Las mujeres son las principales afectadas por estas salvajes políticas que hemos denominado de "fundamentalismo de mercado". Son quiénes más pierden cuando se debilita la legislación laboral (por ejemplo, con la eliminación de la baja por maternidad remunerada, o el derecho a vacaciones) o con el deterioro de los servicios públicos, que incrementa aún más su carga de trabajo no remunerado. Y como las mujeres y los niños son los principales beneficiarios de servicios públicos como la atención sanitaria o la educación gratuita, son quiénes más sufren el recorte en dichos servicios. A pesar de que este fundamentalismo de mercado ha desempeñado un papel causal determinante en la reciente crisis económica mundial, continúa siendo la visión ideológica dominante en el mundo (debido a la tremenda difusión que sus principales agentes llevan a cabo, tales como los medios de comunicación y los organismos internacionales), y continúa impulsando la desigualdad. Este enfoque ha sido un pilar fundamental de las condiciones impuestas a los países europeos endeudados, obligándolos a desregularizar, privatizar y recortar las prestaciones sociales para los más pobres, a la vez que se reduce la carga impositiva de los ricos. No habrá cura para la desigualdad mientras los países se vean obligados a tomar esta cruel medicina.
Por tanto, la solución si se quiere evitar y corregir esta arquitectura de la desigualdad en primer término es revertir estas políticas. Pero al formar parte del credo sagrado, del dogma neoliberal, son políticas absolutamente incuestionables desde las élites que las promueven, las difunden y obligan a su implementación. Pero si quisieran, los Gobiernos podrían empezar a reducir la desigualdad rechazando este fundamentalismo de mercado imperante, oponiéndose a los intereses particulares de las élites poderosas, cambiando las leyes y sistemas que han provocado la actual explosión de desigualdad, y adoptando medidas para equilibrar la situación a través de la introducción de medidas que redistribuyan la riqueza, el trabajo, el dinero y el poder. Está estudiado y demostrado que desde 1990, los ingresos derivados del trabajo constituyen un porcentaje cada vez menor del PIB, tanto en países de renta alta como en los de renta media y baja. En todo el mundo, las clases trabajadoras cada vez se llevan una parte más pequeña del pastel, mientras que los más ricos acaparan cada vez más. Durante 2014, los directivos de las 100 principales empresas del Reino Unido ganaron 131 veces más que un empleado medio, y sin embargo sólo 15 de estas empresas se han comprometido a pagar a sus empleados un salario digno. O por ejemplo en Sudáfrica, un trabajador de una mina de platino tendría que trabajar durante 93 años para ganar sólo las primas anuales que cobra un director ejecutivo medio.
Y mientras, la Confederación Sindical Internacional ha calculado que el 40% de los/as trabajadores/as están atrapados en el sector informal, en el que no existe el salario mínimo y se ignoran los derechos de los trabajadores. No obstante, algunos países están tomando el camino acertado en lo concerniente a los salarios, el trabajo digno y los derechos laborales. Por ejemplo en Brasil durante la etapa de Lula y Dilma Rousseff (ahora revertida con el golpe parlamentario que puso en el poder a Michel Temer), el salario mínimo se incrementó en casi un 50% en términos reales entre 1995 y 2011, contribuyendo así a la reducción de la pobreza y la desigualdad de forma paralela. O bien países como Ecuador o China, donde también se han incrementado los salarios deliberadamente. Y por el otro extremo a controlar, también hay que decir que algunas empresas innovadoras y algunas cooperativas también están tomando medidas para limitar los sueldos de sus directivos. Esto suele llevarse a cabo implementando lo que se denomina un ratio salarial, esto es, poner topes a las diferencias entre los sueldos máximo y los mínimos, por ejemplo, de 10 a 1. Desde la izquierda consideramos que en el sector público los ratios salariales deben estar en el orden de 3 a 1, y en la empresa privada del orden de 5 a 1, lo cual redundaría en un acercamiento de sueldos y salarios, reduciendo las abismales diferencias, y contribuyendo a una drástica reducción de las desigualdades.
Por su parte, el sistema fiscal es una de las herramientas más importantes con que cuentan los Gobiernos para hacer frente a la desigualdad. Hablaremos también de ello en el bloque temático dedicado a los paraísos fiscales, pero es imprescindible tenerlo en cuenta si queremos migrar hacia modelos más justos de sociedad. Datos de hasta 40 países demuestran la capacidad del gasto público y los sistemas fiscales redistributivos para reducir la desigualdad de ingresos impulsada por las condiciones del mercado. Lamentablemente, los sistemas fiscales de los países en desarrollo, en los que el gasto público y la redistribución son realmente importantes, suelen ser los más regresivos y los que más lejos están de alcanzar su potencial de generación de ingresos. Y así, debido a la enorme influencia de las grandes corporaciones y de los ciudadanos ricos, y a la intencionada falta de coordinación y transparencia en el ámbito fiscal a nivel mundial, los sistemas fiscales no hacen frente a la pobreza y a la desigualdad, y en cambio, se valora la acción asistencial y caritativa de muchas organizaciones (la mayoría de carácter religioso) o se mejora la imagen de muchas personas ricas simplemente por hacer donaciones sociales de carácter asistencial. El sistema es tan perverso que ha logrado inculcar en las mentes que lo que el Estado no puede (cuando en realidad sí puede) lo pueden hacer otros grandes agentes del capitalismo, o bien de la caridad asistencial. En nuestro país, el magnate y fundador de Inditex Amancio Ortega acaba de donar más de 300 millones de euros (de una fortuna estimada en más de 60.000 millones) para adquisición de equipamientos sanitarios.
Y a ello hay que añadir la tremenda complicidad que el gran capital transnacional lleva a cabo para la protección de sus intereses. Debido a ello, Gobiernos con buena voluntad en todas partes del mundo a menudo se ven frustrados por los intereses creados en la arquitectura fiscal internacional, y por la falta de coordinación. Hoy día, ningún Gobierno puede por sí solo evitar que los gigantes empresariales se aprovechen de la falta de cooperación fiscal a nivel mundial. Estas grandes empresas suelen contratar a ejércitos de expertos fiscales, a fin de minimizar su contribución fiscal, colocándolos en posición de ventaja frente a las pequeñas empresas. Y por su parte, los ciudadanos más ricos también pueden aprovecharse del secreto bancario y de los vacíos legales en materia de fiscalidad, bajo esta arquitectura social consagrada a la desigualdad. En 2013, Oxfam calculó que en el mundo se estaban perdiendo 156.000 millones de dólares de ingresos fiscales a causa de ciudadanos ricos que escondían sus activos en paraísos fiscales fuera de sus fronteras. Son famosos los comentarios de Warren Buffet (uno de los ricos más sinceros) acerca de lo injusto de un sistema que le ha permitido pagar menos impuestos que su secretaria. Y también son famosas las palabras de Charles Adams en este sentido: "La manera en que las personas tributan, quién tributa y qué tributa son las cuestiones más reveladoras sobre una sociedad". Cuánta razón tenía. Continuaremos en siguientes entregas.
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