Me permito volver a recordar, antes de entrar en harinas, uno de los momentos más bochornosos de estos últimos años, uno de nuestros retratos más tristes, apabullante. Sucedió en noviembre de 2016, hace año y medio. El programa La Sexta Columna hizo pública una secuencia omitida de la entrevista que la periodista Victoria Prego realizó a Adolfo Suárez en 1995. “La mayor parte de los jefes de Gobierno extranjeros me pedían un referéndum sobre monarquía o república”, relató entonces el presidente de la Transición tapándose el micro con la mano. A lo que añadió: “Hacía encuestas y perdíamos…”. Con ese “perdíamos” se refería a aquellos que habían decidido acatar las decisiones del dictador Franco y colocar al Borbón, entre los que no estaba solo la UCD, por cierto. Perdían, o sea que la población española habría votado a favor de una República. Perdían, o sea que había que hacer trampa nada menos que en la construcción de la jefatura del Estado. Perdían, o sea que había que construir la nueva democracia española sobre la base de una mentira ponzoñosa, sobre el engaño, un edificio con cimientos de fiemo colado. Y lo que nos colaron en la Ley de Reforma Política de 1977 fue “la palabra rey y la palabra monarquía” (Suárez dixit). Cabe recordar que quien lo hizo, Adolfo Suárez, llevaba ocupando altos cargos en la dictadura franquista nada menos que desde 1958.
Al grano.
Una de las afirmaciones con más enjundia de todas las que vamos conociendo de la señora llamada Corinna no tiene que ver con primos en Mónaco, cuentas en Suiza o el Caso Noos, sino con esa idea de que el rey Juan Carlos I es alguien que, según ella, no distingue entre lo legal y lo ilegal. Teniendo en cuenta que fue puesto ahí por un dictador criminal y gracias a una trampa basura contra la mayoría de la población española, no debería sorprenderle a nadie. Sin embargo, tengo la sensación de que la cosa va más allá. Tiene que ver con la realidad y la ficción.
Creo que el rey emérito sencillamente no distingue entre la realidad y la ficción, algo aplicable a su hijo y a las hijas de éste. Fingir significa, según la RAE, “Dar a entender algo que no es cierto” y “Dar existencia ideal a lo que realmente no la tiene”. Aquel que, por el simple hecho y mérito de nacer, ostenta la jefatura de un Estado, hereda riquezas, prebendas, privilegios y una burbuja aislada en la que moverse, no conoce la realidad. Conoce su realidad, y su realidad es una película de Disney. Lo demás es ficción: ficción de democracia, ficción de igualdad de los ciudadanos ante la Ley, ficción de igualdad de derechos, ficción de igualdad de deberes, ficción de igualdad en general y qué diantre sabrán ellos sobre lo que es la igualdad, lo único, junto con la pobreza y sus alrededores, que jamás han conocido.
Al frente de la jefatura del Estado de España han estado, durante estas últimas cuatro décadas de democracia, dos hombres, padre e hijo, incapaces por definición de saber qué es la realidad democrática, por el simple hecho de que no participan de ella. Deben su “realidad” a un par de decisiones contrarias a cualquier práctica democrática e incluso decente, decisiones por las cuales toda la ciudadanía mantenemos su extravagante estilo de vida.
El problema no son los posibles delitos cometidos por un monarca, en este caso Juan Carlos I, sino la monarquía en sí. Cuestionarnos de nuevo la idea de la “realeza” al frente del Estado basándonos en las denuncias más o menos fundadas de criminalidad nos lleva a ligar las bondades de su existencia con una idea de “ejemplaridad” que es la que llevamos asumiendo como súbditos y súbditas ya demasiado tiempo. La ejemplaridad de una democracia pasa, sencillamente, por la elección del jefe del Estado en unas elecciones regulares.
Sin embargo, merece la pena recordar que la película de ficción en la que habitan Juan Carlos I, su hijo Felipe VI y sus respectivas familias es posible gracias a nuestro empeño paleto y constante por construirles un decorado satisfactorio y mantenerlo en óptimas condiciones año tras año, década tras década. Ese empeño paleto y constante por representar el papel de súbditas, vasallos, espectadores bobos de una fábula que, como las historias con príncipe azul, gustan a las criaturas y a los idiotas.
A quien alegue, a estas alturas, ignorancia o inocencia, le recuerdo que cuando hace menos de dos años nos enteramos de que los habían colado ahí en contra de la voluntad de los españoles, a hurtadillas y siguiendo la voluntad de un criminal, no pasó nada. Absolutamente nada.
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