“Esta adhesión a unos modos de interpretar el mundo contra los vientos y mareas de la realidad, esta obstinada aplicación de los mismos enfoques a cualquier campo o problema en busca de evidencias empíricas siempre triunfantes, nos recuerda más el comportamiento de la alquimia que aquel otro acorde con los cánones tantas veces descritos de la ciencia experimental”
José Manuel Naredo
“La economía es una rama de la teología”
Joan Robinson
- Hermenéutica
¿Qué pensaría un profano que se acercara con sana curiosidad a los sesudos tratados de los teóricos de la economía, con el loable fin de mejorar su comprensión de las intrincadas aristas de la realidad económica, ante la afirmación de que en esos modelos no hay cabida para el análisis del dinero, del beneficio, del capital, del tiempo, de la renta, de las grandes corporaciones ni del estado?
Si, llevado por la incredulidad ante tan insólita aseveración, perseverara en su intención de indagar en las fuentes originales adentrándose a través de la maraña de ecuaciones y construcciones lógico-formales hasta los supuestos basales de tan esotérica disciplina encontraría desarrollos del siguiente tenor, extraído de un comentario -levemente irónico- de Bernard Guerrien a uno de los manuales canónicos de la macroeconomía ortodoxa impartida en facultades de medio mundo: “Su libro empieza presentando “la teoría básica de los precios”. De hecho, Barro nunca trata en su libro «de los» precios, sino de un precio, denotado por P, presentado como el nivel de precios, pero que en realidad designa el precio del único bien de la economía. El capítulo siguiente versa sobre la «economía de Robinson Crusoe». Barro explica que, en aras de la «claridad», va a examinar «una economía de familias aisladas idénticas en la que cada una se parece a Robinson Crusoe». El meticuloso autor observa de refilón que con bienes idénticos y familias idénticas “existe entonces un pequeño problema: ¿por qué razones vendería y compraría la gente éste bien?”. ¡He ahí una pregunta muy pertinente! La “solución”, avanzada por el otro Bob, Lucas, para propiciar algún estímulo al intercambio que ponga en marcha el engranaje, propone considerar que los bienes difieren en el color y que cada familia se especializa en la producción de bienes de un color, aunque desee consumir bienes de todos los colores. Consciente quizá de lo ridículo de esta “solución”, Barro evoca la naturaleza “abstracta” de su tarea, que está destinada, sin embargo, “a capturar en un modelo concreto algunas características del mundo real”.
A nuestro estupefacto lector esta última pretensión le parecería tan inverosímil, a la vista de los endebles mimbres utilizados en tan “formidable” ejercicio de modelización abstracta, que con toda seguridad abandonaría cualquier intención de continuar profundizando en ulteriores complejidades lógico-matemáticas. Por esotérico que todo ello pudiera parecer, cualquier estudiante de primer curso de la carrera de economía puede dar fe de que galimatías de este cariz, seguidos de una avalancha intimidatoria de “páginas y páginas llenas del críptico lenguaje de las matemáticas”, son una buena muestra de la manera de razonar de cualquier teórico “cabal y de buena reputación”. De nuevo Guerrien: “Está claro que nuestros sabios y expertos tienen un gran interés en mantener su reputación complicando sus modelos a su gusto, lo que los vuelve de difícil acceso para cualquier otra persona que no sean ellos mismos y permite de paso encubrir el hecho de que actúan en mundos totalmente imaginarios”. Y sin embargo, precisamente en la supuesta perfección ideal de la “religión matematizada” en que consiste esta disciplina autista reside su arrogante pretensión de erigirse en delimitadora de una esfera económica autónoma, totalmente separada de los otros ámbitos de la vida social y generadora de leyes inmutables, ajenas a cualquier “contaminación” de tipo ético y cuya aplicación política adecuada producirá benéficas consecuencias a los ignaros súbditos.
Como explica Michel Husson: “El espíritu científico en economía consiste en decir que existen leyes -‘regularidades sorprendentes’- y la ética del economista es entonces dirigir, sobre la base de su saber, recomendaciones a la sociedad. También estará probablemente persuadido de que su gestión está libre de toda desviación ideológica y que solamente le inspiran las enseñanzas de la ciencia pura. Para él, la ideología está únicamente del lado de los que sostienen proposiciones alternativas sin fundamento científico”.
Virtudes “teologales” como que los mercados siempre se ajustan hacia el sagrado equilibrio; que el dinero es neutral; que los mercados financieros son “eficientes” (los precios de los activos reflejan siempre los “fundamentos” y no tiene sentido la especulación); sobre la primacía incuestionable de la gestión privada sobre la pública o la obsesión patológica con la inflación son absurdos dogmas sagrados que no resisten la prueba de los hechos. Sin embargo, elaborar modelos que conduzcan a reforzar la creencia en tales entelequias y a combatir implacablemente a los sacrílegos que osen cuestionarlas es la ocupación de los mejores cerebros de la disciplina. Como explica Rolando Astarita: “estas abstracciones pueden comprobarse en los infinitos papers que se elaboran en cientos de universidades y centros de investigaciones, con miles de economistas resolviendo puzzles insulsos y escribiendo fórmulas matemáticas que nadie sabe a qué conducen”. Guerrien resume el punto nodal: “La profesión se perpetúa de este modo por cooptación: sólo se aceptan aquellos que hacen el juego, se tragan la purga matemática y proponen nuevas fábulas y, si es posible, en sintonía con las corrientes de moda. Estos absurdos y esta ceguera en personas que, por otra parte, proclaman alto y fuerte el carácter científico de su investigación únicamente se pueden explicar por el peso de la ideología y de sus convicciones previas: convencidos de la «eficacia» de los mercados en la asignación de recursos no pueden hacer otra cosa que intentar “demostrar” que esto es así, aunque sea a costa de las aberraciones que hemos indicado”.
- Política
Algunos popes de tan transparente y venerable disciplina, sin ápice alguno de cinismo, practican además la retórica autocomplaciente. En un plúmbeo texto con el llamativo título de ‘Apología del economista’ –“excusatio non petita…”- Arthur Pigou hace la siguiente declaración de intenciones sobre los loables fines de su desinteresada profesión-¡que los arcángeles tañan los celestiales violines!-: “Concédase al economista que en su ciencia, como en las otras, la verdad no surge siempre de su asidua búsqueda; pero no es suficiente encontrar la verdad ya que la justificación final de su obra es fruto de la práctica, del beneficio que su conocimiento proporcione al bienestar humano. Hay que transportar de alguna manera la verdad de la sala de estudio al mercado. La verdad debe llevarse al espíritu de aquellos que dirigen los negocios y utilizarse en su obra”.
En contraste con la huera retórica de Mr Pigou –nótese que la aplicación práctica de su preclaro saber, inicialmente destinada a promover el ‘bienestar humano’, en un brusco desplazamiento en el que quizás aflore el traicionero inconsciente, queda inmediatamente restringida a ‘los que dirigen los negocios’-, otros sumos sacerdotes de la teología económica muestran una actitud bastante más escéptica acerca de la posibilidad de “llevar la verdad de la sala de estudio al mercado”. El celebérrimo exministro griego de finanzas Yanis Varoufakis relata la siguiente conversación entre Kenneth Arrow -ilustre teórico y matemático, arquitecto de uno de los pilares basales de la catedral teórica de la escolástica neoclásica: la teoría del equilibrio general- y un ingenioso profesor asistente a una sesión magistral del maestro en los años 90: “Profesor Arrow, la ecuación 3.3 me recuerda al argumento a favor del tipo de impuesto ad valorem que se podría introducir en los casos en los que la tasa fiscal progresiva…”; el maestro le interrumpió inmediatamente y con cierta, quizás excesiva, condescendencia le amonestó del siguiente tenor: “Querido muchacho, estás cometiendo un terrible error: confundir lo que es interesante con lo que es útil. Lo que dices es interesante pero si realmente trataras de aplicarlo a cualquier medida política real sería altamente peligroso”. Parece pues que los gurús de la férrea axiomática modelizada que sustenta las bases de la disciplina no tienen excesiva confianza en la posibilidad de que sus “interesantes” construcciones traspasen el umbral de la utilidad práctica para aplicarse a los ‘mercados realmente existentes’. Como añade sarcásticamente Varoufakis –que describe la vulgata de la teología económica como “una religión basada en ecuaciones y una abundante dosis de mala estadística”-: “Imaginen un mundo donde la política económica fuera predicada en base a modelos que asumen en su núcleo axiomático que no existe el tiempo, ni el espacio, ni las grandes firmas, ni el beneficio o el dinero. Sería realmente terrorífico”.
La confidencia del tótem del “equilibrio general” explicita uno de los rasgos esenciales de la construcción ideológica del mainstream: la completa disociación entre una teología económica pura, profundamente positivista y metafísica y su “interfaz normativa”, dedicada a la fundamentación pseudocientífica del discurso del capital. De este modo, las concepciones ultraliberales que habían sido totalmente demolidas por la crítica keynesiana de la época fordista retoman el control del diseño de la política económica neoliberal por razones totalmente ajenas a las que deberían estar involucradas en un estricto debate científico.
Husson capta la esencia del asunto: “Uno de los efectos de esta configuración es la desaparición de toda controversia científica abierta. Es una de las paradojas del campo: el respeto de los criterios de cientificidad tomados prestados a la física se acompaña con la aceptación acrítica de todo estudio de caso que satisfaga las normas puramente formales. La idea de los estudiantes críticos de caracterizar esta disciplina como autista corresponde perfectamente a la realidad del campo. La economía oficial es aún ciencia inmóvil en el sentido de que no registra ningún progreso acumulativo por invalidación gradual de hipótesis erróneas o de modelos incompletos”. Un devoto liberal seguidor de sir Karl Popper –estrechamente relacionado, dicho sea de paso, con el surgimiento y la consolidación de la escuela austriaca de Hayek y el monetarismo de Friedman, las ramas teóricas más furibundamente apologistas de la ortodoxia neoliberal- y de su archimanoseado criterio de cientificidad, probablemente se sentiría justamente escandalizado. Al igual que la “Santísima Trinidad” o la “Inmaculada Concepción”, los dogmas de la Ciencia Económica son inmunes a la falsabilidad racional. Husson de nuevo: “La evolución del campo de la ciencia económica no obedece a esta tensión, y más bien se caracteriza por la yuxtaposición de paradigmas alternativos que, hasta cierto punto, figuraban, al menos en estado de esbozo, en el momento de la constitución de la disciplina. Por ejemplo, la crítica a la que fue sometida la teoría neoclásica de la producción y de la distribución de la renta en el momento de las controversias cambridgianas tendría que haber desembocado en una invalidación irreversible de este esquema teórico”. Sin embargo, el dogma refutado, inasequible a la crítica racional, continúa siendo el catecismo oficial de la disciplina y – gracias a la docta perseverancia de los iniciados en los arcanos principios de la teología económica- sigue impregnando “el mundo de los negocios y la política”.
La proclamación de la “religión matematizada” por un sanedrín de teóricos y guardianes del templo –a pesar de las demoliciones de sus puntales axiales- ha corrido pues paralela al creciente uso de su racionalidad instrumental –supuestamente despojada de cualquier contaminación ético-moral- en los diseños de las políticas económicas. La autista y espuria abstracción de la teoría pura, deslegitimada por la refutación teórica y por la inverosimilitud de sus principios, no ha sido óbice para construir en su venerado nombre el arsenal de recetas neoliberales puesto al servicio del mantenimiento de la rentabilidad del capital. Excelente ejemplificación de lo que Pierre Bourdieu calificó de “confusión entre las cosas de la lógica y la lógica de las cosas”. De nuevo Guerrien: “Los políticos constantemente toman decisiones de orden económico que a veces tienen que justificar, si es posible, invocando lo que dicta la «ciencia» (tanto si creen en ella como si no). De ahí la necesidad de disponer de un cuerpo de «sabios» o de «expertos» que fabriquen modelos (las fábulas) que puedan servir de aval «científico» a las políticas propuestas. Así, la estúpida fábula del ilustre “nobelizado” Robert Lucas de las “dos islas” pudo haber servido de aval teórico a las políticas de retroceso del Estado del Bienestar que surgieron a finales de los años setenta”.
Nuestros conspicuos representantes de la “nueva macroeconomía neoclásica” –Mr. Barro y su estrecho colega Mr.Lucas- no tienen pues empacho alguno en descender de sus elevadas elucubraciones sobre los intercambios de bienes de colores entre isleños aislados (sic) para iluminar a los ignaros tribunos de la plebe con sus enérgicas recomendaciones de política económica extraídas de las honduras de su saber superior: “En 1983, Barro aplicó los argumentos de información asimétrica para mostrar que los bancos centrales deberían tener objetivos claros de inflación para luchar de forma efectiva contra ésta, objetivos que no deberían ser violados para reducir el desempleo. Esta línea de pensamiento ha tenido una enorme influencia en el diseño de las políticas de los bancos centrales (incluido el objetivo del 2% de inflación que el Tratado de Maastricht impuso al Banco Central Europeo)”.
Así pues, bajo el manto “bendito” de la lucha contra la inflación –enemigo mortal de la rentabilidad rentista hegemónica en el capitalismo financiarizado- se esconde la finalidad real de lograr la desaparición de la soberanía monetaria de los estados, maniatados por la sacrosanta “independencia” del todopoderoso Banco Central e incapacitados para facilitar estímulos a la economía a través del gasto con déficit, cuarto jinete del Apocalipsis para los apóstoles de la “libertad económica”. Toda la matraca del ariete neoliberal se dirige pues a culpar al gasto público y a los precarios restos del estado del bienestar de sofocar la inversión privada conllevando un incremento de la ineficiencia y un irremediable perjuicio a la “sana gestión privada de los asuntos económicos”: “El gobierno debilita a la empresa privada mediante políticas fiscales (impuestos y deuda) y ocasiona la inflación con una política monetaria expansionista, provocando desempleo creciente y desestabilizando la economía. Además de aumentar la demanda agregada y hacer subir los precios, los déficits fuerzan al gobierno a competir con el sector privado al pedir dinero prestado. Los tipos de interés más altos «expulsan» los créditos de la inversión privada, lo que en última instancia lleva a unas tasas de crecimiento más lentas de la productividad y el output”.
Basándose en esta papilla de argumentos pseudocientíficos de la vulgata neoliberal, propalados hasta el paroxismo en todas las tribunas de los mass media, los gobiernos de todo el mundo, siguiendo las deletéreas ideas monetaristas de Hayek y Friedman, han implementado desde los años 80 un programa sistemático destinado a fomentar y proteger privilegios legales –monopolios privatizados, regalías fiscales, desregulación financiera, reformas laborales, etc-, rebautizados como “derechos” sagrados de la iniciativa privada, cuyo único objetivo real es garantizar el pago de rentas a la plutocracia financiera y rentista y la creciente expropiación de derechos de la masa laborante.
- Genealogía
¿Cuáles son pues las raíces históricas de esa disociación, de esta huida de la realidad hacia la teoría “pura” de la teología económica -basada en la metafísica vulgar del homo oeconomicus, individuo aislado, racional y optimizador en un entorno de mercados perfectamente eficientes y equilibrados- combinada con una apología sin tapujos de la política del capital? ¿Dónde se sitúa el nudo gordiano que explica la escisión entre este intento “idealista” de evacuación de todo lo que de material pueda haber en el reino de la mercancía y el análisis racional de la realidad de la vida social bajo condiciones capitalistas?
Nada de lo anterior se puede comprender sin acudir a la génesis de la llamada “teoría subjetiva del valor”, surgida a finales del siglo XIX como reacción a la “teoría objetiva del valor”, que constituyó la base del análisis teórico de la economía clásica. El fulcro del que nació la escolástica marginalista, en palabras de Pierre Vilar, “fue la violenta reacción ante la tradición de economía política que arranca con Smith y Ricardo y que culmina con la demoledora crítica de Marx –cuya obra lleva el significativo subtítulo de ‘crítica de la economía política’- y la consiguiente inserción del capitalismo en la sucesión de modos de producción con su tiempo histórico y su fecha de caducidad”. Ante esta historia “razonada” a través del conflicto entre las clases por el excedente económico –el “materialismo histórico”- la aterrorizada ortodoxia huyó de la realidad hacia el aséptico universo de la teoría pura y el subjetivismo: “la negación de la realidad por parte de una clase”. El hecho de que las obras fundamentales de Jevons, Walras y Menger –los fundadores del marginalismo y de la ortodoxia neoclásica vigente en gran parte hasta nuestros días- se publicaran entre 1871 y 1873, justo después de la violenta explosión social de la Comuna de París y cinco años después de la publicación de “El Capital” constituye una prueba irrefutable de la reacción escapista de la ciencia social burguesa. La magnífica exposición de Cole, Cameron y Edwards merece ser citada in extenso: “Esta combinación de economía teórica despojada del concepto de clase y de política práctica dotada de creciente agresividad es quizás la inevitable respuesta conservadora a un formidable desafío. En 1871, la Europa burguesa había sido sacudida por el primer proceso revolucionario contra la legitimidad de su autoridad: la Comuna de Paris. El proyecto de Smith de reconciliar la búsqueda del interés propio individual con la armonía social se resucitó entonces para demostrar que la «clase» no necesitaba ser una categoría analítica central en economía. Sólo que esta vez este proyecto iba a expresarse en términos matemáticos para así ganar tanto la credibilidad como la mística propia de una ciencia.
El muy extendido desafío socialista, y no el intercambio internacional del conocimiento, ayuda pues a explicar por qué William Stanley Jevons (1835-82), un economista británico, Carl Menger (1840-1921), un profesor de economía en Austria-Hungría, y Leon Walras (1834-1910), profesor de economía en Lausana, Suiza, publicaron libros a principios de los años 70 del siglo XIX exponiendo ideas que aparentemente se habían desarrollado independientemente, pero que mantenían un parecido sorprendente. En los años 70 del siglo XIX, la necesidad histórica (la respuesta al desafío revolucionario) y la búsqueda de la legitimidad metodológica (el manto de la ciencia asociado a la formulación matemática) se combinaron para configurar el nuevo paradigma”.
El corolario inevitable de la búsqueda de una teología que describiera “un orden perfecto esencialmente sin clases sociales” fue la fulminante eliminación del campo de estudio de la flamante teoría económica –que, nada casualmente, había perdido por el camino el adjetivo de ‘política’ procedente de la ominosa época clásica- de la distribución del excedente entre los partícipes del “juego económico”: capitalistas, asalariados y rentistas. En palabras de Astarita: “La necesidad de ocultamiento -ocultar la explotación del trabajo- y la inclinación a la apología de lo existente, han llevado a construcciones abstractas, que ni siquiera sirven para captar a vuelo de pájaro lo que está sucediendo en el mundo real”. El “racionalismo desesperado” de la formalización lógico-matemática posibilitó el abandono de la peligrosa visión holística de la economía como ciencia social rectora en la búsqueda de una “historia total” para recubrirse espuriamente del manto legitimador de los métodos de las “auténticas” ciencias formales–física y matemáticas-. Como dice Vilar: “si el cálculo no vale más que en la economía pura, el historiador puede abandonarse a su colección de hechos inconexos, el sociólogo a su colección de formas y el político a su eterna improvisación”. Operando esta artificial e ideológica fragmentación del campo de las ciencias sociales para asimilarse – a través de la visión hipostasiada de la ciencia cristalizada en el enérgico positivismo de las monografías “de lo concreto”- a las metodologías de las ciencias lógico-matemáticas quedó aparentemente neutralizado el peligroso intento de la tradición clásica que culmina en Marx de hacer una “historia razonada” integradora de las ciencias del hombre. De nuevo Vilar: “la reacción, después de 1871, de las ciencias humanas burguesas contra Marx, instintiva o sistemáticamente, las ha conducido en realidad fuera de la ciencia”.
Y precisamente por eso, por tratarse de la forma ideológica mistificadora más depurada de legitimación del orden social vigente, generadora de una esfera pretendidamente autónoma, dotada de pretensiones de cientificidad y constituida más allá de la política, de la ética o de la justicia social, cualquier intento sólido de construcción de un sujeto de cambio debe incluir la crítica frontal del discurso del capital que es la teología económica.
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