En la entrega anterior ya habíamos comenzado a comentar, siguiendo este artículo de Alejandro Torrús para el medio Publico, las sustanciales diferencias entre las Constituciones de 1931 (republicana) y de 1978 (del régimen actual), y habíamos hablado de lo relativo a la intensidad de la democracia reflejada en ellas, como primer gran punto de un total de cinco. Vamos a continuar hablando sobre el subdesarrollo en derechos de la actual Carta Magna frente a la republicana de comienzos de los años 30 del siglo pasado. Como ya dejamos sentado desde el primero de los artículos de esta serie, el levantamiento militar fascista (con el apoyo de los sectores más reaccionarios y conservadores de la sociedad) tuvo lugar precisamente en contra de los avances sociales y de las conquistas en derechos que la República había venido a consagrar. Porque en efecto, la II República trajo consigo la incorporación de los llamados derechos económicos y sociales (esos que el mundo occidental capitalista no acaba aún de reconocer), incluyendo específicas referencias a los grupos y colectivos más desfavorecidos de la sociedad de la época, como las mujeres, los trabajadores o la tercera edad, entre otros. El resultado fue la constitucionalización (es decir, el reconocimiento al más alto nivel) del elenco de derechos más amplio que ningún Gobierno de la historia española había alcanzado. ¿Hace lo mismo nuestra actual Carta Magna? Pues digamos que lo hace relativamente: la Constitución de 1978 introduce y reconoce un extenso catálogo de derechos económicos, sociales y culturales, ordenados según el nivel de protección que el Estado les otorga. En el tercer y último escalón de derechos, el régimen del 78 hace referencia a los "Principios rectores de la política social y económica". Dentro de estos principios, el texto constitucional incluye el "progreso social y económico y para una distribución de la renta regional", la garantía de la "asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo", el derecho a "la protección de la salud", el "acceso a la cultura" y la promoción "de la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general".
Pero a pesar de su inclusión en el texto constitucional, estos supuestos derechos de la ciudadanía no gozan de amparo judicial, dado que sólo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las ulteriores leyes que los desarrollen. Por tanto y en la práctica, estos derechos económicos y sociales quedan reducidos a determinados principios o valores que inspirarán (o no) las políticas del Poder Ejecutivo, pero sin que ningún precepto constitucional les obligue a implementarlos. Esto implica que en realidad la Constitución del 78 no prevé mecanismos de control de la inacción del Gobierno, salvo los propios derivados de la responsabilidad política que se manifiesten en las urnas. Son por tanto derechos subjetivos, no implementados ni reconocidos realmente, al no disponer de normativas concretas que los explicitan y definen su marco de garantías. Y en la práctica, si no generan obligaciones que puedan ser exigidas ante un tribunal, las referencias de la Carta Magna son únicamente retóricas. Por el contrario, la Constitución republicana contempló una visión integral de los derechos, sin establecer diferentes grados de protección de los mismos en función de una mayor o menor relevancia, otorgando a todos ellos el mismo estatuto jurídico. Por tanto, la plasmación real y tangible de estos derechos pone de relieve la distinta filosofía que inspiran ambos textos, el de 1931 mucho más completo y garantista que el de 1978. Otra gran diferencia entre ambas Constituciones es la relativa al Estado Laico frente al supuesto Estado aconfesional. Como sabemos, la actual regulación constitucional en materia religiosa está presidida por el principio de aconfesionalidad del Estado Español. La CE de 1978, si bien afirma que "ninguna confesión tendrá carácter estatal", señala también que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones".
En una palabra, se renuncia claramente al laicismo, que consiste precisamente en que el Estado no debe tener en cuenta ni cooperar con ninguna confesión religiosa, dejando este asunto para el ámbito estrictamente privado y de los fieles de cada confesión determinada. En la práctica, esas "relaciones de cooperación" contempladas en la Constitución de 1978 son las responsables de la abusiva posición que la Iglesia Católica ocupa en el escenario político y social diseñado desde la Transición (que aún era peor en el franquismo, claro está). Fue voluntad de los "padres" de la CE 1978 garantizar la presencia activa de la Iglesia Católica en los foros públicos y contribuir decididamente a su financiación. Pero la normativa favorable a la religión católica en el actual texto constitucional no viene reflejada sólo en este punto, sino que la incorporación en el texto de la "libertad de enseñanza" y el supuesto "derecho de los padres" a que sus hijos/as reciban la formación religiosa y moral acorde a sus convicciones, se ha convertido, en opinión de Escudero Alday, que nosotros suscribimos, en la mejor garantía de un sistema de centros educativos religiosos, privados o concertados, subvencionados éstos últimos con fondos públicos, y basados en el ideario religioso del centro en cuestión, que fomenta un adoctrinamiento a los estudiantes, así como un peso de la religión como asignatura evaluable y computable. La llegada de la II República, sin embargo, se celebró como la ocasión para terminar con la excesiva influencia de la Iglesia, tanto en la vida pública como en la educación. La Constitución republicana "trató de cambiar radicalmente el status quo, y situar a la Iglesia en los márgenes propios de su misión espiritual", en palabras de Escudero Alday. De esta forma, la CE 1931 sentaba las bases del Estado Laico en nuestro país. De ahí que la jerarquía católica, enemiga acérrima del laicismo, que evidentemente le hace perder poder y privilegios, bendijera el salvaje Golpe de Estado de julio de 1936.
El Art. 3 de la CE de 1931 recogía expresamente que "El Estado no tiene religión oficial", artículo que fue acompañado de otros dos, el 26 y el 27, que regulaban la libertad de conciencia, religiosa y de culto. De hecho, la II República disolvió la Compañía de Jesús en enero de 1932, y en junio de 1933 aprobó la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, mediante la cual la Iglesia debía rendir cuentas por su actividad económica, y se le impediría ejercer la enseñanza. Como vemos, el breve período republicano supo avanzar en este asunto mucho más que lo que ha avanzado nuestra "democracia" en más de cuarenta años desde la muerte del dictador. Bien, otro cuarto aspecto donde ambas Constituciones resultan muy distintas es el relativo a la soberanía popular defendida por la Carta Magna de 1931, frente a la soberanía "nacional" reflejada en la de 1978. Las dos constituciones recogen en su articulado el principio de la soberanía popular. La Constitución republicana establece en su primer artículo que todos los poderes de la República emanan del pueblo, y por tanto, en el pueblo reside la potestad de crear leyes y en el Presidente de la República, la personificación de la nación. Establece, por tanto, el principio fundamental de la soberanía popular. Por su parte, la actual Constitución señala que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Aunque ambos textos aluden con diferentes términos al principio de soberanía popular, según Escudero Alday, los términos utilizados marcan la diferencia entre el espíritu de los dos textos constitucionales. Esta diferencia, explica Escudero, sirve para que desde la Constitución del 78 se insista, ya desde el inicio, en la idea de la "unidad de España" como fundamento del orden constitucional, poniendo por tanto un límite sustantivo a la soberanía popular. La unidad de la nación se coloca por delante de las bases democráticas. Según la CE 1978, la voluntad popular nunca podrá romper la unidad de España, o si no se respeta la unidad nacional, no habrá democracia. Proyéctese este escenario a la actualidad y al caso catalán, y se comprenderá mejor el supuesto conflicto jurídico generado.
A su vez, la actual Constitución sustrae o elimina también a la Jefatura del Estado de cualquier principio democrático. Se afirma que la figura del Rey es inviolable, lo cual nos retrotrae a pasados escenarios, absolutamente anacrónicos y antidemocráticos. En cambio, para la Constitución republicana, en su primer artículo, "España se constituye en una República democrática de trabajadores de toda clase", lo cual deja bien claro el carácter social y democrático del país. Asímismo, en lo tocante al carácter pacifista del texto republicano, ya hemos destacado en otros artículos el hecho de que la CE de 1931 declaraba que "España renuncia expresamente a la guerra como instrumento de política internacional". Y en sintonía con todo ello, la Constitución republicana intentaba construir los moldes de una sociedad más libre, igualitaria, solidaria, participativa y responsable. En todo ello fue pionera, suponiendo una Carta Magna totalmente transformadora. Frente a ella, el texto constitucional del 78 tenía por objetivo salir del franquismo de la manera más airosa posible. Ya lo hemos contado en entregas anteriores. El ambiente de la Transición no era aún favorable a un aperturismo total de nuestra sociedad, pues los sectores más recalcitrantes del anterior régimen aún poseían mucho poder. Además de todo ello, la Carta Magna de 1978 declara el sistema económico capitalista como el vigente en nuestro país, ya que reconoce expresamente "la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado", además de ser claramente insuficiente en lo relativo a la organización territorial del Estado, siendo por tanto una Constitución continuísta, en lugar de transformadora. La superación completa del franquismo, por tanto, requerirá también, desde este punto de vista constitucional, una clara superación del actual marco constitucional, mediante la apertura de un nuevo Proceso Constituyente que vuelva a definir los parámetros básicos de funcionamiento y organización del país. Continuaremos en siguientes entregas.
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