2017, el año en que el mundo acelera su cambio
Cuando se vive el declive de un modo de producción y además un cambio civilizatorio, como es nuestro caso, cualquier año depara un volcán de sucesos. Casi nada permanece estable.
Este nuevo año no decepcionará en ese sentido. Las capas tectónicas que tienden a romper la unipolaridad político-económica mundial van a moverse lo suyo.
El sostenido revés al impulso globalizador, por ejemplo, está teniendo notables episodios. Hasta ahora, llevar a cabo la globalización desde la unipolaridad ha significado poner todos los instrumentos globales (FMI, Banco Mundial, OMC, Foro de Davos, G7-20…) al servicio de EE.UU. y de sus adláteres (UE, Japón, Canadá, Australia…). Es decir, se trataba simplemente de una “forma postmoderna” de practicar el imperialismo.
Pero la irrupción económica y política de China ha hecho cambiar las cosas. Tanto que la superpotencia norteamericana ha reculado en su proyecto expansivo, “globalizador”. Ya hizo abortar la Ronda de Doha tocando de gravedad a la propia OMC. Ahora comienza a retirarse de los Tratados con los que tenía atado a buena parte del mundo para que sus transnacionales (y en segundo plano, las de sus adláteres) pudieran exprimir la riqueza del planeta sin obstáculos. Ya se sabe, no es lo mismo practicar el “libre mercado” con quienes no pueden competir contigo que con quien te supera. Entonces los poderosos prefieren sin disimulos el proteccionismo.
Y es que la historia moderna nos muestra que dentro del sistema mundial dominado por el Eje Anglosajón desde 1700, la multipolaridad sólo se ha manejado a través de la confrontación político-económica y, al fin, militar.
Por ahora, el sistema financiero ha empezado a compartir la importancia del yuan, que se aprecia en la misma proporción en que China ha comenzado a deshacerse de las reservas de moneda extranjera y de bonos estadounidenses. Dado el actual estado de cosas, la lógica sistémica llevaría a levantar un nuevo entramado financiero internacional apoyado en una bolsa de monedas en la que el dólar perdiera parte de su peso. A esto puede la superpotencia resistirse más o menos tiempo, pero tarde o temprano la tendencia “lógica” es a que primen las monedas ancladas a la energía y a la economía productiva.
Tanto la una como la otra ya no están en el Eje Anglosajón. Sino en Asia, y sobre todo en el Eje chino-ruso.
Éste está intentando construir otra globalización, que en vez de estar basada en el desenfreno financiero, la especulación, la rapiña de recursos mundiales, la multiplicación de recortes sociales y planes de ajuste, “paraísos fiscales” y capital ficticio, proporcione un entramado energético-productivo, multipolar. Toda un área transcontinental integrada económicamente mediante una nueva “Ruta de la Seda”. E n ella se incluye la Unión Económica Euroasiática, con India y su zona de influencia, pero también Brasil-Argentina y la Unasur-Celac, Sudáfrica y la Unión Africana. Una red con moneda internacional centrada en el yuan y la canasta de monedas BRICS, con un Banco de Infraestructura y Desarrollo, un Fondo de Fomento, un sistema propio de compensación de intercambio, un plan de infraestructura y desarrollo que muy pronto llegará a Inglaterra con un tren de mercancías de alta velocidad.
La resistencia a ese escenario puede acarrear el intento de implantación de un nuevo telón de acero por parte de EE.UU. contra China. Hasta ahora la facción globalista financiera del poder estadounidense ha mantenido una “entente cordiale” con China debido precisamente al entramado financiero que le une a ella. Mientras que enfrentaba a Rusia para arrebatarla su poderío energético. De hecho, no contento con la implosión de la URSS, ha intentado disgregar y desestabilizar también a ese país por diferentes lugares (Chechenia, Georgia, Osetia, Ucrania, Azerbaiyán…), asediándola económicamente y empujando a la OTAN a las mismas puertas de su casa.
Pero la subida de Trump significa que la facción “nacionalista”, de imperialismo clásico, ha asumido temporal y parcialmente el relevo de poder, para intentar volver a cierta economía productiva. La cual requiere, entre otras medidas, la re-institucionalización de la Ley Glass Steagall para debilitar estructuralmente a la facción financiera global, al impedir que la banca financiera de inversión pueda existir y sustentar a las redes financieras globales.
Sin embargo, las cosas no se le presentan fáciles a este bloque de poder. Un aumento del gasto público en infraestructura y en revertir la deslocalización empresarial, requerirá una mayor demanda de materias primas y la competencia con China por su procura. Lo cual provocará la subida de los precios de las materias primas y la energía. Esto, a su vez, pondrá en serios aprietos a la economía estadounidense, dado que sus reservas de oro parecen ser muy escasas (aunque hace tiempo que contraviniendo todos los acuerdos internacionales, la FED no da noticia de las mismas) y la credibilidad del dólar puede caer en picado. En ese conflicto por las materias primas es evidente que la doctrina Monroe se va a reintroducir con fuerza, pues EE.UU. siempre ha considerado “suyos” los recursos del conjunto del continente americano. Malos tiempos, por ello, para esa otra América que alguien graciosamente llamó “latina”.
Con respecto a la credibilidad del dólar, la economía estadounidense está en una coyuntura de doble negatividad. El proyecto reindustrializador requiere de aumentos de la tasa de interés del dinero para atraer las inversiones extranjeras. Eso haría subir el dólar. Pero rompe la economía doméstica (en un país en el que las hipotecas afectan al 80% del valor de las propiedades): la deuda de los hogares y la deuda pública se hacen impagables. Un dólar fuerte permitiría disponer de dinero para inversiones, pero no para exportarlas. ¿Significaría esto mayor aislamiento norteamericano? Pero sin EE.UU. como principal comprador planetario, el sistema mundial capitalista queda gravemente herido.
Por otra parte, un dólar débil implica en alguna medida el desinflamiento del complejo Wall-Street y la pérdida del papel global de esta moneda. Y si el dólar deja de hacer las veces de moneda mundial y pierde su ventaja de señoreaje, la economía estadounidense quedará a medio plazo convertida en una economía de medio rango. De hecho, los monstruosos niveles de deuda que mantiene sólo son posibles dado aquel papel del dólar, el cual a su vez sólo es viable por el poderío militar estadounidense.
Dólar fuerte – dólar débil. Ahí se juega la partida, en suma. Y la línea de equilibrio para la economía norteamericana es extremadamente delgada (de rebote lo es para la economía capitalista en su conjunto, que mantiene un parecido atolladero).
Su dilema entre solventar la guerra social interna o la guerra económica contra el Eje chino-ruso, no parece tener una solución clara. Las facciones de poder estadounidenses están librando una feroz batalla en torno a ello.
De momento, el giro hacia Rusia propuesto por Trump quiere decir que su facción de poder busca atraer a ese país para romper el eje chino-ruso, aprovechando que Rusia tiene energía y no compite con EE.UU. en el ámbito productivo. Además, empresas como Exxon-Mobil mantienen fuertes inversiones en la Federación Rusa e intereses comunes para explorar el Ártico (sí, el capitalismo no se va a detener en su pulsión destructiva planetaria esté quien esté al frente).
De esta forma, los cambios telúricos en curso nos están haciendo asistir a la gran paradoja de ver a un presidente norteamericano enarbolando el proteccionismo, al tiempo que el primer líder chino (de un país que es regido por el mayor partido comunista del mundo) defiende el “libre mercado” en Davos.
En este juego al revés hay dos focos claves para calibrar la basculación del peso mundial: la India (que pronto se convertirá en un nuevo gigante económico) y la UE, que en su decadencia ya no puede liderar nada pero cuyo peso sigue siendo decisivo para el balance de poder mundial. La adscripción al Eje Anglosajón (la que han mantenido hasta ahora sumisamente los mandatarios europeos), significará a buen seguro la definitiva implosión de la UE. Vincularse, por contra, al mundo energético-productivo de una Eurasia fuerte, es la última posibilidad que tiene Europa de realizar un aterrizaje algo más suave en la era post-crecimiento. India también ha comenzado a percatarse de ello.
En adelante, la capacidad y habilidad de controlar la oferta y demanda de la energía será el principal juego de poder. Los perdedores en ese juego, el Eje Anglosajón (Trump quiere volver al carbón), son los interesados en desatar la opción bélica para el mundo.
Por eso, quienes hablan de imperialismos encontrados, y llaman a combatir por igual a unos y otros poderes, no hacen un adecuado análisis de la realidad mundial ni parecen tener en cuenta, tampoco, algunos datos bien patentes.
EE.UU. tiene alrededor de un cuarto de millón de efectivos del Ejército, la Marina y las Fuerzas Aéreas, en el 70% de los países del mundo, con más de 450 bases militares extraterritoriales. Rusia cuenta con 18 instalaciones militares fuera de su actual territorio, de las cuales 15 están las antiguas repúblicas soviéticas, porque no se cerraron las que eran de la URSS, no porque se instalaran nuevas. China hoy por hoy no tiene ninguna base militar extrafronteriza (aunque está construyendo la primera en Djibuti).
EE.UU., con casi 600.000 millones de $ de presupuesto militar declarado, suma más que el gasto militar de todo el resto del mundo junto. Ha sido EE.UU. quien ha lanzado la «guerra contra el terrorismo» desde hace más de dos décadas, y con ella ha arruinado países y destrozado sociedades enteras: Afganistán, Somalia, Irak, Libia, Siria… Además, esa especial guerra perdura y se extiende hoy por más de 60 países, principalmente a través de operaciones secretas. De hecho, se ha convertido en la forma en que la principal potencia tiende a implantar un «dominio total» («Full-spectrum dominance», como fue definido en el clave informe del Pentágono titulado Joint Vision 2020 ). Es su estrategia para devastar territorios, hacerlos ingobernables, y así parar la construcción del entramado energético-productivo que pretende China (con el apoyo ruso).
Porque el gigante asiático está intentando lanzar una suerte de keynesianismo global, vía grandes inversiones, para proveer de las herramientas infraestructurales adecuadas a las redes comerciales globales o regionales que necesita para prosperar. Sí, no por principios altruistas, sino porque sus condiciones económicas se lo permiten y lo requieren; es decir, que para prosperar necesita que otros también lo hagan. ¿Para qué querrían China o Rusia, en estas condiciones, destruir territorios, sobre qué bases se sustentaría su interés por la guerra, si lo que precisan son mercados e integraciones regionales? Lo que está haciendo EE.UU., hasta ahora, en cambio, es prueba evidente de lo contrario.
De hecho, la facción que apoyó a Clinton, la más guerrerista contra Rusia, puede preparar un acontecimiento de dimensiones globales, “irreversibles”, (¿un macro-atentado, un nuevo frente de guerra?), para obligar a Trump a no disminuir su presencia en Asia ni a desmantelar la OTAN.
Otro asunto es que la expansión china sea energéticamente sostenible, y otra cosa es que debamos aceptar unos poderes por otros. Pero ante la devastación, corrupción y desposesión generalizada que promueve el Eje Anglosajón unipolar, la multipolaridad abre perspectivas de cambios económicos y sociales, y nos proporciona tiempo e intersticios en la malla de dominación para comenzar la Gran Transformación hacia el post-capitalismo y el post-crecimiento.
Puede que después de todo, 2017 ofrezca su pequeño homenaje al centenario de la revolución soviética, dando al traste con la globalización unilateral de eso que se autodenominó “Occidente”. Es fácil que la descomposición del capitalismo realmente existente se haga aún más visible.
Andrés Piqueras. UJI Observatorio Internacional de la Crisis
Este nuevo año no decepcionará en ese sentido. Las capas tectónicas que tienden a romper la unipolaridad político-económica mundial van a moverse lo suyo.
El sostenido revés al impulso globalizador, por ejemplo, está teniendo notables episodios. Hasta ahora, llevar a cabo la globalización desde la unipolaridad ha significado poner todos los instrumentos globales (FMI, Banco Mundial, OMC, Foro de Davos, G7-20…) al servicio de EE.UU. y de sus adláteres (UE, Japón, Canadá, Australia…). Es decir, se trataba simplemente de una “forma postmoderna” de practicar el imperialismo.
Pero la irrupción económica y política de China ha hecho cambiar las cosas. Tanto que la superpotencia norteamericana ha reculado en su proyecto expansivo, “globalizador”. Ya hizo abortar la Ronda de Doha tocando de gravedad a la propia OMC. Ahora comienza a retirarse de los Tratados con los que tenía atado a buena parte del mundo para que sus transnacionales (y en segundo plano, las de sus adláteres) pudieran exprimir la riqueza del planeta sin obstáculos. Ya se sabe, no es lo mismo practicar el “libre mercado” con quienes no pueden competir contigo que con quien te supera. Entonces los poderosos prefieren sin disimulos el proteccionismo.
Y es que la historia moderna nos muestra que dentro del sistema mundial dominado por el Eje Anglosajón desde 1700, la multipolaridad sólo se ha manejado a través de la confrontación político-económica y, al fin, militar.
Por ahora, el sistema financiero ha empezado a compartir la importancia del yuan, que se aprecia en la misma proporción en que China ha comenzado a deshacerse de las reservas de moneda extranjera y de bonos estadounidenses. Dado el actual estado de cosas, la lógica sistémica llevaría a levantar un nuevo entramado financiero internacional apoyado en una bolsa de monedas en la que el dólar perdiera parte de su peso. A esto puede la superpotencia resistirse más o menos tiempo, pero tarde o temprano la tendencia “lógica” es a que primen las monedas ancladas a la energía y a la economía productiva.
Tanto la una como la otra ya no están en el Eje Anglosajón. Sino en Asia, y sobre todo en el Eje chino-ruso.
Éste está intentando construir otra globalización, que en vez de estar basada en el desenfreno financiero, la especulación, la rapiña de recursos mundiales, la multiplicación de recortes sociales y planes de ajuste, “paraísos fiscales” y capital ficticio, proporcione un entramado energético-productivo, multipolar. Toda un área transcontinental integrada económicamente mediante una nueva “Ruta de la Seda”. E n ella se incluye la Unión Económica Euroasiática, con India y su zona de influencia, pero también Brasil-Argentina y la Unasur-Celac, Sudáfrica y la Unión Africana. Una red con moneda internacional centrada en el yuan y la canasta de monedas BRICS, con un Banco de Infraestructura y Desarrollo, un Fondo de Fomento, un sistema propio de compensación de intercambio, un plan de infraestructura y desarrollo que muy pronto llegará a Inglaterra con un tren de mercancías de alta velocidad.
La resistencia a ese escenario puede acarrear el intento de implantación de un nuevo telón de acero por parte de EE.UU. contra China. Hasta ahora la facción globalista financiera del poder estadounidense ha mantenido una “entente cordiale” con China debido precisamente al entramado financiero que le une a ella. Mientras que enfrentaba a Rusia para arrebatarla su poderío energético. De hecho, no contento con la implosión de la URSS, ha intentado disgregar y desestabilizar también a ese país por diferentes lugares (Chechenia, Georgia, Osetia, Ucrania, Azerbaiyán…), asediándola económicamente y empujando a la OTAN a las mismas puertas de su casa.
Pero la subida de Trump significa que la facción “nacionalista”, de imperialismo clásico, ha asumido temporal y parcialmente el relevo de poder, para intentar volver a cierta economía productiva. La cual requiere, entre otras medidas, la re-institucionalización de la Ley Glass Steagall para debilitar estructuralmente a la facción financiera global, al impedir que la banca financiera de inversión pueda existir y sustentar a las redes financieras globales.
Sin embargo, las cosas no se le presentan fáciles a este bloque de poder. Un aumento del gasto público en infraestructura y en revertir la deslocalización empresarial, requerirá una mayor demanda de materias primas y la competencia con China por su procura. Lo cual provocará la subida de los precios de las materias primas y la energía. Esto, a su vez, pondrá en serios aprietos a la economía estadounidense, dado que sus reservas de oro parecen ser muy escasas (aunque hace tiempo que contraviniendo todos los acuerdos internacionales, la FED no da noticia de las mismas) y la credibilidad del dólar puede caer en picado. En ese conflicto por las materias primas es evidente que la doctrina Monroe se va a reintroducir con fuerza, pues EE.UU. siempre ha considerado “suyos” los recursos del conjunto del continente americano. Malos tiempos, por ello, para esa otra América que alguien graciosamente llamó “latina”.
Con respecto a la credibilidad del dólar, la economía estadounidense está en una coyuntura de doble negatividad. El proyecto reindustrializador requiere de aumentos de la tasa de interés del dinero para atraer las inversiones extranjeras. Eso haría subir el dólar. Pero rompe la economía doméstica (en un país en el que las hipotecas afectan al 80% del valor de las propiedades): la deuda de los hogares y la deuda pública se hacen impagables. Un dólar fuerte permitiría disponer de dinero para inversiones, pero no para exportarlas. ¿Significaría esto mayor aislamiento norteamericano? Pero sin EE.UU. como principal comprador planetario, el sistema mundial capitalista queda gravemente herido.
Por otra parte, un dólar débil implica en alguna medida el desinflamiento del complejo Wall-Street y la pérdida del papel global de esta moneda. Y si el dólar deja de hacer las veces de moneda mundial y pierde su ventaja de señoreaje, la economía estadounidense quedará a medio plazo convertida en una economía de medio rango. De hecho, los monstruosos niveles de deuda que mantiene sólo son posibles dado aquel papel del dólar, el cual a su vez sólo es viable por el poderío militar estadounidense.
Dólar fuerte – dólar débil. Ahí se juega la partida, en suma. Y la línea de equilibrio para la economía norteamericana es extremadamente delgada (de rebote lo es para la economía capitalista en su conjunto, que mantiene un parecido atolladero).
Su dilema entre solventar la guerra social interna o la guerra económica contra el Eje chino-ruso, no parece tener una solución clara. Las facciones de poder estadounidenses están librando una feroz batalla en torno a ello.
De momento, el giro hacia Rusia propuesto por Trump quiere decir que su facción de poder busca atraer a ese país para romper el eje chino-ruso, aprovechando que Rusia tiene energía y no compite con EE.UU. en el ámbito productivo. Además, empresas como Exxon-Mobil mantienen fuertes inversiones en la Federación Rusa e intereses comunes para explorar el Ártico (sí, el capitalismo no se va a detener en su pulsión destructiva planetaria esté quien esté al frente).
De esta forma, los cambios telúricos en curso nos están haciendo asistir a la gran paradoja de ver a un presidente norteamericano enarbolando el proteccionismo, al tiempo que el primer líder chino (de un país que es regido por el mayor partido comunista del mundo) defiende el “libre mercado” en Davos.
En este juego al revés hay dos focos claves para calibrar la basculación del peso mundial: la India (que pronto se convertirá en un nuevo gigante económico) y la UE, que en su decadencia ya no puede liderar nada pero cuyo peso sigue siendo decisivo para el balance de poder mundial. La adscripción al Eje Anglosajón (la que han mantenido hasta ahora sumisamente los mandatarios europeos), significará a buen seguro la definitiva implosión de la UE. Vincularse, por contra, al mundo energético-productivo de una Eurasia fuerte, es la última posibilidad que tiene Europa de realizar un aterrizaje algo más suave en la era post-crecimiento. India también ha comenzado a percatarse de ello.
En adelante, la capacidad y habilidad de controlar la oferta y demanda de la energía será el principal juego de poder. Los perdedores en ese juego, el Eje Anglosajón (Trump quiere volver al carbón), son los interesados en desatar la opción bélica para el mundo.
Por eso, quienes hablan de imperialismos encontrados, y llaman a combatir por igual a unos y otros poderes, no hacen un adecuado análisis de la realidad mundial ni parecen tener en cuenta, tampoco, algunos datos bien patentes.
EE.UU. tiene alrededor de un cuarto de millón de efectivos del Ejército, la Marina y las Fuerzas Aéreas, en el 70% de los países del mundo, con más de 450 bases militares extraterritoriales. Rusia cuenta con 18 instalaciones militares fuera de su actual territorio, de las cuales 15 están las antiguas repúblicas soviéticas, porque no se cerraron las que eran de la URSS, no porque se instalaran nuevas. China hoy por hoy no tiene ninguna base militar extrafronteriza (aunque está construyendo la primera en Djibuti).
EE.UU., con casi 600.000 millones de $ de presupuesto militar declarado, suma más que el gasto militar de todo el resto del mundo junto. Ha sido EE.UU. quien ha lanzado la «guerra contra el terrorismo» desde hace más de dos décadas, y con ella ha arruinado países y destrozado sociedades enteras: Afganistán, Somalia, Irak, Libia, Siria… Además, esa especial guerra perdura y se extiende hoy por más de 60 países, principalmente a través de operaciones secretas. De hecho, se ha convertido en la forma en que la principal potencia tiende a implantar un «dominio total» («Full-spectrum dominance», como fue definido en el clave informe del Pentágono titulado Joint Vision 2020 ). Es su estrategia para devastar territorios, hacerlos ingobernables, y así parar la construcción del entramado energético-productivo que pretende China (con el apoyo ruso).
Porque el gigante asiático está intentando lanzar una suerte de keynesianismo global, vía grandes inversiones, para proveer de las herramientas infraestructurales adecuadas a las redes comerciales globales o regionales que necesita para prosperar. Sí, no por principios altruistas, sino porque sus condiciones económicas se lo permiten y lo requieren; es decir, que para prosperar necesita que otros también lo hagan. ¿Para qué querrían China o Rusia, en estas condiciones, destruir territorios, sobre qué bases se sustentaría su interés por la guerra, si lo que precisan son mercados e integraciones regionales? Lo que está haciendo EE.UU., hasta ahora, en cambio, es prueba evidente de lo contrario.
De hecho, la facción que apoyó a Clinton, la más guerrerista contra Rusia, puede preparar un acontecimiento de dimensiones globales, “irreversibles”, (¿un macro-atentado, un nuevo frente de guerra?), para obligar a Trump a no disminuir su presencia en Asia ni a desmantelar la OTAN.
Otro asunto es que la expansión china sea energéticamente sostenible, y otra cosa es que debamos aceptar unos poderes por otros. Pero ante la devastación, corrupción y desposesión generalizada que promueve el Eje Anglosajón unipolar, la multipolaridad abre perspectivas de cambios económicos y sociales, y nos proporciona tiempo e intersticios en la malla de dominación para comenzar la Gran Transformación hacia el post-capitalismo y el post-crecimiento.
Puede que después de todo, 2017 ofrezca su pequeño homenaje al centenario de la revolución soviética, dando al traste con la globalización unilateral de eso que se autodenominó “Occidente”. Es fácil que la descomposición del capitalismo realmente existente se haga aún más visible.
Andrés Piqueras. UJI Observatorio Internacional de la Crisis
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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