miércoles, 9 de enero de 2013

La desamortización (o desmoralización) de Rajoy



La desamortización (o desmoralización) de Rajoy.

Una desamortización es un proceso legal que permite al Estado poner a la venta bienes que pertenecen a terceros. Éstos pueden ser la Iglesia, la aristocracia y otros colectivos, incluidos los municipios. En esta base se fundamenta el fenómeno histórico conocido como Desamortización Española, que se inició en tiempos de Carlos III, si bien su protagonista más conocido es el ministro Juan Álvarez de Mendizábal, durante la regencia de María Cristina Borbón. Mendizábal es el más conocido hasta ahora, pero hubo otros. En realidad casi todos los gobiernos españoles desde finales del siglo XVIII y durante el XIX ejecutaron en mayor o menor medida algún tipo de desamortización de bienes con el objetivo de modernizar la economía nacional o, más bien, para recaudar fondos.
Conseguir dinero era la clave, pero para el imaginario colectivo ha quedado la idea de que las desamortizaciones se dirigieron sobre todo contra la Iglesia, primero bajo la doctrina ilustrada y más tarde siguiendo el ideario del liberalismo triunfante. Esta idealización es bastante errónea. Las pequeñas y limitadas desamortizaciones de Carlos III y Carlos IV se ejecutaron sobre bienes de la Compañía de Jesús, contaron con la aprobación del papa romano y su objetivo era más bien librar a la Iglesia de cargas que no deseaba. En cuanto a las realizadas por los liberales, durante el Trienio de Fernando VII, fueron insignificantes.
Las grandes desamortizaciones que han pasado a la Historia con el apellido del ministro de turno fueron las de Mendizábal, en 1836, y la de Madoz, en 1855. Ambas son a menudo mal interpretadas como un éxito liberal en su afán de acabar con los privilegios y riquezas de la Iglesia Católica. Lo cierto es que las dos desamortizaciones se convirtieron en negocios excelentes para unos cuantos aristócratas y burgueses que consiguieron, a precio de saldo, la propiedad legal de todo tipo de bienes. La izquierda española, casi siempre desorientada, marca en su casillero como tantos propios estas dos desamortizaciones, que considera hitos en la historia de la revolución española. Sin embargo, un análisis más detallado del proceso liberal de desamortización pone de manifiesto una realidad mucho menos amable.
Las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz tenían un objetivo primordial que no era, por supuesto, acabar con la Iglesia, sino imponer una forma única de propiedad: la propiedad privada. Frente a ésta, el Antiguo Régimen conoció una notable variedad de formas de propiedad que incluían muchos comunes. Por ejemplo, tierras, bosques y pastos que la comunidad explotaba para beneficio de todos, si bien no estaba claro quién era el dueño de las tierras. Ni falta que hacía: este sistema, que se había mantenido durante siglos, permitía cultivar alimentos y obtener combustible y materiales de construcción a un enorme número de personas que vivían en las áreas rurales y que no necesitaban ser propietarios de ninguna tierra, sino tan sólo disfrutar del usufructo.
Los liberales que, no lo olvidemos, eran burgueses de pura cepa, se obstinaron en «racionalizar» el sistema de propiedad haciendo que cada milímetro cuadrado de tierra, cada edificio, cada objeto y hasta cada persona tuvieran un dueño definido, cuya firma, y la del notario como representante del Estado, quedara estampada en un papel con sello oficial.
Si de repente se confiscan bienes comunes y se ponen en el mercado de subastas, ¿quién puede comprarlos? No el pueblo, desde luego, que a duras penas consigue sobrevivir y no dispone de ahorros, liquidez ni crédito. Lo que se confisque acabará, por supuesto, en manos de los ricos. Así, el primer resultado de las desamortizaciones fue que una gran cantidad de tierras y edificios terminaron en poder de la vieja aristocracia y la mismísima Iglesia, que ahora podían mostrar los títulos de propiedad de esas tierras que habían controlado desde siempre. Además surgió una nueva oligarquía de origen burgués que se hizo con enormes patrimonios expropiados a las comunidades.
Las consecuencias de aquellas desamortizaciones no tuvieron nada de bueno ni de progresista, ni tampoco contribuyeron a modernizar el país. Por el contrario, se volvieron un manantial inagotable de conflictos a corto y largo plazo. Entre los efectos a lamentar de aquellas desamortizaciones fulleras cabe destacar:
-El empobrecimiento de grupos enormes de población rural que, de repente, no podían cultivar las tierras ni aprovechar los pastos, montes y fuentes de los que habían vivido sus familias durante siglos.
-Como resultado de lo anterior, una sucesión de guerras civiles, bandolerismo y violencia protagonizados por esos campesinos pobres despojados de todo. Cuestión de la cual, por cierto, derivan a su vez otros problemas, como el separatismo vasco sin ir más lejos, hijo directo del carlismo.
-El despoblamiento del campo y la masificación de las ciudades, donde se forma un proletariado que vive y vivirá en condiciones miserables. Esto, a su vez, produce una desestructuración del territorio, conformado por núcleos urbanos muy concentrados (y a veces inhabitables), frente a un agro cada vez más desierto.
-Destrucción y saqueo del patrimonio cultural. Es en esta época cuando cientos o miles de monumentos desamortizados quedan abandonados y en ruinas, previa venta de sus obras de arte de mayor mérito, a menudo a coleccionistas extranjeros. La pérdida en este sentido es incalculable, aunque sin duda muy superior a todo el saqueo que pudieran haber hecho, por ejemplo, las tropas de Napoleón durante la invasión de 1808.
-Degradación medioambiental del territorio, en particular por la tala descontrolada de bosques para ganar tierras de cultivo y, también, combatir el bandolerismo y las guerrillas.
Todos estos efectos son visibles aún hoy, al cabo de más de un siglo. No sólo eso, sino que la situación no ha dejado de empeorar en todos esos aspectos. Y ello porque el otro gran resultado de las desamortizaciones fue el surgimiento (o más bien reforzamiento) de una clase dirigente rapaz, avariciosa y extraordinariamente inculta que desde entonces ha demostrado una y otra vez su falta absoluta de proyecto nacional y su incapacidad para gobernar. Esta clase dirigente no tiene parangón en Europa occidental y está formada por los restos de la aristocracia medieval, la Iglesia trabucaire, un ejército ineficaz pero con vocación salvapatrias y una burguesía gárrula. De esta mezcla aún podemos disfrutar hoy, y si a veces tenemos la sensación de que España es un desastre sin paliativos, al menos se sabe quién tiene la culpa.
Ahora bien, la situación desmoralizante y angustiosa que vivimos en estos días, el «tiempo de los recortes y la austeridad», no es sino otro episodio de la Desamortización Española. Con otro nombre, pero fruto de ese mismo pasado oscuro de España. Para que no quepa duda, esta nueva fase desamortizadora la encabeza hoy un incompetente que nada tiene que envidiar a los de ayer.
Cabe destacar que la dictadura franquista supuso una parada relativa en el proceso de desamortización, como en todo lo demás, pero superado este paréntesis, los sucesivos gobiernos de la monarquía parlamentaria retomaron el asalto a los comunes con un entusiasmo que no ha parado de crecer hasta la orgía actual. Los antecedentes del robo a mano armada (literalmente) del que somos víctimas han recibido nombres diversos en los últimos años. Para no extendernos demasiado, ni perdernos en el laberinto, recordemos el desmantelamiento industrial preconizado por el presidente socialdemócrata González Márquez y apellidado con el engañoso nombre de «reconversión», que caracterizó los años ochenta del siglo XX y que, en aras de la idolatría europeísta, representó el fin de la industria española. Esta fase desamortizadora culminó con la llamada «cultura del pelotazo», en virtud de la cual se hicieron grandes fortunas a costa de la venta, disolución, enajenación, etc. de numerosas empresas públicas, sobre todo las más rentables. Fue el inicio de la moderna desamortización, pero aún faltaba mucho camino por recorrer.
El gobierno ultraconservador de Aznar López remachó el triste final del siglo XX con el poco esperanzador comienzo del siglo XXI. Aznar, un hombre que se deja llevar y con una sola idea en la cabeza, se limitó a continuar lo que su predecesor había empezado. Aprovechando un periodo de prosperidad económica por completo irreal, se sumó a la corriente neocon (o ultraliberal) y no sólo zanjó el proceso de privatización de las empresas públicas (que, recordemos, son bienes comunes), sino que empezó a aplicar, al principio con timidez, medidas privatizadoras parciales en los servicios públicos. Un poco «por ver qué pasaba» y para poder decir, pavoneándose a gusto, que «España iba bien».
Una vez abierta la caja de los truenos y viendo que nadie protestaba, los políticos, a sueldo de la clase dominante que entorpece a España desde siempre, siguieron haciendo más de lo mismo hasta llegar al momento presente. Ahora, bajo la excusa de una crisis fantasmagórica y sin mostrar vergüenza alguna, Rajoy y los suyos, la vieja oligarquía de siempre, mezcla de católicos rancios, fascistas y advenedizos con dinero, han decidido hacer caja, de nuevo, con los bienes de todos.
La pérdida de la vergüenza es el rasgo más característico de esta clase dominante tan rapaz. Tanto, que en la actualidad ya ni se molesta en guardar las formas. Razones tienen, a fin de cuentas: el pueblo español se tragó con mucha facilidad el bulo de la clase media y su prosperidad de papel basada en una hipoteca eterna. Las cosas no han resultado ser como todos pensaban y ahora, con gran parte de la población atrapada en una deuda impagable, los ricos han decidido ser más ricos todavía a costa de quedarse, como hicieron en el siglo XIX, con propiedades que son de todos.
No cabe duda de que lo que el gobierno de Rajoy Brey está llevando a cabo con tanto empeño es una desamortización a gran escala, pero no de tierras y monasterios, sino de bienes y servicios públicos que pertenecen a la nación, es decir, al pueblo. No al gobierno, por lo que de entrada deberíamos preguntarnos si el ejecutivo, por muy elegido que sea, tiene derecho a vender cosas que no son suyas. Con derecho o sin él, las liquidan y las venden, y el resultado es que usted y yo, el público, perdemos derechos y servicios que nos pertenecían y que será muy difícil recuperar. Las consecuencias pueden ser muy parecidas a las del siglo XIX, con la inestabilidad inherente a cualquier proceso político insensato o incluso criminal que consiste, como este, en condenar a la miseria y la inseguridad a la mayor parte de la población.
La Desamortización de Rajoy, este saqueo de lo público para mayor gloria de unos cuantos privados, traerá consecuencias, entre las cuales cabe prever:
-Una gran inestabilidad social fruto de la miseria generalizada. En este sentido apuntan las reformas laborales del gobierno del Partido Popular, que nos hacen retroceder siglos y que arrastran ya a millones de personas a la precariedad.
-La indefensión ciudadana a la que da lugar una reforma de la justicia que nos lleva a los tiempos en que el condenado tenía que pagar de su bolsillo la cuerda con que le ahorcaban. El sentimiento de injusticia puede ser, además, uno de los mayores impulsores del miedo. Y éste, a su vez, potenciar la inestabilidad.
-Un empobrecimiento general del país, fruto de la aniquilación del sistema educativo. Es lógico que teniendo España la clase dominante más inculta de Europa los dirigentes consideren que educar a la población no es importante. Sin embargo, en esto, como en tantas otras cosas, están equivocados. El conocimiento y la cultura son valor. Y no sólo intangibles (que ya sería lo bastante importante), sino económicos: un pueblo de zoquetes está condenado a la miseria.
-Un futuro incierto, lleno de miedo y zozobra, con una población atenazada por el temor a sufrir enfermedades que no podrá curar porque no tendrá dinero para pagar el tratamiento. Cabe pensar que esta posibilidad llena de regocijo a empresarios y gobernantes, que se ahorrarán pagar pensiones. Sin embargo, no hace falta ser muy listo (pero sí un poco más listo que un oligarca español) para entender que una población enferma no es lo mejor para sacar adelante un país.
-Una gran conflictividad. Al menos esto sería deseable: que el pueblo español se movilizara de una vez. Sin embargo, las cosas, por ahora, no apuntan en este sentido. Sólo han protestado con cierto vigor, hasta el momento, los jóvenes que forman parte del Movimiento 15-M y diversos funcionarios públicos. Pero éstos sólo cuando el gobierno ha osado tocar sus sueldos, y siempre por sectores. Aunque la movilización actual es esperanzadora, lo cierto es que no es general ni está organizada. Cada colectivo se mueve por su cuenta, no hay una visión de conjunto, no hay demandas de tipo estructural, sino más bien salariales, y además la clase obrera, en este zafarrancho, brilla por su ausencia. Sin duda alguien ha hecho bien su trabajo...
Y de fondo, una enorme desmoralización que ha prendido en el ánimo de la ciudadanía: «Protestar no sirve para nada», «Esto va a peor», «Que me quede como estoy»... Los mensajes de miedo se repiten constantemente en unos medios de comunicación que están al servicio de la clase dominante. Y por si acaso, se refuerza a la policía y se deja claro que su única finalidad real es hacer efectivo el sometimiento de la población a palos, y a tiros si es necesario. El estado de ánimo baja, y esto es bueno para los ladrones, pues un pueblo desmoralizado es menos combativo. Quizá la Desamortización de Rajoy sea más bien la Desmoralización de Rajoy. Mariano Rajoy Brey, presidente por agotamiento y un hombre que, por encima de todo, es muy aburrido.
En España las desamortizaciones no han traído más que problemas que, a menudo, han durado décadas, cuando no siglos. No será diferente la Desamortización de Rajoy que, hablando con propiedad, ni siquiera es «de Rajoy». Como Mendizábal y Madoz, Rajoy sólo es un hombre de paja, el pelele que cumple las órdenes de sus superiores. Pero será su nombre, como gestor de este desastre, el que perdure para la historia de la infamia.

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