La situación es catastrófica, pero nada parece indicar que no estemos dispuestos a seguir soportándola
¿Por qué no hay una rebelión social en España?
Manuel Medina, Canarias Semanal
Como si se tratara de un impetuoso tsunami, el pesimismo está arrasando a toda la sociedad española. Según los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) del pasado mes de diciembre, el 60% de las personas consultadas asume que la crisis tiene aún mucho trecho por delante. Pero eso, sin embargo no es lo peor. Los ciudadanos consultados llegan aún más lejos. La mayoría de ellos tienen la convicción de que en el curso del próximo lustro se producirá en España una auténtica catástrofe.La percepción de la ciudadanía consultada por el CIS es muy clara: aumentarán las dificultades para poseer una vivienda, se acrecentaran las diferencias sociales, se incrementará el número de personas sin hogar… Una gran mayoría, tiene la convicción de que la calidad de la asistencia sanitaria caerá en picado y los servicios básicos de lo que hasta ahora han denominado "Estado del bienestar" se esfumarán.
El 60,9% de los encuestados que se encuentran en situación de desempleo consideran que no tienen ninguna posibilidad de encontrar un trabajo a lo largo del año 2013. Sólo un 30% de los desempleados preguntados auguraron que podrían reincorporase al mercado laboral en el curso de los próximos 12 meses.
Pero el pesimismo social no sólo cunde en las filas de quienes no reciben un ingreso mensual a cambio de su trabajo. El 16,9% de aquellos que siguen trabajando apuntan como algo "probable" que en el curso del 2013 puedan perder su empleo. El 5% lo considera "muy probable".
Como réplica, el 13,3% de los españoles tiene esperanzas en que la situación mejorará, frente a un 50% que estima que el próximo año nos encontraremos aún peor. En relación a cómo nos encontrábamos hace un año, el 72,6 opina que la situación económica ha empeorado.
¿Por qué no se produce, entonces, una rebelión social?
Al analizar estas cifras, diríase que una buena parte de los habitantes del Estado español han asumido con resignación la situación existente. Lo cual proporciona un diagnóstico realmente alarmante, pues nos sitúa ante una perspectiva en la que los actores sociales no articulan voluntad alguna de cambiar la realidad que los machaca. Tal actitud ha sido históricamente característica de aquellas sociedades que, sufriendo enormes presiones provenientes del poder y de las clases sociales hegemónicas, dan salida a ese sufrimiento a través de explosiones sociales espontáneas, que frecuentemente concluyen sin mayores consecuencias.
El estado de ánimo que hoy domina al conjunto de la sociedad española es la expresión de un largo vacío político y organizativo que se ha prolongado durante los últimos treinta y cinco años. A lo largo de más de tres decenios esta sociedad, y particularmente sus generaciones más jóvenes, no han encontrado referentes políticos ni sociales que los ayuden a interpretar ni la realidad social que están viviendo, ni los precedentes históricos que los han conducido hasta la situación actual. Ya son dos generaciones las que afrontan inermes, sin instrumentos de análisis, sin herramientas para la acción, una crisis sin precedentes en la historia del Estado español. Y aunque ahora con cierta lentitud, miles de jóvenes empiezan a romper con la atonía política precedente, a cuestionar al sistema político y económico resultante del llamado "consenso de la Transición", el conjunto de la ciudadanía, incluida la clase trabajadora, continúa refugiándose en el fatalismo de la resignación como única alternativa a sus males presentes. No atisban, en suma, ningún horizonte de cambio, ninguna perspectiva movilizadora que abra la esperanza de una sociedad nueva.
Los asalariados no se aperciben, tampoco, de su poder como clase, de su capacidad para ser sujeto determinante de los cambios que reclama dramáticamente el momento presente. No es esta una situación nueva, sino una sensación de incapacidad inducida tan vieja como la historia. Gracias a ella las clases sociales menos numerosas han podido ejercer durante siglos su dominio omnipotente sobre las clases mayoritarias.
Tampoco es la consecuencia de una especial idiosincrasia de las actuales generaciones, como pretenden argumentar algunos. Quienes alcanzaron su uso de razón después de desaparecido el dictador, no solo heredaron la desmemoria programada sobre las luchas y horrores del pasado, sino que también se les impuso cuál debía ser el régimen político del futuro. Todo ello formó parte del paquete de compromisos contraído entre las cúpulas de los partidos de izquierda y los representantes del heredero del Dictador y de su dictadura, el rey Juan Carlos I. Reprocharles, pues, a los más jóvenes su actual desorientación política es, además de una injusticia histórica, una incalificable expresión de cinismo.
La razón de las presentes debilidades es preciso encontrarlas -además de en otros factores que no vienen ahora al caso- en la traición de los sindicatos y organizaciones políticas que tenían como cometido el cuestionamiento permanente de un sistema caduco cuyo destino ha debido ser siempre su destrucción. Lejos de ello, quiénes ostentaban formalmente la representación de las clases trabajadoras se integraron progresivamente en él, legitimando de esa forma su existencia. ¿Cómo se va esperar hoy que los asalariados tengan una percepción clara sobre quiénes son sus enemigos de clase? ¿Con qué derecho se va a exigir que amplios sectores sociales comprendan que el sistema político y económico vigente no es más que una continuidad del que lo precedió? Recuperar el nexo con el pasado que quebró la Guerra Civil y los casi cuarenta años de dictadura que le siguieron es un camino que está todavía por recorrer.
En la historia, como en la vida personal, las renuncias de ayer terminan, tarde o temprano, pasando inexorablemente la factura. Y esa es la que hoy todos estamos pagando.
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