Y, ¿qué cuestionan ahora? Por Carlos Luque Zayas Bazánpor Iroel Sánchez |
Los enemigos ideológicos de la Revolución Cubana nunca han abandonado el obcecado ejercicio de, en sucesivas ocasiones, decretar su muerte. Todavía guerrilla, intentaron matar la criatura en el vientre, pontificando que al poder se podía pretender con el ejército, pero nunca contra él. Criatura recién nacida, fallaron a favor de un destino manifiesto, la imposibilidad de oponerse con éxito al vecino poderoso; disuelta la comunidad de los países llamados socialistas, esperaron jubilosos, y ahora sí, el final siempre anunciado. De los actuales cambios esperan la definitiva disolución de su radicalidad, devorada por la omnipresencia mundial de la economía y la cultura capitalistas. Pero después de todas sus infelices pesadillas, todavía la Revolución sigue ahí.
Hoy se reeditan diversas maneras de no entender a la criatura esquiva que hizo estallar los límites de lo posible. En relación a la continuidad del proceso revolucionario este comentarista ha leído, siempre originadas en los círculos de pensamiento que se alejan de la radicalidad propia de la Revolución fidelista, algunas opiniones con respecto a la fuente de la legitimidad de la Revolución Cubana. Recientemente una de ellas afirma que su legitimidad tiene una relación directa con la existencia de sus fundadores y líderes. No es una completa novedad. Por años una idea afín flotó como una admonición más o menos apocalíptica sobre el futuro de Cuba, especulando sobre lo que sucedería después de cumplido el ciclo vital de su Comandante en Jefe y líder revolucionario, Fidel Castro. Siempre fue una variante de la propaganda interesada en cuestionar las raíces de la Revolución, al hacer depender su destino de la influencia de una generación, pero ahora se añade también lo que siempre estuvo en el fondo, que es el intento de cuestionar la legitimidad de su forma de gobierno, su democracia y el papel del Partido Comunista.
Fue la enfermedad, y no el término de la vida biológica de Fidel, lo que al fin vino a demostrar, y por un lapso de tiempo suficiente, algo que muchos cubanos nunca dudaron: que la continuidad del proyecto cubano no dependía ni de un hombre, por grande e importante que fuera, ni de una generación histórica, por muchos méritos que acumulara. Fue el mismo Fidel, por muy aguda consciencia que debió tener de su papel, quien lo advirtió muchas veces.
El intento de replantear o refundar la legitimidad de la Revolución, y consiguientemente cuestionar la guía del Partido cuando ya no vivan sus fundadores, surge de no aquilatar en su justo significado las raíces y la genuina profundidad social de un proceso que corona una etapa con innegable coherencia histórica de luchas libertarias. También implica un cuestionamiento de la democracia cubana, más allá de lo que se acepta que debe desarrollarse y mejorar. Es una especulación que no pueden abandonar los que quieren ver a Cuba como un país “normal”, subsumido y diluido por la normalidad capitalista, ni por los que pretenden meter en las camisas de fuerza de las teorías una realidad telúrica y viva.
Sobrevino después el anuncio de la acotación del período presidencial, y la eterna y supuesta preocupación por el destino de la revolución cobró nuevos bríos. Como ya los agoreros tenían que olvidar la anunciada fractura o ruptura de la continuidad que imaginaron ocurriría con la ausencia de Fidel, ahora la trasladan a la inevitable y paulatina cesación vital de los líderes históricos que le sobreviven.
Sin embargo, esta vez se añade un elemento sumamente disruptivo, tampoco tan nuevo, pero que está recibiendo en nuestros días un mayor énfasis. Si antes se atribuía a Fidel la fuerza de su ejemplo viviente y su prestigio indiscutible de líder mundial como una especie de sostén imprescindible después del cual algo tendría que suceder, ahora, al subrayarse la idea de que la fuente de legitimidad de la revolución está ligada, o relacionada con sus máximos líderes y debe ser replanteada, subrepticiamente lo que se quiere poner en duda es la legitimidad del Partido Comunista como la máxima entidad dirigente de la Revolución y la nación cubanas. No es casualidad, por lo tanto, que esta corriente de pensamiento también esté afiliada al “centrismo” político y aparezca en sus medios, pero apoyado esta vez en el cuestionamiento de la arquitectura de la democracia cubana.
En efecto, se lee con más insistencia que nunca antes en esos círculos, que el relevo generacional en la política cubana por la natural desaparición física de sus líderes fundadores, va a exigir la refundación del contrato social y debe iniciar el cuestionamiento de las fuentes de la legitimidad de la conducción partidista de la Revolución.
En el fondo esos criterios pretenden afirmar que sólo los líderes históricos gozaron de la legitimidad para conducir el proceso revolucionario cubano. Es incuestionable que los líderes de las luchas revolucionarias adquirieron por aclamación popular primero, y por la ejecutoria fiel al programa revolucionario después, la legitimidad para iniciar, conducir y desarrollar la Revolución ya en su período de paz. Pero la revolución cubana es algo más, y mucho más, que su última etapa de lucha armada. Es mucho más que su largo período de logros fundamentales, de conquistas logradas en medio de formidables obstáculos. Es más que el logro del disfrute de derechos de los que muy pocos pueblos gozan, y uno de cuyos méritos ha sido sobrevivir a una agresión única en la historia.
La Revolución Cubana no se reduce a ninguno de esos elementos porque esa gesta es la que hizo posible la maduración total de la Nación al conquistar la soberanía y la independencia definitivas. Y el mérito y la legitimidad que de allí deriva no se deben a un grupo de hombres por mucho que las individualidades pesen en los acontecimientos históricos. Es por ello que Fidel afirmó que en Cuba sólo había ocurrido una revolución, tesis que nuestros enemigos ideológicos han querido refutar inútilmente, como también han intentado separar la íntima unidad que existe entre Patria y Revolución, entre socialismo e independencia nacional.
Por lo tanto, lo importante es que esa tesis puede ocultar que la fuente de la legitimidad para conducir el proceso revolucionario cubano no se puede reducir, ni mucho menos emana del mérito de sus líderes históricos, ni tampoco radica en sus líderes, por mucho merecimiento que hayan ganado.
Con esa óptica reductora no se tiene en cuenta que la legitimidad de la Revolución Cubana ha emanado del pueblo, es la Revolución de un pueblo, y no de unos líderes ni de su vanguardia, porque esos hombres jamás la hubieran podido conducir, ni aun concebir, si no hubiera surgido de raíces y exigencias populares, que la mandató después en su Partido Comunista, quien, por esa razón, está formado por los que su mismo pueblo considera su vanguardia, con miembros que son parte del pueblo, en cuya elección y aprobación participan los colectivos formados por el pueblo trabajador y donde no militan ni élites, ni representantes de intereses económicos o ideológicos contrarios al interés común, o representantes de intereses sectoriales y antagónicos.
La revolución cubana es algo mucho más trascendente y desborda la existencia de los líderes de su etapa actual: es su histórica coherencia, sobre todo es el pueblo que la ha construido, padecido o gozado, son los órganos de gobierno que elige con su forma peculiar, independiente y soberana de hacerlo, y su conducción no es privativa de un mero grupo de hombres, sino en un Partido Comunista mandatado y nutrido de su pueblo.
Fidel lo advirtió de esta manera: los hombres mueren, el Partido es inmortal. El cuestionamiento, escamoteo o reducción de la legitimidad a sus fundadores, es también la reducción o el escamoteo de una medida que nos pertenece a todos, y que ha sido nucleada y condensada en un órgano que garantiza su unidad y coherencia, pero sin dejar de ser ese pueblo que le otorga su legitimidad.
Faltarán los fundadores que aún viven, pero queda una obra realizada y mucho más por realizar, a partir de un legado que no dejará de ser cuestionado o atacado por poderosos enemigos, o por propuestas teóricas de importación, o por la incomprensión de lo inédito que desafía todo lo conocido por la tradición, pero es una obra de todos y para todos, porque sigue siendo la legítima heredera de lo que Martí llamó el alma visible de la Patria. No podemos admitir, ni permitir, que nos confundan.
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