debe verse restringido por
ninguna otra consideración que no sean los intereses imperialistas de
ese país.
Desde esta
perspectiva, la fuerza militar constituye el principal disuasivo de la
política exterior y debe ser utilizada o estar lista para ser utilizada
en la solución de aquellos problemas que pudieran afectar el dominio
norteamericano.
Para los
neoconservadores, el orden mundial debe subordinarse al reconocimiento
de la primacía económica, política y militar de Estados Unidos, por lo
que el unilateralismo no es más que la consecuencia natural de la
asimetría de poderes.
Ambas
doctrinas tienen larga data en la historia estadounidense y han
consumido los debates respecto a la política exterior del país. A pesar
de sus diferencias de forma, tienen el objetivo similar de pretender
consolidar la hegemonía estadounidense en el mundo. Lo que se traduce en
el propósito de controlar al resto de los países e imponerles, a las
buenas o las malas, la política norteamericana.
El origen
ideológico de esta proyección de la política exterior hay que buscarlo
en la tesis del “destino manifiesto” y la “excepcionalidad del pueblo
norteamericano”, aspectos que iluminan la visión política de los dos
bandos, y tienen una enorme influencia en la cultura política del pueblo
norteamericano.
Como estas
corrientes no se han expresado de manera químicamente pura –los
presidentes más “inteligentes” han llevado a cabo guerras muy
sangrientas, a veces insensatas, y los menos “inteligentes” se han
vestido de negociadores, cuando así lo han aconsejado los
acontecimientos– resulta complicado establecer periodizaciones rígidas
respecto al comportamiento de la política exterior de Estados Unidos. No
obstante, es posible intentar aproximarnos a ciertas constantes, para
describir los ciclos donde ha prevalecido una u otra de estas
corrientes.
Por lo
general, las políticas más agresivas están relacionadas con momentos de
euforia del sistema, donde prima el expansionismo a toda costa. Los
períodos de contención, por el contrario, aparecen más relacionados con
el interés de mantener el estatus quo, precisamente cuando fracasan o se
agotan las condiciones que aconsejaban las políticas más agresivas.
Aunque el
poderío militar también ha sido utilizado como recurso para superar las
crisis, lo usual es que los momentos de contención estén relacionados
con circunstancias donde la hegemonía norteamericana se ha visto
debilitada. Esta dinámica aparece traspasada, y en buena medida
determinada, por la compleja situación interna del país y los intereses
específicos que compiten por su prevalencia en el terreno doméstico.
Lo que
ocurre en la actualidad en Estados Unidos es que no existe un consenso
suficientemente extendido en los sectores de poder respecto a la
adopción de una u otra variante, ya sea en el plano doméstico o la
política exterior, lo que explica la polarización política existente y
el peso adquirido por las denominadas “corrientes antisistémicas”, en el
proceso electoral que se lleva a cabo.
Obama llegó
al poder en medio de una crisis estructural que abarcaba todos los
aspectos de la vida nacional y ha tenido que lidiar con una sostenida
oposición conservadora, la cual prácticamente le ha impedido avanzar en
sus políticas públicas, a pesar de que pudiera ser considerado uno de
los presidentes ideológicamente más liberales de la historia del país.
También se
han visto cercenados algunos objetivos de su política exterior, como el
cierre de la cárcel en Guantánamo. Por otro lado, ya sea por presiones o
convencimiento propio, se mantienen inalterados los inmensos planes
militaristas, la realización de proyectos subversivos en diversas partes
del mundo, especialmente en América Latina, privilegiando a las fuerzas
de derecha que supuestamente se oponen a su política, e igual se ha
visto implicado en el apoyo a grupos terroristas, especialmente en el
Medio Oriente.
Además, se
ha involucrado en acciones bélicas tan nefastas para los propios Estados
Unidos como la destrucción de Libia y los problemas originados por las
guerras indiscriminadas de George W. Bush siguen presentes, incluso se
han incrementado, creando un clima de inestabilidad que afecta a todo el
mundo.
A su favor
cuenta haber reducido significativamente la presencia de tropas
norteamericanas en contiendas en el exterior –una necesidad más interna
que de política exterior–, ha intentado la solución multilateral de
diversos conflictos y ha dado preferencia a la negociación con Estados
considerados “adversarios”, lo que ha reportado beneficios a la política
internacional de Estados Unidos, a pesar de la oposición de sus
adversarios.
En esta
lógica se inserta el caso de Cuba. Está claro cuáles son sus objetivos,
él mismo los ha reconocido de forma más o menos explícita, pero el
cambio de método no es el resultado de la “buena voluntad”, sino un
indicativo de factores objetivos relacionados con el deterioro relativo
de la hegemonía norteamericana.
Como en
ningún otro caso, es en Cuba donde Obama ha podido desplegar todos los
atributos de la filosofía que orienta su política exterior y tanto se
ajusta a su figura. Para Obama resulta muy convincente el argumento de
que la vieja política ha fracasado y ello basta para descalificarla. En
definitiva, el “poder inteligente” se define exclusivamente por la justa
selección de los métodos a emplear con vista a alcanzar los resultados
deseados.
Mucho se
habla de los cambios en Cuba como base del presente y el futuro de la
nueva política norteamericana, pero poco se comenta de los cambios que
han tenido que ocurrir en Estados Unidos, para que Obama haya podido
encaminar su nueva política hacia el país. El hecho de que un presidente
de Estados Unidos se presentara en la “Isla Roja” en son de paz,
evitando, hasta donde pudo, asumir ínfulas imperiales, describe, por sí
mismo, las particularidades de la nueva coyuntura.
El mérito de
Obama consiste en haber comprendido sus propios límites y actuar en
correspondencia, sin que ello implique garantías respecto al futuro,
aunque ofrece las pistas que nos permiten acercarnos al análisis de las
tendencias que deben prevalecer en el devenir histórico.
Los cubanos
también nos enfrentamos a hechos objetivos. No estamos en condiciones de
decidir cuál será la política de Estados Unidos hacia el país,
pretenderlo sería como tratar de escoger entre un huracán o un
terremoto, la ciencia radica en prepararnos para lo que venga y saber
aprovechar cada coyuntura, para igual actuar en función de nuestros
propios intereses.
En esto
consiste la oportunidad que nos brinda lo que me gusta llamar la
existencia de un clima de “convivencia entre contrarios”, resultado de
una situación política concreta que puede favorecer el desarrollo de la
nación y que no es un paso menor en la historia de las relaciones entre
los dos países.
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