Vivimos una segunda Transición?
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Emmanuel Rodríguez (@emmanuelrog) e Isidro López (@suma_cero)
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Durante el último año o año y medio, las referencias y comparaciones con la Transición se han sucedido sin cesar; así, las recurrentes semejanzas entre Podemos y el PSOE del ’82, entre Ciudadanos y el reformismo franquista, e incluso algunas tan atrevidas como para llegar a equiparar Podemos con la mismísima UCD. Pero la historia, aún siendo fuente abundante de evocaciones, se resiste a ser analizada según los patrones de un calco.
Desde hace pocos meses, sin embargo, las comparaciones han cesado. Como si ya se previera que no va a haber cambio de régimen, que lo del ’78 va a seguir durante al menos un largo rato, el referente de la Transición ha ido dando pasos atrás, hasta situarnos en un cierto vacío de la imaginación histórica; algo así como la perplejidad provocada por asistir a la primera crisis severa de la II Restauración (el régimen del ’78) y, a expensas de lo que suceda en Catalunya, reconocer su enorme capacidad de reacción.
No obstante, la primera gran reforma (o renovación) de la democracia española puede ser todavía referida a los años setenta, aunque sólo sea porque estos abrieron un ciclo histórico que hoy termina. Bajo esta perspectiva, la clave no está en comparar la Transición con la actual crisis del régimen político español, sino en considerar (y esto constituye propiamente un análisis histórico, no comparativo) aquellos elementos que entonces sirvieron de soporte y de estabilización del régimen político, y hoy ya no funcionan. Por no dejar lugar a la intriga, nuestra conclusión es que las vigas del régimen han salido gravemente deterioradas de las turbulencias de estos últimos años. En términos propiamente políticos, no hay cierre previsto del actual ciclo político. Seguirá la época de tormentas. Lo cual no quiere decir que podamos determinar donde se van a producir las próximas descargas eléctricas: si en el campo de la formación de una nueva derecha regeneradora, si en la renovación de un movimiento democrático capaz de imponer una línea constituyente, o dentro de una involución progresiva de todos los elementos del régimen. Algunos argumentos:
El primero y quizás más importante: el ciclo español no es autónomo. España es una provincia: con una legislación subordinada en lo fundamental a las directivas europeas, una economía sometida a los algoritmos de contención del gasto decididos en Maastricht, un gobierno supervisado por la Troika y un modelo económico determinado, de forma seguramente irreversible, por su especialización en el marco continental como proveedor de servicios turísticos, con apenas unas poquitas líneas productivas competitivas, pero convertido en el espacio privilegiado de formas de acumulación intensivas en bienes territoriales financiarizados (como el suelo y la vivienda). En comparación con los años de la Transición: Europa no es pues un horizonte civilizatorio según el modelo de bienestar escandinavo, así como tampoco la vía de salvación del capitalismo hispano que tras una crisis profunda, como la de los años setenta y ochenta encontró en la CEE el modo de tomar una nueva especialización económica. En tanto provincia de la Unión, la suerte de la economía española está en todo ligada a la suerte del bloque continental y a la posición de este bloque en el escenario global, esto es: decadencia, estancamiento y, en términos de onda larga, progresiva pérdida de peso internacional.
Tras la crisis financiera que se desencadenó en 2007, y sobre todo durante el giro de tuerca de la deuda soberana de 2009, el capitalismo europeo se enfrentó a una decisión de carácter estratégico: o la apuesta por un nuevo keynesianismo continental por medio de la integración presupuestaria y fiscal de los estados miembros, o la radicalización —aún a costa del crecimiento económico— del dominio de las grandes agencias financieras, en tanto forma económica prioritaria de la alianza de las élites europeas. La elección ha pasado de forma abrumadora por la segunda opción. Resultado: la evolución económica del continente se asemeja cada vez más al largo estancamiento (ya 25 años) de Japón tras la burbuja del 86-90, pero con el añadido de nuevas rondas de financiarización y desmantelamiento de derechos sociales.
Para España, esto significa un reforzamiento de su especialización económica en los sectores turístico, inmobiliario y financiero, pero con un fuelle menguante de capital doméstico y externo, muy lejos del que alimentara la larga burbuja de 1997-2007. En el cortísimo plazo, la imposición de nuevos controles sobre el gasto público y la llegada de nuevos episodios de crisis financiera global (en los próximos meses quizás por vía china), parecen anunciar una coyuntura de vuelta a las “esencias” de la crisis sin paliativo político posible. En términos regionales, la crisis europea ha reforzado las líneas de especialización económica de sus distintas partes, al tiempo que las brechas norte-sur y oeste-este. El “flanco sur”, parece, volverá a ser el frente caliente europeo.
En segundo lugar, y es casi un resultado de lo primero, en estos años la constitución de las clases medias españolas ha acabado de saltar por los aires. Lejos de recomponerse, la tendencia es a un deterioro cada vez mayor. Se trata de un aspecto al que se le presta escasa atención. La crisis del régimen político español ha tenido su epicentro en una zona social minoritaria y muy específica del arco social: los hijos de la clase media “real”. Lo que hizo del 15M un movimiento hegemónico e irreprimible —tan legítimo como para no ser sometido a la prueba de la represión del Estado— es que estuvo dirigido por este segmento social. De igual modo, lo que hizo patente la crisis de régimen fue la no integración de este segmento en los espacios que le correspondían: la élite profesional, la clase política, el alto funcionariado, la academia, el periodismo, etc. Basta reconocer que la parte mayor del discurso público de este último año ha girado en torno a los nacidos en las décadas de 1970 y 1980 con estudios universitarios y en grave riesgo de descenso social. Pedro Sánchez, Albert Rivera, Villacís o Arrimada —así como Iglesias, Errejón—, responden a esta composición social y se representan en primera instancia como miembros de la misma.
El largo estancamiento previsto anuncia, por tanto, una nueva fase de renuncias para la mayor parte de las degradadas clases medias españolas, todavía modelo y centro de la sociedad española. El resultado no es una “crisis de expectativas”, sino algo mucho más severo: una crisis de la “formación social española” y del principal soporte político del régimen, de su mecanismo fundamental de consenso. La precarización del empleo profesional, la creciente imposibilidad de obtener crédito y rentas financieras como medios de sustitución salarial, las privatizaciones y el debilitamiento del asimétrico Estado de bienestar español (que ha jugado siempre de la mano de las clases medias, antes que de los estratos sociales que quedaban por debajo), afecta severamente al núcleo duro de la clase media. En ese escenario el descolgamiento por abajo de segmentos sociales significativos difícilmente se podrá suplir con un reforzamiento neoliberal de los discursos meritocráticos. Más tarde o más temprano, la hegemonía tranquilizadora de los discursos de clase media acabará por quebrar.
Por último, y a diferencia de la Transición, no va a haber una conclusión “feliz” del ciclo político. Ninguna parada de estabilización parece próxima. La trayectoria más probable es un agotamiento e incluso una implosión de los elementos políticos constitutivos de la Transición, con efectos agónicos e incluso paroxísticos de sus tensiones habituales (la crisis catalana sería el ejemplo paradigmático). En última instancia, el régimen político carece de flexibilidad suficiente, es incapaz de reforma interna más allá de la partidocracia, la incorporación de actores políticos nuevos y el juego en torno a las formas de representación cada vez menos legítimas. Sin perspectivas de un reforzamiento de su base social, la desintegración de los elementos de consenso puede llevar a fenómenos comunes ya en Europa: una derecha racista y antisistema, una izquierda igualmente desafiante y sobre todo una prosecución de la larga marcha de la crisis de representación respecto de las llamadas instituciones democráticas.
El agotamiento de la fase institucional-electoral del movimiento democrático que salió del 15M es, en este sentido, antes el agotamiento de una primera batería de experimentos políticos, que de la propia composición que este movimiento expresa. La recuperación parcial de la representación con todos sus efectos teatrales va a ser seguramente tan temporal como la de la “ilusión democrática” que normalmente le acompaña. La cuestión radical es ¿qué puede seguir abriendo la situación política? ¿Cuál es el reto a partir del 20 de diciembre?
Naturalmente, los “fracasos” políticos tienden a producir “vacío” —confusión, desafección, parálisis—, al tiempo que una serie de tentaciones, que pueden llegar a ser vórtices perversos de energía. La más importante de todas ellas parece apuntar inercialmente a la reconstrucción de lo que ha sido el principal cadáver del ciclo político español, la izquierda. La resurrección de la izquierda —nos referimos a su tradición en España— tiende a tratar de representar la crítica interna dentro del sistema de partidos como único lugar de la crítica. Inevitablemente esto empuja a compartir todos sus elementos litúrgicos: la responsabilidad institucional, la razón de Estado, los límites intrínsecos a las reformas. Por eso la izquierda, es siempre el correlato de su “otro”, también en la Transición: el fantasma del desencanto, o la impotencia circunscrita a los canales democráticos y de la forma partido.
A este respecto, la distancia con la Transición es también radical. A diferencia de los años setenta, en los que el significante izquierda (y todas sus connotaciones partidarias) estaban incólumes y en los que este sirvió para cimentar y dar cobertura ideológica al propio régimen democrático, la crisis política de 2007-2011 parte del presupuesto del agotamiento de la izquierda —insistimos de la formas tradicionales de la izquierda española—. No ha sido casualidad, que el 15M y todos sus post se hayan decantado como un movimiento democrático y por los derechos sociales. O que el único éxito político-electoral significativo del movimiento se haya apoyado en una tradición ajena a la izquierda reciente (el municipalismo democrático), sobre la base de procedimientos no partidarios y sobre constituciones de base movimentista, especialmente en los casos más exitosos.
Excluida la posibilidad de un cierre feliz del ciclo —esto es, de una restauración duradera del actual régimen político—, la fase de crisis que se abre en estos años se puede reconocer como un campo de tensiones de difícil solución. En otras palabras, ningún resultado está claramente decantado, al tiempo que ninguna “bonanza” de la tendencia se puede determinar como intrínsecamente favorable a la ola democrática que abrió el 15M. Como suele ocurrir, la intervención en nuestro tiempo se define en torno a una serie de retos políticos que, encadenados, pueden constituir la tarea del movimiento. Dichos muy esquemáticamente: atención prioritaria al ciclo europeo, persistencia en la radicalidad democrática como motor y horizonte estratégico, superación de los límites políticos de la politización de las clases medias por medio de la alianza con otros segmentos sociales, subordinación de la representación institucional a la propia dinámica de construcción del movimiento, innovación permanente en la superación de las formas tradicionales de la izquierda y especialmente en los mecanismos de delegación-representación bajo la forma partido y los aparatos de Estado. Todo un programa teórico y práctico que nos obliga a situarnos a la altura de los problemas que ha abierto la crisis.
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