Las dos naciones
Como suele suceder
en España desde el siglo de oro, la montaña del bragadoccio tradicional,
el energumenismo patrio, el vociferante franquismo, ha parido un ratón. O
45.000 ratones, que viene a ser lo mismo. "Fuese y no hubo nada".
Atruene usted los
aires con los clarines de combate, llame a los vivos, a los muertos y a los de
los luceros. Págueles, generoso, el viaje y añada un bocata. Convoque a las
legiones fraternas, los camaradas del fascio y a los quintacolumnistas
incrustados en otros partidos, especialmente el PSOE. Clame contra el ultraje a
la unidad de la Patria. Denuncie la Antiespaña separatista, exija la marcha del
traidor Sánchez, obligado a convocar al pueblo español a elecciones. Y, entre
tanto, demande la detención inmediata de los líderes independentistas en
libertad. Españoles: peligra la unidad que Franco nos encargó que preserváramos
a toda costa. Toque zafarrancho de emergencia nacional
...y le acuden 45.000 almas. El ridículo es descomunal. Y
fuente de comparaciones humillantes. Aquí no va a haber ni la habitual pelea
por la cantidad de asistentes. Se conocían todos. Puigdemont recuerda que 45.000 fuimos a Bruselas pagándonoslo de nuestro
bolsillo. Otros cálculos hacen risa de las proporciones. 45.000
de 7 millones son un 0,64%, mientras que de 45 millones, son un 0,1%. Hay
incluso quien recuerda que, en Colón, había nutrida representación
catalana-española, mientras que en Bruselas no había más españoles que los
DNIs. A lo cómico de los números se unen las inevitables anécdotas
berlanguianas: el ex-ministro del Interior, Fernández Díaz, el de la ley
Mordaza, los fiscales afiladores, la policía política, la demolición de los
sistemas sanitarios, las condecoraciones a la Virgen, el Valle de los Caídos y
las procesiones a Lourdes, aseguraba contundente que se manifestaba porque
"ya está bien de aguantar". Y, curiosamente, no se refería a él
mismo.
Esta chufa
fenomenal del integrismo español muestra con claridad meridiana la situación
actual en un sentido profundo. Tomo el título de una novela de Benjamin
Disraeli, Sybil o las dos naciones, que formula el programa
político del conservadurismo británico en el siglo XIX: la reconciliación de
los ricos y los pobres a base de denunciar la mísera situación de estos. Llama,
pues, "naciones" a los ricos y a los pobres. Una muestra de que el
concepto de nación, siendo subjetivo, puede aplicarse por cualquier motivo (por
ejemplo, la lengua) siempre que sea voluntariamente compartido por un
pueblo.
Catalunya es una
nación por voluntad expresa de la mayoría de la población y nadie, ningún
tribunal, puede negarle esa condición. Lo ha demostrado fehacientemente. La
comparación más destructiva con la ridícula manifa de ayer es con la
participación en el referéndum del 1-O. A un llamamiento en pro de la
respectiva nación, al de la catalana acuden más de dos millones en condiciones
de amenaza, hostigamiento y represión, mientras que al de la española solo lo
hacen 45.000, en jornada tranquila y con el viaje pago.
Nadie duda de que
España sea una nación, aunque solo acudan a su angustioso llamado 45.000
personas. Menos, pues, ha de dudarse de que lo sea Catalunya, a cuyo llamado
acuden millones. El derecho de Catalunya a ser tratada como lo que es, una
nación, es igual al de España. No más, pero tampoco menos, y debe ser
reconocido sin ambages como justo tributo a la voluntad tozuda, secular, de los
catalanes de perserverar en su ser nacional. Quien falte al respeto a esta
voluntad colectiva de otros no puede tenerlo por la que supone propia.
Se dirá que, si la
convocatoria de Colón hubiera ido firmada por todos los partidos españoles y no
solo el trío de la bencina, la asistencia hubiera sido muy otra. Es posible,
aunque muy dudoso, y, desde luego, impensable, dada la enemistad cerrada entre
la derecha y la izquierda españolas. Porque este es el problema: los
nacionalistas españoles no comparten la idea de España, mientras que los
indepes catalanes sí comparten la suya de Catalunya: una República
independiente.
Cuando el servicio
municipal de limpieza retire las ajadas banderas que ayer ondeaban al viento, y se aquiete la barahúnda, se
verá que España, el Estado español, no tiene nada que ofrecer a Catalunya y,
por eso, no quiere negociar. Se verá también que tampoco está en condiciones de
amenazar porque, en contra de los augurios de los medios unionistas, carece de
apoyo popular. Y, por eso, no tiene otro remedio que negociar.
Sánchez insiste en
que el independentismo no es mayoritario en Catalunya. Nadie sabe de dónde saca
ese dato cuando los conocidos dicen lo contrario. Es decir, Sánchez miente
porque teme que, si se autoriza el referéndum, lo pierde. Como todas las
mentiras, se mueve en el terreno de la confusión. Lo que sí está claro, en
cambio, es que lo que no es mayoritario en España es el unionismo vociferante,
reaccionario, nacional-católico y franquista.
La castaña de las
huestes apostólicas abre una ventana de oportunidad para el presidente español. Una
buena ocasión para enmendar sus yerros: Torra lo invita a perder el miedo, y hacer propuestas
constructivas y lo mismo hace Tardà para quien, con una mesa de negociación
sobre la autodeterminación (entre otras cosas, no haya miedo), hasta pueden
aprobarse los presupuestos, si no lo he entendido mal.
Un juego político
democrático, propio de un Estado de derecho, abriría está posibilidad. El coste
para Sánchez sería alto, pero fugaz: bastará con que olvide la machada de que,
mientras él sea presidente del gobierno, no reconocerá el derecho de autodeterminación.
Si le molesta tragarse sus recientes palabras (aunque en otras ocasiones no
tuvo reparos), sírvase de precedentes. El rey Balduino de Bélgica abdicó
transitoriamente para no tener que sancionar una ley pro aborto que iba contra
sus convicciones. Pasada la ley, Balduino recuperó su trono. Haga lo mismo
Sánchez: pida una excedencia mientras se acuerda un referéndum de
autodeterminación en Catalunya, que es la única salida a este conflicto.
Vuelva el gobierno
a la mesa de negociación, de donde no debió levantarse por miedo a los
energúmenos. Vuelva y entable negociaciones en las que pueda hablarse de
autodeterminación. Recupere el relator y hasta asciéndalo a mediador. Era una
buena idea. No se arredre por la farsa judicial. Desentiéndase de ella. Es
el mismo barullo que en Colón, pero con togas. Y no me extrañaría que algunos
magistrados hubieran ido a la concentración. Lo de las presas y exiliados es
una injusticia que ha de resolverse; y de autodeterminación hay que hablar. Las
ideas no muerden. Muerden quienes las prohíben, y ahora se ha demostrado que
los que las prohíben quieren seguir mordiendo; pero ya no tienen dientes.
Solo los que
quiera prestarle el gobierno con la excusa de la continuidad institucional.
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