Ser revolucionario en Cuba, hoy. Por Enrique Ubieta Gómez
¿Qué
significa ser revolucionario? Los estudiosos del marxismo saben que en
sus orígenes, el partido socialdemócrata se fracturó: los reformistas,
cada vez más alejados de las concepciones de Marx, se quedaron con el
nombre y los revolucionarios crearon el partido comunista. La polémica
“reforma vs. revolución” tiene una larga historia. Ahí están los textos
de Lenin, de Rosa Luxemburgo, entre otros.
Pero la
definición o la opción revolucionaria, y su existencia práctica, no son
exclusivas de un partido o de una clase social, aunque sí de una época.
Porque los burgueses fueron revolucionarios en su momento. Y el
movimiento anticolonial en la era del imperialismo tuvo por lo general
un carácter revolucionario. José Martí creó el Partido Revolucionario
para lograr la independencia de Cuba, y dicen que hablaba de la
revolución necesaria que habría de iniciar una vez alcanzado el poder.
Por eso, me gusta hacer referencia a la tradición cubana del término.
Cintio Vitier, por ejemplo, asumiendo los riesgos reductores de
cualquier agrupamiento, establece dos tendencias “espirituales” en el
último tercio del siglo XIX: la revolucionaria (independentismo,
modernismo literario, antievolucionismo) y la reformista (autonomismo,
preceptismo literario, evolucionismo positivista).
Lo cierto es
que Revolución es Creación, salto sobre el abismo, o sobre el muro de
la aparente imposibilidad –“seamos realistas, hagamos lo imposible”,
decían los estudiantes parisinos del 68–, mirada de cóndor, pero es
sobre todo una toma de partido “con los pobres de la Tierra”. Si tomamos
a José Martí como modelo de revolucionario, observaremos en él tres
características que se repiten en Fidel Castro:
1. Opción
ética antes que teórica: se adopta una teoría para luchar contra la
explotación, y no a la inversa. Es vocación de justicia social. “En la
mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier
mejilla de hombre”, escribía Martí. “El revolucionario verdadero está
guiado por grandes sentimientos de amor”, acotaba Ernesto Che Guevara.
“Es precisamente el hombre, el semejante, la redención de sus
semejantes, lo que constituye el objetivo de los revolucionarios”–ha
dicho Fidel. El poeta revolucionario salvadoreño Roque Dalton se burlaba
de las posiciones esnobistas de la pequeña burguesía en estos versos:
Los que
en el mejor de los casos
quieren hacer la revolución
para la Historia para la lógica
para la ciencia y la naturaleza
para los libros del próximo año o el futuro
para ganar la discusión e incluso
para salir por fin en los diarios
y no simplemente
para eliminar el hambre
para eliminar la explotación de los explotados.
en el mejor de los casos
quieren hacer la revolución
para la Historia para la lógica
para la ciencia y la naturaleza
para los libros del próximo año o el futuro
para ganar la discusión e incluso
para salir por fin en los diarios
y no simplemente
para eliminar el hambre
para eliminar la explotación de los explotados.
Hay
revolucionarios que desconocen la teoría marxista. Y hay académicos
marxistas muy conocedores de cada texto, de cada frase de Marx, que
jamás han salido a la calle, que son incapaces de sentir, de vibrar, con
el dolor o el júbilo ajenos, que no militan; esos académicos
“marxistas” no son revolucionarios. Tampoco son continuadores de Marx.
Uno de los resortes formadores y auspiciadores de una Revolución, es la
solidaridad.
2.
Radicalidad en la comprensión y en los actos; el revolucionario busca la
raíz del problema, aún cuando no pueda extirparla de inmediato, aún
cuando se equivoque al señalarla, y pasa rápidamente a la acción. A
diferencia del reformista, no pretende mitigar el dolor o enmascararlo,
sino eliminar la enfermedad.
3. El
revolucionario es una persona de fe. No en el sentido religioso. Ninguna
declaración mejor que la que hace Martí (otra vez Martí) a su hijo, en
la dedicatoria del Ismaelillo: tengo, le dice, “fe en el mejoramiento
humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti”. Fe en
el pueblo, en sus capacidades. El revolucionario entiende los límites
aparentes de lo posible, y los trasgrede, porque cree en el pueblo. En
esto también se diferencia el reformista, que por razones de clase
desconfía o subestima al pueblo. Creer, no es extirpar la duda; los
revolucionarios vivimos la angustia de la duda, que es la del
conocimiento. Sin embargo, el cínico es contrarrevolucionario, aunque no
lo sepa.
Algunos
ideólogos de la contrarrevolución reducen la actitud revolucionaria al
acto violento, al uso de las armas. Como si las revoluciones armadas no
ocurrieran en respuesta a la violencia del poder burgués. Ser un radical
–ir a las raíces–, no es optar por la violencia. En su afán por
desideologizar hasta el mismísimo concepto de revolución, pretenden
hacer pasar como acciones revolucionarias las revueltas violentas de los
politiqueros de la seudo república, que querían hacer valer el poder
personal. Ni siquiera los antimachadistas o antibatistianos eran
necesariamente revolucionarios. Y contraponen el socialismo
revolucionario al que llaman “democrático” (socialdemócrata), porque
aquel no respeta el orden burgués. El socialismo no solo puede, sino que
debe ser democrático, aunque no en el sentido que el sistema
capitalista otorga al término. Debe y puede ser más participativo, más
inclusivo, más solidario, más representativo. Debe y puede defender la
individualidad, no el individualismo, porque el socialismo es el único
camino capaz de transformar a las masas en colectivos de individuos.
Ciertas
cualidades o virtudes éticas constituyen el fundamento o la base sobre
la que se erige un revolucionario. Pero es una ética esencialmente
política, social, no privada, que no puede vaciarse o desligarse de las
contradicciones fundamentales de la época. No se es revolucionario con
respecto a los intereses personales, sino de cara a la sociedad. Hay
personas conservadoras –por razones biográficas, y quién sabe si hasta
por razones genéticas–, que repelen los cambios bruscos, la
incertidumbre de lo nuevo, que disfrutan el orden y la rutina. No son
contrarrevolucionarias. En sus Palabras a los intelectuales (1961),
Fidel Castro decía: “Nadie ha supuesto nunca que (…) todo hombre
honesto, por el hecho de ser honesto, tenga que ser revolucionario. Ser
revolucionario es también una actitud ante la vida, ser revolucionario
es también una actitud ante la realidad existente (…)”. Y agregaba más
adelante: “Es posible que los hombres y las mujeres que tengan una
actitud realmente revolucionaria ante la realidad no constituyan el
sector mayoritario de la población; los revolucionarios son la
vanguardia del pueblo, pero los revolucionarios deben aspirar a que
marche junto a ellos todo el pueblo (…) la Revolución nunca debe
renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no sólo con los
revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que aunque no
sean revolucionarios, es decir, que aunque no tengan una actitud
revolucionaria ante la vida, estén con ella. La Revolución sólo debe
renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean
incorregiblemente contrarrevolucionarios”.
Allí donde
una Revolución ha triunfado, el adjetivo –que en el globalizado mundo
del oficialismo burgués suele endilgarse como insulto–, se convierte en
elogio. Una persona es trabajadora, “buena gente” y revolucionaria. La
cotidianidad puede descontextualizar el sustrato rebelde y el
significado político del término y reducir la condición del
revolucionario a la honradez o a la decencia. A veces, puesto que la
Revolución ha tomado el poder, se identifica con el buen comportamiento o
la corrección. Decimos: “en el fondo él (ella) es revolucionario(a)”,
como si dijéramos que, más allá de sus apariencias, “es una persona
noble”. Y creemos que el niño o el joven “más revolucionario”, es el que
“se porta bien”. De cierta forma, el calificativo se aburguesa. Esto
parece casi inevitable, pero no lo es: una Revolución en el poder
necesita establecer su “normalidad”, su gobernabilidad. Defenderse como
poder político es la premisa de cualquier poder político, mucho más
cuando se trata de un contrapoder acorralado por el Poder Global –que no
solo acecha en el plano físico (material, militar), sino también en el
espiritual, en el ámbito de la reproducción de valores–, y su normalidad
es una “anormalidad” fuera de sus fronteras geográficas. Ser
revolucionario es participar en la consolidación del gobierno
revolucionario, establecer un frente común con ese gobierno, para
defender cada conquista y establecer las nuevas metas, aún cuando los
grados de participación en la determinación de esas metas son aún
insuficientes o se ejercen de manera formal. La democracia socialista,
esencialmente superior, tiene todavía un largo camino por recorrer. Ser
revolucionario también es participar desde la crítica comprometida.
Criticar no es enunciar un hecho cierto, es actuar sobre él, empujarlo
hacia su solución. Lo que otorga veracidad y justeza a una crítica no es
el hecho enunciado, es su sentido. Si se desideologiza la crítica, se
deshuesa, y se falsean sus enunciados.
De manera
imperceptible, ocurre un lento proceso de separación o destilación del
contenido “rebelde” que toda actitud revolucionaria presupone. Esto no
es bueno. Vienen entonces los que enarbolan la rebeldía y la contraponen
al ser revolucionario –vieja aspiración de la subversión imperialista:
promover la rebeldía antirrevolucionaria, lo que significa decir, que
los rebeldes sean antirebeldes, que aspiren a ser “normales”,
inconformes frente a la rebeldía y conformes frente a la enajenación
global–, o en sus antípodas, aquellos que consideran que el ser rebelde
es el verdadero ser revolucionario. Estos últimos pueden perder el
sentido de orientación, porque la rebeldía a secas, habitualmente
manipulada por el mercado capitalista, tiene una larga historia de
convivencia y a veces de connivencia con el capitalismo. La rebeldía
juvenil no es ni puede ser enemiga del espíritu revolucionario; ser
revolucionario es la forma superior de ser rebelde. Sin la inconformidad
que propicia la rebeldía y sin su disposición para romper moldes,
normas, esquemas, es difícil ser revolucionario. Las universidades
cubanas no pueden ser “de o para los revolucionarios”, son centros
formadores; deben ser, eso sí, formadoras de revolucionarios. De sus
aulas salieron Mella y Fidel. El capitalismo (la cultura del tener)
intenta domar la rebeldía incentivando sus formas primarias: el
desacato, la irreverencia; intenta aislar al rebelde, concentrarlo en sí
mismo, explotar al máximo su expresión individualista, transformarlo en
un cínico. El socialismo (la cultura del ser), pretende encauzar esa
rebeldía hacia la acción transformadora, ponerle mayúsculas, hacerla
partícipe de las causas más justas de su época.
Vivo en el
barrio centrohabanero de Colón, y muchas personas en mi entorno deben
enfrentar enemigos más concretos e inmediatos que el imperialismo
norteamericano, al menos eso parece, cuando la corrupción, la
burocracia, la doble moral, la insensibilidad, el “sálvese quien pueda”
se imponen. Creo, como ellos, que ese es el enemigo principal. Pero no
podemos confundir su nombre: se trata del capitalismo, de su capacidad
para regenerarse dentro del socialismo, que no es más que un camino (no
un lugar de llegada) hacia otro lugar, hacia otra esperanza o certeza de
vida mejor. Si desvinculamos ese nombre de aquellas manifestaciones, o
las enlazamos erróneamente al camino socialista que hemos emprendido,
perdemos el rumbo. No podemos ser revolucionarios hoy, en este mundo
globalizado, si no somos anticapitalistas, si no somos
antiimperialistas. Si no sentimos como propios las conquistas, los
peligros, las humillaciones, de otros pueblos. Si no defendemos la
unidad de los revolucionarios cubanos y la de los pueblos
latinoamericanos frente al imperialismo. No podemos ser revolucionarios
si creemos que el mundo tiene el largo y el ancho de una calle, o de un
barrio, o de un país. Si aceptamos los consensos que otros construyen, y
no construimos los nuestros. Si vaciamos cada palabra de los contenidos
de combate, porque de inmediato serán llenadas de otros contenidos, por
aquellos que nos combaten.
Martí,
Mella, Guiteras, el Che, Fidel, se parecen demasiado, para que nos
inventemos ese asunto de las generaciones. No han dejado de ser jóvenes.
Cambian las tareas, las coordenadas, pero no las actitudes, los
principios, el horizonte al que siempre nos acercamos sin llegar. Por
otra parte, nadie se hace revolucionario de una vez y para siempre. Hay
que nacer como revolucionario cada mañana, cada día. Los papeles no
están predestinados ni son inmutables: el héroe de 1868 pudo convertirse
en traidor veinte años después; el indeciso de entonces, quizás empuñó
las armas con dignidad en 1895; el guerrero valiente de la manigua pudo
dejarse seducir por la corruptora política neocolonial; el enérgico
antimachadista, desilusionarse de sus ideales de juventud o convertirse
en un profesional de la violencia; el revolucionario de la Sierra o del
Llano, acomodarse o enredarse en las redes del burocratismo; el
escéptico de aquellos días, transformarse en un miliciano fervoroso, en
un héroe cotidiano e invisible; el dirigente juvenil, acodado en el
balcón de la buena conducta y los aplausos, convertirse en un repetidor
de consignas vacías y el profesional rebelde, crecer como tal hasta
hacerse revolucionario. Entre unos y otros, disfrazados, están los
oportunistas, los “pragmáticos”, los cínicos de siempre. A todos los
cerca la historia y, de sus actos múltiples, solo perdura el instante de
eticidad fundadora que sostiene a la Patria: “ese sol del mundo moral”
que ilumina y define a los seres humanos, según la frase que Cintio
rescatara de José de la Luz y Caballero. Una Patria que es Humanidad,
que no está en la “hierba que pisan nuestras plantas”, o en unas
costumbres siempre en evolución, sino en un proyecto colectivo de
justicia. Una Patria que aspira a fundirse con la Humanidad, y que
mientras, defiende su espacio para fundar, para crear, para proteger la
dignidad plena de sus hombres y mujeres.