El debate sobre el republicanismo populista
Uno de los pensadores más interesantes del panorama intelectual español es el filósofo Carlos Fernández Liria, uno de los teóricos de referencia de la dirección de Podemos. En su reciente publicación En defensa del populismo (La Catarata, 2016), objeto de estas líneas, pone el acento en el republicanismo institucional del que pivota su tipo de populismo particular o heterodoxo (en el ámbito cultural), y que intenta conciliar con su marxismo (en el ámbito económico). A pesar de la rotundidad de su título y de destacar la ‘dimensión populista’ (emotivo-pasional) de la acción pública, el aspecto central es la revalorización del pensamiento ilustrado y el republicanismo institucional como eje de la acción política, diferenciado del núcleo teórico populista de E. Laclau como lógica política. Su resumen: más Kant y menos Laclau.
Su libro se ha presentado en medio de la división entre partidarios de P. Iglesias e I. Errejón, el drástico cese del anterior Secretario de Organización, y el intento de la dirección de Podemos de definir un perfil teórico-político. El primero en lo que él denomina ‘nueva socialdemocracia’, el segundo confirmando los postulados populistas de Laclau. En este incipiente y, a veces, bronco intercambio polémico han participado otros autores como J. C. Monedero, con otras posiciones particulares críticas con Laclau.
Además, cabe citar a Luis Alegre, su alumno más aventajado y prologuista de su libro; es secretario general de Podemos en la Comunidad de Madrid, filósofo y próximo a Iglesias en la pasada crisis interna en Madrid respecto del sector vinculado con Errejón. Ambos filósofos han colaborado en otro libro sobre Marx (El orden de El Capital. Por qué seguir leyendo a Marx,Akal, 2010). La disputa teórico-política se entrelaza con la organizativa, cuestión ésta que queda al margen de esta reflexión.
Fernández Liria, a su defensa actual del republicanismo (institucional), incorpora la ‘dimensión populista’, habiendo evolucionado desde un anterior marxismo ortodoxo (estructuralista-althusseriano). Hay que recordar que Laclau (y Ch. Mouffe), el teórico del populismo, había sido, primero, marxista-estructuralista y luego se definió como ‘post-marxista’ y populista. Hace unos meses nuestro autor publicó el libro El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser (Ed. El País, 2015), donde se reafirma en estos dos autores marxistas (parcialmente contradictorios). Constituye una mezcla de ideas marxistas con la llamada ‘dimensión populista’, aunque diferenciada de la posición de populismo ortodoxo de Laclau al que menciona críticamente, y sobre los que no voy a entrar ahora. Es, pues, una referencia teórica, con rigor académico, que legitima ideas clave para dirigentes y activistas de Podemos, muchos de ellos ex o semi-marxistas o con influencias populistas.
Por tanto, tras este pequeño enmarcamiento y con ocasión de este libro y la apertura de un debate sobre el perfil ideológico de Podemos, expongo algunas reflexiones sobre el republicanismo institucional que persiguen contribuir al esclarecimiento de algunos temas teóricos y estratégicos que subyacen.
Su texto recoge un aspecto relevante: la ‘dimensión populista’, la importancia de lo pasional o emotivo y, más ampliamente, de la subjetividad, la identidad y la sexualidad. Además, insiste en la importancia clave de ‘republicanizar’ al populismo, es decir, incorporar a las instituciones políticas el movimiento popular, gestionar desde ellas el cambio político y hacer frente al auténtico problema: el económico (o capitalismo). Todo ello revalorizando los valores de la ilustración que asocia, fundamentalmente, con el Estado de Derecho.
Son de interés las correcciones de Fernández Liria a la teoría de Laclau. Su propuesta, como se avanzaba, es: más Kant y menos Laclau; o sea, más ilustración y menos teoría populista. Es decir, los ejes de su pensamiento serían tres: 1) más republicanismo –o nueva socialdemocracia- en lo político-institucional, con criterios ilustrados; 2) persistencia del marxismo (estructuralista) en el análisis económico, y 3) revalorización de la dimensión populista-pasional en lo político-cultural, dejando al margen el núcleo duro de la teoría de Laclau, la polarización política en la construcción del sujeto-pueblo frente al poder oligárquico.
A mi modo de ver dos son sus mayores aportaciones que conviene matizar: a) la visión instrumental de las instituciones ‘republicanas’ (democrático-liberales) del Estado ‘moderno’, con el riesgo de acentuar su cierta neutralidad político-ideológica respecto de la cuestión social y el conflicto político y, por tanto, considerar que el poder institucional, los actuales regímenes democráticos, deje de ser objeto fundamental de pugna y transformación profunda; b) la importancia del componente ‘subjetivo-pasional’, que asocia a la dimensión nueva del populismo frente a la exclusiva racionalidad de una parte de la ilustración, la derecha liberal y la ‘vieja’ izquierda. Ambas posiciones, republicanismo y dimensión subjetivo-cultural, son positivas respecto de la tradición anterior estructuralista-determinista y la del llamado izquierdismo economicista y antisistema. Forman parte del debate histórico sobre el cambio social y político y es bueno volver sobre ellas para valorar sus límites.
La primera, la configuración del Estado democrático como institución defensora del interés general, constituye el bagaje de la Ilustración, y fue desarrollada por el liberalismo político, la socialdemocracia clásica y, parcialmente, por el eurocomunismo. La segunda, la dimensión emocional, hunde sus raíces en el empirismo de la ilustración británica frente al racionalismo de la ilustración francesa, pasando por la posición intermedia de la ilustración alemana (Kant), así como por el romanticismo y el nacionalismo; fue ampliada por algunas tendencias ‘psicológicas’ de izquierda (desde la Escuela de Frankfort, hasta Marcuse, la explosión del Mayo francés y la ‘nueva’ izquierda) y, especialmente, por corrientes feministas. Aunque ahora este importante componente de la subjetividad lo destaca o se asocia al populismo, no es exclusivo de él, como bien explica D. Innerarity (La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015).
Por otra parte, en las últimas décadas, la crisis del marxismo y el agotamiento del post-estructuralismo (con sus dispersas y contradictorias tendencias), expresa las dificultades para elaborar una teoría social y política realista y, al mismo tiempo, emancipadora. De ahí, que resurja la vuelta a teorías pasadas, incluido el propio marxismo, para intentar paliar el vacío interpretativo existente. En todo caso, existen aportaciones diversas, algunas de las propias tradiciones ilustradas y progresistas, desde las que avanzar en un pensamiento crítico. No es deseable aferrarse a una ideología completa y cerrada, pero sí es imprescindible un pensamiento que sea riguroso y adecuado para comprender el mundo y facilitar su transformación. En este contexto de nuevas energías sociales, junto con una trayectoria intelectual limitada y fragmentada, hay que situar el interés de las aportaciones teóricas, como las de este republicanismo institucional con elementos de marxismo-populismo, así como sus insuficiencias, para intentar dar un paso más en un esfuerzo teórico y crítico.
Republicanismo y transformación del poder
No me detengo en el análisis de la teoría populista, que trato extensamente en otra parte (Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos, UOC, 2015). Me centro en el primer aspecto destacado: el carácter del Estado y su transformación. Tiene que ver más bien con la tradición ilustrada institucionalista y la propuesta socialdemócrata. Fernández Liria corrige o complementa la ‘ambigüedad ideológica’ de la teoría populista de Laclau destacando, acertadamente, la importancia del contenido republicano-ilustrado. Mi crítica a la teoría de Laclau va en el mismo sentido, y es un punto de acuerdo con esa revalorización democrática y de los (mejores) valores ilustrados. La lógica política populista (polarización y hegemonía) da poca relevancia a la necesidad de un contenido sustantivo para expresar el significado del conflicto político, el sentido de un movimiento popular; en mi caso, defiendo la democracia (republicana) y la igualdad (social y económica), como componentes fundamentales de un proyecto de cambio. La reforma del poder debe ser democrática, profunda y firme.
No obstante, Fernández Liria propone un republicanismo ‘institucional’, en una interpretación algo restrictiva de la democracia o la democratización, como participación popular en las instituciones e imperio de la ley. Pero ese concepto va más allá de la expresión de la simple incorporación de las fuerzas transformadoras a las instituciones políticas. Además, democracia (republicanizar) es fundamentalmente igualdad jurídica y de derechos civiles y políticos y, en el mejor de los casos, posibilidad de acceso al poder gubernamental de las fuerzas del cambio, regulación de la plurinacionalidad y construcción europea más participativa.
El republicanismo defiende la ampliación de la dinámica participativa de la ciudadanía. Es una mejora respecto de la democracia exclusivamente liberal o fundamentalmente vía electoral, al insistir en la participación y articulación de la gente en los distintos ámbitos, políticos, sociales y culturales. En ese sentido, lo más avanzado, aunque insuficiente, es el llamado ‘republicanismo cívico’ (de Philip Pettit o Hannah Arent), referencia retórica en el primer Gobierno de Zapatero, tras las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak y su conversión en exigencia de cambio gubernamental. Igualmente, es un avance adjetivar al populismo con la palabra ‘republicano’ (o progresista o de izquierdas), para diferenciarlo claramente del populismo autoritario, regresivo o de derechas, ya que incorpora explícitamente ese componente participativo-democratizador, aun con el énfasis en la gestión institucional.
Sin embargo, hay que dar un paso más: esa democratización o republicanismo debe ser profundo (o radical según Mouffe) y se debe completar con el cambio de políticas y modelos sociales y económicos, así como con el reequilibrio de las estructuras de poder institucional. Todavía más en esta época de crisis social y económica y predominio de políticas regresivas de ajuste y austeridad con graves consecuencias sociales para la mayoría de la población.
Así, necesariamente, la democracia (republicana o participativa) debe ir acompañada de dos dinámicas combinadas. Por una parte, de la igualdad social (en las estructuras sociales, incluida la de género y la interculturalidad) y la igualdad económica (incluido en el ámbito laboral), con un modelo de desarrollo sostenible ecológicamente. Por otra parte, del cambio en las estructuras desiguales del poder político, no solo representativas sino fácticas. Es cuando aparece la principal dificultad transformadora y, para vencerla, se necesita la construcción de fuerza social, contrapoder cívico o, si se quiere, empoderamiento ciudadano, con sus correspondientes instituciones y su coparticipación en las estructuras administrativas y estatales.
Por tanto, el republicanismo, para evitar caer en una normativa solo procedimental, se debe completar con dos condiciones estratégicas: la alternativa sustantiva de una ‘democracia social y económica’ avanzada, como igualdad fuerte; la conformación de un sujeto transformador autónomo, más allá de la participación electoral. Se trata de superar la concepción ‘liberal’ (jurídica) de la igualdad y la democracia y no quedarse solo en republicanizar (o democratizar) sino en consolidar las garantías transformadoras socioeconómicas y político-culturales ante los bloqueos del poder oligárquico, tal como desarrollo en Democracia social hoy (Ed. Académica, 2016).
Este énfasis republicano es positivo y adecuado al momento reciente, ya que representa el proceso de incorporación de la dinámica de protesta social de los últimos años a las instituciones mediante la conformación de una nueva representación política (Unidos Podemos, junto con candidaturas municipalistas y confluencias). ‘Republicanizar el populismo’ significaría institucionalizar el movimiento popular para garantizar una gestión pública justa. Así mismo, expresa el cambio de los equilibrios institucionales derivados de la deslegitimación de la clase política gobernante anterior y su sustitución parcial por la nueva representación emergente, particularmente en grandes ayuntamientos, los parlamentos autonómicos y el Congreso de Diputados.
Sin embargo, el 26-J ha demostrado que ese avance democrático-institucional es insuficiente, ha tocado (casi) techo. La institucionalización del movimiento y su amplia base indignada, en gran medida, ya se ha producido y ha señalado sus límites para continuar con el proceso transformador. Es necesaria la ampliación y el refuerzo de la ciudadanía crítica. Se abre un nuevo ciclo largo, con el consiguiente reajuste estratégico y la combinación de las tareas del cambio en los campos sociales, culturales, políticos e institucionales. En ese sentido hay que dar un paso más en la reflexión teórica.
En esta vertiente de estrategia transformadora aparecen nuevas cuestiones. Es acertada la crítica a la valoración marxista rígida del Estado ‘burgués’, como solo un instrumento del sistema capitalista, al que derribar mediante un proceso revolucionario. No obstante, es un error contrario la idea de la separación completa de Estado y estructura económica capitalista. La oposición de intereses se daría en el orden económico capitalista; al mismo tiempo, el actual poder político-institucional, es decir, los modernos Estados occidentales, tendría potencialidades para transformarlo o someterlo. Esa visión de la neutralidad del Estado ante el capitalismo imperante deriva el conflicto sociopolítico de fondo al campo económico, con la idea optimista de un marco político más favorable.
Es verdad que la democracia política y el Estado social y de derecho, incluido las instituciones comunitarias de la UE, son avances importantes, desde los que poder regular el poder económico y financiero, favorecer la cohesión social y combatir la desprotección y la desigualdad social. La evidencia última, con la estrategia dominante de la imposición de la austeridad, demuestra lo contrario. Pero el conflicto no es solo economía-Estado, siendo éste neutro, sino que el poder oligárquico y las élites dominantes (el sujeto) tienen un fuerte control aunque no absoluto, ya que está condicionado por la pugna ciudadana y los procesos de legitimación social. Pero los poderosos dominan o están imbricados con las estructuras económico-financieras y político-institucionales, aun con la convencional separación de poderes.
Por tanto, en esa posición subyace una idea unilateral: la infravaloración de la capacidad oligárquica del control político-institucional y, por tanto, la necesidad de la transformación (democratización) del Estado y el reequilibrio de poder entre las fuerzas sociales y políticas. El conflicto estrictamente sociopolítico quedaría en un segundo plano, al igual que la construcción de sujetos sociales y fuerzas políticas que condicionan y conforman nuevas capacidades e instituciones. Es un tema ya antiguo, debatido en la vieja socialdemocracia y cierto eurocomunismo, y que al no priorizar el proceso relacional e histórico no superaría el reduccionismo determinista del marxismo-althusseriano.
Voces de otras corrientes marxistas, particularmente, de influencia gamsciana, son más sugerentes, aunque quedan lejos el contexto de la primera posguerra mundial y las estrategias (o metáforas) de guerra de posiciones y guerra de movimientos. El último desarrollo teórico-estratégico, más elaborado, fue el del eurocomunismo italiano de los años setenta con su propuesta de ‘compromiso histórico’ como acuerdo del PCI con el poder económico y la derecha democristiana para un ‘nuevo modelo de desarrollo’, que ha terminado con su plena integración en el sistema político. Se puede decir que, desde la vertiente comunista europea, junto con la crisis del marxismo soviético y el estéril determinismo althusseriano francés, en gran medida se agota ahí la reflexión teórica y la capacidad práctica sobre la transformación sociopolítica, económica e institucional en Europa.
Mientras tanto, el pensamiento socialdemócrata clásico de la segunda posguerra mundial se va deslizando, desde los años ochenta y, más claramente, desde los noventa, hacia el socio-liberalismo o estrategia de tercera vía o nuevo centro. No ofrece una alternativa de cambio. No me detengo en ello.
Las izquierdas transformadoras y las fuerzas progresistas se quedan sin referencias teóricas y estratégicas, realistas y consecuentes, con las que hacer frente a la hegemonía neoliberal y la globalización, en un marco de desactivación del movimiento popular. Al mismo tiempo, aun con amplios procesos de deslegitimación popular hacia sus élites, el poder liberal-conservador dominante impone una gestión regresiva de la crisis socioeconómica y política y una construcción europea autoritaria e insolidaria que conlleva su disgregación. Esa tendencia solo se rompe parcialmente por la experiencia y las ideas provenientes de los nuevos procesos de protesta social y movimientos sociales… hasta la emergencia de la actual dinámica del conflicto social y político, particularmente en el sur europeo, con una dimensión más sistémica y progresiva.
Se pone en el orden del día la prioridad de una reflexión teórica-estratégica, cuya necesidad aparece crudamente con la experiencia griega del año pasado, sobre la que se ha profundizado poco y se han sacado escasas y ponderadas enseñanzas, y que expongo en otra parte (La estrategia de Syriza a debate, Ed. Rebelión, 2016). Pero el análisis del marco europeo, el carácter del poder liberal-conservador y la subordinación con matices de la socialdemocracia europea, es fundamental para elaborar una estrategia de cambio en cada país que, necesaria y especialmente en el sur, tiene que estar imbricada con la reforma institucional europea, la solidaridad de las fuerzas progresistas y la construcción de otra dinámica social y económica más justa y democrática. El republicanismo es una buena fuente de inspiración, pero insuficiente.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid (Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos. UOC)
@antonioantonUAM
Su libro se ha presentado en medio de la división entre partidarios de P. Iglesias e I. Errejón, el drástico cese del anterior Secretario de Organización, y el intento de la dirección de Podemos de definir un perfil teórico-político. El primero en lo que él denomina ‘nueva socialdemocracia’, el segundo confirmando los postulados populistas de Laclau. En este incipiente y, a veces, bronco intercambio polémico han participado otros autores como J. C. Monedero, con otras posiciones particulares críticas con Laclau.
Además, cabe citar a Luis Alegre, su alumno más aventajado y prologuista de su libro; es secretario general de Podemos en la Comunidad de Madrid, filósofo y próximo a Iglesias en la pasada crisis interna en Madrid respecto del sector vinculado con Errejón. Ambos filósofos han colaborado en otro libro sobre Marx (El orden de El Capital. Por qué seguir leyendo a Marx,Akal, 2010). La disputa teórico-política se entrelaza con la organizativa, cuestión ésta que queda al margen de esta reflexión.
Fernández Liria, a su defensa actual del republicanismo (institucional), incorpora la ‘dimensión populista’, habiendo evolucionado desde un anterior marxismo ortodoxo (estructuralista-althusseriano). Hay que recordar que Laclau (y Ch. Mouffe), el teórico del populismo, había sido, primero, marxista-estructuralista y luego se definió como ‘post-marxista’ y populista. Hace unos meses nuestro autor publicó el libro El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser (Ed. El País, 2015), donde se reafirma en estos dos autores marxistas (parcialmente contradictorios). Constituye una mezcla de ideas marxistas con la llamada ‘dimensión populista’, aunque diferenciada de la posición de populismo ortodoxo de Laclau al que menciona críticamente, y sobre los que no voy a entrar ahora. Es, pues, una referencia teórica, con rigor académico, que legitima ideas clave para dirigentes y activistas de Podemos, muchos de ellos ex o semi-marxistas o con influencias populistas.
Por tanto, tras este pequeño enmarcamiento y con ocasión de este libro y la apertura de un debate sobre el perfil ideológico de Podemos, expongo algunas reflexiones sobre el republicanismo institucional que persiguen contribuir al esclarecimiento de algunos temas teóricos y estratégicos que subyacen.
Su texto recoge un aspecto relevante: la ‘dimensión populista’, la importancia de lo pasional o emotivo y, más ampliamente, de la subjetividad, la identidad y la sexualidad. Además, insiste en la importancia clave de ‘republicanizar’ al populismo, es decir, incorporar a las instituciones políticas el movimiento popular, gestionar desde ellas el cambio político y hacer frente al auténtico problema: el económico (o capitalismo). Todo ello revalorizando los valores de la ilustración que asocia, fundamentalmente, con el Estado de Derecho.
Son de interés las correcciones de Fernández Liria a la teoría de Laclau. Su propuesta, como se avanzaba, es: más Kant y menos Laclau; o sea, más ilustración y menos teoría populista. Es decir, los ejes de su pensamiento serían tres: 1) más republicanismo –o nueva socialdemocracia- en lo político-institucional, con criterios ilustrados; 2) persistencia del marxismo (estructuralista) en el análisis económico, y 3) revalorización de la dimensión populista-pasional en lo político-cultural, dejando al margen el núcleo duro de la teoría de Laclau, la polarización política en la construcción del sujeto-pueblo frente al poder oligárquico.
A mi modo de ver dos son sus mayores aportaciones que conviene matizar: a) la visión instrumental de las instituciones ‘republicanas’ (democrático-liberales) del Estado ‘moderno’, con el riesgo de acentuar su cierta neutralidad político-ideológica respecto de la cuestión social y el conflicto político y, por tanto, considerar que el poder institucional, los actuales regímenes democráticos, deje de ser objeto fundamental de pugna y transformación profunda; b) la importancia del componente ‘subjetivo-pasional’, que asocia a la dimensión nueva del populismo frente a la exclusiva racionalidad de una parte de la ilustración, la derecha liberal y la ‘vieja’ izquierda. Ambas posiciones, republicanismo y dimensión subjetivo-cultural, son positivas respecto de la tradición anterior estructuralista-determinista y la del llamado izquierdismo economicista y antisistema. Forman parte del debate histórico sobre el cambio social y político y es bueno volver sobre ellas para valorar sus límites.
La primera, la configuración del Estado democrático como institución defensora del interés general, constituye el bagaje de la Ilustración, y fue desarrollada por el liberalismo político, la socialdemocracia clásica y, parcialmente, por el eurocomunismo. La segunda, la dimensión emocional, hunde sus raíces en el empirismo de la ilustración británica frente al racionalismo de la ilustración francesa, pasando por la posición intermedia de la ilustración alemana (Kant), así como por el romanticismo y el nacionalismo; fue ampliada por algunas tendencias ‘psicológicas’ de izquierda (desde la Escuela de Frankfort, hasta Marcuse, la explosión del Mayo francés y la ‘nueva’ izquierda) y, especialmente, por corrientes feministas. Aunque ahora este importante componente de la subjetividad lo destaca o se asocia al populismo, no es exclusivo de él, como bien explica D. Innerarity (La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015).
Por otra parte, en las últimas décadas, la crisis del marxismo y el agotamiento del post-estructuralismo (con sus dispersas y contradictorias tendencias), expresa las dificultades para elaborar una teoría social y política realista y, al mismo tiempo, emancipadora. De ahí, que resurja la vuelta a teorías pasadas, incluido el propio marxismo, para intentar paliar el vacío interpretativo existente. En todo caso, existen aportaciones diversas, algunas de las propias tradiciones ilustradas y progresistas, desde las que avanzar en un pensamiento crítico. No es deseable aferrarse a una ideología completa y cerrada, pero sí es imprescindible un pensamiento que sea riguroso y adecuado para comprender el mundo y facilitar su transformación. En este contexto de nuevas energías sociales, junto con una trayectoria intelectual limitada y fragmentada, hay que situar el interés de las aportaciones teóricas, como las de este republicanismo institucional con elementos de marxismo-populismo, así como sus insuficiencias, para intentar dar un paso más en un esfuerzo teórico y crítico.
Republicanismo y transformación del poder
No me detengo en el análisis de la teoría populista, que trato extensamente en otra parte (Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos, UOC, 2015). Me centro en el primer aspecto destacado: el carácter del Estado y su transformación. Tiene que ver más bien con la tradición ilustrada institucionalista y la propuesta socialdemócrata. Fernández Liria corrige o complementa la ‘ambigüedad ideológica’ de la teoría populista de Laclau destacando, acertadamente, la importancia del contenido republicano-ilustrado. Mi crítica a la teoría de Laclau va en el mismo sentido, y es un punto de acuerdo con esa revalorización democrática y de los (mejores) valores ilustrados. La lógica política populista (polarización y hegemonía) da poca relevancia a la necesidad de un contenido sustantivo para expresar el significado del conflicto político, el sentido de un movimiento popular; en mi caso, defiendo la democracia (republicana) y la igualdad (social y económica), como componentes fundamentales de un proyecto de cambio. La reforma del poder debe ser democrática, profunda y firme.
No obstante, Fernández Liria propone un republicanismo ‘institucional’, en una interpretación algo restrictiva de la democracia o la democratización, como participación popular en las instituciones e imperio de la ley. Pero ese concepto va más allá de la expresión de la simple incorporación de las fuerzas transformadoras a las instituciones políticas. Además, democracia (republicanizar) es fundamentalmente igualdad jurídica y de derechos civiles y políticos y, en el mejor de los casos, posibilidad de acceso al poder gubernamental de las fuerzas del cambio, regulación de la plurinacionalidad y construcción europea más participativa.
El republicanismo defiende la ampliación de la dinámica participativa de la ciudadanía. Es una mejora respecto de la democracia exclusivamente liberal o fundamentalmente vía electoral, al insistir en la participación y articulación de la gente en los distintos ámbitos, políticos, sociales y culturales. En ese sentido, lo más avanzado, aunque insuficiente, es el llamado ‘republicanismo cívico’ (de Philip Pettit o Hannah Arent), referencia retórica en el primer Gobierno de Zapatero, tras las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak y su conversión en exigencia de cambio gubernamental. Igualmente, es un avance adjetivar al populismo con la palabra ‘republicano’ (o progresista o de izquierdas), para diferenciarlo claramente del populismo autoritario, regresivo o de derechas, ya que incorpora explícitamente ese componente participativo-democratizador, aun con el énfasis en la gestión institucional.
Sin embargo, hay que dar un paso más: esa democratización o republicanismo debe ser profundo (o radical según Mouffe) y se debe completar con el cambio de políticas y modelos sociales y económicos, así como con el reequilibrio de las estructuras de poder institucional. Todavía más en esta época de crisis social y económica y predominio de políticas regresivas de ajuste y austeridad con graves consecuencias sociales para la mayoría de la población.
Así, necesariamente, la democracia (republicana o participativa) debe ir acompañada de dos dinámicas combinadas. Por una parte, de la igualdad social (en las estructuras sociales, incluida la de género y la interculturalidad) y la igualdad económica (incluido en el ámbito laboral), con un modelo de desarrollo sostenible ecológicamente. Por otra parte, del cambio en las estructuras desiguales del poder político, no solo representativas sino fácticas. Es cuando aparece la principal dificultad transformadora y, para vencerla, se necesita la construcción de fuerza social, contrapoder cívico o, si se quiere, empoderamiento ciudadano, con sus correspondientes instituciones y su coparticipación en las estructuras administrativas y estatales.
Por tanto, el republicanismo, para evitar caer en una normativa solo procedimental, se debe completar con dos condiciones estratégicas: la alternativa sustantiva de una ‘democracia social y económica’ avanzada, como igualdad fuerte; la conformación de un sujeto transformador autónomo, más allá de la participación electoral. Se trata de superar la concepción ‘liberal’ (jurídica) de la igualdad y la democracia y no quedarse solo en republicanizar (o democratizar) sino en consolidar las garantías transformadoras socioeconómicas y político-culturales ante los bloqueos del poder oligárquico, tal como desarrollo en Democracia social hoy (Ed. Académica, 2016).
Este énfasis republicano es positivo y adecuado al momento reciente, ya que representa el proceso de incorporación de la dinámica de protesta social de los últimos años a las instituciones mediante la conformación de una nueva representación política (Unidos Podemos, junto con candidaturas municipalistas y confluencias). ‘Republicanizar el populismo’ significaría institucionalizar el movimiento popular para garantizar una gestión pública justa. Así mismo, expresa el cambio de los equilibrios institucionales derivados de la deslegitimación de la clase política gobernante anterior y su sustitución parcial por la nueva representación emergente, particularmente en grandes ayuntamientos, los parlamentos autonómicos y el Congreso de Diputados.
Sin embargo, el 26-J ha demostrado que ese avance democrático-institucional es insuficiente, ha tocado (casi) techo. La institucionalización del movimiento y su amplia base indignada, en gran medida, ya se ha producido y ha señalado sus límites para continuar con el proceso transformador. Es necesaria la ampliación y el refuerzo de la ciudadanía crítica. Se abre un nuevo ciclo largo, con el consiguiente reajuste estratégico y la combinación de las tareas del cambio en los campos sociales, culturales, políticos e institucionales. En ese sentido hay que dar un paso más en la reflexión teórica.
En esta vertiente de estrategia transformadora aparecen nuevas cuestiones. Es acertada la crítica a la valoración marxista rígida del Estado ‘burgués’, como solo un instrumento del sistema capitalista, al que derribar mediante un proceso revolucionario. No obstante, es un error contrario la idea de la separación completa de Estado y estructura económica capitalista. La oposición de intereses se daría en el orden económico capitalista; al mismo tiempo, el actual poder político-institucional, es decir, los modernos Estados occidentales, tendría potencialidades para transformarlo o someterlo. Esa visión de la neutralidad del Estado ante el capitalismo imperante deriva el conflicto sociopolítico de fondo al campo económico, con la idea optimista de un marco político más favorable.
Es verdad que la democracia política y el Estado social y de derecho, incluido las instituciones comunitarias de la UE, son avances importantes, desde los que poder regular el poder económico y financiero, favorecer la cohesión social y combatir la desprotección y la desigualdad social. La evidencia última, con la estrategia dominante de la imposición de la austeridad, demuestra lo contrario. Pero el conflicto no es solo economía-Estado, siendo éste neutro, sino que el poder oligárquico y las élites dominantes (el sujeto) tienen un fuerte control aunque no absoluto, ya que está condicionado por la pugna ciudadana y los procesos de legitimación social. Pero los poderosos dominan o están imbricados con las estructuras económico-financieras y político-institucionales, aun con la convencional separación de poderes.
Por tanto, en esa posición subyace una idea unilateral: la infravaloración de la capacidad oligárquica del control político-institucional y, por tanto, la necesidad de la transformación (democratización) del Estado y el reequilibrio de poder entre las fuerzas sociales y políticas. El conflicto estrictamente sociopolítico quedaría en un segundo plano, al igual que la construcción de sujetos sociales y fuerzas políticas que condicionan y conforman nuevas capacidades e instituciones. Es un tema ya antiguo, debatido en la vieja socialdemocracia y cierto eurocomunismo, y que al no priorizar el proceso relacional e histórico no superaría el reduccionismo determinista del marxismo-althusseriano.
Voces de otras corrientes marxistas, particularmente, de influencia gamsciana, son más sugerentes, aunque quedan lejos el contexto de la primera posguerra mundial y las estrategias (o metáforas) de guerra de posiciones y guerra de movimientos. El último desarrollo teórico-estratégico, más elaborado, fue el del eurocomunismo italiano de los años setenta con su propuesta de ‘compromiso histórico’ como acuerdo del PCI con el poder económico y la derecha democristiana para un ‘nuevo modelo de desarrollo’, que ha terminado con su plena integración en el sistema político. Se puede decir que, desde la vertiente comunista europea, junto con la crisis del marxismo soviético y el estéril determinismo althusseriano francés, en gran medida se agota ahí la reflexión teórica y la capacidad práctica sobre la transformación sociopolítica, económica e institucional en Europa.
Mientras tanto, el pensamiento socialdemócrata clásico de la segunda posguerra mundial se va deslizando, desde los años ochenta y, más claramente, desde los noventa, hacia el socio-liberalismo o estrategia de tercera vía o nuevo centro. No ofrece una alternativa de cambio. No me detengo en ello.
Las izquierdas transformadoras y las fuerzas progresistas se quedan sin referencias teóricas y estratégicas, realistas y consecuentes, con las que hacer frente a la hegemonía neoliberal y la globalización, en un marco de desactivación del movimiento popular. Al mismo tiempo, aun con amplios procesos de deslegitimación popular hacia sus élites, el poder liberal-conservador dominante impone una gestión regresiva de la crisis socioeconómica y política y una construcción europea autoritaria e insolidaria que conlleva su disgregación. Esa tendencia solo se rompe parcialmente por la experiencia y las ideas provenientes de los nuevos procesos de protesta social y movimientos sociales… hasta la emergencia de la actual dinámica del conflicto social y político, particularmente en el sur europeo, con una dimensión más sistémica y progresiva.
Se pone en el orden del día la prioridad de una reflexión teórica-estratégica, cuya necesidad aparece crudamente con la experiencia griega del año pasado, sobre la que se ha profundizado poco y se han sacado escasas y ponderadas enseñanzas, y que expongo en otra parte (La estrategia de Syriza a debate, Ed. Rebelión, 2016). Pero el análisis del marco europeo, el carácter del poder liberal-conservador y la subordinación con matices de la socialdemocracia europea, es fundamental para elaborar una estrategia de cambio en cada país que, necesaria y especialmente en el sur, tiene que estar imbricada con la reforma institucional europea, la solidaridad de las fuerzas progresistas y la construcción de otra dinámica social y económica más justa y democrática. El republicanismo es una buena fuente de inspiración, pero insuficiente.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid (Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos. UOC)
@antonioantonUAM
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario