¿Salir o no salir del euro? Esa es la cuestión
Texto redactado en octubre de 2013 para el debate interno de las CUP sobre su posición ante al euro |
1. La solución a la crisis será de ruptura o no será
Pasan los meses y las posibilidades de superar esta crisis por una vía que no sea una solución de ruptura se alejan cada vez más del horizonte.
Frente a quienes mantienen que existen vías de reforma capaces de enfrentar la actual situación de deterioro económico y social, mi posición ha sido de completo respeto pero, simultáneamente, de escepticismo porque la viabilidad de esas propuestas requiere de una condición inexcusable previa: la modificación radical del marco económico y político en el que las mismas podrían aplicarse.
Sin una reforma radical de la estructura institucional, de las reglas de funcionamiento y de la línea ideológica que guía el funcionamiento de la Eurozona es inviable cualquier salida pactada de la crisis que permita preservar los niveles de bienestar actuales. Y dado que, hasta el momento, todo evoluciona en sentido contrario al necesario es difícil vislumbrar una salida a esta crisis que abra una mínima posibilidad emancipatoria para los pueblos europeos si no es a través de algún tipo ruptura promovida por ellos.
Creo que hay dos argumentos básicos que refuerzan esta tesis.
El primero es que la solución que se está imponiendo a esta crisis desde las élites dominantes a nivel europeo es, en sí misma, una solución de ruptura por su parte y a su favor.
Las políticas de austeridad constituyen la expresión palmaria de que el capital se encuentra en tal posición de fuerza con respecto al mundo del trabajo que puede permitirse romper unilateral y definitivamente el pacto socialdemócrata sobre el que se había creado, crecido y mantenido el Estado de bienestar. El capital sabe que una clase trabajadora precarizada, desideologizada, desestructurada y, en definitiva, que ha perdido ampliamente su conciencia de clase es una clase trabajadora indefensa y que, en estos momentos, no tiene capacidad de resistencia para preservar dicho pacto. La concesión que el capital hizo en ese momento, cediendo salario social en sus diferentes expresiones a cambio de que no se cuestionara la propiedad privada de los medios de producción, es una concesión que entiende que no tiene por qué ser renovada frente a una oposición a la que cree incapaz de defenderla.
Pero, además, esas élites también son conscientes de que en la privatización de todas las estructuras de bienestar desmercantilizadas se encuentra un nicho de negocio capaz de ayudar a recomponer la caída en la tasa de ganancia. Su opción, en ese sentido, es clara: a través de las políticas de ajuste avanzan en el desmantelamiento de las estructuras de bienestar público, compelen a la parte de la ciudadanía que puede permitírselo hacia la contratación de esos servicios en el ámbito privado y materializan, con ello, la ruptura del pacto social sobre el que se había sustentado el capitalismo europeo de posguerra.
Y el segundo argumento es que no puede olvidarse, como parece que se hace, la naturaleza adquirida por el proyecto de integración europeo y, más concretamente, por el proceso de integración monetaria, la Eurozona.
El problema esencial es que la Eurozona es un híbrido que no avanza en lo federal, con y por todas las consecuencias que ello tendría en materia de cesión de soberanía, y se ha mantiene exclusivamente en el terreno de lo monetario porque esa dimensión, junto a la libertad de movimientos de capitales y bienes y servicios, basta para configurar un mercado de grandes dimensiones que permite una mayor escala de reproducción de los capitales.
Por lo tanto, Europa –y, con ella, su expresión de “integración” más avanzada que es el euro- ha perdido el sentido inicial de integración en sentido amplio que informó el proyecto europeo en sus orígenes y se ha convertido en un proyecto exclusivamente económico puesto al servicio de la oligarquías europeas, tanto industriales como financieras.
La Eurozona se ha convertido, tal y como se denunció antes de su nacimiento, en la expresión más perfecta de la Europa del capital. Y, en ese espacio de rentabilización de los capitales, la clase política ha sido cooptada por las élites económicas y puesta al servicio de su proyecto.
En consecuencia, este espacio difícilmente puede ser identificado y defendido por las clases populares europeas como la Europa de los ciudadanos a la que en algún momento se aspiró. Y si a todo ello se suma el que las políticas encaminadas a salvar al euro son políticas dirigidas a preservar los intereses de la élite económica europea, principal beneficiaria de la implantación del euro por la vía del incremento de escala de las transacciones que supuso la creación de un mercado y una moneda única a nivel europeo, la resultante es que esta crisis pone crudamente de manifiesto la divergencia entre los intereses de esa élite y los de los pueblos europeos y el carácter funcional que ha tenido el euro para reforzar a los primeros frente a los segundos.
Por lo tanto, el euro (y entiéndase éste no sólo como una moneda en sí misma sino como todo un sistema institucional y una dinámica funcional puesta al servicio de la reproducción ampliada del capital a escala europea) es la síntesis más cruda y acabada del capitalismo neoliberal en el marco de un mercado único dominado por el imperativo de la competitividad (con las consecuencias laborales y sociales que de ello se derivan) y en el que la Eurozona ha acompañado la cesión de soberanía en materia monetaria al BCE con las restricciones estatales en materia fiscal, vía Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Un espacio en el que la solidaridad ha desaparecido como valor de referencia, si es que alguna vez existió más allá de algunos fondos estructurales que constituían el mecanismo de financiación para que los nuevos Estados miembros pudieran financiar las infraestructuras necesarias para profundizar la construcción de ese mercado único al que se incorporaban.
En definitiva, y a modo de conclusión de este primer apartado, creo que si no se produce una modificación radical del marco económico y político de la Eurozona, cosa que no parece estar en el horizonte, sino todo lo contrario, esta crisis sólo podrá resolverse por la vía de la ruptura o, en el mejor de los casos, de una amago de ruptura tan creíble que suponga una amenaza cierta sobre los intereses de la élite económica dominante y que les fuerce a reconsiderar su ofensiva sobre las clases populares europeas.
2. El euro en crisis
La crisis del euro no es una crisis financiera, aunque tenga una dimensión financiera. La crisis del euro es una crisis que estaba inserta en su código genético desde su nacimiento, que ha ido incubándose durante estos años y que ha acabado manifestándose de forma virulenta cuando el detonante de la crisis financiera subprime, importada desde Estados Unidos, provocó el cierre del mercado interbancario a nivel europeo y, con ello, saltaba por los aires todo el mecanismo que había permitido la acumulación de desequilibrios insostenibles al interior de la Eurozona.
Desde este punto de vista, existen algunos factores que explican que el euro haya sido, desde la perspectiva de los pueblos, un proyecto fallido desde su mismo inicio: tanto las políticas de ajuste permanente que se articularon durante el proceso de convergencia como las políticas que se han mantenido desde su entrada en vigor; la ausencia de una estructura fiscal de redistribución de la renta y la riqueza o de cualquier mecanismo de solidaridad que realmente responda a ese principio; las asimetrías estructurales existentes entre las distintas economías al inicio del proyecto y que se han ido agravando durante estos años son, sintéticamente, puntales del proceso de consolidación de la Europa del capital.
Y si se trata de un proyecto fallido, la cuestión a la que inmediatamente debemos responder es qué pueden hacer, al menos los países periféricos sobre los que está recayendo el peso del ajuste de esta crisis, frente a un futuro poco esperanzador.
En este sentido, entiendo que las opciones de acción se revelan en cuanto asumimos las implicaciones de dos cuestiones esenciales sobre la actual crisis europea: la primera es la de alcanzar una adecuada comprensión de naturaleza de esta crisis; la segunda es de carácter más estructural y apunta a la propia viabilidad del actual proyecto europeo.
3. Sobre la naturaleza de la crisis
Como acabamos de señalar, la crisis europea no es una crisis financiera sino que se trata de una crisis provocada por las diferencias de competitividad entre el núcleo y la periferia acumuladas desde que el euro entró en vigor.
Por un lado, un núcleo que ha aumentado sus niveles de productividad, que ha mantenido unas tasas bajas de inflación y que optó por un proceso de ajuste basado, esencialmente, en la precarización del mercado de trabajo y la contención salarial.
Y, por otro lado, una periferia que ha mantenido unos diferenciales positivos con respecto al núcleo tanto en tasa de inflación como en tasas de incremento salarial (entre otras cosas, porque los salarios partían de unos niveles inferiores) y unos niveles inferiores de desarrollo tecnológico e incorporación de valor añadido a la producción.
Por otra parte, hay que señalar que Alemania ha sido una de las economías más beneficiadas de la existencia de la moneda única. Ésta ha permitido que las economías periféricas, menos competitivas que aquélla, no pudieran devaluar sus monedas para reequilibrar sus cuentas exteriores. La resultante ha sido una acumulación de superávit por cuenta corriente en los países centrales y de déficit por cuenta corriente en los países de la periferia desconocidas hasta el momento.
Para mantener esa situación de desequilibrio a su favor Alemania ha estado sustituyendo superávit comercial por deuda externa: daba salida hacia el resto de la Eurozona a su producción al tiempo que financiaba el endeudamiento de los países de la periferia, necesitados de ahorro, para que éstos pudieran adquirir sus productos. Este mecanismo permitía que Alemania supliera con demanda externa la tradicional debilidad de su demanda interna; debilidad que ha sido conscientemente reforzada por la vía de una mayor presión salarial a la baja.
Todo ello se traduce en que la crisis presenta en estos momentos dos dimensiones difícilmente reconciliables.
La primera dimensión es financiera y se centra en el problema del endeudamiento generalizado que, en el caso español y para el de la mayor parte de los países periféricos, se inició como un problema de deuda privada pero que contagió también a la deuda pública cuando se procedió a rescatar -y, por tanto, a socializar- la deuda del sistema financiero. Los montos que ha alcanzado el endeudamiento son tan elevados que difícilmente podrá reintegrarse completa y eso es algo de lo que debemos ser plenamente conscientes por sus consecuencias prácticas.
La segunda dimensión es real y se concreta en las diferencias de competitividad entre las economías centrales y las economías periféricas. Esas diferencias no están disminuyendo sino que se están ampliando, a pesar de constatarse una progresiva reducción de los desequilibrios en las balanzas por cuenta corriente producto, en gran medida, de la repercusión del estancamiento económico sobre las importaciones.
Frente a ambas expresiones de la crisis la respuesta se ha centrado en políticas de ajuste y austeridad que no pueden funcionar, entre otras, por dos razones evidentes.
La primera, porque buscan que todos los países sustituyan demanda interna por demanda externa y para ello promueven una deflación salarial y deprimen el consumo, la inversión y el gasto público a nivel interno y los tratan de sustituir por exportaciones hacia el resto del mundo. El problema, entre otros, es que esa política se promueve simultáneamente para todos los países y en un contexto de economía global en recesión. Es, por lo tanto, una política pro-cíclica que refuerza la crisis en lugar del crecimiento y, con ello, agrava el problema.
Y la segunda, porque cada vez se aplican políticas de austeridad por parte de un mayor número de países de la Eurozona. Al ajuste duro de Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España –esto es, sobre el 37% del PIB comunitario-, se le añade el ajuste moderado que se está llevando a cabo en Francia, Bélgica y los Países Bajos. En conjunto, esas políticas se están aplicando sobre el 66% del PIB comunitario, es decir, se están imponiendo políticas de austeridad a casi dos tercios de la eurozona. ¿Es viable una Eurozona en la que un tercio de la economía tira de los dos tercios restantes?
4. Sobre la viabilidad de la Eurozona
La cuestión de fondo más importante remite a la viabilidad del euro en una Eurozona de las características y con los miembros actuales.
En este sentido, puede constatarse como en el seno de la Eurozona se está produciendo una tensión evidente entre las élites económicas y financieras europeas, que asisten al desmoronamiento de su proyecto, y la lógica económica más elemental. Todo ello en el marco de una percepción de la Eurozona como un juego de suma negativa donde todas las partes cree que está peor de lo que estaría si no estuviera en el euro: así, mientras que los ciudadanos del centro tienen esa percepción porque creen que han financiado los excesos de las economías periféricas; los ciudadanos de éstas entienden que desde el centro se imponen políticas de austeridad de enormes costes sociales.
En el centro del problema se encuentra la posición hegemónica alcanzada por Alemania y las peculiaridades de su estructura productiva, principal fundamento de su potencia económica. Se trata de una estructura productiva que, ante la debilidad crónica de su demanda interna y, por lo tanto, ante la existencia recurrente de exceso de ahorro, se ha volcado en el mercado externo canalizando su excedente de ahorro interno y su superávit comercial hacia los países periféricos en forma de flujos financieros.
Para que la solución a la crisis europea no se diera en falso sería necesario, por tanto, una reconfiguración de las relaciones económicas al interior de la Eurozona.
Para ello, Alemania y el resto de potencias exportadoras debería asumir temporalmente que los países periféricos acumularan superávit por cuenta corriente con ellas para que sus procesos de ajuste, si es que se sustentan sobre las líneas de austeridad impuestas, puedan encontrar en la demanda externa el motor que no encuentran en la interna. Ello exigiría, por tanto, un incremento de la demanda interna en los países centrales (vía incrementos salariales, por ejemplo) porque, en caso contrario, los mismos se encontrarían atrapados entre el freno a su demanda externa y la debilidad de su demanda interna y, en consecuencia, sería más que probable un incremento del desempleo. La otra opción sería permitir un diferencial de inflación positivo con respecto a los países periféricos de manera que sus exportaciones perdieran competitividad por esa vía.
Ambas opciones parecen bastante improbables: ¿alguien se imagina, por ejemplo, a la Canciller Merkel planteado a los alemanes que para recuperar el equilibrio al interior de la Eurozona es necesario que los alemanes sufran una mayor tasa de desempleo o vean erosionado el valor de sus ahorros permitiendo una mayor inflación? ¿No entrarían esas políticas en profunda contradicción con la estrategia que Alemania ha venido implementando desde la primera mitad de la década pasada y que estaban orientadas a reforzar su capacidad exportadora? ¿Alguien piensa que Alemania, después de haber buscado conscientemente estos resultados en términos de repotenciar su capacidad exportadora está dispuesta ahora a dar marcha atrás porque los países del sur de la Eurozona se encuentran en una crisis de la que será imposible que salgan solos? Difícilmente esas economías estás dispuestas a ver incrementarse su desempleo o a perder posición competitiva en los mercados mundiales para facilitar la recuperación de las economías periféricas.
Si uno responde a las anteriores preguntas con un mínimo de honestidad intelectual, el panorama se revela, entonces, con meridiana claridad: parece muy poco probable que a estas alturas sea políticamente aceptable para dichos gobiernos -y, en particular, para el alemán- asumir las condiciones necesarias para revertir los desequilibrios comerciales entre centro y periferia.
Por otro lado, y de cara a entender por qué el colapso del euro me parece inevitable, debe tenerse en cuenta que el nivel de endeudamiento público (y también el privado en ciertos casos) de algunas economías periféricas es insostenible. Es prácticamente imposible que esas economías puedan conseguir unos superávit comercial y/o fiscal que les permitan hacer frente al incremento del pago de la deuda si las políticas que siguen aplicándose son de austeridad.
Nos encontramos, por tanto, ante un callejón sin salida en el que, en algún momento, alguna de las economías periféricas va a tener que reconocer oficialmente su insolvencia y solicitar bien una reestructuración completa de la deuda (que necesariamente implicará quitas muy elevadas) o bien declarar su impago. Cuál sea la reacción de los mercados, pero también de las autoridades europeas, en ese momento determinará radicalmente el futuro del euro; como también cuál sea la economía que declare en primer lugar la insolvencia: no es igual que lo haga Grecia a que lo haga España (tanto por el grado de amortización por parte de los mercados de que esa posibilidad se produzca como por el tamaño en términos relativos y absolutos de su deuda).
El riesgo de que, ante una declaración de insolvencia de alguna economía periférica, se extienda el pánico en los mercados financieros y se desencadene una tormenta financiera de repercusiones desconocidas no puede ser descartado. El hecho de que la tensión que durante estos años atrás imponía la evolución de las primas de riesgo de los países periféricos fuera parcialmente atemperada por la amenaza de intervención del BCE no ha hecho que los desequilibrios reales hayan desaparecido. Es cierto, los Estados se están financiando a unos tipos de interés más bajos, pero con economías en recesión o con tasas de crecimiento prácticamente nulas hecho no impide que la senda de crecimiento de la deuda pública siga siendo insostenible. Es decir, y por decirlo en términos más claros, el hecho de que se haya controlado la fiebre no significa que se haya curado el cáncer que sigue corroyendo por dentro a la Eurozona.
Es por ello que cualquiera de las amenazas que se siguen cerniendo sobre la Eurozona pueda provocar que ésta salte por los aires en cualquier momento y, en ese caso, el colapso del euro sería el resultado más probable.
5. ¿Y la izquierda?
Pues me atrevería a afirmar que la izquierda está un poco desorientada.
Una desorientación que, en primer lugar, se expresa en que no se plantea la posibilidad de que el euro pueda colapsar y de que posicionarse contra él, como debiera estar, solo es un movimiento anticipatorio ante un futurible cada vez más probable.
En segundo lugar, también está ignorando que mantener posiciones contra el euro puede tener réditos políticos tanto a corto como a largo plazo porque la identificación que la ciudadanía está haciendo entre la crisis y el euro es cada vez más amplia. Basta para constatarlo con analizar el ascenso de los partidos anti euro en otros Estados europeos. Estrategia que están aprovechando con mucho mayor olfato la extrema derecha nacionalista: el Frente Nacional, por ejemplo, aparece en estos momentos en las encuestas francesas como el partido político con mayor intención de voto en las elecciones europeas y el partido anti euro alemán estuvo a punto de entrar en el Bundestag alemán habiéndose constituido como partido político tan sólo unos meses antes de las elecciones.
En tercer lugar, ante el temor a la sanción electoral que los partidos de izquierda entienden que podría suponerles plantear la salida del euro (sanción que, como acabo de señalar, no teme y, es más, está aprovechando la extrema derecha), adoptan una posición difícilmente comprensible desde el rol político que le es propio. Así, no cejan en la denuncia de esta Europa del Capital y, con ella, del euro en cuanto símbolo que la representa pero, sin embargo, no reclaman su disolución sino que aspiran a que de la crisis surja una confluencia de fuerzas de izquierda a nivel europeo o, al menos, de los países periféricos que permita su reforma en un sentido progresista. Esta opción, como es evidente, exige que se alcance una correlación de fuerzas lo suficientemente favorable para la izquierda en una mayoría significativas de Estados europeos como para que se puedan promover cambios radicales que permitan reorientar el proyecto europeo hacia una Europa de los Ciudadanos. Pero, además, hay que suponer que el capital europeo, en tanto que promotor y principal beneficiario del proyecto europeo en su actual expresión y sobre el que no hay duda que gobierna por vía interpuesta utilizando a una clase política que le es servil, estará dispuesto a permitir y respaldar estos cambios o, en su defecto, si no preferirá verlo destruido antes que en manos de las clases populares europeas.
En definitiva, las condiciones políticas de posibilidad de que por la vía de las reformas se pueda transformar la Eurozona para convertirla en un proyecto inclusivo y favorable a los pueblos de Europa son, como puede apreciarse y cuando menos, de muy difícil concreción.
Y, finalmente, también es necesario plantearse una cuestión muy concreta por cuanto de la respuesta a la misma depende la credibilidad de las propuestas programáticas de los partidos de izquierda ante la ciudadanía en estos momentos. La cuestión es la siguiente: suponiendo que el euro no colapsara o que antes de colapsar permitiera el mandato de un gobierno de izquierdas en nuestro Estado, cuáles serían los márgenes de maniobra que tendría ese gobierno en el contexto actual para tratar de revertir la situación de crisis y dar viabilidad económica a este país en el marco del euro y de las instituciones y líneas de política económica que le sirven de sustento a nivel europeo.
La respuesta a esta pregunta pone de manifiesto la débil consciencia acerca de las condiciones que cualquier economía europea periférica -y, por lo tanto también de España- ha enfrentado, enfrenta y seguirá enfrentando en el terreno de juego que delimita la pertenencia al euro. Así, ante la carencia del mecanismo que permitiría corregir automáticamente los desequilibrios sin tener que recurrir al empobrecimiento de los trabajadores españoles, esto es, una devaluación competitiva de la moneda y ante la imposibilidad de desarrollar políticas industriales que reactiven el tejido productivo devastado por la hipertrofia inmobiliaria, podría afirmarse que España se encuentra atrapada en un callejón sin salida.
Si a ello se le unen las restricciones sobre la política fiscal, condicionada por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento a cumplir los objetivos de déficit y deuda pública y que, por lo tanto, se encuentra privada de su potencial contracíclico en esta fase de recesión económica; si además le agregamos la restricción que supone la reforma del artículo 135 de la Constitución para la libre disposición de los ingresos fiscales, al priorizar el pago del servicio de la deuda pública frente a cualquier otro tipo de gasto público; si no olvidamos que los mayores tenedores de títulos de deuda pública son los bancos españoles (o, también, su Seguridad Social) y que, por lo tanto, cualquier quita o reestructuración de la misma afectará a sus posiciones de solvencia y provocará nuevas tensiones sobre el sistema financiero; y si a todo ello se le añade el pequeño detalle de que España tiene una moneda que no controla, que no puede emitir y que, por lo tanto, carece de uno de los principales resortes económicos para poder desarrollar políticas alternativas frente a la crisis, las perspectivas no son nada halagüeñas para cualquier gobierno de izquierdas que alcanzara el poder y que no se decidiera a romper con el corsé que impone el euro sobre la capacidad de hacer política a los gobiernos.
6. Conclusiones
En conclusión, si todo apunta a que los problemas de fondo que han dado lugar a esta crisis no se está resolviendo sino que, por el contrario, se están agravando; si la división entre centro y periferia se está intensificando como consecuencia de la aplicación indiscriminada de las políticas de austeridad; si estas políticas están agravando los problemas de deuda pública de los Estados y deteriorando dramáticamente las condiciones de vida de los ciudadanos; si la dependencia de los Estados de la financiación de los mercados condiciona decisivamente sus márgenes de maniobra; si convenimos en todo ello, entonces tan sólo podemos prever un escenario más o menos temprano de ruptura, bien impuesto desde los mercados bien provocado desde algún Estado.
Pero si además tenemos en cuenta que las posibilidades de reforma se hacen imaginando unas condiciones dificultosas de alcanzar en la práctica e invocando la participación de un sujeto, la “clase trabajadora europea”, que actúe como vanguardia en la transformación de la naturaleza de la Eurozona las perspectivas se ponen aún peor.
Y es que la situación de la clase trabajadora en Europa nunca se ha encontrado más deteriorada en lo que conciencia e identidad de clase se refiere, sin que ello merme un ápice el hecho incontestable de que la relación salarial sigue siendo la piedra de toque esencial del sistema capitalista. Así que plantear que el sujeto político revolucionario en Europa en estos momentos puede ser la “clase trabajadora”, cuando una de las principales victorias del neoliberalismo ha sido su desideologización, desestructuración y la disolución de los elementos que configuraban su identidad de clase es, cuanto menos, asumir que tenemos aún una larga travesía del desierto por delante. Como escribía recientemente Ulhrich Beck, estamos en momentos revolucionarios sin revolución y sin sujeto revolucionario.
Y la situación no puede ser más dramática si somos conscientes de algo que todos deberíamos tener muy claro: en el marco del euro no hay margen alguno para políticas realmente transformadoras; a lo sumo lo hay para políticas paliativas de tanto dolor y sufrimiento social que está generando esta crisis, pero no para alterar el sistema como tal. Por lo tanto, plantear que lo que hay que hacer es reformar el sistema como un todo y que, además, hay que hacerlo en el marco supranacional donde, precisamente, el capital financiero e industrial es más poderoso es la mejor forma de invocar el inmovilismo a la espera de una alineación de los astros que puede tardar demasiado tiempo en producirse.
Frente a todo ello hay que advertir que la salida del euro no supondría la solución inmediata a todos nuestros problemas. Una cosa es que el Estado vuelva a recuperar la soberanía sobre los instrumentos de la política económica y otra muy distinta es en manos de quiénes estén los resortes del poder y, por tanto, el propio Estado y la capacidad de decisión sobre esos instrumentos.
Por lo tanto, al defender la salida del euro no estoy diciendo que con la recuperación de la soberanía económica se recuperen los resortes del poder, pero sí que la ruptura con el euro abre el horizonte de lo políticamente posible, incluido el cambio en la correlación de fuerzas a nivel estatal. Un cambio que bien podría alterar radicalmente la naturaleza del Estado y el ejercicio del poder que éste despliega o bien podría, al menos, permitir un mayor control sobre los resortes del poder estatal por parte de la ciudadanía.
O dicho en otros términos: la ruptura con el euro no es condición suficiente pero sí necesaria para cualquier proyecto de transformación social emancipatorio al que pueda aspirar la izquierda. Por lo tanto, reivindicar la revolución en abstracto y, simultáneamente, tratar de preservar hasta su posible reforma la moneda europea y las instituciones y políticas que le son consustanciales en esta Europa del Capital constituye una contradicción que requiere de algún tipo de explicación más allá de refugiarse en que eso supondría un empobrecimiento instantáneo de la población, como efectivamente sería, como si las políticas actuales no lo estuvieran haciendo ya o como si el euro fuera a existir para siempre.
Alberto Montero Soler (Twitter: @amonterosoler) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
Pasan los meses y las posibilidades de superar esta crisis por una vía que no sea una solución de ruptura se alejan cada vez más del horizonte.
Frente a quienes mantienen que existen vías de reforma capaces de enfrentar la actual situación de deterioro económico y social, mi posición ha sido de completo respeto pero, simultáneamente, de escepticismo porque la viabilidad de esas propuestas requiere de una condición inexcusable previa: la modificación radical del marco económico y político en el que las mismas podrían aplicarse.
Sin una reforma radical de la estructura institucional, de las reglas de funcionamiento y de la línea ideológica que guía el funcionamiento de la Eurozona es inviable cualquier salida pactada de la crisis que permita preservar los niveles de bienestar actuales. Y dado que, hasta el momento, todo evoluciona en sentido contrario al necesario es difícil vislumbrar una salida a esta crisis que abra una mínima posibilidad emancipatoria para los pueblos europeos si no es a través de algún tipo ruptura promovida por ellos.
Creo que hay dos argumentos básicos que refuerzan esta tesis.
El primero es que la solución que se está imponiendo a esta crisis desde las élites dominantes a nivel europeo es, en sí misma, una solución de ruptura por su parte y a su favor.
Las políticas de austeridad constituyen la expresión palmaria de que el capital se encuentra en tal posición de fuerza con respecto al mundo del trabajo que puede permitirse romper unilateral y definitivamente el pacto socialdemócrata sobre el que se había creado, crecido y mantenido el Estado de bienestar. El capital sabe que una clase trabajadora precarizada, desideologizada, desestructurada y, en definitiva, que ha perdido ampliamente su conciencia de clase es una clase trabajadora indefensa y que, en estos momentos, no tiene capacidad de resistencia para preservar dicho pacto. La concesión que el capital hizo en ese momento, cediendo salario social en sus diferentes expresiones a cambio de que no se cuestionara la propiedad privada de los medios de producción, es una concesión que entiende que no tiene por qué ser renovada frente a una oposición a la que cree incapaz de defenderla.
Pero, además, esas élites también son conscientes de que en la privatización de todas las estructuras de bienestar desmercantilizadas se encuentra un nicho de negocio capaz de ayudar a recomponer la caída en la tasa de ganancia. Su opción, en ese sentido, es clara: a través de las políticas de ajuste avanzan en el desmantelamiento de las estructuras de bienestar público, compelen a la parte de la ciudadanía que puede permitírselo hacia la contratación de esos servicios en el ámbito privado y materializan, con ello, la ruptura del pacto social sobre el que se había sustentado el capitalismo europeo de posguerra.
Y el segundo argumento es que no puede olvidarse, como parece que se hace, la naturaleza adquirida por el proyecto de integración europeo y, más concretamente, por el proceso de integración monetaria, la Eurozona.
El problema esencial es que la Eurozona es un híbrido que no avanza en lo federal, con y por todas las consecuencias que ello tendría en materia de cesión de soberanía, y se ha mantiene exclusivamente en el terreno de lo monetario porque esa dimensión, junto a la libertad de movimientos de capitales y bienes y servicios, basta para configurar un mercado de grandes dimensiones que permite una mayor escala de reproducción de los capitales.
Por lo tanto, Europa –y, con ella, su expresión de “integración” más avanzada que es el euro- ha perdido el sentido inicial de integración en sentido amplio que informó el proyecto europeo en sus orígenes y se ha convertido en un proyecto exclusivamente económico puesto al servicio de la oligarquías europeas, tanto industriales como financieras.
La Eurozona se ha convertido, tal y como se denunció antes de su nacimiento, en la expresión más perfecta de la Europa del capital. Y, en ese espacio de rentabilización de los capitales, la clase política ha sido cooptada por las élites económicas y puesta al servicio de su proyecto.
En consecuencia, este espacio difícilmente puede ser identificado y defendido por las clases populares europeas como la Europa de los ciudadanos a la que en algún momento se aspiró. Y si a todo ello se suma el que las políticas encaminadas a salvar al euro son políticas dirigidas a preservar los intereses de la élite económica europea, principal beneficiaria de la implantación del euro por la vía del incremento de escala de las transacciones que supuso la creación de un mercado y una moneda única a nivel europeo, la resultante es que esta crisis pone crudamente de manifiesto la divergencia entre los intereses de esa élite y los de los pueblos europeos y el carácter funcional que ha tenido el euro para reforzar a los primeros frente a los segundos.
Por lo tanto, el euro (y entiéndase éste no sólo como una moneda en sí misma sino como todo un sistema institucional y una dinámica funcional puesta al servicio de la reproducción ampliada del capital a escala europea) es la síntesis más cruda y acabada del capitalismo neoliberal en el marco de un mercado único dominado por el imperativo de la competitividad (con las consecuencias laborales y sociales que de ello se derivan) y en el que la Eurozona ha acompañado la cesión de soberanía en materia monetaria al BCE con las restricciones estatales en materia fiscal, vía Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Un espacio en el que la solidaridad ha desaparecido como valor de referencia, si es que alguna vez existió más allá de algunos fondos estructurales que constituían el mecanismo de financiación para que los nuevos Estados miembros pudieran financiar las infraestructuras necesarias para profundizar la construcción de ese mercado único al que se incorporaban.
En definitiva, y a modo de conclusión de este primer apartado, creo que si no se produce una modificación radical del marco económico y político de la Eurozona, cosa que no parece estar en el horizonte, sino todo lo contrario, esta crisis sólo podrá resolverse por la vía de la ruptura o, en el mejor de los casos, de una amago de ruptura tan creíble que suponga una amenaza cierta sobre los intereses de la élite económica dominante y que les fuerce a reconsiderar su ofensiva sobre las clases populares europeas.
2. El euro en crisis
La crisis del euro no es una crisis financiera, aunque tenga una dimensión financiera. La crisis del euro es una crisis que estaba inserta en su código genético desde su nacimiento, que ha ido incubándose durante estos años y que ha acabado manifestándose de forma virulenta cuando el detonante de la crisis financiera subprime, importada desde Estados Unidos, provocó el cierre del mercado interbancario a nivel europeo y, con ello, saltaba por los aires todo el mecanismo que había permitido la acumulación de desequilibrios insostenibles al interior de la Eurozona.
Desde este punto de vista, existen algunos factores que explican que el euro haya sido, desde la perspectiva de los pueblos, un proyecto fallido desde su mismo inicio: tanto las políticas de ajuste permanente que se articularon durante el proceso de convergencia como las políticas que se han mantenido desde su entrada en vigor; la ausencia de una estructura fiscal de redistribución de la renta y la riqueza o de cualquier mecanismo de solidaridad que realmente responda a ese principio; las asimetrías estructurales existentes entre las distintas economías al inicio del proyecto y que se han ido agravando durante estos años son, sintéticamente, puntales del proceso de consolidación de la Europa del capital.
Y si se trata de un proyecto fallido, la cuestión a la que inmediatamente debemos responder es qué pueden hacer, al menos los países periféricos sobre los que está recayendo el peso del ajuste de esta crisis, frente a un futuro poco esperanzador.
En este sentido, entiendo que las opciones de acción se revelan en cuanto asumimos las implicaciones de dos cuestiones esenciales sobre la actual crisis europea: la primera es la de alcanzar una adecuada comprensión de naturaleza de esta crisis; la segunda es de carácter más estructural y apunta a la propia viabilidad del actual proyecto europeo.
3. Sobre la naturaleza de la crisis
Como acabamos de señalar, la crisis europea no es una crisis financiera sino que se trata de una crisis provocada por las diferencias de competitividad entre el núcleo y la periferia acumuladas desde que el euro entró en vigor.
Por un lado, un núcleo que ha aumentado sus niveles de productividad, que ha mantenido unas tasas bajas de inflación y que optó por un proceso de ajuste basado, esencialmente, en la precarización del mercado de trabajo y la contención salarial.
Y, por otro lado, una periferia que ha mantenido unos diferenciales positivos con respecto al núcleo tanto en tasa de inflación como en tasas de incremento salarial (entre otras cosas, porque los salarios partían de unos niveles inferiores) y unos niveles inferiores de desarrollo tecnológico e incorporación de valor añadido a la producción.
Por otra parte, hay que señalar que Alemania ha sido una de las economías más beneficiadas de la existencia de la moneda única. Ésta ha permitido que las economías periféricas, menos competitivas que aquélla, no pudieran devaluar sus monedas para reequilibrar sus cuentas exteriores. La resultante ha sido una acumulación de superávit por cuenta corriente en los países centrales y de déficit por cuenta corriente en los países de la periferia desconocidas hasta el momento.
Para mantener esa situación de desequilibrio a su favor Alemania ha estado sustituyendo superávit comercial por deuda externa: daba salida hacia el resto de la Eurozona a su producción al tiempo que financiaba el endeudamiento de los países de la periferia, necesitados de ahorro, para que éstos pudieran adquirir sus productos. Este mecanismo permitía que Alemania supliera con demanda externa la tradicional debilidad de su demanda interna; debilidad que ha sido conscientemente reforzada por la vía de una mayor presión salarial a la baja.
Todo ello se traduce en que la crisis presenta en estos momentos dos dimensiones difícilmente reconciliables.
La primera dimensión es financiera y se centra en el problema del endeudamiento generalizado que, en el caso español y para el de la mayor parte de los países periféricos, se inició como un problema de deuda privada pero que contagió también a la deuda pública cuando se procedió a rescatar -y, por tanto, a socializar- la deuda del sistema financiero. Los montos que ha alcanzado el endeudamiento son tan elevados que difícilmente podrá reintegrarse completa y eso es algo de lo que debemos ser plenamente conscientes por sus consecuencias prácticas.
La segunda dimensión es real y se concreta en las diferencias de competitividad entre las economías centrales y las economías periféricas. Esas diferencias no están disminuyendo sino que se están ampliando, a pesar de constatarse una progresiva reducción de los desequilibrios en las balanzas por cuenta corriente producto, en gran medida, de la repercusión del estancamiento económico sobre las importaciones.
Frente a ambas expresiones de la crisis la respuesta se ha centrado en políticas de ajuste y austeridad que no pueden funcionar, entre otras, por dos razones evidentes.
La primera, porque buscan que todos los países sustituyan demanda interna por demanda externa y para ello promueven una deflación salarial y deprimen el consumo, la inversión y el gasto público a nivel interno y los tratan de sustituir por exportaciones hacia el resto del mundo. El problema, entre otros, es que esa política se promueve simultáneamente para todos los países y en un contexto de economía global en recesión. Es, por lo tanto, una política pro-cíclica que refuerza la crisis en lugar del crecimiento y, con ello, agrava el problema.
Y la segunda, porque cada vez se aplican políticas de austeridad por parte de un mayor número de países de la Eurozona. Al ajuste duro de Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España –esto es, sobre el 37% del PIB comunitario-, se le añade el ajuste moderado que se está llevando a cabo en Francia, Bélgica y los Países Bajos. En conjunto, esas políticas se están aplicando sobre el 66% del PIB comunitario, es decir, se están imponiendo políticas de austeridad a casi dos tercios de la eurozona. ¿Es viable una Eurozona en la que un tercio de la economía tira de los dos tercios restantes?
4. Sobre la viabilidad de la Eurozona
La cuestión de fondo más importante remite a la viabilidad del euro en una Eurozona de las características y con los miembros actuales.
En este sentido, puede constatarse como en el seno de la Eurozona se está produciendo una tensión evidente entre las élites económicas y financieras europeas, que asisten al desmoronamiento de su proyecto, y la lógica económica más elemental. Todo ello en el marco de una percepción de la Eurozona como un juego de suma negativa donde todas las partes cree que está peor de lo que estaría si no estuviera en el euro: así, mientras que los ciudadanos del centro tienen esa percepción porque creen que han financiado los excesos de las economías periféricas; los ciudadanos de éstas entienden que desde el centro se imponen políticas de austeridad de enormes costes sociales.
En el centro del problema se encuentra la posición hegemónica alcanzada por Alemania y las peculiaridades de su estructura productiva, principal fundamento de su potencia económica. Se trata de una estructura productiva que, ante la debilidad crónica de su demanda interna y, por lo tanto, ante la existencia recurrente de exceso de ahorro, se ha volcado en el mercado externo canalizando su excedente de ahorro interno y su superávit comercial hacia los países periféricos en forma de flujos financieros.
Para que la solución a la crisis europea no se diera en falso sería necesario, por tanto, una reconfiguración de las relaciones económicas al interior de la Eurozona.
Para ello, Alemania y el resto de potencias exportadoras debería asumir temporalmente que los países periféricos acumularan superávit por cuenta corriente con ellas para que sus procesos de ajuste, si es que se sustentan sobre las líneas de austeridad impuestas, puedan encontrar en la demanda externa el motor que no encuentran en la interna. Ello exigiría, por tanto, un incremento de la demanda interna en los países centrales (vía incrementos salariales, por ejemplo) porque, en caso contrario, los mismos se encontrarían atrapados entre el freno a su demanda externa y la debilidad de su demanda interna y, en consecuencia, sería más que probable un incremento del desempleo. La otra opción sería permitir un diferencial de inflación positivo con respecto a los países periféricos de manera que sus exportaciones perdieran competitividad por esa vía.
Ambas opciones parecen bastante improbables: ¿alguien se imagina, por ejemplo, a la Canciller Merkel planteado a los alemanes que para recuperar el equilibrio al interior de la Eurozona es necesario que los alemanes sufran una mayor tasa de desempleo o vean erosionado el valor de sus ahorros permitiendo una mayor inflación? ¿No entrarían esas políticas en profunda contradicción con la estrategia que Alemania ha venido implementando desde la primera mitad de la década pasada y que estaban orientadas a reforzar su capacidad exportadora? ¿Alguien piensa que Alemania, después de haber buscado conscientemente estos resultados en términos de repotenciar su capacidad exportadora está dispuesta ahora a dar marcha atrás porque los países del sur de la Eurozona se encuentran en una crisis de la que será imposible que salgan solos? Difícilmente esas economías estás dispuestas a ver incrementarse su desempleo o a perder posición competitiva en los mercados mundiales para facilitar la recuperación de las economías periféricas.
Si uno responde a las anteriores preguntas con un mínimo de honestidad intelectual, el panorama se revela, entonces, con meridiana claridad: parece muy poco probable que a estas alturas sea políticamente aceptable para dichos gobiernos -y, en particular, para el alemán- asumir las condiciones necesarias para revertir los desequilibrios comerciales entre centro y periferia.
Por otro lado, y de cara a entender por qué el colapso del euro me parece inevitable, debe tenerse en cuenta que el nivel de endeudamiento público (y también el privado en ciertos casos) de algunas economías periféricas es insostenible. Es prácticamente imposible que esas economías puedan conseguir unos superávit comercial y/o fiscal que les permitan hacer frente al incremento del pago de la deuda si las políticas que siguen aplicándose son de austeridad.
Nos encontramos, por tanto, ante un callejón sin salida en el que, en algún momento, alguna de las economías periféricas va a tener que reconocer oficialmente su insolvencia y solicitar bien una reestructuración completa de la deuda (que necesariamente implicará quitas muy elevadas) o bien declarar su impago. Cuál sea la reacción de los mercados, pero también de las autoridades europeas, en ese momento determinará radicalmente el futuro del euro; como también cuál sea la economía que declare en primer lugar la insolvencia: no es igual que lo haga Grecia a que lo haga España (tanto por el grado de amortización por parte de los mercados de que esa posibilidad se produzca como por el tamaño en términos relativos y absolutos de su deuda).
El riesgo de que, ante una declaración de insolvencia de alguna economía periférica, se extienda el pánico en los mercados financieros y se desencadene una tormenta financiera de repercusiones desconocidas no puede ser descartado. El hecho de que la tensión que durante estos años atrás imponía la evolución de las primas de riesgo de los países periféricos fuera parcialmente atemperada por la amenaza de intervención del BCE no ha hecho que los desequilibrios reales hayan desaparecido. Es cierto, los Estados se están financiando a unos tipos de interés más bajos, pero con economías en recesión o con tasas de crecimiento prácticamente nulas hecho no impide que la senda de crecimiento de la deuda pública siga siendo insostenible. Es decir, y por decirlo en términos más claros, el hecho de que se haya controlado la fiebre no significa que se haya curado el cáncer que sigue corroyendo por dentro a la Eurozona.
Es por ello que cualquiera de las amenazas que se siguen cerniendo sobre la Eurozona pueda provocar que ésta salte por los aires en cualquier momento y, en ese caso, el colapso del euro sería el resultado más probable.
5. ¿Y la izquierda?
Pues me atrevería a afirmar que la izquierda está un poco desorientada.
Una desorientación que, en primer lugar, se expresa en que no se plantea la posibilidad de que el euro pueda colapsar y de que posicionarse contra él, como debiera estar, solo es un movimiento anticipatorio ante un futurible cada vez más probable.
En segundo lugar, también está ignorando que mantener posiciones contra el euro puede tener réditos políticos tanto a corto como a largo plazo porque la identificación que la ciudadanía está haciendo entre la crisis y el euro es cada vez más amplia. Basta para constatarlo con analizar el ascenso de los partidos anti euro en otros Estados europeos. Estrategia que están aprovechando con mucho mayor olfato la extrema derecha nacionalista: el Frente Nacional, por ejemplo, aparece en estos momentos en las encuestas francesas como el partido político con mayor intención de voto en las elecciones europeas y el partido anti euro alemán estuvo a punto de entrar en el Bundestag alemán habiéndose constituido como partido político tan sólo unos meses antes de las elecciones.
En tercer lugar, ante el temor a la sanción electoral que los partidos de izquierda entienden que podría suponerles plantear la salida del euro (sanción que, como acabo de señalar, no teme y, es más, está aprovechando la extrema derecha), adoptan una posición difícilmente comprensible desde el rol político que le es propio. Así, no cejan en la denuncia de esta Europa del Capital y, con ella, del euro en cuanto símbolo que la representa pero, sin embargo, no reclaman su disolución sino que aspiran a que de la crisis surja una confluencia de fuerzas de izquierda a nivel europeo o, al menos, de los países periféricos que permita su reforma en un sentido progresista. Esta opción, como es evidente, exige que se alcance una correlación de fuerzas lo suficientemente favorable para la izquierda en una mayoría significativas de Estados europeos como para que se puedan promover cambios radicales que permitan reorientar el proyecto europeo hacia una Europa de los Ciudadanos. Pero, además, hay que suponer que el capital europeo, en tanto que promotor y principal beneficiario del proyecto europeo en su actual expresión y sobre el que no hay duda que gobierna por vía interpuesta utilizando a una clase política que le es servil, estará dispuesto a permitir y respaldar estos cambios o, en su defecto, si no preferirá verlo destruido antes que en manos de las clases populares europeas.
En definitiva, las condiciones políticas de posibilidad de que por la vía de las reformas se pueda transformar la Eurozona para convertirla en un proyecto inclusivo y favorable a los pueblos de Europa son, como puede apreciarse y cuando menos, de muy difícil concreción.
Y, finalmente, también es necesario plantearse una cuestión muy concreta por cuanto de la respuesta a la misma depende la credibilidad de las propuestas programáticas de los partidos de izquierda ante la ciudadanía en estos momentos. La cuestión es la siguiente: suponiendo que el euro no colapsara o que antes de colapsar permitiera el mandato de un gobierno de izquierdas en nuestro Estado, cuáles serían los márgenes de maniobra que tendría ese gobierno en el contexto actual para tratar de revertir la situación de crisis y dar viabilidad económica a este país en el marco del euro y de las instituciones y líneas de política económica que le sirven de sustento a nivel europeo.
La respuesta a esta pregunta pone de manifiesto la débil consciencia acerca de las condiciones que cualquier economía europea periférica -y, por lo tanto también de España- ha enfrentado, enfrenta y seguirá enfrentando en el terreno de juego que delimita la pertenencia al euro. Así, ante la carencia del mecanismo que permitiría corregir automáticamente los desequilibrios sin tener que recurrir al empobrecimiento de los trabajadores españoles, esto es, una devaluación competitiva de la moneda y ante la imposibilidad de desarrollar políticas industriales que reactiven el tejido productivo devastado por la hipertrofia inmobiliaria, podría afirmarse que España se encuentra atrapada en un callejón sin salida.
Si a ello se le unen las restricciones sobre la política fiscal, condicionada por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento a cumplir los objetivos de déficit y deuda pública y que, por lo tanto, se encuentra privada de su potencial contracíclico en esta fase de recesión económica; si además le agregamos la restricción que supone la reforma del artículo 135 de la Constitución para la libre disposición de los ingresos fiscales, al priorizar el pago del servicio de la deuda pública frente a cualquier otro tipo de gasto público; si no olvidamos que los mayores tenedores de títulos de deuda pública son los bancos españoles (o, también, su Seguridad Social) y que, por lo tanto, cualquier quita o reestructuración de la misma afectará a sus posiciones de solvencia y provocará nuevas tensiones sobre el sistema financiero; y si a todo ello se le añade el pequeño detalle de que España tiene una moneda que no controla, que no puede emitir y que, por lo tanto, carece de uno de los principales resortes económicos para poder desarrollar políticas alternativas frente a la crisis, las perspectivas no son nada halagüeñas para cualquier gobierno de izquierdas que alcanzara el poder y que no se decidiera a romper con el corsé que impone el euro sobre la capacidad de hacer política a los gobiernos.
6. Conclusiones
En conclusión, si todo apunta a que los problemas de fondo que han dado lugar a esta crisis no se está resolviendo sino que, por el contrario, se están agravando; si la división entre centro y periferia se está intensificando como consecuencia de la aplicación indiscriminada de las políticas de austeridad; si estas políticas están agravando los problemas de deuda pública de los Estados y deteriorando dramáticamente las condiciones de vida de los ciudadanos; si la dependencia de los Estados de la financiación de los mercados condiciona decisivamente sus márgenes de maniobra; si convenimos en todo ello, entonces tan sólo podemos prever un escenario más o menos temprano de ruptura, bien impuesto desde los mercados bien provocado desde algún Estado.
Pero si además tenemos en cuenta que las posibilidades de reforma se hacen imaginando unas condiciones dificultosas de alcanzar en la práctica e invocando la participación de un sujeto, la “clase trabajadora europea”, que actúe como vanguardia en la transformación de la naturaleza de la Eurozona las perspectivas se ponen aún peor.
Y es que la situación de la clase trabajadora en Europa nunca se ha encontrado más deteriorada en lo que conciencia e identidad de clase se refiere, sin que ello merme un ápice el hecho incontestable de que la relación salarial sigue siendo la piedra de toque esencial del sistema capitalista. Así que plantear que el sujeto político revolucionario en Europa en estos momentos puede ser la “clase trabajadora”, cuando una de las principales victorias del neoliberalismo ha sido su desideologización, desestructuración y la disolución de los elementos que configuraban su identidad de clase es, cuanto menos, asumir que tenemos aún una larga travesía del desierto por delante. Como escribía recientemente Ulhrich Beck, estamos en momentos revolucionarios sin revolución y sin sujeto revolucionario.
Y la situación no puede ser más dramática si somos conscientes de algo que todos deberíamos tener muy claro: en el marco del euro no hay margen alguno para políticas realmente transformadoras; a lo sumo lo hay para políticas paliativas de tanto dolor y sufrimiento social que está generando esta crisis, pero no para alterar el sistema como tal. Por lo tanto, plantear que lo que hay que hacer es reformar el sistema como un todo y que, además, hay que hacerlo en el marco supranacional donde, precisamente, el capital financiero e industrial es más poderoso es la mejor forma de invocar el inmovilismo a la espera de una alineación de los astros que puede tardar demasiado tiempo en producirse.
Frente a todo ello hay que advertir que la salida del euro no supondría la solución inmediata a todos nuestros problemas. Una cosa es que el Estado vuelva a recuperar la soberanía sobre los instrumentos de la política económica y otra muy distinta es en manos de quiénes estén los resortes del poder y, por tanto, el propio Estado y la capacidad de decisión sobre esos instrumentos.
Por lo tanto, al defender la salida del euro no estoy diciendo que con la recuperación de la soberanía económica se recuperen los resortes del poder, pero sí que la ruptura con el euro abre el horizonte de lo políticamente posible, incluido el cambio en la correlación de fuerzas a nivel estatal. Un cambio que bien podría alterar radicalmente la naturaleza del Estado y el ejercicio del poder que éste despliega o bien podría, al menos, permitir un mayor control sobre los resortes del poder estatal por parte de la ciudadanía.
O dicho en otros términos: la ruptura con el euro no es condición suficiente pero sí necesaria para cualquier proyecto de transformación social emancipatorio al que pueda aspirar la izquierda. Por lo tanto, reivindicar la revolución en abstracto y, simultáneamente, tratar de preservar hasta su posible reforma la moneda europea y las instituciones y políticas que le son consustanciales en esta Europa del Capital constituye una contradicción que requiere de algún tipo de explicación más allá de refugiarse en que eso supondría un empobrecimiento instantáneo de la población, como efectivamente sería, como si las políticas actuales no lo estuvieran haciendo ya o como si el euro fuera a existir para siempre.
Alberto Montero Soler (Twitter: @amonterosoler) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
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