Algo sobre afanes socialistas y modos de propiedad. Por Luis Toledo Sande
Que una pauta esté legislada, aprobada y establecida, avalada por el extraordinario sentido común, y hasta examinada masivamente, no es garantía bastante para su cumplimiento. Las razones que conspiran contra la consumación de las mejores alternativas pueden ser diversas, pero en ningún caso deben asumirse con resignación, o con la inercia propia de mentalidades que deben ser cambiadas.
En el fragor de la ineludible defensa de la nación asediada se pudo alguna vez creer que, por muy fundada que fuese, la crítica a una institución estatal podía suponerse dirigida contra el Estado mismo y “darle armas al enemigo”. Discutible y dañina, en algunas mentes esa tendencia pudiera convivir ahora con otra que se agravaría si, a pesar de todo lo ética y legalmente establecido, calara en medios de información del país o en algunos de sus representantes: estimar que a los propietarios privados no se les debe rozar ni con un jazmín, para que no parezca que se va contra ellos en bloque, o contra la voluntad estatal de fomentarlos en cifras y modos útiles, necesarios.
Sería irresponsable, más bien suicida, olvidar —o menguar el reconocimiento merecido por ese hecho— que en los afanes socialistas la propiedad social sobre los medios fundamentales de producción y de servicios debe primar con respecto a otras, a la vez que ser eficiente y librarse de la corrupción. Solo así podrá competir exitosamente con la privada, en la cual los propietarios gozan de un sentido de pertenencia sin mediaciones —“¡Esto es mío!”—, y de mecanismos eficaces para impedir que les roben, aunque no siempre consigan evitarlo.
Nadie se ofenda si se dice que el signo de lo individual, base del individualismo, es guardián y garante del buen funcionamiento en el sector privado: los dueños buscan ganancias para sí, no para la nación. Incluso los que tuvieran vocación filantrópica, para ejercerla necesitarían, primero, lograr rentabilidad, mejor cuanto más alta.
En Cuba no parece que hayan funcionado con toda la efectividad necesaria las prácticas y la propaganda que le muestren al pueblo —verdadero dueño de la propiedad social, administrada por el Estado— que los bienes materiales y los servicios los genera el trabajo, no la buena voluntad estatal, ni el paternalismo. Los propietarios privados, aun aquellos —¿cuántos habrá en el mundo?— que cumplan escrupulosamente sus obligaciones tributarias, no procuran como aspiración central ingresos para invertirlos en construir y mantener hospitales y escuelas de carácter público, y en que unos y otras funcionen bien.
Se empeñan, sí, en lograr rentabilidad, plusvalía, y, si tienen éxito, podrán pagar a sus empleados (explotados, o no se ha entendido ni una media palabra de marxismo, de la vida) salarios mucho más altos que los fijados en el sector estatal. Con esto no se sugiere, ¡no!, que el Estado renuncie a que en el ámbito de la propiedad social de todo el pueblo los salarios les aseguren a trabajadoras y trabajadores una vida honrada y grata, o por lo menos llevadera.
La batalla —de pensamiento y actos— en torno a los modos de propiedad y sus derivaciones, es decisiva para iluminar la construcción del socialismo. No es fortuito que el imperio apueste por el sector privado en sus planes de influir en Cuba, tras haber intentado doblegarla con bloqueo y hechos de armas.
Aunque el bloqueo perdura a despecho del repudio internacional, ya el imperio ha sido capaz de admitir que —aun habiendo dañado tanto a Cuba— no le ha dado a él todos los resultados que esperaba, y por ello hace más de dos años anunció que aplicaría un cambio de táctica, no de fines. Al tiempo que ha hablado de levantar el bloqueo, de manera coherente con su esencia sistémica reforzada por el neoliberalismo en marcha, ha proclamado que privilegiará al sector privado, no al estatal.
Talleres automotrices y otros de propiedad privada se perciben más eficientes que los estatales. Pero ¿de dónde salen las piezas de repuesto que desaparecen en estos últimos? No es aconsejable descartar que, al menos en algunos casos, pueden sustraerse de almacenes del sector estatal en que administradores y otros empleados —el administrador también es un empleado, aunque los haya que se crean dueños y señores— roben para obtener ganancias ilícitas.
Es previsible que los talleres privados aumenten, y con ello el Estado podría concentrarse en lo cardinal. Así, para ser reparadas, las chivichanas no tendrían que competir con centrales eléctricas, ni las bicicletas con sofisticados equipos médicos. Según se dice, ya exitosos propietarios de esos talleres importan por su cuenta lo que necesitan, en parte al menos.
Lo hacen hasta con ayuda de internet —posiblemente de buena conexión—, y yendo ellos mismos o enviados suyos a comprar en otros países sin que, al parecer, se les interponga el bloqueo que le dificulta al Estado cubano, cuando no se lo impide, adquirir medicamentos para la población, un crimen que ha ocasionado hasta muertes. Pero la acumulación originaria de capital para tales emprendimientos por parte de dueños ¿será siempre fruto del tesón laboral y la eficiencia, nunca de ganancias conseguidas gracias a la corrupción y la desidia en el sector estatal, o a “donaciones” subrepticias hechas desde el exterior?
Sobre la realidad o sobre la imaginación rondan la voluntad imperial de apoyar la propiedad privada en Cuba, y rondan también las implicaciones de ese hecho. Ingenuidad o mucho más sería que representantes del Estado cubano —la prensa entre ellos— lo ignorasen. Los desafíos planteados convocan a todo el pueblo, incluyendo propietarios leales a la patria y deseosos de apoyar el socialismo, aunque esto parezca incompatible con triunfos personales buscados por medio de la propiedad que el imperio respalda.
Y otra cosa es segura: abonar el mito de la propiedad social condenada a ser ineficiente genera complicidad con el neoliberalismo y, por tanto, con el imperio. Que sea de modo inconsciente no simplifica las cosas. Tal vez las agrave.