EL FENÓMENO DEL ESTALINISMO
Aunque algunos compañeros puedan
escandalizarse por esta afirmación, el estalinismo nunca fue una
corriente en el seno del movimiento obrero. Nació del aislamiento y la
degeneración de la revolución que dió lugar al primer estado obrero de
la historia, entre las ruinas de la atrasada y semifeudal Rusia zarista.
Marx había previsto que la primera revolución socialista surgiría en
los países más avanzados de la Europa capitalista (aunque en sus últimos
años de su vida intuyó que Rusia iba a dar mucho que hablar). Así lo
entendieron los bolcheviques, que encabezaron la revolución socialista
de Octubre, convencidos de que pronto Alemania y otros países europeos,
iban a encabezar el principio de la revolución mundial, que ayudaría a
la atrasada Rusia a quemar etapas en el camino hacia el socialismo.
Lamentablemente no fue así, y se encontraron dirigiendo una revolución
obrera en un país campesino destruido primero por una guerra europea, y
después por una dura y sangrienta guerra civil. La NEP se puso en
práctica después la tragedia de Kronstat, uno de los primeros signos de
agotamiento de una revolución que pugnaba por sobrevivir, en un panorama
de desolación, analfabetismo y hambre.
Estas fueron las condiciones que
permitieron el surgimiento de una casta burocrática que acabó usurpando
la bandera del socialismo e implantando una dictadura sobre el
proletariado. En sus últimos meses de vida, postrado por la enfermedad,
Lenin intentó frenar la degeneración burocrática del sistema. En su
testamento advirtió contra las maniobras de Stalin, que según sus
propias palabras, preparaba platos muy picantes. Todo fue inútil. La
lucha contra la burocracia que amenazaba con ahogar la revolución, podía
postergar el desenlace, pero la joven URSS era incapaz de darle la
vuelta a su propia situación, sin el aire fresco de la revolución
socialista europea.
A pesar de todo, Stalin y la corriente
burocrática en ascenso que lideraba chocaron con la resistencia de la
vieja guardia bolchevique, que había protagonizado la revolución y la
guerra civil. Para que el triunfo de Stalin fuera completo, tuvo que
exterminar al Comité Central que había dirigido a los bolcheviques en
octubre de 1917, y a la mayor parte del partido. Los antiguos compañeros
de Lenin fueron acusados de traicionar la revolución y asesinados uno
por uno. Decenas de miles de revolucionarios fueron liquidados en los
gulags, verdaderos campos de exterminio en Siberia, que pretendían
acabar con todo brote de disidencia. Nadie podía apartarse y poner en
duda los mandamientos del déspota. La joven Internacional Comunista fue
disciplinada en la obediencia absoluta. Muchos de los fundadores del PCE
fueron expulsados y tachados de traidores al servicio del capitalismo.
El debate y la fraternidad que habían caracterizado a los bolcheviques,
fue sustituido por la obediencia ciega e incondicional a la cúpula.
Si observamos con perspectiva histórica
el cuerpo ideológico del estalinismo y sus continuos zigs zags veremos
que sólo tiene coherencia al servicio de los intereses conservadores de
esa casta. ¿Cómo explicamos que en 1933 la camarilla del Kremlin
calificara a la socialdemocracia de “socialfascista” y menos de dos años
después llamara a la formación de frentes populares con los antiguos
socialfascistas y los partidos de la burguesía (ahora) “democrática”,
para frenar al fascismo? La respuesta es categórica, en 1933 llega al
poder y el nazismo se convierte en una seria amenaza para la URSS.
Stalin no confía en el movimiento obrero internacional, prefiere la
diplomacia para alcanzar un acuerdo con las potencias capitalistas
“democráticas” y para ello no duda en mover sus peones (los PCs
ferreamente controlados) para frenar los “excesos revolucionarios”, y
llegado el caso sacrificarlos en aras de la defensa de la URSS,
convertida en la patria de los trabajadores de todo el mundo (socialismo
en un solo país). Tal como explicamos más arriba, el fracaso de los
frentes populares, ante la negativa de Francia y Gran Bretaña de llegar a
un acuerdo, Stalin buscó el acuerdo con Hitler, a cambio de sacrificar
Polonia y evitar la guerra. El nuevo giro le estallaría en las manos,
cuando los nazis invadieron por sorpresa la URSS con la operación
Barbarroja (sorpresa que no era tal, porque hubo diferentes informes que
alertaban sobre la inminente invasión, pero que nunca fueron tomados en
serio). La confianza de Stalin en el acuerdo era tal, que unos meses
antes se había permitido el lujo desbaratar la cúpula del ejército y
encarcelar a sus mejores generales, al parecer poco serviciales.
Esta coherencia la volveremos a ver
después de la II Guerra Mundial. Aplastada Alemania, Europa estaba en
plena ebullición revolucionaria. La resistencia contra la invasión había
estado en manos de los partidos comunistas, y son éstos los que habían
capitalizado las simpatías populares en Francia, Italia; Grecia y gran
parte del este europeo. Pero Stalin no aprovecha el momento para
impulsar la revolución, sino que busca un acuerdo (Yalta y Postdam) con
las potencias aliadas para repartirse los despojos del imperio
derrotado. En los acuerdos, no se contempla la construcción de ningún
estado “socialista”.
Stalin exige a sus peones que sean de
nuevo un obstáculo para la revolución. En 1943 ordena la disolución de
la Internacional Comunista, para dejar claro que lo que busca es la
convivencia y no la revolución. Los partidos comunistas francés e
italiano desarman a sus guerrilleros, en nombre de la unión sagrada con
la burguesía democrática. Ya habrá tiempo para el socialismo, en un
futuro lejano. En Francia, Italia, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía...
aparecen gobiernos de unidad nacional. El capitalismo comienza a
reconstruirse... de la mano de los partidos comunistas.
Esquemáticamente, la nueva política de
Stalin se fundaba en la hipótesis de que una vez destruido el poder
político de la oligarquía, desprovista de su poder económico mediante
expropiaciones y nacionalizaciones, era posible una amplia alianza que
uniría a la clase obrera, los pequeños y medianos campesinos, la
burguesía y las clases medias, en una perspectiva que conduciría
gradualmente al socialismo. Dimitrov, llegó a especular con que para
llegar al socialismo ya no era necesaria la dictadura del proletariado, y
que se podía llegar a él, a través de la vía parlamentaria. La idea
persistió hasta 1947, cuando los inicios de la guerra fría, cuando quedó
claro que USA y sus aliados no estaban por la labor, obligó a un nuevo
giro. Gracias a la ocupación del Ejército Rojo de Europa del Este,
desaparecieron los gobiernos de unidad nacional, para instaurar las
“democracias populares”, bajo la dirección de los partidos comunistas de
los respectivos países.
Pero algunos se resistieron al “padre de
los pueblos”. Tito y sus partisanos acataron formalmente las órdenes,
pero llevaron a cabo su propia política, uniendo la guerra de liberación
contra los nazis y la guerra revolucionaria contra los chetniks
monárquicos, que contaban con el apoyo de USA y Gran Bretaña. Dimitrov y
Stalin presionaron a Tito para que aceptara la unión nacional con la
burguesía, para no inquietar a los “aliados”. Esto condujo años después
al cisma con Moscú.
El Partido Comunista de Grecia, el
principal partido del país y eje de la resistencia contra los nazis
(ELAS), contando con la simpatía de la mayor parte de la población,
intentó llevar a cabo su propia línea. Pero según los acuerdos de Yalta,
Grecia formaba parte del “área de influencia” de Gran Bretaña y Stalin
no estaba dispuesto a que un nuevo foco revolucionario cuestionara su
estrategia. En 1946 las tropas británicas, con el soporte material de
USA entraron en el país para apoyar a los monárquicos. Las vacilaciones
de los dirigentes y las presiones del Kremlin desenvocaron en el Pacto
de Varkiza que supuso una capitulación en toda regla (según los propios
dirigentes del KKE)
El estalinismo no puede ser considerado
una corriente en el seno de la clase obrera. Su cuerpo teórico obedece a
la defensa de los intereses de la casta burocrática que vampirizó
durante décadas al movimiento comunista internacional. Criticar a los
trotskistas porque nunca han dirigido o protagonizado ninguna
revolución, comporta algo de malicia, con bastante ignorancia sobre la
historia del trotskismo. Sin embargo volviendo al análisis y reflexión
sobre el estalinismo, hay que remarcar que cada revolución triunfante
conllevó crisis y rupturas. Hemos mencionado el caso de la Yugoslavia de
Tito, pero también el triunfo de la revolución china provocó tensiones
entre Stalin y Mao (el PC chino no quiso subordinar la lucha
revolucionaria de los obreros y campesinos a la dirección política del
Kuomintang como le mandaba el Kremlin y eso le permitió enfrentarse a la
reacción nacionalista una vez derrotada la ocupación japonesa). Muerto
el dictador, el estalinismo sin Stalin no fue distinto. Mencionemos el
caso cubano, por ejemplo, donde la revolución es llevada a cabo por un
grupo de nacionalistas revolucionarios, sin el apoyo del Partido
Socialista Popular Cubano (que tuvo ministros con Batista y criticó el
“aventurerismo pequeño burgués” de Fidel Castro).
La muerte de Stalin no supuso la muerte
del estalinismo. Stalin pudo darle al régimen su “toque personal”, pero
la casta que lo entronizó, continuó después de él. La burocracia que
había florecido a la sombra del dictador necesitó desembarazarse de los
aspectos más brutales que habían caracterizado su reinado, pero no hubo
cambios cualitativos. El “revisionista” Kruschev, tan atacado por los
nostálgicos de Stalin por sacar a la luz su régimen de purgas y de
terror, se limitó a seguir la línea marcada por su predecesor: partido
único, socialismo en un solo país y convivencia pacífica con el
capitalismo. Lo mismo hicieron sus sucesores hasta la liquidación de la
URSS.
El proletariado ruso (¡qué decir del del
resto de los países del este europeo!) hacía muchas décadas que había
dejado de considerar aquel sistema como propio. Dadas estas
circunstancias, ¿A quién le puede sorprender que la caricatura
sangrienta del socialismo que allí se había construido, se desmoronara
apenas sin oponer resistencia?. La vieja burocracia del Partido-Estado
fue el crisol en el que se formó la oligarquía mafiosa que gobierna bajo
la batuta del nuevo zar Putin.
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