Europa y nuestras agendas políticas. Radiografía de dos fracasos
Santiago Alba Rico. Escritor y filósofo.
La UE –recordemos– es el resultado histórico de tres proyectos convergentes y no siempre armónicos. El primero, el manifiesto de Ventotene de 1941, un proyecto de Federación Europea orientado a hermanar a los pueblos de Europa y evitar una nueva guerra, proyecto promovido por prisioneros antifascistas, muy particularmente por el comunista Altiero Spinelli. El segundo, un proyecto estadounidense de estabilización política y económica de Europa que arrancó con el Plan Marshall de 1947 y que buscaba controlar el viejo continente en el marco de la Guerra Fría. Y tercero, un proyecto de las élites europeas para desarrollar un capitalismo ‘autónomo’ que devolviera a las naciones más poderosas –Alemania y Francia– su protagonismo y que comenzó a cobrar forma en 1951 con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero.
La UE –recordemos– es el resultado histórico de tres proyectos convergentes y no siempre armónicos. El primero, el manifiesto de Ventotene de 1941, un proyecto de Federación Europea orientado a hermanar a los pueblos de Europa y evitar una nueva guerra, proyecto promovido por prisioneros antifascistas, muy particularmente por el comunista Altiero Spinelli. El segundo, un proyecto estadounidense de estabilización política y económica de Europa que arrancó con el Plan Marshall de 1947 y que buscaba controlar el viejo continente en el marco de la Guerra Fría. Y tercero, un proyecto de las élites europeas para desarrollar un capitalismo ‘autónomo’ que devolviera a las naciones más poderosas –Alemania y Francia– su protagonismo y que comenzó a cobrar forma en 1951 con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero.
Más allá de la buena fe –o menos– de sus actores, que vincularon la ‘paz perpetua’ a los intercambios comerciales,
los tres proyectos presuponían como su condición misma la estabilidad
institucional y el cese de hostilidades en la zona históricamente más
guerrera del mundo. El problema es que los dos últimos proyectos no sólo
eran incompatibles con el primero sino que, como se está viendo 60 años
más tarde, sonincompatibles también con la estabilidad y la paz: un proyecto europeo de ‘mercado’,
cuyo motor es la desigualdad y la competencia elitista, sólo puede
generar conflictos y divisiones entre los pueblos. Basta pensar, como
ejemplo, en el desprecio alemán por la ‘periferia’ europea o en la
animosidad creciente de los griegos hacia los alemanes. La tiranía de la troika ha reactivado, en realidad, los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial (IIGM).
Del
proyecto primero sólo queda una sombra supersticiosa que a veces impide
–a la izquierda– abordar los problemas. El segundo sigue muy presente
en la incapacidad de la UE, por ejemplo, para fijar una política exterior común.
El tercero se manifiesta en el control del Banco Central Europeo y la
dictadura de la deuda. ¿Pueden servir las elecciones del 25 de mayo al
Parlamento Europeo –que no tiene apenas competencias legislativas– para
reactivar el primer proyecto y desactivar, o al menos frenar, los otros
dos? Obviamente no. ¿Nos jugamos algo en ellas? Obviamente sí.
Las elecciones al Parlamento Europeo se celebran a la sombra de un doble fracaso. Uno tiene que ver, en el Estado español, con la política nacional; es decir, con elcrepúsculo del régimen de la Transición y del bipartidismo dominante.
Nunca desde 1978 el campo político ha estado más abierto, con los
riesgos que ello entraña, pero también con las posibilidades inéditas de
intervención que permite. Las elecciones europeas ponen a prueba el
estado del bipartidismo español, cuyo declive pueden acelerar, al mismo
tiempo que pueden servir para construir o afirmar nuevos proyectos
políticos que, desde la izquierda, cuestionen en un futuro cercano la
hegemonía del PP y del PSOE. Estrasburgo y Bruselas, en este sentido,
deben ser sobre todo una etapa en el camino –largo, incierto y plagado
de minas– hacia La Moncloa.
Pero
hay que hablar también de otro fracaso, el de los tres proyectos arriba
citados y, por tanto, el de la idea misma de la UE. En términos
económicos, la eurozona está sometida a índices de paro y desigualdad sin precedentes desde 1950.
En términos políticos, nunca desde el fin de la II GM se había
deteriorado tanto la confianza ciudadana en las instituciones y la
democracia, garantía en definitiva de la convivencia europea y de la
derrota –al menos formal– del fascismo. De hecho, son muy sintomáticas, y
apenas exageradas, las voces que alertan de un paralelismo histórico
con los ‘30.
Las elecciones del 25 de mayo permiten medir la conciencia y profundidad de este fracaso. Como sabemos, son los partidos eurofóbicos de la ultraderecha europea los que están explotándolo en su favor,
con un éxito no desdeñable, pues no sólo están logrando movilizar el
malestar de las poblaciones sino, además, desarmar cualquier respuesta
de una izquierda que, frente a la ofensiva protofascista, se contrae en
un europeísmo supersticioso que, a su vez, legitima a la UE y
deslegitima su oposición a la misma. La denuncia ultraderechista de la
UE, en nombre de la ‘soberanía’, condena los proyectos segundo y
terecero, pero también el primero, democrático y popular, imposible bajo
la tenaza de los otros dos. El terror de la izquierda a ser
identificada con las posiciones de la ultraderecha, su justificada
reivindicación del primer proyecto, ya derrotado en el marco de la UE,
deja la iniciativa, en la lucha contra el segundo y el tercero, a las
fuerzas más peligrosas y reaccionarias de Europa.
Ahora
bien, es necesario no generalizar ni la potencia de la ultraderecha,
nada homogénea a nivel territorial, ni la desigual respuesta de las
izquierdas. Si bien es cierto que el sentimiento eurofóbico está
aumentando en todas partes, no es una casualidad el liderazgo ciclístico
en el pelotón ultranacionalista del Frente Nacional de Le Pen y de la
UKIP de Farage. En Francia la ‘soberanía’ es casi una marca cultural
identitaria, transversal a las clases y a los alineamientos ideológicos,
mientras que Inglaterra, de historia al mismo tiempo insular e
imperial, siempre ha desconfiado de las políticas de Bruselas. Muy
distinto es el caso del sur de Europa y, en concreto, de España,
Portugal, Grecia e incluso Italia, países con una memoria reciente de
dictadura y subdesarrollo económico y dotadas de escasa o contradictoria
soberanía nacional. Aquí el euroescepticismo, de derechas o de izquierdas, está muy lejos todavía de impregnar,
al menos virtualmente, el ‘sentido común’ de las mayorías sociales. El
caso de Syriza es paradigmático: una apuesta discursiva por la salida
del euro y la UE le haría perder votos, pero una victoria electoral en estas condiciones atará completamente su capacidad de maniobra, condenará sus políticas al fracaso y alimentará a medio plazo el apoyo a Amanecer Dorado, hoy todavía muy minoritario.
Pero
en el Estado español esta memoria histórica, que sigue gravitando
supersticiosamente en favor de la UE, constituye también una ventaja. Al
contrario que en Francia o en Inglaterra, la izquierda puede aún adelantarse a la derecha para construir un discurso al mismo tiempo anti-UE y proeuropeo.
No se puede escurrir el bulto. Las elecciones deben servir para
plantear el debate sobre la deuda y el euro, y para recuperar el
concepto de ‘soberanía’ como instrumento de movilización y gestión
económica antes de que el fascismo se apodere de él, cargándolo de
agresividad xenófoba y excluyente. Sólo así se podrá recuperar el
proyecto de Ventotene y Spinelli de una hermandad de pueblos que
comparten sus riquezas e intercambian sus ingenios bajo el signo de la
paz.
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