A las niñas se les regalan muñecas para que aprendan desde temprana edad a que su lugar en la sociedad es el de parir y cuidar niños; niños que serán sus hijos, hermanos, nietos, sobrinos, novios, amantes, compañeros, esposos…, cualquiera que sea el grado de consanguinidad o no, pero su función en la sociedad es la de ser madre en todo el contexto patriarcal, es decir; dejar de existir para servir a los demás.
A los niños se les regalan pistolas y carritos, para que agarren la calle y sepan que de guerras está hecho el género masculino. -¿Será?- Pocas veces se les dan juguetes sin esa marca de género tan patriarcal, juguetes que llamen a la inclusión y a eliminar los estereotipos. Los juguetes están marcados hasta por sección y color en las tiendas: niños-niñas.
Empezamos muy mal, desde la edad temprana de 0 a 5 años en que los niños y niñas imprimen todo como esponjas, los vamos marcando con esos patrones devastadores que los dañan en la infancia y los dañarán en la edad adulta, porque lo que se aprende de 0 a 5 años raras veces se borra del inconsciente de un niño.
Pero la peor parte la llevan las niñas, que serán adolescentes y mujeres adultas y en todas las etapas de sus vidas serán marcadas por esa división de género y por los patrones de crianza patriarcales, misóginos y machistas que de una y otra forma buscan mutilarnos como género.
Las mujeres somos obligadas a callar el dolor, la ira, la frustración, la depresión, las pérdidas que son muchas, a guardar nuestros sueños debajo de la almohada o en algún recipiente de la cocina. Muchas veces lanzarlos al bote de la basura para que se los lleven lejos y no volverlos a ver nunca más. Y la vida pasa y cambiamos de niñas a mujeres adultas con el estigma en la piel y la memoria, con las marcas de género como espinas incrustadas en los sentidos. Con la violencia vivida acumulándose como escarcha, como un bloque de cemento sobre los hombros, como una soga ahorcándonos, como enormes cadenas que no nos permiten caminar.
Eso es el patriarcado en el que crecemos: el acoso en todas las formas posibles, la violencia que tiene tentáculos gigantes como la impunidad. Y nosotras tenemos la responsabilidad milenaria de seguir resistiendo, no solo por nosotras mismas pero por todas las que fueron silenciadas y molidas a golpes. Resistir por todas las que lucharon para que hoy podamos alzar la voz. Y claro que ahí entran las transgresoras que tiraron piedras y se encadenaron a puertas, entran las que manifestaron y llenaron las calles de consignas, las que se atrevieron a escribir, las que se atrevieron a correr, a patinar, a gritar, a esculpir.
Pero también las transgresoras de toda la vida, que en silencio cortaron verduras, remendaron ropa, cuidaron fiebres, partieron leña y fueron forzadas a abrir las piernas a un compañero violador. A un patrón misógino. Las que nunca recibieron aplausos ni loas, las que sus nombres no los guarda la historia del feminismo, pero fueron millones de ellas en la oscuridad y el abandono, resistiendo.
De ellas viene nuestra fuerza, de ellas tenemos que nutrirnos, porque aunque vivamos en una aparente soledad no somos islas, nos entrejemos, somos parte de una hiedra que reverdece y se expande por más que pretendan arrancarla de raíz y secarla.
Recuerdo hoy las palabras de Virginia Woolf, una escritora que no fue a la universidad pero que fue una universidad en sí misma y que nos la dejó a las generaciones posteriores, con muchos libros por leer ¿se puede ser más transgresora?: “Escribir mujeres, escribir que durante siglos se nos fue negado”. A esto agrego que escribamos, todas, que tengamos nuestros diarios donde tomemos unos minutos al anochecer y conversemos con nosotras mismas, que nos amemos, nos acariciemos, nos abracemos, nos perdonemos, en la soledad de una hoja en blanco que no necesita ninguna otra compañía más que la de nosotras mismas.
Pero cuando no podamos escribir, que nos atrevamos a pintar, a caminar, a correr, a hacer ejercicio, a saltar, a gritar, a observar, a cuestionarnos, a formular un análisis; que no es necesario muchas veces compartir con nadie más que con uno mismo. La respuesta a todo no es escribir, realmente no existe una respuesta absoluta, no es la puerta la escritura, hay muchas puertas, cada una de nosotras encontrará la propia y su propia forma de expresión; lo importante es no estancarnos porque ese enorme monstruo de tentáculos gigantes llamado patriarcado nos quiere sumisas, inmóviles y en silencio.
Un buen ejercicio generacional podría ser que en lugar de regalar muñecas a las niñas, les regalemos un diario y un estuche de acuarelas. Para que desde temprana edad sepan que tienen todo el derecho de expresarse y que para la expresión no hay forma precisa.
Me quedo con la frase de Virginia Woolf, que es aplicable en cualquier circunstancia en nuestras vidas. Y nunca dejemos de pasar la estafeta, porque es así como reverdece esa enorme hiedra que hace de nuestro género la resistencia misma.
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