jueves, 21 de febrero de 2013

Ni leyes para mantener las desigualdades, ni juicios que perpetúen la opresión. Por otra manera de evaluarnos, reconstruyamos el ser comunitario





Ni leyes para mantener las desigualdades, ni juicios que perpetúen la opresión. Por otra manera de evaluarnos, reconstruyamos el ser comunitario



Nuestra sociedad parece no concebir que se pueda vivir de otra manera que no sea bajo el régimen de la ley. Con una educación que desde la infancia nos mata el espíritu de rebelión y nos conduce hacia una obediencia ciega a la autoridad, perdemos toda iniciativa y la mera costumbre de razonar. Hace siglos que los gobernantes insisten: respeto a la ley, obediencia a la autoridad. La mayoría de los padres y madres educan a sus hijos con este sentimiento y la escuela lo fortalece, convirtiendo a la ley en culto y en conductas ejemplares a aquellas que la protegen de los rebeldes.
Pero ¿de qué ley estamos hablando? Sabemos que el sistema legal de los Estados occidentales es hijo del Derecho Romano. Es decir, hijo de un sistema legislativo que se construyó en una época conocida por las barbaridades imperialistas y militares, una era en la que el esclavismo y la pena de muerte eran tan cotidianas como el sol y la luna. Un Imperio Romano que colonizó la Península Ibérica y con ésta a sus habitantes originarios. Desde entonces, hemos pasado por todo tipo de regímenes autoritarios, siglos y siglos de barbarie y perversión que han estado acompañados del sometimiento al Derecho Romano. Así hemos llegado hasta la mal llamada democracia que rige en la actualidad, sin que nunca haya habido una ruptura con el ordenamiento jurídico romano.
Habría que remontarse mil años atrás para comprender la fuerte aceptación e interiorización generalizada de expresiones como “obediencia a la ley”. Al conocer las atrocidades, que cometieron en épocas pasadas los nobles con los hombres y mujeres del pueblo, podemos entender que aquellos que nunca obtuvieron justicia vivieran como un triunfo el hecho de ver reconocidos, al menos en teoría, algunos de sus derechos personales que les permitirían salvarse de la arbitrariedad de los señores.
Cabe decir que todavía en los siglos XIX y XX se consideraban los derechos como una concesión que hacía el Estado a los individuos, o dicho de otra manera, como una conquista del pueblo respecto a la predisposición del Estado a tener un poder absoluto sobre la vida de las personas.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos aún no ha logrado en la actualidad tener preeminencia en relación a los intereses específicos de los mal llamados Estados-Nación que, basándose en las prioridades gubernamentales y los intereses de los poderes económicos, consideran las libertades individuales y los derechos colectivos como un fin deseable, pero no de obligado respeto.
Todavía hoy vemos reproducirse un hecho paradójico: las personas, queriendo ser libres, empiezan por pedir a sus opresores que los protejan modificando las leyes creadas por estos mismos opresores, pero la posibilidad de modificación de leyes en base al bien común no es más que una táctica preconcebida que consiste en hacer pequeñas concesiones para conseguir el conformismo y la aceptación sumisa de las grandes injusticias por parte de la mayoría de la población.
Pese a todo, siempre encontramos rebeldes que no quieren obedecer las leyes, especialmente, si conocen los intereses de control que las promueven y desconfían de las intenciones de quienes las dictan; más aún si son personas que se sienten capaces de crear y convivir en estructuras sociales horizontales en las que no son necesarias más normas que aquellas dictadas por el sentido común y la solidaridad.
Es el legislador el que confunde, en un sólo y mismo código, las máximas que representan los principios de convivencia con las normas que consagran la desigualdad. Las costumbres y tradiciones, que son absolutamente necesarias para la existencia de las sociedad, están hábilmente mezcladas con estas otras normas que sólo son beneficiosas para los dominantes y que se mantienen por el temor a suplicios peores.
Echamos de menos en todo este recorrido histórico una ruptura jurídica, una nueva construcción social del Derecho y los acuerdos de convivencia, que no sea fruto de la reforma de una época anterior más oscura, que no tenga sus raíces en el poder absolutista de la era de los emperadores, los reyes y los dictadores.
En la época reciente, la de las llamadas democracias capitalistas y la “división de poderes”, el poder judicial forma parte de los tres poderes opresores junto con el legislativo y el ejecutivo. El poder judicial es el guardián supremo de la obediencia y el control social mediante la vigilancia del cumplimiento de todo tipo leyes, por más que sean abusivas e injustas.
El sistema judicial se compone, sobre todo, de jueces y magistrados y, dada la división de poderes, teóricamente goza de independencia respecto al ejecutivo y el legislativo. Pero esta idea es errónea ya que, en la práctica, por su capacidad de limitar la actividad del gobierno y la aprobación de nuevas leyes, influye de forma determinante en la formulación y ejecución de las políticas públicas. Al mismo tiempo, depende del ejecutivo a través del Ministerio de Justicia, que es quien le asigna presupuestos o establece los mecanismos de elección de los cargos judiciales. Por todo ello, tal supuesta independencia no es más que un espejismo.
Lo expuesto hasta ahora no es más que una aproximación general sobre los Estados supuestamente democráticos de Europa. A continuación, nos centraremos un poco más en la opresión directa que nos ha tocado vivir.
En España, el órgano de gobierno autónomo del poder judicial, con competencia en todo el territorio, es el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Se creó en 1978 para mitigar la influencia de los elementos franquistas, con la principal función de velar por la garantía de independencia de jueces y magistrados frente a los otros poderes del Estado y se sitúa en una posición institucional de paridad con el Gobierno, el Congreso los Diputados, el Senado y el Tribunal Constitucional.
Recientemente, el Consejo de Ministros del Estado español, a propuesta del Ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, ha aprobado un proyecto de modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial. La reforma pretende reforzar el hecho de que sean los políticos (los más obedientes perros del BCE y el FMI) los que manden, teniendo en sus manos la capacidad de colocar a jueces, corruptos o no, en los lugares de autogobierno. Con tal propósito, se prevé que cualquier juez pueda presentarse como vocal del CGPJ con el apoyo de sólo 25 miembros de la judicatura, cuando hasta ahora debían ser 100. El hecho de que los vocales tengan que ser refrendados por mayoría de 3/5 en el Parlamento hace que, en la práctica, sea el PPSOE quien elige y, ahora mismo, la mayoría absoluta garantiza al PP la posibilidad de nombramiento en función de la naturaleza ideológica del candidato. En medio de los escándalos de corrupción política que afectan a todos los estamentos gubernamentales parece vital para el PP asegurarse un poder judicial afín para perpetuarse en el poder y mantenerse impune.
Por encima de la pirámide de los órganos jurisdiccionales está, como ojo vigilante, el Tribunal Constitucional, que debe velar por el cumplimiento de la Constitución Española a través de la revisión de las leyes y las normas con rango de ley.
La Constitución vigente, de 1978, es el resultado de un pacto entre las fuerzas de la dictadura y las opuestas, pacto que fue aprobado bajo el control armado del ejército franquista que, maquillado de democracia, consiguió ser aceptado en referéndum.
Pero, ¿qué podríamos esperar de un sistema judicial que se somete al mantenimiento de una estructura visiblemente fascista? Nada bueno, al igual que poco más podríamos esperar si la Constitución se hubiera redactado y firmado en otras circunstancias, ya que en su redacción está implícito el autoritarismo y el sometimiento de la mayoría a los intereses de una minoría que ha secuestrado el poder y no está dispuesta a devolverlo a la ciudadanía.
Y en paralelo a todo el esfuerzo por aparentar independencia, la cruda realidad nos hace ver que los que han tocado poder, ya sea político, financiero o propiamente judicial, no terminan nunca en prisión. No han ido a la cárcel si han asesinado bajo una dictadura fascista, como nos recordarán los que luchan por la defensa de la Memoria Histórica. Ni tampoco han acudido hoy por hoy, los que en la actualidad han sido responsables, con la corrupción política y el crédito sin control, de la crisis sistémica que nos acompaña, la cual ya ha arruinado económicamente a cientos de miles de personas y que, dada la impunidad de los culpables, a nivel popular tiene más tirón denominarla, simplemente, “una gran estafa.”
No somos los únicos que sentimos que la justicia es injusta y que vemos como la corrupción ha llegado a todos los estamentos de la mal llamada democracia. Desde la misma “boca del lobo”, más de 1000 miembros de la carrera judicial se adhirieron en 2010 a un manifiesto que denunciaba la “politización” del sistema judicial y advertía de que peligraba la independencia de la justicia. Un año antes, en un estudio realizado por el Consejo General de la Abogacía española con más de 5.000 abogados, se concluyó que el 85% estaban de acuerdo en que el Consejo General del Poder Judicial se ha convertido en un órgano tan politizado que difícilmente puede gestionar de forma eficiente e imparcial el funcionamiento de la justicia. En este mismo estudio se afirmaba que el 71% de los abogados pensaba que la justicia funciona mal, pero a la vez, el 82% creían que con todos sus defectos e imperfecciones, la Administración de Justicia representa la garantía última de la defensa de la democracia y de las libertades.
Nos podemos preguntar que pensarán ahora, cuando en este 2012 se ha producido una “elitización” del acceso al sistema judicial, a través de un incremento de la tasas judiciales que privan de la defensa de sus derechos a quien no tiene capacidad económica suficiente. Lo que, sumado a los costes de procuradores y abogados, desincentiva a quienes no son ricos de defender sus derechos por vías judiciales.
¿Y se atreven a mantener hipócritamente el artículo constitucional “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación ninguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social“?
Éste no es más que uno de muchos ejemplos de cómo la ley dice una cosa y en la realidad en pasa otra; de cómo el Estado se plantea mejorarnos la vida y sucede lo contrario, de cómo determinados funcionarios dicen deber al pueblo su existencia y en realidad atentan contra el pueblo. A todo enfrentamiento contra la vieja hipocresía liberal para construir dignidad deberíamos llamarlo políticamente “descolonización”.
En este contexto discordante, los actores de la justicia, al igual que los médicos o los periodistas, tienen que sufrir lo que se llama disonancia cognitiva, un mecanismo psicológico que se activa cuando una persona se ve forzada a hacer algo completamente diferente a lo que en origen era su sentir. Cuando las recompensas o los castigos se incrementan, la magnitud de la disonancia crece, esta situación lleva a que los viejos sueños de juventud se dobleguen al pragmatismo. Un mecanismo psicológico que el poder político y económico sabe aprovechar.
Para poder serlo, un juez debe ser despojado de todos los sentimientos que forman la parte más noble de la naturaleza humana y vivir en un mundo de ficciones jurídicas, aplicando penas de privación de libertad sin pensar, ni siquiera un momento, en el abismo de degradación en el que ha caído frente a los que condena. Vemos una raza confeccionadora de leyes, que legisla sin saber sobre lo que legisla, pero que no olvida la multa que afecta a hombres mil veces menos inmorales de lo que son ellos mismos. Vemos, al fin y al cabo, la pérdida de sentimiento humano del carcelero, al policía convertido en perro de presa, al espía despreciandose a sí mismo, la delación transformada en virtud, la corrupción erigida en sistema, todos los vicios, todo lo perverso de la naturaleza humana favorecido y cultivado para el triunfo de la ley.
¿Podemos entender que en más de dos milenios no haya habido una revolución jurídica? ¿Podemos aceptar que estemos todavía sufriendo que un reducido grupo de elegidos, en base a su ideología conservadora y afín al gobierno de turno, tengan el papel de dioses y puedan decidir sobre el futuro de nuestras vidas?
Podemos asumir que nos rija un sistema basado en la penalización, en el castigo,un sistema que no deja de encontrar atajos para que los del bando del poder no vayan a la cárcel, mientras encarcela  a quienes  somos más activos como pueblo? Nos encarcelan a la que pueden sin tener en cuenta todo lo que en positivo podemos estar haciendo para mejorar la sociedad ?. En todo caso, si lo tienen en cuenta, será para agravar nuestra pena, ya que son parte interesada en perpetuarse en el mismo poder que queremos hacer caer. ¿Pueden ser parte implicada y al mismo tiempo jueces?
Una figura, la de los jueces, que históricamente se ha puesto al servicio de cualquier régimen, imperial, dictatorial, falsamente democrático, oligárquico, plutocrático o de la naturaleza que sea, mientras sea eficaz para perpetuar las desigualdades. ¿Esta gente nos debe juzgar? ¿Y quién los juzgará a ellos?
¿Realmente les queremos pedir que nos absuelvan después de juzgarnos? ¿En base a qué les deberíamos dar la legitimidad para ser jueces de nuestro destino?
Nunca hemos decidido que haya una élite por encima nosotros que tenga atribuida la capacidad de juzgarnos; nunca desde la soberanía popular se ha delegado legítimamente el delicado papel de decidir sobre el bien y el mal. Nunca hemos participado de una deliberación seria sobre la justicia y el derecho.
Es necesario que descolonicemos el imaginario jurídico heredado de un Imperio, de cuando éramos plebeyos y los patricios nos juzgaban para imponernos sus leyes. Es necesario que recuperemos nuestra autonomía como pueblo. No tenemos que pedir permiso para ser libres, ni tenemos que pedir permiso para autoorganizarnos; tenemos que empoderarnos y ser capaces de resolver entre nosotros los conflictos que, indudablemente, surgirán de la convivencia entre personas, aún perturbadas por la falta de confianza y por el miedo.
Se nos puede llamar soñadores, se nos puede llamar radicales, se nos puede llamar rebeldes, se nos puede decir que somos muchas cosas, pero no se nos puede juzgar por serlo, en base a los paradigmas de un sistema caduco y envejecido que debería dejar paso a la renovación de la cultura y la recuperación de los valores comunitarios entre los seres humanos.
El sistema no parará de perfeccionar sus métodos de dominio y sabemos que ya no le basta con las leyes. Una manera de extender este dominio es mediante la patologización de los comportamientos molestos. Últimamente se ha catalogado la rebeldía como enfermedad psiquiátrica, dando la posibilidad de corregir desde la infancia todo indicio de cuestionamiento a la autoridad y fomentando las actitudes sumisas con medicación científicamente avalada para lograr el control social. Pero bueno, si hay que desobedecer a determinados médicos también lo haremos.
Por todo lo expuesto nos declaramos en alegre y constructiva rebeldía.
Cada vez somos y seremos más los y las que desobedeceremos toda ley que venga impuesta por tribunales alejados de nuestras vidas y sometidos a unas leyes superiores que, si en otro tiempo tuvieron un carácter religioso, en la actualidad, esa divinidad se ha disfrazado de dinero, de avaricia, de egoísmo y de destrucción de la Tierra y de la dignidad humana.
Declaramos abiertamente nuestra desobediencia a los sistemas judiciales de los Estados y a todas las herramientas de las que éstos disponen para tratar de impedir que llevamos a la práctica nuestra voluntad profunda de emancipación y reconstrucción del ser comunitario.
Sin sentimientos de apoyo mutuo y práctica de solidaridad, la vida en sociedad de los humanos hubiera sido prácticamente imposible. Y estos sentimientos y prácticas no han sido establecidos por las leyes; son anteriores a todas las leyes y provienen de la experimentación y el aprendizaje útil de generaciones y generaciones, de la cooperación necesaria para mantener la cohesión social.
La hospitalidad, el respeto a la vida, el sentimiento de reciprocidad, la compasión, el apoyo mutuo, el autolimitarse uno mismo en interés de la comunidad, entre otras cosas, son consecuencia de la vida en común entre personas libres, adheridas a unos principios comunes y no sometidas a ninguna autoridad externa a su propia colectividad.
Necesitamos una nueva institucionalidad de derechos y deberes, fundamentada en valores sociopolíticos comunitarios. La evaluación y mejora de los comportamientos en el seno de la sociedad debe recuperar la escala humana, debe hacerse en proximidad, entre personas que se conocen, que tienen principios comunes, que se tienen confianza, que cooperan recíprocamente y que se pueden mirar a los ojos.

Enric Duran Giralt

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