Perspectivas de la propiedad privada. Carlos Ávila Villamarpor La pupila insomne |
Hace poco abrió el mercado mayorista para
las cooperativas no agropecuarias. Como sabemos, las cooperativas
constituyen una alternativa a la división entre empresa estatal y
empresa privada: en ellas se estaría tratando de conservar la
competitividad y la eficiencia que tradicionalmente se le atribuyen a la
empresa privada, a la vez que se eliminaría la figura parásita del
capitalista. Las grandes empresas jamás podrán ser cooperativas, es
cierto, pero en apariencia no existe una razón para que no puedan serlo
muchas de las pequeñas empresas, y entonces en apariencia no existiría
una razón por la que no vender a precios preferenciales a las
cooperativas, dándole ventajas sobre las empresas privadas. Sin embargo,
las ineficiencias de la economía cubana han creado un fenómeno
inverosímil: no pocas cooperativas han aprovechado esta ventaja y se han
convertido en meras intermediarias de la empresa privada. Pueden vender
los productos en el mercado negro a precios más bajos que las tiendas
comunes, pero aun así sacar algún beneficio. De esa forma, muchas
cooperativas vinculadas a la gastronomía son simples fachadas de un
negocio fácil de reventa, que por supuesto queda fuera de los libros. No
es de su interés conseguir una mejora en los servicios, basta que las
cuentas le permitan sostener la farsa ante la institución. Ergo, el
mecanismo sirve a dos parásitos en vez de a uno: al intermediario y al
capitalista.
Ampliar el mercado mayorista a la empresa
privada se hace difícil a causa de la multiplicidad cambiaria, que en
resumen crea divisas falsas al interior de las arcas del estado e
interrumpe la liquidez a la hora de hacer las importaciones. El problema
cubano en realidad no es la doble moneda, sino la inflación (el
término es inexacto) en una de ellas, cuyas consecuencias, a fin de que
no sean sufridas por los bolsillos de los trabajadores cubanos, son
asumidas por la empresa estatal, que se encuentra amarrada. Estas
consecuencias en particular tampoco son sufridas por la empresa privada,
que opera bajo una tasa de cambio única y estable, y que se sirve
despreocupadamente de la subvención estatal de agua y electricidad. En
ese sentido, cada cubano está ayudando a pagar las cuentas de los
emergentes capitalistas. El problema de la empresa privada no es que
opere con dinero sin valor (asunto que causa tormentos periódicos al
estado), sino que en papeles debe comprar a los mismos precios que
compra un ciudadano corriente (aunque en la práctica recurra al mercado
negro, está claro). Esto no sería tan grave de no ser porque algunos de
los productos que necesita de manera diaria no aparecen en las tiendas
(cortesía de la falta de liquidez de las arcas) y de no ser porque está
incapacitada legalmente para realizar sus propias importaciones. Cuba no
tenía la infraestructura para enfrentar el crecimiento del sector
privado, de hecho, ni siquiera la tiene hoy para enfrentar un
crecimiento del sector estatal que no ingresa divisas de manera directa,
lo cual es lamentable. Entenderlo es fundamental para evaluar las
potencialidades de la empresa privada en los años próximos.
Así debería funcionar la doble moneda: el
país ingresa dos dólares gracias a la exportación de tabaco y crea un
duplicado, dos pesos convertibles, usa un dólar para comprar una lata de
sardinas en el mercado internacional y gratifica al veguero con un peso
convertible, luego el veguero irá educadamente a comprar su lata de
sardinas en el mercado estatal. El ciclo en apariencia es perfecto, pero
existe un pequeño problema: el estado necesita quedarse con alguna
ganancia tras servir de intermediario, tendría que vender la lata
digamos que a cincuenta centavos más. Pero en nuestro país imaginario
solo existe un peso convertible en circulación, para vender la lata en
un peso con cincuenta centavos habría primero que pagarle un peso con
cincuenta centavos al veguero. En la práctica, el país solo ha gastado
un dólar en el mercado internacional, por tanto tiene en sus manos el
otro dólar y los cincuenta centavos convertibles que quedaron tras
pagarle un peso con cincuenta centavos a su veguero. El país podrá
emplear el dólar en importar recursos para la salud, la educación y la
defensa de su veguero, pero bajo ninguna circunstancia debería gastarlo
completamente en otra lata de sardinas por una razón muy sencilla: el
veguero no la podrá pagar, puesto que solo podríamos darle los cincuenta
centavos convertibles que quedaron en nuestras arcas. Para que la lata
se pueda vender habría que generar al menos un peso convertible de la
nada. Nuestro veguero, en tal caso, habría comprado sus dos latas de
sardinas, pero los beneficios del estado serían imaginarios.
Si la economía cubana funcionara
correctamente, no debería existir la escasez de productos importados. Si
existen cien pesos convertibles circulando, se espera entonces que el
estado pueda cubrir cualquier demanda que los cien pesos convertibles
permitan, puesto que habrá un respaldo en divisas e incluso una ganancia
arancelaria. Algo tan elemental falla en nuestros días. Lo que ocurre,
para ir ampliando el panorama, es que el estado no es el único que
recibe divisas. Los cubanos pueden recibir dólares por remesas o por
servicios directos al turismo. Digamos que en un sistema cerrado
perfecto en el que solo el estado ingrese las divisas, los aranceles no
supondrían una ganancia real en divisas (el estado no estaría
multiplicando realmente sus dos dólares). Pero si el dueño de un hostal
también ingresa dos dólares, y los cambia en el banco por dos pesos
convertibles (será necesario abstraernos del impuesto al dólar por un
instante, como antes me abstraje del bloqueo), y si compra una lata de
sardinas a un peso con cincuenta centavos, y si el estado ha comprado
las sardinas por solo un dólar, entonces nos queda que al estado le
queda un dólar y al dueño del hostal le quedan cincuenta centavos, es
decir, el balance le da cincuenta centavos de beneficios al país. Entre
más dinero exista en las arcas o en circulación, en teoría, más puede
permitirse importar el estado. Sin embargo, una vez que existen pesos
convertibles que no son convertibles, un aumento en la demanda no tiene
forma de verse correspondido por un aumento en la oferta, y mucho menos
por estrategias mayoristas, que en otras economías terminarían
multiplicando las ganancias, y que en la nuestra solo traerían consigo
pérdidas. La apertura del mercado mayorista para las cooperativas posee
mayor utilidad simbólica que práctica.
Nuestro país, visto de una manera
literaturizada, tiene que gastar cualquier dinero que ingrese en
sardinas, y al mismo tiempo se ve en la obligación de crear dinero falso
para pagarse a sí mismo el sobreprecio del arancel, a la espera de que
en algún momento ingrese la divisa que dará validez al dinero que ha
creado. Pero la divisa nueva hará falta para comprar más sardinas,
cuestión que en definitiva el estado nunca se podrá quedar con los
beneficios: en una economía convertible, la ganancia en términos de
importación está en lo que se queda inmediatamente en las arcas y no en
lo que se va a ingresar luego, billetes sin valor, y nuestra bola de
nieve no va a permitir nunca que quede algo en las arcas.
Hasta ahora hemos dejado fuera una infinidad
de factores que complejizan la situación. En la fábula importamos las
sardinas sin gastar combustible ni trabajo humano, las divisas no se
escapan de nuestro país (cada vez que un simple viajero quiere cambiar
un peso convertible por su equivalente en dólares el estado cubano se
pone las manos en la cabeza, porque contrario a lo que se suele pensar,
el cambio lo perjudica enormemente), no hay robos en las tiendas o en
los almacenes y sobre todo, no existe ese término que hemos
invisibilizado hasta ahora en la ecuación: el peso cubano. Cuba tiene al
final un mercado interno, eso significa que constantemente está
generando valor. Supuestamente el peso cubano es la expresión de ese
valor, pero se encuentra inmóvil ante el peso convertible, como si la
economía cubana no tuviera ascensos y descensos con respecto a las de
otros países. La empresa privada, que hasta ahora no se dedica a las
exportaciones y por tanto no recibe divisas de manera directa (la
mayoría de los turistas cambia su dinero al llegar a la isla) aporta
valor al peso cubano, aunque a menudo opere con pesos convertibles.
Supongamos que un turista cambie dos dólares
por dos pesos convertibles, y que gaste sus dos pesos convertibles en
un mojito, y que el cubano hipotético que le vendió el mojito los gaste
en la ya folclórica lata de sardinas, que cuesta un peso convertible con
cincuenta centavos, y que el estado importa por un dólar. Hasta ahora,
notemos, el estado ha ganado supuestamente cincuenta centavos de dólar y
un peso convertible con cincuenta centavos. No podrá usar ese peso
convertible hasta que no vuelva a ser respaldado por un dólar. Pero ya
sabemos que las cosas no funcionan así. Probablemente, aunque el turista
solo entregara dos dólares, saldrían a la calle tres pesos
convertibles, el tercero de ellos a la espera de un respaldo. Ahora
viene lo realmente interesante, ¿qué pasa si el preparador de mojitos
por cuenta propia decide comprar, por un peso convertible con cincuenta
centavos, un pescado recién sacado del agua por su vecino, en lugar de
una lata importada? ¿Qué pasa si el pescador gasta el dinero en una
cantidad de tomates locales? ¿Qué pasa si el campesino lo gasta en un
mojito igual al que compró el turista? Imaginemos una situación límite,
de carácter fantástico, en la que la cadena siga y el dinero nunca
regrese a nada producido fuera del país. La moneda que se quedaría con
ese valor sería el peso cubano, y a la larga, entre más se desarrollara
la economía local, entre más cosas pudieran ser compradas con un peso
cubano, menos pesos cubanos se necesitarían para obtener un peso
convertible. Si cada uno de los dólares ingresados al país no saliera
nunca en concepto de importaciones, tarde o temprano en las arcas
terminaría habiendo más dólares que pesos, y comenzaría a hacer falta
muchos dólares para obtener un peso. Claro, todo lo anterior es una mera
abstracción, lo más importante es entender cómo funciona la balanza una
vez que interviene en ella el mercado interno (también funciona al
revés, supongamos un caso extremo de una economía en la que termine
habiendo menos dólares y más pesos).
La empresa privada cubana, que se limita
fundamentalmente a la rama de los servicios, es poco estimulante con el
mercado interno porque los servicios en general suelen ser poco
estimulantes con el mercado interno. En un país compuesto solo por bares
el dinero de las personas saldría rápidamente de las fronteras
nacionales, puesto que sin importar cuánto adoren los bartenders gastar
su salario yendo a los bares de otros bartenders, tendrían que comer
productos importados y vestirse con productos importados e incluso
vender y comprar cerveza importada. De hecho, es muy fácil observar que
un país compuesto solo de bares podría sostenerse únicamente gracias a
la inyección de divisas del turismo. Entre más dinero entrara por
concepto de turismo mejor vivirían los habitantes, la relación sería
aburridamente sencilla. No existiría mercado interno y por tanto no
existiría un verdadero desarrollo, la isla seguiría destinada a servir a
los habitantes de la isla productora de alimentos, la productora de
ropa o la productora de cerveza. En nuestro caso, los dueños de la
mayoría de nuestras empresas privadas más fuertes no son cubanos, sino
extranjeros, que sacan el dinero de la isla y por tanto frenan el
desarrollo local.
Hay convenios subterráneos entre los cubanos
de la isla y los de la Florida que permiten estas silenciosas
transacciones. Digamos que un cubano en la Florida quiere mandar cien
dólares a un cubano de la isla. En vez de utilizar el procedimiento
corriente, le da los cien dólares al dueño de un restaurante habanero,
que vive en la Florida, y luego el representante, que maneja el negocio
en La Habana, le da noventa y nueve pesos convertibles al cubano de la
isla. El dinero ha entrado sin entrar, y ha salido sin salir. El dueño
del restaurante ha convertido sus pesos convertibles en dólares y los ha
sacado del país sin que nadie se haya percatado. Al no ingresar los
dólares por la vía corriente, al no llegar nunca a las manos del estado,
esta remesa es solo una redistribución de la riqueza ya existente
en Cuba, pero no una verdadera inyección de capital. En la práctica
hace que los beneficios de esta hipotética empresa privada ayuden más
que nada al desarrollo de la Florida.
Y lo anterior se relaciona con una situación
curiosísima. Las empresas privadas cubanas más fuertes tienen un
pequeño dilema: no saben qué hacer con sus beneficios. El capitalista
cubano solo puede tener un negocio de manera legal, así que no puede
invertir en una franquicia, por ejemplo. En teoría podría guardar el
dinero en un banco cubano o despilfarrarlo en una serie de comodidades,
pero como es lógico, rara vez nuestro capitalista se rinde con tanta
facilidad en su búsqueda de agigantar su capital. Saca el dinero del
país, lo cual es malo para la economía, o invierte en un segundo negocio
con un falso propietario. Y en apariencia se hace un bien público
cuando se le impide al capitalista montar nuevos negocios, pero
recordemos que estos negocios crearían empleos y dinamizarían la
economía. Al final el dinero inmóvil produce estancamiento, por lo tanto
el capitalista tenderá siempre a seguir invirtiendo y engrosando sus
cuentas, y si no lo hace, frenará entonces el desarrollo local. La
propiedad privada como móvil económico genera este diabólico ciclo: sin
importar cuánto maquillaje se le ponga, el crecimiento va de la mano con
un ascenso en las diferencias sociales.
Esto es lo que nunca van a entender ciertos
reformistas del capitalismo. Es posible un breve crecimiento económico
separado de un ascenso en las diferencias sociales, pero solo en tanto
convivan una serie de pequeñas empresas privadas, que por simple
competencia tarde o temprano comenzarán a fusionarse y a hacerse más
grandes, rentables y productivas, y por tanto ofrecerán beneficios
mayores a sus cada vez más selectos propietarios, que se verán en la
obligación de ampliarse y crear nuevos empleos. Y si se intenta
regularlos para recuperar los antiguos indicadores de paridad salarial,
se verá frenada la economía. Un dilema que en algún punto debió estar
presente durante la primera etapa de la crisis venezolana. Curioso que
la monopolización (contra la que existen leyes en Estados Unidos) y la
progresiva separación entre propiedad y gestión en las últimas décadas
de capitalismo desdeñen el proyecto socialdemócrata, pero secretamente
reafirmen un proyecto socialista de propiedad estatal, ya he escrito
sobre el tema. En definitiva con esto quiero decir que en ningún futuro
cubano debe contemplarse una primacía del sector privado, porque
generaría capas de poder económico hereditario, que anularían la
justicia social según la cual cada individuo debe tener aquello que se
haya ganado personalmente. El socialismo, ya lo he dicho, es el intento
por combatir la brutalidad del determinismo social del sistema
capitalista.
Una lógica tradicional resolvería el
problema ampliando el sector privado hacia la producción, lo cual
ralentizaría el ciclo de consumo (como ya vimos arriba) y daría valor al
peso cubano. Uno de los grandes mitos económicos de la Cuba
contemporánea es que un aumento en los gastos por concepto de
importación de materias primas causaría una debacle en la balanza, a
menos que se viera compensado por un aumento en la exportación. En
realidad sería una debacle si se importaran más televisores y muebles de
cuero, pero si solo se importaran materias primas, las fábricas
estarían demorando la estancia de las divisas en las arcas, porque (esto
es un ejemplo) las personas estarían comprando televisores y muebles de
cuero que no habría que importar a la larga. En realidad, abrir las
importaciones de materias primas a la empresa privada ayudaría a la
balanza comercial, porque los beneficios, el plusvalor de los
televisores y los muebles se quedaría en la isla. La razón por la que
debe mirarse con cuidado una ampliación del sector privado hacia la
producción no es la balanza comercial, sino la sociedad.
La apertura de fábricas privadas de
enlatados, zapatos y cosméticos se podría conseguir desviando ciertas
inversiones privadas, ahora enfocadas en los servicios, y desviando la
mano de obra de una variedad de empresas estatales, desde fábricas hasta
notarías, tiendas y escuelas. Si el estado no puede simultáneamente
triplicar el salario de sus trabajadores, deberá verlos marchar en masa
hacia el sector privado. Y esto es negativo para el propio sector
privado. Pensemos en un servicio subvencionado como la electricidad
(subvencionado no significa que se da gratis, sino que en teoría sus
costos estarían deducidos de los salarios del sector estatal, tal como
la salud, la educación o la impresión de libros). El estado no puede
aumentar el precio de la electricidad sin perjudicar a millones de
cubanos, y no puede pagar más a sus trabajadores eléctricos sin aumentar
el precio de la electricidad. La razón por la que los trabajadores de
la electricidad, la telefonía, la justicia, las oficinas de impuestos,
los centros culturales y deportivos, los abundantes museos, los teatros,
las bibliotecas, las estaciones de policía, las bases aéreas y de
tanques, los guardafronteras, la televisión y la radio, los
ferrocarriles, las universidades, los círculos infantiles, los
hospitales, no se van de donde están es en parte porque los empleos del
sector privado están siempre cubiertos. Cuba debe transformar su
economía subvencionada tarde o temprano, a fin de hacerla más rentable.
Si abre las dos puertas a la propiedad privada sin haber tomado medidas
antes habrá un colapso en el cual las empresas privadas ya existentes
saldrán perjudicadas. Amigables socialdemócratas, subrayen estas líneas.
Esto no sería un problema tan grave en un país en el que constantemente
creciera la fuerza laboral: en el nuestro, en el que tiende a
disminuir, tendría consecuencias nefastas.
Lo otro es que incluso si tal colapso no se
produce, o se produce de una manera parcial, que solo afecte a los más
desfavorecidos (y esto por supuesto rara vez importa al capitalista), la
naturaleza misma del capital privado construirá con el paso de las
décadas particiones definitivas en la sociedad cubana. La imposibilidad
de las clases más bajas de trascender lo que la economía ha dispuesto
para ellas es un problema esencial en el capitalismo, y sobre todo en
los países del tercer mundo. Clases más bajas terminan engendrando
generaciones con menos probabilidades de superarse a sí mismas. En el
Tercer mundo, las trasnacionales se quedan con los mayores beneficios, y
al sacarlos de un territorio (en lugar de reinvertirlos en el lugar y
crear más empleos, lo cual sería más inteligente y a la larga hasta más
rentable) terminan por condenar a sus habitantes al atraso. Es muy
probable que la salida de los beneficios en muchas empresas privadas
cubanas limite el desarrollo local. De hecho, en algún punto, las
actuales firmas del estado con empresas extranjeras, si bien son
necesarias porque atraen inversiones, en el fondo causan dependencia y
estancamiento. Recordemos el ciclo idílico del vendedor de mojitos, el
pescador y el campesino: el cambio del peso contra la divisa empeora si
el vendedor de mojitos, el pescador y el campesino tienen que dar casi
la mitad de sus ingresos a un inversor extranjero, más que nada porque
el inversor no gastará su parte en mojitos, pargos o tomates locales. Lo
que sucede en nuestra desnutrida economía es que necesitamos vasos,
cañas de pescar y tractores que no podemos pagar nosotros solos. La
inversión extranjera en Cuba es necesaria por la misma razón que la
empresa privada es necesaria.
Dentro de las múltiples razones por las que
la empresa privada se comporta de momento como más eficiente en nuestro
país que la estatal (además de la única tasa de cambio, que le permite
una mayor liquidez y la capacidad de gestionar sus propios gastos) está
que ha conseguido inversiones extranjeras rápidas. Se ha divulgado mucho
la idea de que un negocio necesita ser privado para ser eficiente: si
los restaurantes y bares estatales a principios de la década pasada
hubieran tenido la inyección constante de capital que los gastos
sociales impedían proyectar, si hubieran podido gestionar su dinero sin
las trampas de la multiplicidad cambiaria y pagar a sus trabajadores
salarios semejantes o superiores a los de los restaurantes y bares
privados de hoy, no quepa duda que hubieran florecido a la perfección.
Repito que el mundo capitalista ha separado desde hace muchos años la
gestión de la propiedad. No hay razones para que nosotros no aprendamos
de ello. Abrir las puertas de la industria a la propiedad privada sería
un suicidio, porque aumentaría exponencialmente muchos problemas que ya
existen: luego de una crisis que afectaría a los sectores más
desposeídos (y me atrevo a decir que a las capas más viejas de la
sociedad cubana, a las que no se les suele dar cabida en la empresa
privada), se vería la solución en privatizar ferrocarriles, telefonía,
televisión (bajo la excusa de hacerlos más rentables), se agravaría la
crisis y probablemente, en el mejor de los casos, vendría un gobierno
populista que basara su imagen en valores del pasado, pero que en el
fondo estuviera pactando con los grandes capitales privados del país.
Todo esto lo digo dejando a un lado cualquier preferencia política,
trato de ser objetivo. Muchos discursos que piden apertura,
incluso con las mejores intenciones, desean la apertura de la rama
productiva a la empresa privada sin entender sus consecuencias globales,
guiándose por el presentimiento de que si lo que se ha hecho no ha
salido tan mal la solución es seguir haciéndolo con más fuerza.
La empresa estatal debe desligarse de una
vez de una serie de impedimentos tontos para asumir la rama productiva
con todas sus potencialidades (que al parecer no entiende, cegada por
los beneficios rápidos del turismo, mientras el capitalista sí lo
hace, y aquí está el peligro). En cuanto a la empresa privada, sería
contraproducente tratar de mutilarla a estas alturas y lo mejor es darle
libertad dentro del sector de los servicios (que en una economía
sensata no tiene primacía). Puede crearse un mecanismo especial que le
facilite la importación de muchos productos que no encuentra en las
tiendas. Aquí hay un negocio millonario para el propio estado. En cuanto
a los beneficios de las empresas privadas más fuertes, que se estancan,
se van del país o se reinvierten de manera ilegal, creo que hay una
forma más inteligente de conducirlos. Ahora mismo un capitalista cubano
puede tener un único restaurante que ingrese cinco mil dólares en una
noche, pero está incapacitado para tener dos puestos de venta de
churros. La ley que impide al capitalista cubano tener más de un negocio
cumple dos objetivos fundamentales: primero, que no se formen
monopolios que terminen asfixiando a los pequeñas cafeterías, segundo,
que no existan grandes diferencias sociales. Pero en la práctica ya
hemos visto lo que sucede. Mejor sería, por ejemplo, que se aplicaran
impuestos bien diferenciados dependiendo de lo que el capitalista
ingresara (en esto sí se puede aprender de las socialdemocracias
nórdicas). Haciéndolo, los fiscales no tendrían que hacerse los ciegos
ante los fraudes evidentísimos que se cometen todos los días en nuestro
país. Si en Cuba se aplicara la política fiscal no sueca, sino
americana, habría unos cuantos emprendedores sancionados. Tendrían que
poner a su nombre los negocios que tienen a nombre de otros, y por tanto
pagar impuestos mucho más altos, que el país necesita con urgencia.
El artículo es largo e implica un campo en
el que soy un intruso, la economía. En el mejor de los casos, espero,
sirva para mostrar perspectivas que suelen excluirse con frecuencia en
los debates sobre la apertura o no a la propiedad privada. Sirva este
comentario como epílogo.
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