La vida cotidiana, Daniel Bernabé, GrundMagazine
Vemos como el
conflicto surge como el agua entre las piedras: incontenible y
arrollador. Cualquiera que no viva en una celda de aislamiento -y aunque
no nos guste creerlo, muchos permanecen aún dentro de ellas- ve como
todas las contradicciones del sistema se manifiestan como una pléyade de
fuegos artificiales que contemplamos con asombro.
Uno de los debates de la anterior etapa era precisamente dónde se hallaba ese conflicto y -a pesar de que ninguna época está exenta de choques- cómo encontrar la materialización del descontento.
Obsesionado -casi- por los motivos por los que la gente no se echaba a la calle, las respuestas que encontraba no me satisfacían del todo, o dicho de otra forma, podía encontrar un pero a cada una de las respuestas: frente al monopolio de la narración conservadora en los medios de comunicación que impedían a los ciudadanos enterarse de qué pasaba y cómo pasaba, teníamos la proliferación de medios alternativos en Internet, en donde la capacidad de crítica -además de certera y prolífica- rompía el viejo problema de acceso a la información; por otro lado, la caracterización de los viejos partidos y sindicatos como máquinas obsoletas, reformistas y con una cercanía o compromiso con el poder sonrojante, se veía contrapuesta a nuevas formas de protesta como la antiglobalización u organizaciones, tanto sindicales como políticas, más radicales. Es decir, había información sobre lo que pasaba, había posibilidad de acceder a ella y recipientes, fuera cual fuera su forma, para organizarnos y verter nuestra rabia contenida. Pero la gente no se movilizaba de una forma masiva y, si lo hacía, tenía un carácter puntual, superficial, estanco y poco relacional.
Y de repente, me topé con una explicación que empezó a dar forma a esa anemia ideológica, a esa astenia de la acción, a ese soporífero pasar de días mientras que los peones nos revolcábamos en el crédito y los reyes preparaban el apocalipsis que estamos sufriendo ahora: el concepto de vida cotidiana.
¿Qué es la vida cotidiana? robemos unas palabras a Debord para meterla entre paréntesis: “Es la medida de todo, de la plenitud o no plenitud de las relaciones humanas; del empleo del tiempo vivido; de la búsqueda del arte; de la política revolucionaria”. Es decir, la vida cotidiana sería, en un doble juego, o en una dialéctica contrapuesta y paralela, el espacio de nuestro tiempo vivido que mezcla la potencialidad de la insurrección y el insoportable hastío de la normalidad.
Los trabajadores, en una economía capitalista desarrollada, tenemos dos facetas: por un lado somos productores de la transformación de las materias primas en mercancías -y por tanto generadores de plusvalía- y por otro somos consumidores de esos mismos productos. Y, aunque no se insiste lo suficiente, somos tan importantes en una faceta como en otra.
La vida cotidiana, bajo el capitalismo, toma la forma de tiempo libre. Si nos fijamos, pasamos un tercio de nuestra vida trabajando, otro tercio durmiendo y otro tercio consumiendo. Se nos dirige, por todos los medios al alcance del sistema, a gastar nuestros sueldos en adquirir todo tipo de productos, que en la mayoría de los casos, son superfluos e innecesarios.
Esta doble vertiente trabajo-consumo, tiene, además de la naturaleza económica de alimentar a la misma máquina que nos oprime, una función psicológica de refuerzo positivo que nos anima a levantarnos cada día para cumplir nuestra función en el panal. Es un equilibrio entre sacrificios y gratificaciones, un acicate mental a la triada trabajo-acumulación-ahorro.
Primero se nos hace trabajar en tareas, que en la mayoría de casos, aportan muy poco al bienestar común, tienen como único objetivo el beneficio individual de los capitalistas que las promueven; luego se nos crean una serie de necesidades ficticias, se construyen unos vínculos directos entre el concepto abstracto de felicidad y el de compra; después de efectuar el acto de consumo de naderías tenemos que seguir trabajando, o bien para pagar las que ya tenemos, o bien para adquirir otras nuevas que batan sus alas en nuestra cabeza insistentes y deliciosas.
Este aspecto que toma la vida cotidiana es escasamente atendido por las organizaciones más clásicas de la izquierda. Este desinterés equivaldría a reconocer la miseria de la existencia, a bucear más profundo de lo que los equipos de inmersión del reformismo admiten. Incluso opciones más radicales o transformadoras, han eludido durante años la cuestión, o bien por falta de medios teóricos o bien porque la respuesta equivaldría a revisar toda su estrategia y funcionamiento.
Nuestra vida cotidiana, reducida a tiempo libre se ve asaltada por el consumo, o por su reverso simpático, el ocio: la forma de quemar nuestro espacio personal mediatizando nuestra felicidad en base a las transacciones económicas. No se escapan de esto ni el rollo nocturno, ni el entretenimiento cultural, ni tampoco las drogas (legales e ilegales).
Surgen, de hecho, contradicciones en este entramado trabajo-consumo: se nos presenta la vida laboral como algo aburrido, pero se nos brinda un escape a través del tiempo de entretenimiento programado. Digamos que el propio sistema destapa parte de su máscara en tiempos en los que, aún habiendo una ocupación laboral general, cada vez se exige más al trabajador -más tiempo y más esfuerzo- por la necesidad inherente de mantener las tasas de beneficio cuando la máquina empieza a dejar de carburar.
Podemos ver cómo estas contradicciones se manifestaron en obras de ficción, que -con un aparente desvanecimiento de la lucha de clases- tenían como motor narrativo la absurdez de este ciclo y el odio explosivo o la desorientación que larvaba en los individuos. Los años ochenta y noventa son ricos en autores como Chuck Palahniuk, Irvine Welsh o Foster Wallace -por poner a tres mirando la estantería- cuyas historias recorren estos senderos.
Esta organización de la vida cotidiana ahoga nuestras posibilidades y amordaza nuestros deseos. Y no utilizo un lenguaje poético o metafórico, ocurre de una forma tan material como los desahucios o los despidos.
Y a eso íbamos (aprovecho para saludar a los lectores que han llegado hasta aquí, ¡valientes!) ¿Qué ocurre con la organización de la vida cotidiana cuándo el sistema para la que estaba pensada se resquebraja hasta unos niveles de estructura profunda? Es decir, si la forma de tenernos atados trabajando en sus lucrativas gilipolleces consistía en ofrecernos una cárcel en forma de centro comercial, si les éramos tan necesarios para crear y comprar sus productos Ahora que no hay trabajo y que no hay consumo ¿qué ocurre con la vida cotidiana?¿Qué efectos tiene esta ruptura del ciclo?
Creo que hay dos posibles respuestas, las dos contradictorias y las dos paralelas, las dos nacidas de la dialéctica trabajo-consumo.
Primero la negativa. ¿Cuál es la naturaleza de las protestas de las que hablábamos al principio, de ese agua que parece brotar imparable entre los ladrillos del muro?. Sin duda una naturaleza material y urgente -no hace falta ser muy listo para verlo-. Los trabajadores no tienen trabajo, los que lo tienen les asusta perderlo, los que lo encuentran se dan de bruces con algo tan precario que hiede. Parece que aquel viejo lema punk de No future va a ser remachado a cada oficina de empleo. La carrera laboral, esa entelequia bastarda y neo-liberal, se hace ahora por un campo de minas. A la gente le echan de sus casas, de sus sueños de estabilidad comprados a crédito (la spanish way of life, portada de Casa y Jardín, urbanización residencial a cinco minutos del centro). Hay dificultades hasta para llenar el carro de la compra. Los pocos servicios públicos que había o son abandonados o son privatizados. Suben los impuestos indirectos. Y para rematar la jugada la policía nos da de hostias en las calles con un furor más propio de los orcos de Moria que de unos garantes de la seguridad pública.
Pero este panorama es el detonante de la protesta, el motivo directo y quizá aquí se encuentra la clave de por qué, pese al blitzkrieg pepero, la situación no es ni de lejos revolucionaria: la vida cotidiana sigue operando implacable.
La vida cotidiana, entendida aquí en su concepto negativo de represión de posibilidades y deseos, trabaja en la mentalidad de la gente en el sentido de hacerles añorar el estado de cosas anterior. Incluso comprendiendo los motivos de la crisis, y más aún si no se comprenden, la gente desea que todo vuelva a ser como antes: quieren sus trabajos, quieren sus productos, quieren su estabilidad. No estamos por eso asistiendo, de momento, a protestas con un componente revolucionario, es decir, de cambio de modelo o de régimen, aún cuando esto no es una crisis pasajera, sino de sistema y régimen.
En las manifestaciones masivas de las dos huelgas generales, o la del 20 de junio, todas con cientos de miles de personas, millones en todo el Estado, no se percibía ni de lejos lo mismo que en los núcleos más comprometidos de la acción política de izquierdas. No se estaba cuestionando el sistema económico ni sus estructuras, simplemente se estaba protestando contra un gobierno concreto -realmente un funcionario tenaz y aplicado que mete con gusto la tijera, pero nada más- y contra la imposibilidad de llevar a cabo la vida cotidiana que se había estado llevando hasta entonces.
Otra prueba es el frente electoral. Miren los resultados de las últimas elecciones autonómicas, que aunque influidas decisivamente por el factor nacionalista de los territorios donde han tenido lugar, muestran un avance muy relativo de las fuerzas de izquierda anti-neoliberal.
Podemos confundir nuestros deseos con realidades e interpretar las protestas, masivas, como lo que no son, para que nos cuadren en nuestros análisis políticos, nuestros esquemas de entender la realidad o simplemente de nuestras esperanzas. Pero eso, lejos de hacernos avanzar en nuestros objetivos, nos hará estrellarnos contra la dura realidad. No se trata de decir que nada se mueve, se trata de ver cuánto se mueve pero además por qué.
La segunda posible respuesta, a la pregunta de qué ocurre con la vida cotidiana cuando la organización de la misma bajo el capitalismo se resquebraja, tiene que ver con su potencial revolucionario. Es en la vida cotidiana donde encontramos las potencialidades para cumplir nuestros deseos, donde se hayan las posibilidades para explorar nuestra libertad como seres humanos. En el ámbito asalariado podemos hallar (o hallábamos) las respuestas que nos unen como clase social, la constatación de la explotación, la experiencia organizativa, la historia de lucha, los métodos… Pero es en la vida cotidiana donde se halla nuestro concepto de felicidad.
Cualquier acción revolucionaria debe ir encaminada no solo al ámbito del trabajo, sino a contemplar como un todo la dialéctica del trabajo-consumo. En un momento como este, en el que la propaganda del día a día de la sociedad capitalista se ha roto, tenemos por fin la posibilidad de destapar la mentira a los ojos de todos, de ejercer el desbloqueo psicológico que permita al enfado de los trabajadores encauzarse hacia una opción de cambio real, profundo y definitivo.
Nuestra acción tiene que ir encaminada a mostrar la dialéctica entre la vida real y la supervivencia. Porque lo que había antes de la crisis no era más que eso, supervivencia. Una forma de cotidianidad carente de sentido, que nos oprimía como seres humanos, que cada vez nos robaba más tiempo, que nos impedía desarrollarnos plenamente como personas.
Y sería muy triste que después de la escabechina que nos están haciendo pasar, al final por lo único realmente que protestáramos fuera por la añoranza de ese enfermizo modo de vida. Entre otras cosas, porque de esa forma, perderíamos seguro. No vamos a volver al antiguo estado de cosas, no se puede. Hagamos que el nuevo nos pertenezca a todos.
Uno de los debates de la anterior etapa era precisamente dónde se hallaba ese conflicto y -a pesar de que ninguna época está exenta de choques- cómo encontrar la materialización del descontento.
Obsesionado -casi- por los motivos por los que la gente no se echaba a la calle, las respuestas que encontraba no me satisfacían del todo, o dicho de otra forma, podía encontrar un pero a cada una de las respuestas: frente al monopolio de la narración conservadora en los medios de comunicación que impedían a los ciudadanos enterarse de qué pasaba y cómo pasaba, teníamos la proliferación de medios alternativos en Internet, en donde la capacidad de crítica -además de certera y prolífica- rompía el viejo problema de acceso a la información; por otro lado, la caracterización de los viejos partidos y sindicatos como máquinas obsoletas, reformistas y con una cercanía o compromiso con el poder sonrojante, se veía contrapuesta a nuevas formas de protesta como la antiglobalización u organizaciones, tanto sindicales como políticas, más radicales. Es decir, había información sobre lo que pasaba, había posibilidad de acceder a ella y recipientes, fuera cual fuera su forma, para organizarnos y verter nuestra rabia contenida. Pero la gente no se movilizaba de una forma masiva y, si lo hacía, tenía un carácter puntual, superficial, estanco y poco relacional.
Y de repente, me topé con una explicación que empezó a dar forma a esa anemia ideológica, a esa astenia de la acción, a ese soporífero pasar de días mientras que los peones nos revolcábamos en el crédito y los reyes preparaban el apocalipsis que estamos sufriendo ahora: el concepto de vida cotidiana.
¿Qué es la vida cotidiana? robemos unas palabras a Debord para meterla entre paréntesis: “Es la medida de todo, de la plenitud o no plenitud de las relaciones humanas; del empleo del tiempo vivido; de la búsqueda del arte; de la política revolucionaria”. Es decir, la vida cotidiana sería, en un doble juego, o en una dialéctica contrapuesta y paralela, el espacio de nuestro tiempo vivido que mezcla la potencialidad de la insurrección y el insoportable hastío de la normalidad.
Los trabajadores, en una economía capitalista desarrollada, tenemos dos facetas: por un lado somos productores de la transformación de las materias primas en mercancías -y por tanto generadores de plusvalía- y por otro somos consumidores de esos mismos productos. Y, aunque no se insiste lo suficiente, somos tan importantes en una faceta como en otra.
La vida cotidiana, bajo el capitalismo, toma la forma de tiempo libre. Si nos fijamos, pasamos un tercio de nuestra vida trabajando, otro tercio durmiendo y otro tercio consumiendo. Se nos dirige, por todos los medios al alcance del sistema, a gastar nuestros sueldos en adquirir todo tipo de productos, que en la mayoría de los casos, son superfluos e innecesarios.
Esta doble vertiente trabajo-consumo, tiene, además de la naturaleza económica de alimentar a la misma máquina que nos oprime, una función psicológica de refuerzo positivo que nos anima a levantarnos cada día para cumplir nuestra función en el panal. Es un equilibrio entre sacrificios y gratificaciones, un acicate mental a la triada trabajo-acumulación-ahorro.
Primero se nos hace trabajar en tareas, que en la mayoría de casos, aportan muy poco al bienestar común, tienen como único objetivo el beneficio individual de los capitalistas que las promueven; luego se nos crean una serie de necesidades ficticias, se construyen unos vínculos directos entre el concepto abstracto de felicidad y el de compra; después de efectuar el acto de consumo de naderías tenemos que seguir trabajando, o bien para pagar las que ya tenemos, o bien para adquirir otras nuevas que batan sus alas en nuestra cabeza insistentes y deliciosas.
Este aspecto que toma la vida cotidiana es escasamente atendido por las organizaciones más clásicas de la izquierda. Este desinterés equivaldría a reconocer la miseria de la existencia, a bucear más profundo de lo que los equipos de inmersión del reformismo admiten. Incluso opciones más radicales o transformadoras, han eludido durante años la cuestión, o bien por falta de medios teóricos o bien porque la respuesta equivaldría a revisar toda su estrategia y funcionamiento.
Nuestra vida cotidiana, reducida a tiempo libre se ve asaltada por el consumo, o por su reverso simpático, el ocio: la forma de quemar nuestro espacio personal mediatizando nuestra felicidad en base a las transacciones económicas. No se escapan de esto ni el rollo nocturno, ni el entretenimiento cultural, ni tampoco las drogas (legales e ilegales).
Surgen, de hecho, contradicciones en este entramado trabajo-consumo: se nos presenta la vida laboral como algo aburrido, pero se nos brinda un escape a través del tiempo de entretenimiento programado. Digamos que el propio sistema destapa parte de su máscara en tiempos en los que, aún habiendo una ocupación laboral general, cada vez se exige más al trabajador -más tiempo y más esfuerzo- por la necesidad inherente de mantener las tasas de beneficio cuando la máquina empieza a dejar de carburar.
Podemos ver cómo estas contradicciones se manifestaron en obras de ficción, que -con un aparente desvanecimiento de la lucha de clases- tenían como motor narrativo la absurdez de este ciclo y el odio explosivo o la desorientación que larvaba en los individuos. Los años ochenta y noventa son ricos en autores como Chuck Palahniuk, Irvine Welsh o Foster Wallace -por poner a tres mirando la estantería- cuyas historias recorren estos senderos.
Esta organización de la vida cotidiana ahoga nuestras posibilidades y amordaza nuestros deseos. Y no utilizo un lenguaje poético o metafórico, ocurre de una forma tan material como los desahucios o los despidos.
Y a eso íbamos (aprovecho para saludar a los lectores que han llegado hasta aquí, ¡valientes!) ¿Qué ocurre con la organización de la vida cotidiana cuándo el sistema para la que estaba pensada se resquebraja hasta unos niveles de estructura profunda? Es decir, si la forma de tenernos atados trabajando en sus lucrativas gilipolleces consistía en ofrecernos una cárcel en forma de centro comercial, si les éramos tan necesarios para crear y comprar sus productos Ahora que no hay trabajo y que no hay consumo ¿qué ocurre con la vida cotidiana?¿Qué efectos tiene esta ruptura del ciclo?
Creo que hay dos posibles respuestas, las dos contradictorias y las dos paralelas, las dos nacidas de la dialéctica trabajo-consumo.
Primero la negativa. ¿Cuál es la naturaleza de las protestas de las que hablábamos al principio, de ese agua que parece brotar imparable entre los ladrillos del muro?. Sin duda una naturaleza material y urgente -no hace falta ser muy listo para verlo-. Los trabajadores no tienen trabajo, los que lo tienen les asusta perderlo, los que lo encuentran se dan de bruces con algo tan precario que hiede. Parece que aquel viejo lema punk de No future va a ser remachado a cada oficina de empleo. La carrera laboral, esa entelequia bastarda y neo-liberal, se hace ahora por un campo de minas. A la gente le echan de sus casas, de sus sueños de estabilidad comprados a crédito (la spanish way of life, portada de Casa y Jardín, urbanización residencial a cinco minutos del centro). Hay dificultades hasta para llenar el carro de la compra. Los pocos servicios públicos que había o son abandonados o son privatizados. Suben los impuestos indirectos. Y para rematar la jugada la policía nos da de hostias en las calles con un furor más propio de los orcos de Moria que de unos garantes de la seguridad pública.
Pero este panorama es el detonante de la protesta, el motivo directo y quizá aquí se encuentra la clave de por qué, pese al blitzkrieg pepero, la situación no es ni de lejos revolucionaria: la vida cotidiana sigue operando implacable.
La vida cotidiana, entendida aquí en su concepto negativo de represión de posibilidades y deseos, trabaja en la mentalidad de la gente en el sentido de hacerles añorar el estado de cosas anterior. Incluso comprendiendo los motivos de la crisis, y más aún si no se comprenden, la gente desea que todo vuelva a ser como antes: quieren sus trabajos, quieren sus productos, quieren su estabilidad. No estamos por eso asistiendo, de momento, a protestas con un componente revolucionario, es decir, de cambio de modelo o de régimen, aún cuando esto no es una crisis pasajera, sino de sistema y régimen.
En las manifestaciones masivas de las dos huelgas generales, o la del 20 de junio, todas con cientos de miles de personas, millones en todo el Estado, no se percibía ni de lejos lo mismo que en los núcleos más comprometidos de la acción política de izquierdas. No se estaba cuestionando el sistema económico ni sus estructuras, simplemente se estaba protestando contra un gobierno concreto -realmente un funcionario tenaz y aplicado que mete con gusto la tijera, pero nada más- y contra la imposibilidad de llevar a cabo la vida cotidiana que se había estado llevando hasta entonces.
Otra prueba es el frente electoral. Miren los resultados de las últimas elecciones autonómicas, que aunque influidas decisivamente por el factor nacionalista de los territorios donde han tenido lugar, muestran un avance muy relativo de las fuerzas de izquierda anti-neoliberal.
Podemos confundir nuestros deseos con realidades e interpretar las protestas, masivas, como lo que no son, para que nos cuadren en nuestros análisis políticos, nuestros esquemas de entender la realidad o simplemente de nuestras esperanzas. Pero eso, lejos de hacernos avanzar en nuestros objetivos, nos hará estrellarnos contra la dura realidad. No se trata de decir que nada se mueve, se trata de ver cuánto se mueve pero además por qué.
La segunda posible respuesta, a la pregunta de qué ocurre con la vida cotidiana cuando la organización de la misma bajo el capitalismo se resquebraja, tiene que ver con su potencial revolucionario. Es en la vida cotidiana donde encontramos las potencialidades para cumplir nuestros deseos, donde se hayan las posibilidades para explorar nuestra libertad como seres humanos. En el ámbito asalariado podemos hallar (o hallábamos) las respuestas que nos unen como clase social, la constatación de la explotación, la experiencia organizativa, la historia de lucha, los métodos… Pero es en la vida cotidiana donde se halla nuestro concepto de felicidad.
Cualquier acción revolucionaria debe ir encaminada no solo al ámbito del trabajo, sino a contemplar como un todo la dialéctica del trabajo-consumo. En un momento como este, en el que la propaganda del día a día de la sociedad capitalista se ha roto, tenemos por fin la posibilidad de destapar la mentira a los ojos de todos, de ejercer el desbloqueo psicológico que permita al enfado de los trabajadores encauzarse hacia una opción de cambio real, profundo y definitivo.
Nuestra acción tiene que ir encaminada a mostrar la dialéctica entre la vida real y la supervivencia. Porque lo que había antes de la crisis no era más que eso, supervivencia. Una forma de cotidianidad carente de sentido, que nos oprimía como seres humanos, que cada vez nos robaba más tiempo, que nos impedía desarrollarnos plenamente como personas.
Y sería muy triste que después de la escabechina que nos están haciendo pasar, al final por lo único realmente que protestáramos fuera por la añoranza de ese enfermizo modo de vida. Entre otras cosas, porque de esa forma, perderíamos seguro. No vamos a volver al antiguo estado de cosas, no se puede. Hagamos que el nuevo nos pertenezca a todos.
“La toma de partido por la vida es una toma de partido política. No queremos saber nada de un mundo en el que la garantía de que no moriremos de hambre se paga con el riesgo de morir de aburrimiento”
Raoul Vaneigem.
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