Los muchachos de la Primavera Árabe en Egipto encarcelados y sometidos a tortura
Scott Long. The Nation
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández. |
Manifestantes egipcios gritando consignas contra el presidente Abdel Fatah al-Sisi y su gobierno durante una manifestación celebrada en El Cairo el 15 de abril de 2016 (Foto: Amr Abdallah Dalsh/Reuters)
Yassin Mohamed cumplirá 23 años en unos días, pero va a tener que pasar su cumpleaños en el mismo lugar de Egipto en el que lleva confinado los últimos siete años de su vida: la cárcel.
Si hubieran visto a Yassin como yo le he visto, probablemente no adivinarían que ha estado encarcelado, que ha sido golpeado, torturado y sometido a electroshock. Desde los casi cinco años que viví en El Cairo –tanto antes como después del golpe militar de 2013-, los recuerdos que tengo de él giran alrededor de los cafés cutres y baratos del centro de la ciudad: sillas desvencijadas, camareros antediluvianos con zapatillas manchadas, flácidas mangueras de pipas de agua arrastrándose alrededor de las mesas como cobras achacosas… Allí se reunían, una noche cualquiera, los verdaderos veteranos de la revolución para fumar y hablar, junto a artistas de grafitis, aspirantes a actores, músicos, estudiantes de clase media procedentes de los suburbios y unos cuantos desaliñados informadores de la policía gordos como morsas.
“El centro” de El Cairo, que se resiste a duras penas a los sucesivos intentos de aburguesamiento por parte del régimen, no tanto por una cuestión inmobiliaria como por constituir una excepción levemente irreal para quien quiera que gobierne. En sus desmoronados espacios, las costumbres rígidas se relajaban un tanto, al igual que las porras que los policias utilizaban habitualmente. Las clases sociales podían mezclarse, los jóvenes soltarse el pelo largo y las chicas solteras beber cerveza agria. La razón de estar allí era ante todo la futilidad misma, el sentimiento de que, al final de la noche, podías imaginar un mañana diferente, libre de presiones y represiones, un día en el que incluso la policía podría desaparecer.
Yassin estaba casi siempre por allí, en esa atmósfera decadente. No iba mucho por casa, en parte porque con frecuencia había una orden judicial pendiente de arresto. Parecía incongruentemente aniñado, pequeño, de ojos brillantes y sonrisa constante, y le gustaba reír cuando los otros se mostraban enfurecidos. Tenía la cualidad de la inocencia que llevaba incluso a revolucionarios de más edad a mirarle como una especie de tótem, una figura esperanzadora, un amuleto de la buena suerte cuando te estabas enfrentando a las fuerzas de seguridad con todo su salvajismo.
Algunas noches, Ahmed Harara, el activista ciego, hacía el circuito de los cafés, conducido lentamente por el brazo de un amigo. Harara había perdido un ojo por un perdigón de la policía el cuarto día de la revolución, el 28 de enero de 2011 (el “Viernes de la Rabia”); las balas de goma de las fuerzas de seguridad le sacaron el otro en noviembre de ese mismo año, durante las protestas contra la junta militar en la calle Mohamed Mahmud. (La policía disparaba de forma deliberada a los ojos de los manifestantes; siempre han preferido una ciudadanía ciega…) Harara era quince años mayor que Yassin. Sin embargo, los dos se saludaron con gran dignidad, como veteranos endurecidos, no todas sus heridas eran algo que pudiera mostrarse.
Actualmente hay alrededor de 60.000 presos políticos bajo la dictadura egipcia. Yassin se convirtió de nuevo en uno de ellos hace casi un año, en octubre de 2016, por lo que cumple sentencia en la prisión de Wadi Natrum, situada en el desierto occidental. Su historia es en gran medida la historia de Egipto de los últimos siete años.
Para ser sincero, no conozco bien los antecedentes prerrevolucionarios de Yassin ni la historia de su familia. Era un chico de clase media, en un país donde ser de clase media –proceder de padres profesionales y educados- significa cada vez más ser “pobre”. En los intervalos entre las penas de prisión, hacía mil trabajillos, por ejemplo, en un almacén de muebles; a menudo hablaba de que quería viajar, pero nunca tuvo muchas oportunidades de hacerlo.
Sé que la primera vez que arrestaron a Yassin acababa de cumplir 16 años. Fue en 2010, unos cuantos meses antes de que empezara la revolución. Según lo relataba sentado en un café años después, vio a un policía golpeando a un niño de diez años (la policía también dedica mucha atención a la educación moral de los más pequeños) e intervino para que parara. Dos policías le torturaron duramente después, y tuvo que pasar alrededor de un mes en la cárcel. “Tras esa humillación”, le dijo a un periodista hace un par de años, “aprendí a mantener una cierta frialdad cuando me golpeaban”.
Iba a necesitarla. La revolución sobrevino en enero de 2011. Yassin fue arrestado en repetidas ocasiones. En Egipto había cada vez más y más protestas en defensa del derecho a protestar. Los gobiernos posrevolucionarios seguían limitándolo. La junta militar que tomó el poder tras Hosni Mubarak contestó a los cantos de los manifestantes con balas y tanques; los Hermanos Musulmanes, con menos control sobre las fuerzas de seguridad durante su breve año en el poder, utilizaron sus propias milicias de matones. El gobierno de Abdel-Fatah al-Sisi, el exgeneral, utiliza ambos métodos, además de las leyes más represivas contra las manifestantes que Egipto haya visto nunca.
Hoy, un puñado de manifestantes que se reúna pacíficamente en cualquier espacio público puede conseguir tres años o más de prisión, o que le asesinen. (Shaima al-Sabagh, poetisa, abogada laborista, activista y madre, fue asesinada a tiros por la policía por colocar flores en la plaza Tahrir la víspera del cuarto aniversario de la revolución.) Creo que para Yassin la lucha por el espacio público representaba una libertad más profunda, la esperanza de un día en el que pudieras moverte como quisieras sin el peso constante del Estado aplastando tu carne: la libertad de que tu cuerpo te pertenezca.
En noviembre de 2013, casi cinco meses después de que Sisi se hiciera con el poder con un golpe militar, Yassin fue arrestado en los alrededores del Consejo de la Shura, la cámara alta del parlamento egipcio. Unas 150 personas se habían reunido para protestar un nuevo decreto contra las manifestaciones y el continuo sometimiento de los civiles a juicios militares. La policía detuvo a docenas de ellas; las mujeres, arrastradas hasta las furgonetas policiales, tenían la ropa desgarrada, y Yassin –como su abogado y otros manifestantes afirmaron- fue atrapado cuando trataba de defenderlas.
Liberado bajo fianza, fue arrestado de nuevo un par de meses después, en otra manifestación contra el ejército en la que se pedía la liberación de los presos. En aquella ocasión, contó que las fuerzas de seguridad le torturaron con electrodos en sus genitales. Tuvo que estar 42 días en prisión. Fue atacado sexualmente. Cuando me encontré con él tras su liberación temporal, sus manos temblaban incontroladamente. Un amigo mío, un manifestante experimentado, le gritó a Yassin en un café: “¿Por qué sigues metido en todo esto? ¡Déjalo ya! ¡Sólo eres un crío!” Pero Yassin se incorporó enseguida a una huelga de hambre para protestar por la detención de otros manifestantes. En un juicio celebrado ese otoño, un juez le sentenció a 17 años de cárcel.
Yassin cumplió más de un año entre la prisión de Tanta –que él denominaba el “matadero”- y la prisión de Toro, el corazón del masivo gulag egipcio para detenidos políticos bajo control del ejército. Posteriormente le contó a un periodista que había pensado matarse, pero que un compañero de celda le quitó la idea de la cabeza. En septiembre de 2015, fue liberado como parte de una amnistía presidencial anual.
El mes de enero siguiente, Yassin fue a otra manifestación, en el corazón de El Cairo, en la que de nuevo se pedía la liberación de los manifestantes encarcelados. Fue arrestado de nuevo y, en esta ocasión, según su abogado Mojtar Munir, de la heroica Asociación por la Libertad de Pensamiento y Expresión egipcia, le tuvieron tres meses en prisión antes de liberarle bajo fianza. En cuanto pudo asistió a otras protestas, incluida la de abril de 2016 contra la decisión del presidente Sisi de ceder dos islas egipcias, que se encuentran en el Mar Rojo, a Arabia Saudí, la recompensa a uno de los pocos regímenes que patrocina la dictadura con apoyo financiero regular. La policía le torturó de nuevo, después le liberaron otra vez mientras el caso contra él seguía abierto.
Esta vez, Yassin se escondió. Publicaba periódicamente en su página de Facebook, intentado explicar lo que significaba ser activista en un Egipto bajo un régimen draconiano más severo aún de lo que había sido el de Mubarak. “Sé que nos ven felices y sonriendo, y que algunos de nosotros trabajamos, algunos estudiamos y otros tienen éxito, pero todos nos mentimos a nosotros mismos”, escribió a mediados de 2016. “La verdad es que nos sentimos agotados y ya no somos capaces de comprometernos con nada, y nuestra incapacidad reside en nuestras inocentes ideas. Tenemos miedo… pero somos incapaces de decir que estamos agotados, porque es duro cambiar los principios de uno”. En un video que publicó ese verano aparecía con aspecto cansado y tembloroso diciendo: “No me llaméis héroe. No lo soy; sólo quiero ser normal y vivir una vida normal. Estoy aislado y asustado. Ni siquiera puedo ver a mis padres”. Y añadió: “Me entregaría, pero tengo miedo de que la gente pueda decir que disfruto viviendo en la cárcel”.
En octubre de 2016, Yassin se entregó finalmente a la policía. En aquel momento tenía dos sentencias pendientes contra él, impuestas en ausencia: dos años de trabajos forzosos por protestar en defensa de los detenidos, y cinco años por manifestarse contra la entrega de las islas. Hace seis semanas, su abogado consiguió que esta última fuera suspendida. Es probable que Yassin tenga que permanecer aún otro año en prisión.
A medida que pasan los años, Yassin parece cada vez más aniñado, menos encorsetado en los estrictos códigos de la masculinidad egipcia. Después de todo, no tiene que demostrar ya su hombría. Debido precisamente a esa vulnerabilidad me preocupa no sólo su situación legal sino lo que le está sucediendo cada día. Ocasionalmente, ha conseguido sacar algunos mensajes de la prisión del desierto para que sus amigos los publiquen en su página de Facebook. “Odio los rayos del sol”, escribía en uno de ellos, publicado el pasado mayo. “Aparto mis ojos de él para no llegar a enamorarme”. La página está ahora cerrada.
La dictadura militar de Sisi, el general incrustado de medallas, está devorando a los jóvenes egipcios. Una generación aplastada y perdida. La mayoría de mis amigos se han marchado o están intentándolo; los que permanecen continúan luchando menos para detener la maquinaria estatal que para mantener a raya la desesperación. Tampoco es que la esperanza haya muerto en Egipto, pero se ha escondido en los recuerdos y brilla de forma tenue en el legado de personas como Yassin, que demostró que era posible alzarse contra un poder abrumador, incluso para un solitario de 16 años.
Mientras tanto, la policía ha cerrado la mayoría de los cafés del centro donde se reunían los disidentes de pelo largo, además de cerrar ONG y de bloquear las páginas web de noticias. Las fuerzas de seguridad secuestran y asesinan a los disidentes. El aumento de la pobreza refuerza la agonía política. En 2016, EEUU y Europa ayudaron a que el FMI impusiera un crédito a Egipto. Sus condiciones de austeridad incluyeron una devaluación masiva de la moneda en un país que depende de las importaciones para sobrevivir. El pasado año, los alimentos básicos y los medicamentos fueron desapareciendo de las estanterías. Un destartalado mercado callejero en El Cairo vende las sobras y la basura que los restaurantes tiran. Eso es todo lo que muchas familias pueden permitirse comer.
En medio de la nostalgia de muchos estadounidenses por el pasado reciente motivada por la presencia de Trump, es vital recordar que a la administración Obama, con toda su retórica moralista, nunca le importó una higa todo lo relativo a los derechos humanos en Egipto. Apoyó abiertamente a cualquier régimen del que pensara que podía aportar estabilidad, perdonando tácitamente cualquier encarcelamiento o asesinato que la supuesta estabilidad pudiera requerir.
El oportunismo de Obama era ciego, cínico y desconcertante, una traición constante hacia los egipcios que luchaban por la libertad. Se negó categóricamente a llamar golpe al golpe militar de Sisi, en claro desafío tanto a los defensores de los derechos humanos como a unos hechos tan obvios. Jugó con algunos retrasos cosméticos en las entregas de armamento letal a Egipto, hablando de “congelación” en una charla efímera e impostora. Pero en realidad nunca tocaron los 1.300 millones de dólares de ayuda anual que EEUU entrega directamente al ejército egipcio, los opresores y explotadores del país.
Donald Trump ha alabado repetidamente al presidente Sisi y sus fuerzas de seguridad, diciendo que el dictador está haciendo un “trabajo fantástico”. Aunque el pasado mes, los diplomáticos estadounidenses suspendieron 300 millones de dólares de la cesta de regalos anuales a Egipto. Desde luego, la administración Trump no tiene política exterior. Tiene paranoias e infatuaciones extranjeras, rumores sombríos enfatizados por gritos extáticos de borracho alcanzando el punto de peligro. Las razones dadas por los recortes fueron ambiguas y contradictorias. Las autoridades del Departamento de Estado aludieron a “preocupaciones” no especificadas sobre los derechos humanos, aunque analistas externos, así como otros en Foggy Bottom sugerían que estaban castigando al ejército egipcio por su cooperación con Corea del Norte. Jared Kushner acudió rápidamente a El Cairo para tranquilizar a Sisi, y Trump telefoneó al dictador personalmente para expresarle su “disposición” para “superar cualquier obstáculo”, presumiblemente un recordatorio de que las dos terceras partes de los recortes eran meros retrasos al estilo Obama que podían fácilmente restaurarse. Sin embargo, el incidente muestra que la largueza estadounidense con Egipto puede cambiar, que el romance con la represión puede realmente flaquear.
Unos cuantos miembros del Congreso, de ambos partidos, han hecho una prioridad de los derechos humanos en Egipto: los demócratas Patrick Leahy y Chris Murphy, los republicanos John McCain y Lindsey Graham. Pero, tras las décadas de daño infligidas en Oriente Medio por EEUU, es una locura suponer que este país pueda “salvar” a Egipto. Sin embargo, al menos puede privar al ejército de parte del dinero y del armamento que utilizan para masacrar a su propio pueblo.
La indiferencia es la principal barrera. El paisaje posterior a la Primavera Árabe se ha vuelto demasiado confuso para que la mayoría de los estadounidenses puedan comprenderlo. Mientras tanto, el hecho de que Trump esté en el poder amenaza con hacer que la izquierda estadounidense se retraiga, absorta en una lucha interna tan exigente que las consecuencias globales de la política de EEUU (a menos que se avecine una guerra nuclear) puedan diluirse entre las sombras. A menudo, al hablar del desastre que es Egipto me siento como en uno de esos sueños en los que tienes que trasmitir un aviso urgente, pero las palabras te brotan al revés, convertidas en un galimatías. Sin embargo, sigo gritando sobre Egipto porque le debo a Yassin Mohamed un poco de lo él me dio: esperanza.
Scott Long es un activista de los derechos humanos. En 2003-2010 fue director general en Human Rights Watch. En 2012-2016 vivió y trabajó en Egipto.
Fuente: https://www.thenation.com/article/the-children-of-the-arab-spring-are-being-jailed-and-tortured/
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.
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