La República Catalana en marcha
Mi artículo de
ayer en elMón.cat titulado así, Legalitat i legitimitat, binomio sobre el que
pivota buena parte de la cultura jurídica y política de Occidente. He
aprovechado para arrimar el ascua a mi sardina aplicando la tradicional
distinción al aquí y ahora del conflicto España-Catalunya. Y la realidad lo
confirmó ayer en la conferencia de prensa del presidente Puigdemont en Berlín
que fue, según opinión general y medios extranjeros, la de un jefe de Estado.
En realidad, lo que es Puigdemont. La conferencia tuvo les allures de
un peán de la victoria de los atenienses catalanes contra los beocios
españoles. La semana que viene, el presidente retornará a Bruselas para poner
en marcha el Consejo de la República. Catalunya debe de ser el único país del
mundo que tiene dos gobiernos, el del interior y el del exilio y los dos con un
mismo objetivo: fer efectiva la República Catalana. Y la harán.
Esa república será
la que saque a los presos de las cárceles, como vaticinó en su día Yeya Boya.
Aquí la versón
castellana:
Legalidad y
legitimidad
Desde el comienzo
del proceso actual hacia la República Catalana independiente estuvo claro que
la pareja de conceptos que mejor definía la cambiante situación era la de
legalidad/legitimidad. Tenía que ser el más adecuado para Catalunya porque
también es el eje en torno al cual se libró gran cantidad de batallas políticas
en Europa en el siglo pasado.
Todas las tiranías
de todos los colores argumentaron siempre con el respeto a la ley vigente y el
derecho positivo, con los que disfrazaban la opresión y justificaban la
represión. En su forma más pedestre, propia de su falta de luces, Rajoy
identificaba la ley vigente con la democracia, como si todos los déspotas que
lo precedieron no hubieran llamado siempre “ley” y “legalidad” a sus más
inicuos atropellos. Exactamente igual que él.
Por el contrario,
casi todas las rebeliones, luchas de liberación, movimientos emancipatorios y
revoluciones se hicieron en nombre de la legitimidad. La fuerza creadora de los
movimientos populares manaba de su referencia a principios, valores y derechos
inherentes a la dignidad de los pueblos y la libertad de los individuos que
unos sistemas injustos sin más autoridad que la fuerza trataban siempre de
extirpar.
En el Estado
español, una vetusta dictadura militar, transformada en una monarquía
autoritaria y corrupta, tanto el PP como su recambio, el PSOE, coinciden en
invocar el respeto a la ley como base inexcusable de toda acción política. En
el pináculo de esa obligación está el respeto a la Constitución, ley de leyes y
fuente del derecho de un régimen que debe su origen a un golpe de militares
delincuentes, seguido de una guerra civil, cuarenta años de tiranía cuartelaria
y otros cuarenta de monarquía impuesta por la voluntad omnímoda del dictador y
que aun perdura, para vergüenza de todos.
Bueno, de todos,
no. Los militantes y votantes de los partidos dinásticos, PP, PSOE y C’s están
muy satisfechos de un régimen que solo se sostiene por el abuso, la fuerza y la
arbitrariedad y al que muy ufanos, llaman “Estado de derecho”. Su inexistente
sentido del ridículo los lleva a comparar un país con jueces como Llarena,
medios como la TVE, partidos/asociaciones de ladrones como el PP, iglesias
parásitas como la católica y periodistas como los energúmenos de la COPE con
países como Reino Unido o Alemania. En comparación con estos lugares, hablar de
ley en España es un sarcasmo.
A su vez, el
movimiento independentista ha invocado siempre el principio de legitimidad para
fundamentar su acción. Esta suele chocar con un ordenamiento jurídico injusto y
arbitrario concebido para disfrazar la opresión de una oligarquía
nacional-católica para la cual el país es su cortijo y el PSOE, su
capataz.
Parte del
independentismo modula su invocación de la legitimidad con un forcejeo en el
terreno de la legalidad que el Estado acota y utiliza para sus fines. Tanto la
política parlamentaria en el Congreso de los diputados y el Parlament de
Catalunya como el encarcelamiento de los presos y presas políticas se inscribe
en este horizonte de lucha. Sin duda posee un alto valor simbólico y
movilizador pues su ejemplo mantiene viva la indignación y la llama de la
resistencia popular. Pero tiene una eficacia reducida en el progreso del
movimiento emancipador ya que se juega en el terreno de la legalidad en donde
hay unos actores inmorales con las cartas marcadas: policías corruptos, jueces
prevaricadores, políticos felones y medios sectarios. De hecho, la terminación
de esta injusticia carcelaria no depende de los propios presos políticos, sino
del éxito del conjunto del movimiento.
Este viene más
garantizado por la parte que ha elegido el exilio en manifiesta desobediencia
de una legalidad despótica y en atención al principio de legitimidad. El
destierro del presidente, los/as consejeras y los/las dirigentes, al
internacionalizar la causa de la independencia de Cataluña ha puesto de relieve
a los ojos del mundo la falta de libertades, la tiranía de la legalidad
española y la radical mentira de su carácter de Estado de derecho. Hoy todo el
mundo sabe que España tiene presos/as y exiliadas y exiliados políticos/as y
que la única forma de acabar con esta anomalía en la Europa de las libertades
es obligar al Estado español franquista (administrado por cualquiera de los dos
partidos dinásticos, PP o PSOE) a sentarse en una mesa de diálogo y negociar
una salida civilizada al conflicto que respete el derecho de autodeterminación
del pueblo catalán, permita su ejercicio y acepte su resultado.
En ese momento,
gracias a la acción interior y exterior del independentismo su defensa frente a
una legalidad tiránica y su lucha basada en el principio de legitimidad democrática,
la República Catalana será una realidad palpable. Y será esa República,
sostenida en la voluntad mayoritaria a favor de la independencia en unas
próximas elecciones la que pondrá en libertad a los presos políticos catalanes.
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