domingo, 29 de enero de 2017

José Martí y el abrazo de Fidel Castro. Por Luis Toledo Sande por Iroel Sánchez

José Martí y el abrazo de Fidel Castro. Por Luis Toledo Sande

por Iroel Sánchez
¿He de decir a usted cuánto propósito soberbio, cuánto potente arranque hierve en mi alma? ¿que llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza, y que me parece que de un soplo mío dependerá en un día su libertad?
(Carta de José Martí a Manuel Mercado, 6 de julio de 1878) 
Lector voraz como José Martí, Fidel Castro pudo haber escrito de sí palabras con que el primero se autocaracterizó: “Napoleón nació sobre una alfombra donde estaba la guerra de Europa. // Yo debí nacer sobre una pila de libros”. Pero el propio Martí plasmó en otro apunte una confesión que complementa la citada y es igualmente aplicable a Fidel: “el libro que más me interesa es el de la vida, que es también el más difícil de leer, y el que más se ha de consultar en todo lo que se refiere a la política, que al fin y al cabo es el arte de asegurar al hombre el goce de sus facultades naturales en el bienestar de la existencia”.
De no haber seguido ambos esa guía, habrían incurrido en un vacío esterilizante para el pensamiento y la acción: esperar hasta ver si de las metrópolis del mundo les llegaban las respuestas necesarias para interpretar y enfrentar los graves problemas que ellos se plantearon resolver creativamente. Eran desafíos que no se limitaban a Cuba: les llegarían asimismo de nuestra América, de la del Norte y aun del resto del planeta, y ambos fraguaron una guía contra el colonialismo cultural, viniera este de donde viniera, o —pensemos en hoy— venga de donde venga.
El camino para valorar con acierto la presencia en Fidel del hombre a quien él llamó “el más genial y el más universal de los políticos cubanos”, y “guía eterno de nuestro pueblo”, no se halla en buscar coincidencias de temperamentos —tema que desborda este artículo—, y menos aún en hacer meros cotejos textuales. De esto último se percató el articulista al hacer la selección y escribir el prólogo —los dos con firma institucional del Centro de Estudios Martianos— del volumen de páginas de Fidel titulado José Martí, el autor intelectual (1983).
Inmenso fue el abono textual en los actos de Martí y de Fidel, y en la imantación del primero sobre el segundo; pero un modo seguro para valorar la relación entre ellos no lo dará el criterio —de punta hegeliana— encallado en considerar que las ideas vienen no más de las ideas. Ambos fueron conscientes de la dignidad de estas, y de su valor para iluminar la práctica, pero sabían que sus raíces determinantes se hallan en el subsuelo de la realidad.
Ese hecho debe tenerse en cuenta al ponderar por qué Fidel declaró a Martí autor intelectual de los sucesos del 26 de julio de 1953, y en consecuencia —vale añadir— de la etapa revolucionaria que, desatada entonces, llega al presente y continúa viva hacia el futuro. Quien, como había hecho su predecesor en 1874 —aunque no obtuvo el título por falta de dinero para el pago establecido—, en 1950 se graduó de abogado, asumió su autodefensa cuando se le juzgó por aquellos acontecimientos, que él había encabezado. De algún modo eso recuerda al adolescente que en 1869 se irguió contra las autoridades colonialistas en el juicio en que se le impuso prisión y trabajo forzado.
En su alegato Fidel ratificó lo que había dicho en interrogatorios previos: Martí era el mentor de aquella acción revolucionaria. Pero no sentaba con tal declaración, ni con las páginas que citó o glosó del Apóstol, una mera estrategia discursiva para valerse del prestigio de su palabra. Apuntaba a los propósitos de la acción.
Metas heredadas
Protagonizada por combatientes de distintas partes del país, y con la actualización de miras necesaria entonces, la gesta buscaba abrirle camino de realización a lo que no le fue dado al proyecto martiano consumar. Para ello el líder que crecía acometió en los escritos —en las ideas— de Martí una búsqueda de la cual dejó huellas en el ejemplar de sus Obras completas que leyó en la cárcel con pasión apreciable en subrayados y anotaciones.
En acto de justicia histórica, ese lector pudo proclamar que los hechos de 1953, cuando se había celebrado el centenario del Apóstol, se habían concebido y llevado a cabo para impedir que él muriese de tanta negación sufrida por su legado. Aquel régimen era un instrumento de la potencia imperialista, ya en apogeo, que en 1898, cuando aún se consolidaba, perpetró planes que Martí quiso impedir a tiempo: consistían en apoderarse de Cuba y de Puerto Rico para, con esa fuerza más, dominar a nuestra América toda, y empezar a dislocar el equilibrio del mundo hasta convertirse en nación hegemónica.
Sin enfrentar semejante realidad sería imposible acometer a fondo el saneamiento de la República implantada en 1902, medularmente contraria a la república moral por la que luchó Martí. Esta, que no era una lección liquidada en el siglo XIX, merecía y debía retomarse como raíz de la Cuba revolucionaria, llamada a erigirse sobre bases republicanas nuevas y erradicar la herencia de la colonia y la presencia del neocolonialismo.
Al conmemorar, veinte años después, los ígneos sucesos de 1953, Fidel será particularmente explícito al decir: “Martí nos enseñó su ardiente patriotismo, su amor apasionado a la libertad, la dignidad y el decoro del hombre, su repudio al despotismo y su fe ilimitada en el pueblo. En su prédica revolucionaria estaba el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso dijimos que él fue el autor intelectual del 26 de Julio”. Y en el camino trazado por Martí se empinó en 1976 la República socialista fundada con la guía de Fidel y cuya Constitución la preside esta aspiración martiana: “que la ley primera de la república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.
En “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, artículo publicado en Patria el 17 de abril de 1894 y subtitulado “El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en América”, Martí estampó lo que significaba la independencia de Cuba para toda nuestra América y para asegurar el equilibrio mundial. Por ello sostuvo: “Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos”.
Esa idea —validada por la historia— la desarrolló en varios textos, como el Manifiesto de Montecristi. En este, fechado 25 de marzo de 1895, a la guerra iniciada el 24 del mes anterior la llamó “suceso de gran alcance humano y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo”. En la misma fecha, sabiéndose “en el pórtico de un gran deber” —pues marchaba a ocupar su lugar en la contienda de liberación nacional que él había preparado—, le escribió al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal la carta donde ratificó sus propósitos, y aseguró: “Yo alzaré el mundo”.
Palabras, ideas, hechos
Sin asomo de vanidad, expresaba así un optimismo que hace pensar en el de Fidel cuando, tras la dispersión causada en la tropa expedicionaria por el revés militar del desembarco del yate Granma, se vio rodeado de un exiguo grupo de compañeros con escasos pertrechos, y exclamó: “¡Ahora sí ganamos la guerra!”.
Martí expresaba la convicción que, declarada desde años atrás, ratificaría también el día antes de caer en combate, en otra carta testamentaria, la dirigida a su amigo mexicano Manuel Mercado: urgía impedir que se hicieran realidad los planes expansionistas de los Estados Unidos, y contra ellos enfilaba él sus actos, como le confesó a Mercado: “Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”, aunque en lo visible se combatía contra el ejército español.
Esa senda de alcance planetario la tomó también el Fidel que, en la Sierra Maestra, reaccionó ante la destrucción de la casa de un campesino por una bomba estadounidense lanzada desde un avión de la tiranía. Entonces el líder rebelde le hizo a una compañera de lucha, Celia Sánchez, la confesión que no sería simple impulso emocional, sino todo un programa. Una vez lograda la victoria contra la tiranía, se dedicaría a lo que fue central en sus actos y en sus ideas, hasta su muerte: luchar contra el imperialismo.
Esa actitud era necesaria para poner a la patria en camino de erradicar la miseria que la mayoría del pueblo sufría, y crear las condiciones para el desarrollo educacional y las conquistas culturales que se insertaran definitivamente en el rumbo trazado por Martí: “Ser culto es el único modo de ser libre”. Tan sembrador concepto ubicaba lo cultural en una dimensión inseparable del libro y la lectura, pero irreductible a lo libresco academicista, y que requería ejercer el pensamiento propio.
No hay que asombrarse, pues, de que en la aludida autodefensa de Fidel en el juicio que se le aplicó en 1953 se halle, mucho más que citas de Martí, una manera de ver la realidad por sus ojos, y sin nubes pasatistas contrarias a la capacidad de germinación del legado martiano. Sobre tales bases, el 29 de mayo de 1955, desde las páginas de Bohemia, al desmentir falsedades de un esbirro sanguinario, afirmó: “es el Apóstol el guía de mi vida”. Para abrazar la herencia de Martí, su más logrado discípulo y continuador no se contentó con hallar en sus textos una fuente de aforismos elegantes, sino —homenaje raigal si los hay— una brújula para la vida.
La frase que da título al alegato, La historia me absolverá, remite al discurso que Martí pronunció el 17 de febrero de 1892 y se conoce como La oración de Tampa y Cayo Hueso. Con la convicción ética sobre lo que se hace, terminó refiriéndose a la labor unitaria que llevaría a fundar el Partido Revolucionario Cubano: “¡[…] la historia no nos ha de declarar culpables!”. En el alegato, donde Fidel insistió en cuán costoso habría sido para el pueblo cubano dejar morir a su Apóstol, la huella de este es tan omnipresente que el mejor modo de mostrarla es reproducir todo el texto.
Ante un apotegma del peso de “primero se hundirá la isla en el mar antes que consintamos en ser esclavos de nadie”, ¿cómo no recordar la terminación del discurso de Martí en el Steck Hall neoyorquino el 24 de enero de 1880? Allí el orador sentenció: “¡Antes que cejar en el empeño de hacer libre y próspera a la patria, se unirá el mar del Sur al mar del Norte, y nacerá una serpiente de un huevo de águila!” También sostuvo: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”, idea que se siente en la base del concepto de pueblo sustentado en La historia me absolverá.
Memoria del corazón
Así de orgánico fue, es, el abrazo de Fidel a Martí. En español la etimología del verbo recordar habla de lo que se vuelve a traer al corazón —como no solo en sentido figurado concierne a ese órgano el vocablo cordial—, y en otras lenguas aprender de memoria se dice aprender de corazón. Tal es la manera como procede entender la asunción de textos martianos por Fidel.
A lo visto con respecto a La oración de Tampa y Cayo Hueso y La historia me absolverá, añádase, entre otros posibles ejemplos, el pasaje de la carta del 15 de diciembre de 1893 en que Martí le dice a Antonio Maceo: “Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz”. Esa declaración la condensó Fidel en una máxima que ha recorrido el planeta: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. Martí habló de la fama, y su discípulo, que alcanzó el poder y siempre se manifestó dispuesto a mantener a raya el asedio de la gloria, hizo de aquel texto una apropiación que rebasa el plano lexical.
Toda recreación legítima y de altura ofrece destellos sugerentes. El líder de la Revolución Cubana, refiriéndose al heroísmo de su pueblo, años después del triunfo de 1959, en medio de la brutal hostilidad imperialista, dijo que no solamente merecía la victoria y un sitio en la historia, sino también “un lugar en la gloria”. Al replantear aforísticamente lo dicho por Martí a Maceo subrayó, acaso sin proponérselo, el valor de lo elemental natural. A una eminente estudiosa de Martí, iluminada por el patriotismo y la poesía, le oyó el autor de este artículo decir al respecto: “Eso habla de lo grandes que son la humildad y un grano de maíz”.
El culto a la humildad por parte de Martí y de Fidel es el propio de los seres extraordinarios, no la resignación a la intrascendencia. Alguien como Martí puede sostener lo que, dicho sin su grandeza, puede parar en la injusticia y la ingratitud: “Nada es un hombre en sí, y lo que es, lo pone en él su pueblo. En vano concede la Naturaleza a algunos de sus hijos cualidades privilegiadas; porque serán polvo y azote si no se hacen carne de su pueblo, mientras que si van con él, y le sirven de brazo y de voz, por él se verán encumbrados, como las flores que lleva en su cima una montaña”.
El pueblo solamente puede depositar la energía propia de la grandeza, y una confianza a esa altura, en quienes tengan fuerza para cargar con ellas. Tal relación entre individualidad y colectivo, entre líder y pueblo, explica la permanencia de Martí en la memoria y en la querencia de la patria, y la capacidad de Fidel para abrazar esa lección y darle continuidad fecundante en un camino donde ambos fijaron la estrella de su impronta personal.
Un logro de semejante envergadura sería impensable sin el talento que ambos tuvieron, y sin el valor que supieron dar a la unidad revolucionaria, fomentada por ellos con la autoridad moral de su entrega a la lucha con una actitud que recuerda la citada carta de Martí a Henríquez y Carvajal: “hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”.
En él, ese logro lo corroboró su capacidad de supervivencia tras la muerte, capacidad que se consumó por su propio poder de irradiación, por el empeño de luchadores lúcidos que retomaron su legado y por el fervor que merecidamente generó en el pueblo. Así la herencia patriótica y revolucionaria de quien en el presidio pasó “sereno entre los viles” se mantuvo incorruptible en medio del cieno de la República neocolonial.
De luz en luz
Asimismo el legado del líder de la etapa de luchas conocida por antonomasia como Revolución Cubana vivirá por encima de su muerte. Si brilló de un modo especial —recordemos palabras de Ernesto Che Guevara— en “los días luminosos y tristes de la crisis del Caribe”, desde la noche del 25 de noviembre de 2016 le ha dado a la patria días tristes, por las dimensiones de la pérdida, pero también luminosos, por las reservas de potencialidad patriótica y revolucionaria que el pueblo ratificó ante su partida.
Al definir en Patria la naturaleza de la revolución que se gestaba para independizar y sanear el país, Martí expresó confianza en el pueblo. Lo hizo con la certidumbre que le proporcionaba comprobar que a los patriotas residentes en el país y a los que, como él, habían tenido que emigrar los unían ideales y acción.
Con esa luz apreció que en todos primaba la voluntad de servir a la patria: “Viles tenemos, pero más grandes que viles. Habrá un humilde para cada soberbio: seremos ala de aquella otra ala. Y con dos alas, volaremos mejor. No somos hombres aquí: somos amigos del hombre. No somos pasiones aquí: somos pabilo que se consume para que nuestro pueblo luzca: alfombra somos, para que pise nuestro pueblo”.
Tal era la tesitura de quien echaba su suerte “con los pobres de la tierra”, y así preludió la que Fidel definiría como revolución “de los humildes, por los humildes y para los humildes”. Ni uno ni otro serían bien vistos por quienes aspirasen a perpetuarse sentados sobre las espaldas del pueblo, y que, por tanto, servirían al amo, yanqui o español —como escribe Martí a Mercado en su carta póstuma—, que les asegurase tal privilegio.
En esa carta, refiriéndose al eventual destino que pudiera asignarle la asamblea de representantes del pueblo insurrecto —aunque difícilmente se le hubiera confiado a otro, viviendo él, la guía de la República en armas—, afirmó: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad”. Pensaba en la posible oscuridad del destino aludido, no en la suya, pues no la había en él. Hombre luz, añadió: “Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Tras contingencias y tragedias históricas —en las cuales sobresalió su propia muerte en combate— fue necesario esperar a que, sobre la base de lo braceado después de la tragedia de Dos Ríos, la generación del centenario martiano, vanguardia conducida por Fidel, obrase para hacer realidad los planes del Maestro. En el camino labrado por esa avanzada patriótica —cuyo empeño condujo a la victoria de 1959— creció, afán tras afán, siembra tras siembra de ideales, logro tras logro, la significación de Fidel.
El culto a la memoria de Martí incluyó la diseminación de bustos y otros recursos iconográficos que —en medio de la realidad política dominante, que lo negaba— jalonaron la permanencia de su legado junto a la difusión de su obra escrita y a la prédica basada en sus ideas. Tras más de medio siglo de consumación de esa herencia a la altura de tiempos signados por ideales socialistas, Fidel coronó en vísperas de su muerte una idea que mantuvo a lo largo de su vida como líder: pidió que no se diera su nombre a instituciones, a sitio alguno del país.
Cimas contra la muerte
Con lealtad a su ejemplo, continuando por el camino correcto la obra que él abonó y dejó marcada por su grandeza —tan inimitable como paradigmática: Fidel es Fidel, se ha dicho, como también es justo decir Martí es Martí—, podrá el pueblo mantener vivo su legado junto al del Maestro. En la Cuba revolucionaria es cuestión de haber empezado ya a cumplir ese afán, para que generaciones futuras no tengan que levantarse con el fin de impedir que ellos mueran.
Sería absurdo sustituir el entendimiento de tal continuidad por el afán de escoger, como en un cuadrilátero de boxeo, a un triunfador individual, ignorando las diferencias de épocas y las calidades extraordinarias que hacen de ambos las cimas singulares que son. Tal vez Fidel, quien, como Martí, encarnó la capacidad zahorí de vislumbrar el futuro, quiso también prevenir que el entusiasmo y la falta de mesura —el no llegar o pasarse— condujeran a sobresaturaciones vaciadoras de sentido, cuando no patéticas.
Tal pudiera ser el caso de la sugerencia hecha por un profesional cubano de la información mientras reportaba para una televisora amiga, desde la Plaza de la Revolución José Martí, el tributo póstumo que allí la multitud conmovida rendía a Fidel y, por extensión, al Martí que daba cobijo histórico y moral a un acto de tan entrañable justicia. Según la peregrina sugerencia aludida, cabía rebautizar la Plaza con el nombre del líder recién fallecido.
En esa Plaza, que seguirá honrándose con el nombre y la imagen de Martí, y con la presencia del Fidel que allí protagonizó junto al pueblo imborrables capítulos de la vida revolucionaria de la nación, ambos viven, y vivirán como en todo lo bueno que se haga en la patria. Los une el abrazo con que asumió Fidel el legado del Maestro, cuyos restos mortales ya los suyos acompañan de cerca: los custodian.
Ambos seguirán convocando al pueblo a no olvidar ni traicionar su historia, a no cesar ni flaquear en la defensa de la justicia, de la equidad, de la independencia y la soberanía, a no sucumbir a tentaciones economicistas, a la prosperidad sin alma. Para cumplir el llamado que ellos hacen y harán será insoslayable mantener en alto las banderas del antimperialismo que los dos abonaron como deber fundamental y con una entereza que autoriza a repetir una vez más esta conocida convicción de Martí: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”.

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