Morsi incendia la transición,Alba Alserawan, Aish
En tan solo unos
días, Egipto ha regresado a la línea de salida de la revolución. El
decreto aprobado por Mursi, que le confiere un poder casi absoluto, ha
provocado la ira de miles de egipcios, además de sumir al país en la
mayor crisis desde que los Hermanos Musulmanes llegaron al poder. Nadie confiaba en una transición tranquila, pero el último movimiento del presidente puede dinamitar el proceso. Como ha destacado el diario egipcio Al-Masry Al-Youm,
«a medida que los enfrentamientos entre los partidarios y detractores
del presidente se recrudecen y se ensancha la brecha entre las élites
políticas islamistas y seculares, el debate sube de tono, […] lo que
presagia una guerra civil y el posible retorno de los militares a la
actividad política». ¿Puede el país perpetuarse en el caos o, lo que
sería peor, llegar a la guerra civil?
«El pueblo quiere que caiga el régimen» ha vuelto a aparecer en las pancartas que han llenado las calles de El Cairo y de otros lugares. Cientos de miles de egipcios han llenado de nuevo a la plaza Tahrir y las manifestaciones se han multiplicado por todo el país. Los enfrentamientos, los heridos e, incluso, los muertos han regresado a las portadas de los periódicos. Ese es el caso de un jóven de 15 años de las Juventudes de los Hermanos Musulmanes que murió el pasado domingo en un choque entre islamistas y laicos en la ciudad norteña de Damanhur. Dos días después, un miembro del partido opositor Alianza Popular Socialista corrió la misma suerte, asfixiado por los gases lacrimógenos cerca de la plaza Tahrir. La tercera víctima fue un chico de 18 años, que recibió un disparo en la cabeza en medio de los enfrentamientos entre policía y manifestantes.
Sin embargo, el mapa de la sociedad ha cambiado un poco. La unión de todos en contra de Mubarak ha sido sustituida por una sociedad fuertemente polarizada que se debate entre islamistas y laicos; y ahora el acusado de acaparar el poder y erigirse como faraón es el presidente elegido en las primeras elecciones celebradas en el país, cuyo objetivo era llevar a los egipcios a la anhelada democracia. Pero Mursi navega por una transición revuelta y toma decisiones que enturbian más sus aguas. El 22 de noviembre, aún con la agitación del alto el fuego acordado entre Hamás y Tel Aviv, sorprendió con un decreto presidencial, que parecía tener previsto de antemano emitir, si bien esperaba el mejor momento para lanzar la bala. Según este documento, ninguna institución del Estado podrá anular sus decisiones y, por tanto, sitúa a Mursi por encima de la ley.
La respuesta de la oposición no se hizo esperar y las marchas inundaron calles de El Cairo, Alejandría, Ismailiya o Port Said, donde varios manifestantes asaltaron las sedes de los Hermanos Musulmanes. La orden presidencial ha conseguido unir también a más de una decena de partidos políticos y grupos opositores en el Frente Nacional. Esta coalición reúne políticos como Muhammad al-Baradei, el que fuera candidato presidencial Hamdín Sabbahi o el exsecretario general de la Liga Árabe, Amr Musa. El Frente exige al presidente que revoque su decreto como condición sine qua non para el diálogo, del mismo modo que muchos manifestantes aseguran que no se moverán de la calle hasta que Mursi no dé marcha atrás. Si no, afirma Jálid Metwali —miembro de la Coalición Democrática Revolucionaria—, «pediremos a Mursi que se vaya y, entonces, podremos celebrar nuevas elecciones».
Sin embargo, el empeño del presidente parece inquebrantable y ni las protestas ni las críticas de prácticamente todo el espectro social y político del país —incluso en el seno de los Hermanos Musulmanes— le han hecho cambiar una coma. Sus esfuerzos se centran en lanzar un mensaje que convence a pocos y no tranquiliza a nadie; «es una medida temporal», repitió el viernes pasado por enésima vez en la televisión estatal. Insiste en que las medidas tomadas son «necesarias» y «no están destinadas a concentrar poderes sino, por el contrario, a devolvérselos a un Parlamento elegido democráticamente». Pero las dudas son, cuando menos, razonables. Mursi ya detenta el poder ejecutivo y el legislativo (a la espera del nuevo Parlamento) y el decreto constitucional lo sitúa por encima del poder judicial, a pesar de la matización realizada por su portavoz, Yásir Alí, que aseguró que este se aplicaría solo en «cuestiones de soberanía», sin dar más explicaciones.
Mursi aparta así a los jueces a un segundo plano —el último resorte de la época de Mubarak— y, lo que es más importante, podrá invalidar las decisiones que salgan de los tribunales. Deja, por tanto, sin efecto cualquier pronunicamiento del Tribunal Constitucional, que podía haber ordenado la disolución de la Asamblea Constituyente debido a su mayoría islamista (su sentencia se esperaba para el pasado domingo, sin embargo, el Alto Tribunal ha suspendido su trabajo indefinidamente después de que cientos de partidarios del presidente concentrados frente a su sede impidieran el encuentro de los magistrados). Además, el nuevo decreto prohíbe expresamente la anulación tanto de dicha Asamblea como de la Shura —la cámara alta del Parlamento, con mayoría islamista—. De esta manera, el presidente asegura la redacción de un texto acorde con los intereses de los Hermanos Musulmanes, en un momento de grave crisis en el seno de la comisión que elabora la Carta Magna (casi un tercio de los miembros de esta comisión han renunciado ya a participar en ella). De hecho, el proceso sigue su curso y la Asamblea ya tiene listo el borrador—introduce ligeros cambios respecto al que ya se hizo público el pasado 14 de octubre— que será sometido a refrendo popular el 15 de diciembre.
El presidente ha tomado una decisión tanto o más controvertida que la del pasado verano —cuando destituyó al poderoso mariscal Tantaui y a gran parte de la cúpula militar— y que avanza en la misma dirección: hacerse con el mayor poder posible. Sin embargo, esta vez ha despertado una polémica que le será difícil aplacar. La asociación de la magistratura egipcia, el Club de Jueces, anunció una huelga a la que se han unido dos altos tribunales del país: el de Casación y el de Apelaciones; además, el sindicato de periodistas, artistas, importantes figuras culturales y un sinfín de organizaciones sociales han exigido al presidente que se retracte. Pero el poder en Egipto se debate entre la Hermandad, los militares y el poder judicial. Mursi se deshizo de la cúpula militar con gran astucia (aunque mantiene su poder latente) y ahora intenta hacer lo mismo con los jueces. Los tribunales son los que más difícil se lo han puesto al presidente y a su formación, con resoluciones como la que obligó a disolver el Parlamento de mayoría islamista el pasado junio. Ahora Mursi trata de acelerar el proceso para colocar de nuevo a los suyos al frente de la Cámara Baja. Desde hace meses, el presidente no ha podido disimular su prisa por aprobar la Carta Magna (antes de que la mayoría islamista en la comisión que la elabora sea reversible), tras lo que se prevén las elecciones parlamentarias.
La fractura en la sociedad egipcia entre los leales y contrarios a Muhammad Mursi es cada vez mayor y la tensión se vuelve insoportable. Islamistas y laicos pretenden establecer sus criterios en la nueva Constitución, pero la fuerza de los religiosos es sustancialmente mayor. Como jefe de Gobierno y como miembro de los Hermanos Musulmanes, Mursi ha decidido imponer sus reglas. Sin ni siquiera haber cumplido seis meses al frente del Ejecutivo, el presidente ha decidido gobernar a golpe de decreto, con los riesgos que ello conlleva. Sin embargo, un presidente que en la primera vuelta de las elecciones no alcanzó ni un cuarto de los votos y que salió elegido en la segunda vuelta con poco más del 50 % debería plantearse el diálogo con la oposición para abordar los asuntos más relevantes y llegar a acuerdos. El quid de la cuestión es si se trata de conseguir la mayor cuota de poder o de construir un sistema democrático estable, para lo que resulta imprescindible el consenso del mayor número de sectores sociales. Mursi ha ofrecido diálogo a la oposición diez días después de lanzar el decreto y una vez que se ha convocado el referéndum. Pronto se verá si la aceleración del proceso constituyente consigue calmar los enardecidos ánimos o, por el contrario, caldea aún más el ambiente.
El mandatario debe tener presente que está jugando con fuego, porque si bien la oposición es una amalgama de grupos, no se puede subestimar el poder de la calle. La sensación de que la revolución no ha servido para nada alimenta las protestas. Pero no es el único acicate; existen otros, como la imposición del criterio islamista en el borrador de la Constitución, las condiciones socioeconómicas —que en vez de mejorar siguen estancadas o incluso empeoran—, las promesas incumplidas durante los primeros cien días de Gobierno, el nerviosismo de las minorías o los grupos sociales con menos derechos (coptos y mujeres) por no tener la garantía de que se respetarán sus derechos o la dimisión de varios cargos del Ejecutivo. La lista es larga y el riesgo que conlleva es, como subraya Al-Masry Al-Youm, el desencadenamiento de una guerra civil.
Fuente original: http://www.aish.es/index.php/es/egipto/121-clavesegipto/3953-egipto-41212-morsi-incendia-la-transicion
«El pueblo quiere que caiga el régimen» ha vuelto a aparecer en las pancartas que han llenado las calles de El Cairo y de otros lugares. Cientos de miles de egipcios han llenado de nuevo a la plaza Tahrir y las manifestaciones se han multiplicado por todo el país. Los enfrentamientos, los heridos e, incluso, los muertos han regresado a las portadas de los periódicos. Ese es el caso de un jóven de 15 años de las Juventudes de los Hermanos Musulmanes que murió el pasado domingo en un choque entre islamistas y laicos en la ciudad norteña de Damanhur. Dos días después, un miembro del partido opositor Alianza Popular Socialista corrió la misma suerte, asfixiado por los gases lacrimógenos cerca de la plaza Tahrir. La tercera víctima fue un chico de 18 años, que recibió un disparo en la cabeza en medio de los enfrentamientos entre policía y manifestantes.
Sin embargo, el mapa de la sociedad ha cambiado un poco. La unión de todos en contra de Mubarak ha sido sustituida por una sociedad fuertemente polarizada que se debate entre islamistas y laicos; y ahora el acusado de acaparar el poder y erigirse como faraón es el presidente elegido en las primeras elecciones celebradas en el país, cuyo objetivo era llevar a los egipcios a la anhelada democracia. Pero Mursi navega por una transición revuelta y toma decisiones que enturbian más sus aguas. El 22 de noviembre, aún con la agitación del alto el fuego acordado entre Hamás y Tel Aviv, sorprendió con un decreto presidencial, que parecía tener previsto de antemano emitir, si bien esperaba el mejor momento para lanzar la bala. Según este documento, ninguna institución del Estado podrá anular sus decisiones y, por tanto, sitúa a Mursi por encima de la ley.
La respuesta de la oposición no se hizo esperar y las marchas inundaron calles de El Cairo, Alejandría, Ismailiya o Port Said, donde varios manifestantes asaltaron las sedes de los Hermanos Musulmanes. La orden presidencial ha conseguido unir también a más de una decena de partidos políticos y grupos opositores en el Frente Nacional. Esta coalición reúne políticos como Muhammad al-Baradei, el que fuera candidato presidencial Hamdín Sabbahi o el exsecretario general de la Liga Árabe, Amr Musa. El Frente exige al presidente que revoque su decreto como condición sine qua non para el diálogo, del mismo modo que muchos manifestantes aseguran que no se moverán de la calle hasta que Mursi no dé marcha atrás. Si no, afirma Jálid Metwali —miembro de la Coalición Democrática Revolucionaria—, «pediremos a Mursi que se vaya y, entonces, podremos celebrar nuevas elecciones».
Sin embargo, el empeño del presidente parece inquebrantable y ni las protestas ni las críticas de prácticamente todo el espectro social y político del país —incluso en el seno de los Hermanos Musulmanes— le han hecho cambiar una coma. Sus esfuerzos se centran en lanzar un mensaje que convence a pocos y no tranquiliza a nadie; «es una medida temporal», repitió el viernes pasado por enésima vez en la televisión estatal. Insiste en que las medidas tomadas son «necesarias» y «no están destinadas a concentrar poderes sino, por el contrario, a devolvérselos a un Parlamento elegido democráticamente». Pero las dudas son, cuando menos, razonables. Mursi ya detenta el poder ejecutivo y el legislativo (a la espera del nuevo Parlamento) y el decreto constitucional lo sitúa por encima del poder judicial, a pesar de la matización realizada por su portavoz, Yásir Alí, que aseguró que este se aplicaría solo en «cuestiones de soberanía», sin dar más explicaciones.
Mursi aparta así a los jueces a un segundo plano —el último resorte de la época de Mubarak— y, lo que es más importante, podrá invalidar las decisiones que salgan de los tribunales. Deja, por tanto, sin efecto cualquier pronunicamiento del Tribunal Constitucional, que podía haber ordenado la disolución de la Asamblea Constituyente debido a su mayoría islamista (su sentencia se esperaba para el pasado domingo, sin embargo, el Alto Tribunal ha suspendido su trabajo indefinidamente después de que cientos de partidarios del presidente concentrados frente a su sede impidieran el encuentro de los magistrados). Además, el nuevo decreto prohíbe expresamente la anulación tanto de dicha Asamblea como de la Shura —la cámara alta del Parlamento, con mayoría islamista—. De esta manera, el presidente asegura la redacción de un texto acorde con los intereses de los Hermanos Musulmanes, en un momento de grave crisis en el seno de la comisión que elabora la Carta Magna (casi un tercio de los miembros de esta comisión han renunciado ya a participar en ella). De hecho, el proceso sigue su curso y la Asamblea ya tiene listo el borrador—introduce ligeros cambios respecto al que ya se hizo público el pasado 14 de octubre— que será sometido a refrendo popular el 15 de diciembre.
El presidente ha tomado una decisión tanto o más controvertida que la del pasado verano —cuando destituyó al poderoso mariscal Tantaui y a gran parte de la cúpula militar— y que avanza en la misma dirección: hacerse con el mayor poder posible. Sin embargo, esta vez ha despertado una polémica que le será difícil aplacar. La asociación de la magistratura egipcia, el Club de Jueces, anunció una huelga a la que se han unido dos altos tribunales del país: el de Casación y el de Apelaciones; además, el sindicato de periodistas, artistas, importantes figuras culturales y un sinfín de organizaciones sociales han exigido al presidente que se retracte. Pero el poder en Egipto se debate entre la Hermandad, los militares y el poder judicial. Mursi se deshizo de la cúpula militar con gran astucia (aunque mantiene su poder latente) y ahora intenta hacer lo mismo con los jueces. Los tribunales son los que más difícil se lo han puesto al presidente y a su formación, con resoluciones como la que obligó a disolver el Parlamento de mayoría islamista el pasado junio. Ahora Mursi trata de acelerar el proceso para colocar de nuevo a los suyos al frente de la Cámara Baja. Desde hace meses, el presidente no ha podido disimular su prisa por aprobar la Carta Magna (antes de que la mayoría islamista en la comisión que la elabora sea reversible), tras lo que se prevén las elecciones parlamentarias.
La fractura en la sociedad egipcia entre los leales y contrarios a Muhammad Mursi es cada vez mayor y la tensión se vuelve insoportable. Islamistas y laicos pretenden establecer sus criterios en la nueva Constitución, pero la fuerza de los religiosos es sustancialmente mayor. Como jefe de Gobierno y como miembro de los Hermanos Musulmanes, Mursi ha decidido imponer sus reglas. Sin ni siquiera haber cumplido seis meses al frente del Ejecutivo, el presidente ha decidido gobernar a golpe de decreto, con los riesgos que ello conlleva. Sin embargo, un presidente que en la primera vuelta de las elecciones no alcanzó ni un cuarto de los votos y que salió elegido en la segunda vuelta con poco más del 50 % debería plantearse el diálogo con la oposición para abordar los asuntos más relevantes y llegar a acuerdos. El quid de la cuestión es si se trata de conseguir la mayor cuota de poder o de construir un sistema democrático estable, para lo que resulta imprescindible el consenso del mayor número de sectores sociales. Mursi ha ofrecido diálogo a la oposición diez días después de lanzar el decreto y una vez que se ha convocado el referéndum. Pronto se verá si la aceleración del proceso constituyente consigue calmar los enardecidos ánimos o, por el contrario, caldea aún más el ambiente.
El mandatario debe tener presente que está jugando con fuego, porque si bien la oposición es una amalgama de grupos, no se puede subestimar el poder de la calle. La sensación de que la revolución no ha servido para nada alimenta las protestas. Pero no es el único acicate; existen otros, como la imposición del criterio islamista en el borrador de la Constitución, las condiciones socioeconómicas —que en vez de mejorar siguen estancadas o incluso empeoran—, las promesas incumplidas durante los primeros cien días de Gobierno, el nerviosismo de las minorías o los grupos sociales con menos derechos (coptos y mujeres) por no tener la garantía de que se respetarán sus derechos o la dimisión de varios cargos del Ejecutivo. La lista es larga y el riesgo que conlleva es, como subraya Al-Masry Al-Youm, el desencadenamiento de una guerra civil.
Fuente original: http://www.aish.es/index.php/es/egipto/121-clavesegipto/3953-egipto-41212-morsi-incendia-la-transicion
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