JUAN MANUEL OLARIETA. Aquí no hay una falta de libertad de expresión sino un exceso de fascismo
Los que hacen este tipo de planteamientos, como Amnistía Internacional, es por una razón: ellos no son los que padecen el castigo, ni lo han padecido nunca: nunca han sido detenidos por hablar, por cantar o por publicar.
No hay ningún pedante al que le falte en la boca esa conocida frase de que el arte es “transgresor” por antonomasia. Basta que a un artista le pongas algún límite para que trate de saltar por encima.
“El rap es una modalidad musical provocadora”, dice el diccionario de la Academia de la Lengua y, como estamos comprobando, en ningún otro país como en España la provocación ha alcanzado un éxito tan arrollador.
A pesar de ello, todo el discurso oficialista, empezando por el jurídico y el periodístico, se preocupa por lo contrario: por los límites de la libertad de expresión. “¿Dónde están los límites a la libertad de expresión?”, preguntan.
La Plataforma en Defensa del Derecho a la Libertad de Información acaba de publicar una “Guía de emergencia sobre los límites a la libertad de expresión”.
Una crónica de “Cuarto Poder” sobre el acto celebrado en Madrid el 18 de marzo en Lavapiés comenzaba así: “Más de una veintena de colectivos, que van desde los Encausados por la Operación Araña hasta Anticapitalistas Madrid, han llenado la sala del Teatro del Barrio para charlar sobre una cuestión que levanta preocupación social: los límites a la libertad de expresión”.
¿Realmente la preocupación social es por los límites a la libertad de expresión o por la libertad de expresión misma?
La impresión que transmiten es la de un “buffet libre”: nos pasamos con la comida, comemos en exceso porque es gratis. Abusamos de nuestros de derechos porque el ejercicio de los mismos no tiene consecuencias.
Uno de los límites que siempre han querido imponer al arte es “el buen gusto”, aunque en realidad hay muchos más. Cuando en febrero retiraron las fotos de Santiago Sierra sobre los presos políticos de la exposición Arco, el ministro de Cultura y portavoz del Gobierno, Méndez de Vigo, confesó en los desayunos de RTVE que le gusta la libertad de expresión, pero que hay que “hacer crítica política sin ofender”.
Poner límites a todo es imprescindible en un país -como el nuestro- que es excesivamente democrático; hay demasiada libertad y, en consecuencia, esto “se nos va de las manos”.
Este tipo de planteamientos, que han calado en ciertos medios, ignoran la memoria histórica de los 40 años de represión política posteriores a la Constitución de 1978. Se creen que el problema con la libertad de expresión ha surgido ahora mismo.
De cualquier manera, es interesante analizar los famosos límites a la libertad de expresión porque es dialéctica pura, como mirar el anverso y el reverso de la realidad, al estilo de los antiguos negativos de las fotografías.
Veamos: un ejemplo de límite es el artículo 12 del Fuero de los Españoles aprobado durante el franquismo: “Todo español podrá expresar libremente sus ideas mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado”.
La conclusón es obvia para los que hablan de límites: desde 1945 en España siempre hemos disfrutado de libertad de expresión, naturalmente limitada. ¿Es eso lo que hay que explicar?, ¿así es como hay que entender un derecho fundamental?
Si es así, la conclusión es que en el franquismo también había libertad de expresión, como ahora, a pesar de que miles de personas fueron detenidas y condenadas por propaganda ilegal, un delito donde lo importante no era la propaganda sino su ilegalidad, es decir, el mismo pretexto que ahora: bajo el franquismo quien iba a la cárcel no era por sus opiniones políticas sino por infringir el Código Penal.
En el franquismo, pues, también había libertad pero rodeada por demasiadas restricciones. Había que ampliarlas. Por ejemplo, en 1966 la ley de prensa eliminó la censura previa que se había impuesto en 1938; entonces en el franquismo hubo más libertad, se amplió su radio de acción.
La libertad es como la cotización de la bolsa, un asunto de más o menos.
Los que hacen este tipo de planteamientos, como Amnistía Internacional, es por una razón: ellos no son los que padecen el castigo, ni lo han padecido nunca: nunca han sido detenidos por hablar, por cantar o por publicar.
Es lo mismo que ocurre con todos esos que niegan que España sea un Estado fascista: no les han dado ningún palo en las costillas. ¿Qué van a decir?
El debate del momento trata exactamente de eso: en España no hay ningún problema con la libertad de expresión; el problema es con el fascismo.
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