La izquierda y Podemos ante el estado y su democracia
- Escrito por Redacción
Luke Stobart
¿Por qué en la actual coyuntura importa tanto
el proyecto electoral de Podemos? ¿Por qué el 15M representó un antes y
un después tanto en el plano político como en el social? ¿Cuál es la
relación entre el desapego popular a los partidos y la hegemonía
neoliberal?
¿Por qué en la actual coyuntura importa tanto el proyecto
electoral de Podemos? ¿Por qué el 15M representó un antes y un después
tanto en el plano político como en el social? ¿Cuál es la relación entre
el desapego popular a los partidos y la hegemonía neoliberal?
¿Intervenir en las instituciones es la clave para echar atrás el
neoliberalismo? Si no, ¿debemos intentar entrar en ellas? Luke Stobart, activista de Podemos, empieza a contestar estas y otras preguntas.
Desde sectores más combativos se han hecho muchas críticas a Podemos y, especialmente, a sus impulsores más conocidos. Algunos de los reproches (a veces en forma de lo que Santiago Alba ha llamado “condena preventiva”, basada en la supuesta inevitabilidad de la traición por todo proyecto electoral1) se basan en una lectura superficial de esta nueva propuesta y de la coyuntura actual. Por ejemplo, se centran en oponer las luchas en las plazas de 2011 (la revolución) a la participación en la “política institucional” (el reformismo)2. Lo que se ha llamado el “nuevo reformismo”3 sería, dicen, fruto de la bajada de la lucha y el desánimo entre los y las activistas, representando un giro a la derecha.
Es cierto que existe frustración por los limitados cambios obtenidos tras tres años de movilizaciones históricas (la increíble PAH, las Mareas, la huelga general europea, la lucha de las y los docentes baleares y el 15M que impulsó este ciclo de lucha), pero no debemos exagerar la cuestión. En los últimos seis meses las protestas vecinales y laborales se han radicalizado y en algunos casos han ganado (en Burgos el vecindario del barrio de Gamonal, en Madrid los y las trabajadoras de limpieza que impidieron 1.500 despidos y la Marea Blanca que paró la privatización de 6 hospitales). El 22M fue la manifestación más grande desde hace muchos años y estuvo promovida por sindicatos combativos y movimientos sociales al margen del PSOE y las burocracias sindicales, lo que representa un avance en la contestación de clase a los recortes. La concienciación popular sigue avanzando, con una bajada del apoyo a los partidos y las instituciones (monarquía, modelo territorial, la Unión Europea y la misma constitución)4.
A veces activistas de estos nuevos proyectos han vinculado la motivación de su puesta en marcha con retrocesos en la movilización social5. Pero más voces han destacado como origen principal el choque entre el avance de movimientos como la PAH, que ha podido presentar una ILP en el Congreso con un millón y medio de firmas y que disfruta de un apoyo social enorme, y el bloqueo institucional a sus reivindicaciones. Santiago Alba Rico desarrolla bastante esta idea, argumentando que en la situación actual conviven dos elementos cruciales:
También es una gran ventaja que Podemos surja después de la experiencia del 15M. El rasgo más decisivo de este importantísimo movimiento social no fue su oposición a los recortes (aunque ésta estuvo bastante presente en las plazas), sino el rechazo a la política tal y como se entiende generalmente. Este rechazo, dirigido principalmente hacia los grandes partidos pero también de manera menos taxativa al resto de la izquierda, se expresó en el lema “no nos representan” y en la prohibición en las plazas de todas las organizaciones políticas y sus banderas. Este cambio de conciencia (que algunos activistas hemos resumido de manera imperfecta como “anti-politics” 7) ya es un fenómeno internacional en el periodo del neoliberalismo maduro en que la adopción del proyecto neoliberal por parte de la socialdemocracia (empezando aquí con el gobierno privatizador y precarizador de Felipe González) ha vaciado de contenido a “la democracia”. La aceleración de este divorcio con la política bajo la “austeridad obligatoria” y el consiguiente aumento del autoritarismo y racismo gubernamental ha creado el campo fértil a nivel internacional para que surjan toda una serie de nuevos movimientos críticos de todo color político: el racismo anti-institucional de UKIP en Gran Bretaña, las ocupaciones de espacios urbanos desde Wall Street hasta Turquía, el antipartidismo del magnífico movimiento estudiantil en Chile o el éxito electoral del contradictorio Movimiento Cinco Estrellas en Italia, entre otros. Estos movimientos son, en algunos casos, polos necesariamente opuestos, pero todos se alimentan del rechazo a la “política oficial”.
La democracia es preferible a la dictadura porque nos permite organizarnos más fácilmente y nos facilita algunas herramientas para corregir las injusticias, pero no representa el gobierno del pueblo por el pueblo –en este aspecto el anarquismo tiene razón. Políticos que se oponían al sufragio popular o la extensión del sufragio pronto encontraron que el sistema podría servir para contener o canalizar la protesta (algo que, bajo la presión de las calles, descubrieron Adolfo Suárez y otros “demócratas conversos”). Para el 1% normalmente no cuesta mucho mantener la política a su lado (a veces por medio del lobby empresarial), pero ante gobiernos que se salen del “juego” aplica las tácticas que critica cuando las usamos la izquierda: el boicot o la huelga. En Alemania, bajo Schröder, empresarios amenazaron con dejar de financiar al partido gobernante en protesta por las políticas redistributivas del ministro Lafontaine hasta forzar su dimisión. El gobierno de Mitterrand en Francia (a partir de 1981) y de Wilson en Gran Bretaña (1964) abandonaron programas sociales debido a las presiones de representantes del capital. Actualmente, en Venezuela y Argentina, pero también en Chile hace cuatro décadas bajo el gobierno de Allende (1970-73), los empresarios han hecho campañas de sabotaje económico (como la paralizante huelga de empresas del transporte por carretera en Chile).
Las presiones extraparlamentarias también surgen desde dentro del estado, que nunca es un instrumento “neutral”. Como analizó Ralph Miliband, quienes administran el estado (altos funcionarios, mandos militares, jueces…) suelen venir de unas pocas redes familiares y escolares de élite8. También, igual que la minoría de mandos que provienen de otras capas sociales, tienen una relación conflictiva con sus subordinados, animada por sus funciones (de controlar el gasto, aumentar las detenciones…) y por sus altos salarios, y acaban viéndose como una casta aparte dentro del estado. La mayoría del funcionariado ocupa una posición de clase distinta, pero está formado para obedecer –bajo la amenaza de despido o incluso arresto (militar).
La democracia representativa absorbe el conflicto de clase de manera más imperceptible. La mejor explicación la ofreció Antonio Gramsci, escribiendo desde la cárcel bajo Mussolini. Según este marxista, el estado es una “destilación” de las relaciones sociales capitalistas pero con intereses “separados de y opuestos a los de la sociedad civil en que se funda”9. Su hegemonía (y la de la clase burguesa que representa) está garantizado normalmente por medio de “envolver a la sociedad civil para reconfigurar e incorporar la resistencia desde abajo”10. Concretamente, por medio de las mesas de negociación, la financiación pública de proyectos, etc., las democracias cooptan y domestican las protestas de las clases subalternas. Parece al contrario, pero los estados también determinan bastante los procesos que afectan al capital privado (desregularizando mercados monopolistas, determinando los derechos de propiedad,…). En otras palabras, en el capitalismo el estado es el máximo organizador de la sociedad a pesar de todo el discurso para reducir este papel (pensado con el propósito de justificar los recortes y las privatizaciones).
La naturaleza de clase del estado se esconde no solo por el éxito propagandístico de “la democracia”, sino también por la separación estado-sociedad civil –división que solo se produjo con la victoria histórica de la burguesía. Como escribía Barker, el capitalismo se basa en la competencia entre capitalistas rivales y el estado actúa de “árbitro” entre ellos. Esta función requiere cierta neutralidad y hace más complicada la participación directa en los gobiernos por parte de los capitalistas, lo que hace que normalmente los políticos sean de otras clases sociales (por ejemplo la clase media urbana). El efecto es que las instituciones acaban teniendo la apariencia de una mayor autonomía con respeto a la economía que en sociedades de clase anteriores, lo cual ayuda a entender la atracción popular del reformismo.
La alianza estado-capital se afianza gracias a la competencia internacional (económica, entre empresas de distintos países, y político-militar, entre los estados que protegen a estas empresas). Quienes gestionan el estado y las empresas comparten interés por acumular el capital privado y público. Cuanta más acumulación, más crecimiento y más impuestos, y por tanto aumenta la influencia de “la nación” (y de sus empresas) a nivel internacional. Hasta cierto punto el estado nación une los intereses rivales y cortoplacistas de las empresas “nacionales” para poder llevar a cabo los proyectos geoestratégicos (imperiales, etc.).
Toda esta visión es muy diferente a la que defiende Iñigo Errejón, colaborador de la Tuerka, en un artículo recientemente publicado en la página web de En Lucha. Errejón efectivamente argumenta que no hay diferencia entre el estado y la sociedad civil:
Podemos añadir aquí, no obstante, otro motivo para la absorción de la socialdemocracia (que Rodríguez explícitamente rechaza): la caída de la rentabilidad del capital desde los años 70, fenómeno que sólo ha sido temporalmente compensada por una serie de burbujas especulativas (creando con ellas nuevos peligros y desastres económicos y sociales). A nivel mundial, la socialdemocracia sólo ha aumentado el bienestar de la mayoría durante las décadas de la expansión de posguerra, cuando eran posibles las reformas socioeconómicas sin hacer peligrar la acumulación exitosa del capital.
Aunque la caída de la socialdemocracia es más que una tendencia puntual (tal y como ha reconocido algún comentarista socialdemócrata17), sería precipitado tratarla de “terminal”. Tenemos, como aviso de la complacencia, el retorno del peronismo después del “argentinazo” de 2001, en el que protestas masivas derrocaron una serie de presidentes bajo el lema “¡que se vayan todos!”. Bajo el presidente Menem, el peronismo había ejecutado privatizaciones masivas y había fijado el valor de su moneda al del dólar, ayudando a hundir la economía. Muchos y muchas pensaban que la influencia del partido sería superada por la de la calle. Pero el movimiento social no creó un proyecto político y, sin mucha extensión de la lucha al mundo del trabajo (donde la lucha tiene más poder transformador y donde es más fácil crear un contrapoder), el pueblo acabó reeligiendo un gobierno peronista. Cuando el nuevo gobierno de Kirchner decidió dejar de pagar la deuda del país, facilitando la recuperación económica, su partido pudo dividir la protesta y retomar la iniciativa.
Aun así, es importante reconocer la profundidad de la crisis del social-liberalismo18 para calcular bien cómo responder políticamente a la misma. Esta crisis no viene sólo por su gestión de la crisis sino por un proceso más a largo plazo de desapego con la política institucional. Elizabeth Humphrys y Tadeusz Tietze aplican las ideas de Gramsci para explicar este cambio mundial. Según afirman, bajo el capitalismo existe una
Otro mecanismo por el que se refuerza la visión “antipolítica” es la tendencia progresiva hacia el gobierno directo por los capitalistas. Como ejemplos tenemos a Berlusconi, el magnate de medios, y su sustituto Monti, consejero de Goldman Sachs; al reciente presidente chileno Piñera, que es empresario y el cuarto hombre más rico de su país; o los varios consejeros de multinacionales de hidrocarburos representados en el diabólico ejecutivo de George W. Bush. La interpenetración creciente entre el poder económico y el político rompe una de las funciones de la democracia burguesa, que es separar las dos esferas, y seguramente haya contribuido a la erosión de la credibilidad del último, especialmente cuando se toman decisiones a favor de los sectores económicos relacionados (como ocurrió con la invasión de Irak o en muchísimos casos bajo Berlusconi).
Como consecuencia de esta evolución de la política, gran parte de la población ya no cree en el actual régimen constitucional. Esta transformación de miradas está conduciendo a crisis territoriales y la radicalización y politización de las luchas sociales21. Abre la puerta a la extensión de las ideas anticapitalistas, pero sería ingenuo pensar que el declive de la socialdemocracia conducirá rápidamente a la adopción masiva de las ideas revolucionarias. La experiencia en América Latina y, más recientemente, en otros países del sur de Europa ha sido del avance de nuevos proyectos esencialmente reformistas de izquierdas –aunque renovados– (el Partido de Izquierda de Mélenchon en Francia, Syriza en Grecia –ahora el partido más popular del país). La atracción que despierta este tipo de formación en parte se basa en la urgencia de la crisis social y el deseo de una transformación política rápida, pero también se fundamenta en la realidad de la consciencia bajo el capitalismo.
Primero está la cuestión de la consciencia de las clases subordinadas al capital (y en especial la trabajadora). Alba Rico apuesta por el proyecto de Podemos con el siguiente argumento:
Otra parte es que las experiencias vitales de las clases “subalternas” suelen estar marcadas por la impotencia. Es especialmente así para la clase trabajadora, que a diferencia a la “burguesía” y la “pequeña burguesía” no tiene control ninguno sobre lo que produce, cuánto produce, etc. El impacto psicológico producido, que Marx llamó “alienación” (o falta de control), no termina al final de la jornada y afecta a la manera en que interactuamos con el mundo. La relación entre la alienación y la explotación que sufrimos anima a que busquemos mejorar nuestros salarios y condiciones laborales (y los “salarios sociales” que representan las prestaciones sociales, etc.) pero también a que deleguemos el papel de conseguirlo a otros. En el plano político, este papel lo desempeñan los políticos profesionales (normalmente encantados de canalizar las protestas por vías de provecho personal) y, en lo social, los y las sindicalistas profesionales. La separación práctica entre la lucha “económica” (sindical) y la “política”, división fomentada por el sistema democrático, también refuerza la visión y práctica reformistas, pues autolimita la lucha desde abajo y con ello frena los procesos de concienciación sobre el potencial político de esta lucha. Pero estas dependencias y separaciones artificiales empiezan a erosionarse cuando participamos en protestas –especialmente en huelgas– y se descubre el poder colectivo. Las múltiples contradicciones del capitalismo hacen inevitables tales conflictos.
La realidad contradictoria entre la experiencia de la explotación y de la alienación, ayudada por los muchos instrumentos de dominio ideológico del 1%, fomenta que la mayoría de las clases subordinadas desarrollen una “doble consciencia” (la descripción gramsciana de la combinación de ideas progresistas e ideas conservadoras). Esta visión más “materialista” de las ideas ayuda a entender mejor la conciencia que la noción popular y algo elitista de que simplemente “les lavan el cerebro”. Afortunadamente las ideas de la mayoría de la clase trabajadora incluyen elementos progresistas además de conservadores y si encontramos los mecanismos para promover las ideas más solidarias, críticas, etc., podemos hacer que la minoría consciente se convierta en mayoría.
Esto pasa por involucrar a más gente en campañas y luchas, pero también por la intervención en campañas electorales. Debido al papel de la hegemonía en el capitalismo tardío (a diferencia, por ejemplo, de la Rusia prerrevolucionaria de Lenin, cuando el estado gobernaba más con la represión y el miedo), hacer una radical transformación hoy requiere que el movimiento pelee por estar en las instituciones, los medios de comunicación, el mundo académico y los sindicatos burocratizados (allí donde no existan sindicatos combativos de peso). Este enfoque fue una aportación original de Gramsci, quien nunca dejó de ser el revolucionario de las ocupaciones de fábricas en Turín pero que aprendió (después de la derrota de éstas a manos de la política burguesa y fascista) que la lucha por el poder popular también pasa por una lucha contrahegemónica amplia.
Ya que Podemos surge de los contextos del desapego con la política institucional y de la experiencia democratizadora del 15M (movimiento en el que ha participado la mayoría de la base de Podemos), tiene el potencial para ser una herramienta a favor de la lucha social y en contra de la política institucional (como han podido hacer las y los diputados de la CUP en Catalunya con mucho éxito). Aunque parece que no habrá diferencias programáticas enormes entre Podemos e IU, hay diferencias esenciales entre ambos: mientras IU basa su estrategia y su organización en lo que nos permitirían hacer las instituciones, Podemos empieza con la hoja en blanco y con la visión (al menos mayoritaria) de no acabar como “un partido”. También esta última formación tiene un su seno un sector anticapitalista sustancial, que es un aspecto importante. Por estas razones, es de suma importancia que participemos las y los anticapitalistas en Podemos (o en la CUP en su territorio) y que intentemos llevar allí las campañas en que estamos participando.
También es esencial la participación de las personas más rupturistas por la manera de iniciar Podemos (de prisa para “llegar a las Europeas”, lanzado el proyecto desde arriba aprovechando el perfil público de Pablo Iglesias) y por la poca experiencia, en general, de su base joven. Las y los anticapitalistas podemos poner nuestro grano de arena para que este nuevo proyecto consiga resistir la capacidad neutralizadora del estado y los viejos vicios oportunistas de la política de masas (cosa que no será nada automática). Esta ayuda sólo se da participando de manera constructiva desde dentro, buscando sinergias con activistas sociales dentro y fuera de la organización y evitando la crítica fácil y destructiva. Sólo así podemos contribuir a demostrar que “otra política es posible” y que esta política se crea desde abajo y más fuera que dentro de las instituciones.
Luke Stobart es activista de Podemos y de En lucha / En lluita
Artículo publicado en la revista anticapitalista La hiedra (@RevistaLaHiedra)
http://lahiedra.info/la-izquierda-ante-el-estado-y-su-democracia/
Podemos: ¿un giro reformista?
En los últimos dos años han surgido con fuerza procesos variados que combinan raíces en el 15M y otras redes de activistas con la presentación de candidaturas electorales y/o propuestas de cambios del orden constitucional. Entre estos procesos encontramos la CUP y el Procés Constituent en Catalunya, Amaiur en Euskal Herria, Alternativa Galega de Esquerda y varios proyectos municipales. El proyecto que más impacto ha tenido en la dimensión estatal es Podemos, en cuyas primarias participaron 33.000 personas y que ya tiene funcionando más de 300 “círculos” locales. En este análisis me centraré en esta organización, pero mucho de lo que se comenta también es aplicable a otros proyectos.Desde sectores más combativos se han hecho muchas críticas a Podemos y, especialmente, a sus impulsores más conocidos. Algunos de los reproches (a veces en forma de lo que Santiago Alba ha llamado “condena preventiva”, basada en la supuesta inevitabilidad de la traición por todo proyecto electoral1) se basan en una lectura superficial de esta nueva propuesta y de la coyuntura actual. Por ejemplo, se centran en oponer las luchas en las plazas de 2011 (la revolución) a la participación en la “política institucional” (el reformismo)2. Lo que se ha llamado el “nuevo reformismo”3 sería, dicen, fruto de la bajada de la lucha y el desánimo entre los y las activistas, representando un giro a la derecha.
Es cierto que existe frustración por los limitados cambios obtenidos tras tres años de movilizaciones históricas (la increíble PAH, las Mareas, la huelga general europea, la lucha de las y los docentes baleares y el 15M que impulsó este ciclo de lucha), pero no debemos exagerar la cuestión. En los últimos seis meses las protestas vecinales y laborales se han radicalizado y en algunos casos han ganado (en Burgos el vecindario del barrio de Gamonal, en Madrid los y las trabajadoras de limpieza que impidieron 1.500 despidos y la Marea Blanca que paró la privatización de 6 hospitales). El 22M fue la manifestación más grande desde hace muchos años y estuvo promovida por sindicatos combativos y movimientos sociales al margen del PSOE y las burocracias sindicales, lo que representa un avance en la contestación de clase a los recortes. La concienciación popular sigue avanzando, con una bajada del apoyo a los partidos y las instituciones (monarquía, modelo territorial, la Unión Europea y la misma constitución)4.
A veces activistas de estos nuevos proyectos han vinculado la motivación de su puesta en marcha con retrocesos en la movilización social5. Pero más voces han destacado como origen principal el choque entre el avance de movimientos como la PAH, que ha podido presentar una ILP en el Congreso con un millón y medio de firmas y que disfruta de un apoyo social enorme, y el bloqueo institucional a sus reivindicaciones. Santiago Alba Rico desarrolla bastante esta idea, argumentando que en la situación actual conviven dos elementos cruciales:
Un bipartidismo de izquierdas incapaz de representar el malestar social existente y el de un malestar social existente que […] es incapaz de representarse vías no institucionales […] de transformación del sistema. […] Nos hallamos en una encrucijada en la que el bipartidismo de izquierdas no puede conquistar ni el poder ni la calle y en el que el malestar de la gente, que está ya en las plazas, podría transformarse no en un motor de cambio sino en gasolina para el fascismo6.Volveremos luego sobre la cuestión de la consciencia popular, pero comentar que me parece que Alba Rico dibuja bien la necesidad de crear movimientos políticos según la lógica de la lucha social. Con esta idea en mente, Podemos y los demás proyectos mencionados deben verse como una continuación y una maduración del 15M, no una ruptura con éste. Una debilidad del 15M fue que se abstuvo de cuestiones de poder, dejando éste en manos de los “profesionales”. Ahora el movimiento quiere arrebatarles este papel. Independientemente de si se ha encontrado la vía para hacerlo o no, este cambio de voluntad es bienvenido.
También es una gran ventaja que Podemos surja después de la experiencia del 15M. El rasgo más decisivo de este importantísimo movimiento social no fue su oposición a los recortes (aunque ésta estuvo bastante presente en las plazas), sino el rechazo a la política tal y como se entiende generalmente. Este rechazo, dirigido principalmente hacia los grandes partidos pero también de manera menos taxativa al resto de la izquierda, se expresó en el lema “no nos representan” y en la prohibición en las plazas de todas las organizaciones políticas y sus banderas. Este cambio de conciencia (que algunos activistas hemos resumido de manera imperfecta como “anti-politics” 7) ya es un fenómeno internacional en el periodo del neoliberalismo maduro en que la adopción del proyecto neoliberal por parte de la socialdemocracia (empezando aquí con el gobierno privatizador y precarizador de Felipe González) ha vaciado de contenido a “la democracia”. La aceleración de este divorcio con la política bajo la “austeridad obligatoria” y el consiguiente aumento del autoritarismo y racismo gubernamental ha creado el campo fértil a nivel internacional para que surjan toda una serie de nuevos movimientos críticos de todo color político: el racismo anti-institucional de UKIP en Gran Bretaña, las ocupaciones de espacios urbanos desde Wall Street hasta Turquía, el antipartidismo del magnífico movimiento estudiantil en Chile o el éxito electoral del contradictorio Movimiento Cinco Estrellas en Italia, entre otros. Estos movimientos son, en algunos casos, polos necesariamente opuestos, pero todos se alimentan del rechazo a la “política oficial”.
La mascara democrática
Para entender mejor tanto las oportunidades como los peligros de este cambio histórico, merece aclarar qué es exactamente “la democracia” en que opera “la política”. La “democracia” o democracia parlamentaria es un sistema que las clases, los géneros y las “etnias” subordinadas han tenido que luchar ferozmente para conseguir o poder participar, como ocurrió en los años 60 y 70. Pero el hecho de que hace tan poco el capitalismo podía vivir sin democracia nos debería advertir de lo poco esencial que es ésta para el mismo. Bajo la crisis europea la troika ha conseguido sustituir mandatarios elegidos en las urnas por “tecnócratas”. Estas decisiones seguramente habrían despertado mucha más protesta si no existiera tanto rechazo hacia los políticos depuestos.La democracia es preferible a la dictadura porque nos permite organizarnos más fácilmente y nos facilita algunas herramientas para corregir las injusticias, pero no representa el gobierno del pueblo por el pueblo –en este aspecto el anarquismo tiene razón. Políticos que se oponían al sufragio popular o la extensión del sufragio pronto encontraron que el sistema podría servir para contener o canalizar la protesta (algo que, bajo la presión de las calles, descubrieron Adolfo Suárez y otros “demócratas conversos”). Para el 1% normalmente no cuesta mucho mantener la política a su lado (a veces por medio del lobby empresarial), pero ante gobiernos que se salen del “juego” aplica las tácticas que critica cuando las usamos la izquierda: el boicot o la huelga. En Alemania, bajo Schröder, empresarios amenazaron con dejar de financiar al partido gobernante en protesta por las políticas redistributivas del ministro Lafontaine hasta forzar su dimisión. El gobierno de Mitterrand en Francia (a partir de 1981) y de Wilson en Gran Bretaña (1964) abandonaron programas sociales debido a las presiones de representantes del capital. Actualmente, en Venezuela y Argentina, pero también en Chile hace cuatro décadas bajo el gobierno de Allende (1970-73), los empresarios han hecho campañas de sabotaje económico (como la paralizante huelga de empresas del transporte por carretera en Chile).
Las presiones extraparlamentarias también surgen desde dentro del estado, que nunca es un instrumento “neutral”. Como analizó Ralph Miliband, quienes administran el estado (altos funcionarios, mandos militares, jueces…) suelen venir de unas pocas redes familiares y escolares de élite8. También, igual que la minoría de mandos que provienen de otras capas sociales, tienen una relación conflictiva con sus subordinados, animada por sus funciones (de controlar el gasto, aumentar las detenciones…) y por sus altos salarios, y acaban viéndose como una casta aparte dentro del estado. La mayoría del funcionariado ocupa una posición de clase distinta, pero está formado para obedecer –bajo la amenaza de despido o incluso arresto (militar).
La democracia representativa absorbe el conflicto de clase de manera más imperceptible. La mejor explicación la ofreció Antonio Gramsci, escribiendo desde la cárcel bajo Mussolini. Según este marxista, el estado es una “destilación” de las relaciones sociales capitalistas pero con intereses “separados de y opuestos a los de la sociedad civil en que se funda”9. Su hegemonía (y la de la clase burguesa que representa) está garantizado normalmente por medio de “envolver a la sociedad civil para reconfigurar e incorporar la resistencia desde abajo”10. Concretamente, por medio de las mesas de negociación, la financiación pública de proyectos, etc., las democracias cooptan y domestican las protestas de las clases subalternas. Parece al contrario, pero los estados también determinan bastante los procesos que afectan al capital privado (desregularizando mercados monopolistas, determinando los derechos de propiedad,…). En otras palabras, en el capitalismo el estado es el máximo organizador de la sociedad a pesar de todo el discurso para reducir este papel (pensado con el propósito de justificar los recortes y las privatizaciones).
La naturaleza de clase del estado se esconde no solo por el éxito propagandístico de “la democracia”, sino también por la separación estado-sociedad civil –división que solo se produjo con la victoria histórica de la burguesía. Como escribía Barker, el capitalismo se basa en la competencia entre capitalistas rivales y el estado actúa de “árbitro” entre ellos. Esta función requiere cierta neutralidad y hace más complicada la participación directa en los gobiernos por parte de los capitalistas, lo que hace que normalmente los políticos sean de otras clases sociales (por ejemplo la clase media urbana). El efecto es que las instituciones acaban teniendo la apariencia de una mayor autonomía con respeto a la economía que en sociedades de clase anteriores, lo cual ayuda a entender la atracción popular del reformismo.
La alianza estado-capital se afianza gracias a la competencia internacional (económica, entre empresas de distintos países, y político-militar, entre los estados que protegen a estas empresas). Quienes gestionan el estado y las empresas comparten interés por acumular el capital privado y público. Cuanta más acumulación, más crecimiento y más impuestos, y por tanto aumenta la influencia de “la nación” (y de sus empresas) a nivel internacional. Hasta cierto punto el estado nación une los intereses rivales y cortoplacistas de las empresas “nacionales” para poder llevar a cabo los proyectos geoestratégicos (imperiales, etc.).
Toda esta visión es muy diferente a la que defiende Iñigo Errejón, colaborador de la Tuerka, en un artículo recientemente publicado en la página web de En Lucha. Errejón efectivamente argumenta que no hay diferencia entre el estado y la sociedad civil:
“Por estado, es claro, entiendo no sólo las administraciones públicas, sino el conjunto de dispositivos y esferas que cohesionan un orden dado y su equilibrio de fuerzas más o menos congelado, el sentido instituido y aseguran la reproducción social. Estado en sentido ‘ampliado’ a la cultura, la sociedad civil, etc.”.
- consecuencia de este análisis, Errejón concluye: “[n]o hay ‘afueras’ del estado”11.
[E]l estado es lo más ‘público’ que hay, las únicas instancias donde la violencia de los de arriba está sometida (o podría estarlo) a reglas siquiera sea formales13.Pero las reglas estatales no han frenado a la clase dirigente (fuera y dentro del estado) cuando esta clase se siente amenazada. Como ejemplos tenemos los golpes militares violentos contra el gobierno de Allende, contra la presidencia de Zelaya en Honduras en 2009 y contra muchos más gobiernos de izquierdas o antiimperialistas. En Venezuela en 2002 un intento de golpe fracasó pero principalmente por una sublevación de centenares de miles de seguidores pobres de Chávez que luego se extendió al ejército. Frente a todos estos asaltos, las normas, las leyes y las constituciones no sirvieron de nada. Solo sirvió la movilización. Es importante que Podemos y los nuevos movimientos políticos aprendan de estas experiencias.
Cambio histórico, oportunidad histórica
La creciente percepción de la clase política como problema responde a transformaciones reales en la economía política. El interesantísimo libro Hipótesis Democracia de Emmanuel Rodríguez defiende que el actual periodo es de “gobierno puro de la economía”, donde se han rescatado bancos con una suma mayor al PIB de Francia y Alemania juntas y se impone a los pueblos de la periferia el pago de los intereses de la deuda (una fuente clave para que la banca sanee sus cuentas). Así, se crea un gran sufrimiento social además de debilitar el consumo y el crecimiento (frenando así la salida de la crisis). A esta contradicción económica añade otra de naturaleza política: la austeridad se administra fundamentalmente no por los estados tradicionales sino por aparatos políticos creados por la “naturalización de las relaciones de fuerza económica” (la UE, y podríamos añadir el FMI). Esto debilita más a la política porque obvia[…] lo elemental: la función de los aparatos estatales para convertir esas relaciones de fuerza y la violencia que generan en formas de autoridad reconocidas y legítimas […] en consenso. De este modo, en el momento en el que las formas de acumulación […] quiebran, la sociedad ‘desnuda’ […] se enfrenta al ‘mercado’ de una forma descarnada y cruel […] Por eso, el neoliberalismo […] sólo es eficaz en términos políticos mientras es capaz de mantener la esperanza y la ilusión del progreso económico14.Creo que el análisis de Rodríguez, primando el papel del mercado, subestima el papel en la crisis europea del conflicto de intereses y de poder desigual de los diferentes estados miembros de la UE. Aun así, se puede apoyar su conclusión de que estamos ante un ciclo político-económico vicioso y que en este ciclo subyace el declive secular de una socialdemocracia asimilada y sumisa a las prescripciones neoliberales. Prosigue:
Tanto es así que lo más probable es que [la socialdemocracia] acepte antes su sacrificio, como ya ha ocurrido en Grecia y España, a que asuma la tarea de un cambio de dudoso rumbo que finalmente acabará por ponerla a merced de la radicalización democrática.15Así quedaría “[d]estruida la ilusión reformista”, dejándonos solamente con la alternativa entre el “neopopulismo autoritario” o “un cambio radical”16.
Podemos añadir aquí, no obstante, otro motivo para la absorción de la socialdemocracia (que Rodríguez explícitamente rechaza): la caída de la rentabilidad del capital desde los años 70, fenómeno que sólo ha sido temporalmente compensada por una serie de burbujas especulativas (creando con ellas nuevos peligros y desastres económicos y sociales). A nivel mundial, la socialdemocracia sólo ha aumentado el bienestar de la mayoría durante las décadas de la expansión de posguerra, cuando eran posibles las reformas socioeconómicas sin hacer peligrar la acumulación exitosa del capital.
Aunque la caída de la socialdemocracia es más que una tendencia puntual (tal y como ha reconocido algún comentarista socialdemócrata17), sería precipitado tratarla de “terminal”. Tenemos, como aviso de la complacencia, el retorno del peronismo después del “argentinazo” de 2001, en el que protestas masivas derrocaron una serie de presidentes bajo el lema “¡que se vayan todos!”. Bajo el presidente Menem, el peronismo había ejecutado privatizaciones masivas y había fijado el valor de su moneda al del dólar, ayudando a hundir la economía. Muchos y muchas pensaban que la influencia del partido sería superada por la de la calle. Pero el movimiento social no creó un proyecto político y, sin mucha extensión de la lucha al mundo del trabajo (donde la lucha tiene más poder transformador y donde es más fácil crear un contrapoder), el pueblo acabó reeligiendo un gobierno peronista. Cuando el nuevo gobierno de Kirchner decidió dejar de pagar la deuda del país, facilitando la recuperación económica, su partido pudo dividir la protesta y retomar la iniciativa.
Aun así, es importante reconocer la profundidad de la crisis del social-liberalismo18 para calcular bien cómo responder políticamente a la misma. Esta crisis no viene sólo por su gestión de la crisis sino por un proceso más a largo plazo de desapego con la política institucional. Elizabeth Humphrys y Tadeusz Tietze aplican las ideas de Gramsci para explicar este cambio mundial. Según afirman, bajo el capitalismo existe una
[…] separación aparente entre la economía […] y la política […] descansando en la igualdad superficial entre ciudadanos/as […]. Esto crea la apariencia de representación que enmascara las relaciones de dominio. Es precisamente esta apariencia la que se está rompiendo ahora […] De manera clave [el] desapego no lo causa una clase política menos ‘representativa’ de su base social que en una época previa; más bien, su falta de base social hace más evidente el papel real de la clase política en representar los intereses del estado dentro de la sociedad civil.19El déficit de legitimidad democrática de la UE descrito por Rodríguez contribuye a la percepción de una autonomía reducida de la política, y ha sido un factor positivo en los movimientos de protesta en el Estado español y Grecia. Pero, como analiza Thanasis Kampagiannis, también ha abierto una puerta para la extrema derecha nacionalista que podría ganar uno de cada tres escaños en las elecciones europeas de mayo. Esta deriva peligrosísima subraya la urgencia de que los nuevos movimientos ciudadanos adopten la oposición al euro, basándose en argumentos sociales y no xenófobos20.
Otro mecanismo por el que se refuerza la visión “antipolítica” es la tendencia progresiva hacia el gobierno directo por los capitalistas. Como ejemplos tenemos a Berlusconi, el magnate de medios, y su sustituto Monti, consejero de Goldman Sachs; al reciente presidente chileno Piñera, que es empresario y el cuarto hombre más rico de su país; o los varios consejeros de multinacionales de hidrocarburos representados en el diabólico ejecutivo de George W. Bush. La interpenetración creciente entre el poder económico y el político rompe una de las funciones de la democracia burguesa, que es separar las dos esferas, y seguramente haya contribuido a la erosión de la credibilidad del último, especialmente cuando se toman decisiones a favor de los sectores económicos relacionados (como ocurrió con la invasión de Irak o en muchísimos casos bajo Berlusconi).
Como consecuencia de esta evolución de la política, gran parte de la población ya no cree en el actual régimen constitucional. Esta transformación de miradas está conduciendo a crisis territoriales y la radicalización y politización de las luchas sociales21. Abre la puerta a la extensión de las ideas anticapitalistas, pero sería ingenuo pensar que el declive de la socialdemocracia conducirá rápidamente a la adopción masiva de las ideas revolucionarias. La experiencia en América Latina y, más recientemente, en otros países del sur de Europa ha sido del avance de nuevos proyectos esencialmente reformistas de izquierdas –aunque renovados– (el Partido de Izquierda de Mélenchon en Francia, Syriza en Grecia –ahora el partido más popular del país). La atracción que despierta este tipo de formación en parte se basa en la urgencia de la crisis social y el deseo de una transformación política rápida, pero también se fundamenta en la realidad de la consciencia bajo el capitalismo.
Las raíces del reformismo
El análisis hasta aquí se podría malinterpretar como una defensa de la abstención electoral y el desinterés por la política “oficial”. Nada más lejos de la realidad. Relacionarse con la política reformista se hace crucial por varias razones.Primero está la cuestión de la consciencia de las clases subordinadas al capital (y en especial la trabajadora). Alba Rico apuesta por el proyecto de Podemos con el siguiente argumento:
La iniciativa […] se inscribe en este doble realismo: el de una izquierda limitada por su oportunismo o su pureza y el de un malestar social que se moviliza con fuerza en la calle, pero que busca una gestión institucional que derrote y sustituya a la de ‘los que no les representan’ […] Si hubiera una firme conciencia de clases […] y un potente movimiento de masas, […] si al menos la gente tuviera muy claro el horizonte de ruptura con el capitalismo que exigen las circunstancias, Podemos sería un atentado a la unidad y un obstáculo para el triunfo revolucionario22.Existe el peligro de leer este argumento táctico en clave pesimista, entendiendo que la consciencia revolucionaria no pueda surgir del conflicto de clase. Existen demasiados ejemplos históricos que desmienten esta idea (entre ellos, la revolución social en Catalunya y Aragón en 1936). Pero lo importante de la cita es el reconocimiento del desfase entre el nivel de malestar (y de movilización) y la falta de creencia en un cambio político no parlamentario. En parte, esta falta se debe a la constante propaganda sobre “la democracia”, pero esto es solo parte de la cuestión.
Otra parte es que las experiencias vitales de las clases “subalternas” suelen estar marcadas por la impotencia. Es especialmente así para la clase trabajadora, que a diferencia a la “burguesía” y la “pequeña burguesía” no tiene control ninguno sobre lo que produce, cuánto produce, etc. El impacto psicológico producido, que Marx llamó “alienación” (o falta de control), no termina al final de la jornada y afecta a la manera en que interactuamos con el mundo. La relación entre la alienación y la explotación que sufrimos anima a que busquemos mejorar nuestros salarios y condiciones laborales (y los “salarios sociales” que representan las prestaciones sociales, etc.) pero también a que deleguemos el papel de conseguirlo a otros. En el plano político, este papel lo desempeñan los políticos profesionales (normalmente encantados de canalizar las protestas por vías de provecho personal) y, en lo social, los y las sindicalistas profesionales. La separación práctica entre la lucha “económica” (sindical) y la “política”, división fomentada por el sistema democrático, también refuerza la visión y práctica reformistas, pues autolimita la lucha desde abajo y con ello frena los procesos de concienciación sobre el potencial político de esta lucha. Pero estas dependencias y separaciones artificiales empiezan a erosionarse cuando participamos en protestas –especialmente en huelgas– y se descubre el poder colectivo. Las múltiples contradicciones del capitalismo hacen inevitables tales conflictos.
La realidad contradictoria entre la experiencia de la explotación y de la alienación, ayudada por los muchos instrumentos de dominio ideológico del 1%, fomenta que la mayoría de las clases subordinadas desarrollen una “doble consciencia” (la descripción gramsciana de la combinación de ideas progresistas e ideas conservadoras). Esta visión más “materialista” de las ideas ayuda a entender mejor la conciencia que la noción popular y algo elitista de que simplemente “les lavan el cerebro”. Afortunadamente las ideas de la mayoría de la clase trabajadora incluyen elementos progresistas además de conservadores y si encontramos los mecanismos para promover las ideas más solidarias, críticas, etc., podemos hacer que la minoría consciente se convierta en mayoría.
Esto pasa por involucrar a más gente en campañas y luchas, pero también por la intervención en campañas electorales. Debido al papel de la hegemonía en el capitalismo tardío (a diferencia, por ejemplo, de la Rusia prerrevolucionaria de Lenin, cuando el estado gobernaba más con la represión y el miedo), hacer una radical transformación hoy requiere que el movimiento pelee por estar en las instituciones, los medios de comunicación, el mundo académico y los sindicatos burocratizados (allí donde no existan sindicatos combativos de peso). Este enfoque fue una aportación original de Gramsci, quien nunca dejó de ser el revolucionario de las ocupaciones de fábricas en Turín pero que aprendió (después de la derrota de éstas a manos de la política burguesa y fascista) que la lucha por el poder popular también pasa por una lucha contrahegemónica amplia.
Conclusión
La importancia de la lucha política y la realidad contradictoria de la consciencia popular bajo el capitalismo hace esencial saber relacionarse con el reformismo (especialmente el de los nuevos movimientos que quieren romper con la izquierda tradicional y que representan un giro hacia la izquierda).Ya que Podemos surge de los contextos del desapego con la política institucional y de la experiencia democratizadora del 15M (movimiento en el que ha participado la mayoría de la base de Podemos), tiene el potencial para ser una herramienta a favor de la lucha social y en contra de la política institucional (como han podido hacer las y los diputados de la CUP en Catalunya con mucho éxito). Aunque parece que no habrá diferencias programáticas enormes entre Podemos e IU, hay diferencias esenciales entre ambos: mientras IU basa su estrategia y su organización en lo que nos permitirían hacer las instituciones, Podemos empieza con la hoja en blanco y con la visión (al menos mayoritaria) de no acabar como “un partido”. También esta última formación tiene un su seno un sector anticapitalista sustancial, que es un aspecto importante. Por estas razones, es de suma importancia que participemos las y los anticapitalistas en Podemos (o en la CUP en su territorio) y que intentemos llevar allí las campañas en que estamos participando.
También es esencial la participación de las personas más rupturistas por la manera de iniciar Podemos (de prisa para “llegar a las Europeas”, lanzado el proyecto desde arriba aprovechando el perfil público de Pablo Iglesias) y por la poca experiencia, en general, de su base joven. Las y los anticapitalistas podemos poner nuestro grano de arena para que este nuevo proyecto consiga resistir la capacidad neutralizadora del estado y los viejos vicios oportunistas de la política de masas (cosa que no será nada automática). Esta ayuda sólo se da participando de manera constructiva desde dentro, buscando sinergias con activistas sociales dentro y fuera de la organización y evitando la crítica fácil y destructiva. Sólo así podemos contribuir a demostrar que “otra política es posible” y que esta política se crea desde abajo y más fuera que dentro de las instituciones.
Luke Stobart es activista de Podemos y de En lucha / En lluita
Artículo publicado en la revista anticapitalista La hiedra (@RevistaLaHiedra)
http://lahiedra.info/la-izquierda-ante-el-estado-y-su-democracia/
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