Brasil
el pueblo en acción
Última hora: Este
artículo se escribió poco antes de que ayer miércoles las autoridades de Sao
Paulo y Rio de Janeiro, las dos ciudades más importantes de Brasil, anunciaran
la anulación de la subida del billete de autobús, después de que alcaldes de
otras ciudades ya lo hicieran. Se trata de un primer triunfo de un movimiento
cuyas aspiraciones van mucho más allá que la chispa que lo originó. Esto ha
dado a la jornada de lucha convocada por el Movimiento Passe Livre de hoy
jueves un carácter de reivindicativo y también de celebración, con
manifestaciones todavía más masivas que las del lunes. Se calcula que más de un
millón de personas salieron a la calle. Sin duda, ha sido el temor del gobierno
de Dilma y de la burguesía brasileña a la fuerza que está adquiriendo el
movimiento el que les ha movido ha hacer concesiones que hasta antes de ayer
eran “imposibles”. Una vez más se demuestra que la lucha sirve. Al margen de lo
que pueda ocurrir a corto plazo, los jóvenes y los trabajadores brasileños se
siente totalmente fortalecidos con la experiencia de los últimas semanas, que
marcan claramente un antes y un después en la situación política del gigante
suramericano.
Durante muchos años, y hasta
hace apenas unos días, Brasil era destacado en los medios de comunicación como
un país capitalista modélico, con una economía en continua expansión y
donde se estaba erradicando la pobreza y todo el mundo era “clase media”. Un
país que formaba parte de los BRICS, ejemplo de círculo virtuoso gracias a las
sabias políticas aplicadas por una izquierda “realista y pragmática”, que había
sabido satisfacer los intereses de todas las clases sociales y proporcionar
estabilidad política al país. Pero, justo en vísperas de la inauguración de la Copa de las Confederaciones,
el primero de los grandes fastos preparados para mostrar el país al mundo,
estalla un movimiento de masas, cuyo detonante fue el aumento de 0,07
euros en el precio del billete de metro y autobús, que pone al gobierno en
jaque y deja a los “analistas” totalmente descolocados.
Efectivamente,
el detonante fue el aumento de 20 céntimos de real en el precio del billete en
el área metropolitana de Sao Paulo, anunciado conjuntamente por el derechista
gobernador Alckmin y el alcalde Haddad del PT. Supuestamente se trataba de
ajustar el precio a la inflación, aunque si se hubiera aplicado la subida de la
inflación desde 1994 el metro estaría en 1,84 y el bus estaría en 1,5 y el plan
es pasarlos de 3 a
3,20 reales (de 1,05 a
1,12 euros). En un país donde el salario mínimo está en 678 reales, unos 230
euros, podemos imaginarnos el sufrimiento que supone para millones de
trabajadores y estudiantes pagar estas cantidades a cambio de estar atestados
durante horas en autobuses anticuados o una red de metro que no cubre ni el
centro de la ciudad. Como explicaba un manifestante: “Pero es que el verdadero
vandalismo es pasar dos horas en un autobús y la gente solo se preocupa porque
rompamos vitrinas y se olvidan de lo que vivimos diariamente en esta ciudad. La
discusión no es por 20 céntimos es por lo que significa la circulación de
personas. Doy clases a niños de la periferia que tienen que elegir un día para
venir porque no tienen dinero para su transporte. Eso no puede llamarse
transporte público” (El País).
Detrás del aumento están los
intereses de las concesionarias del transporte, un lucrativo negocio fuente
tradicional de corrupción y financiación de partidos. De hecho el 13 de junio
se publicaron las condiciones para renovar las concesiones de autobús durante
¡15 años! a cambio de casi 16.000 millones de euros de dinero público (el
presupuesto del ayuntamiento no llega a los 15.000 millones anuales).
Las primeras protestas, convocadas
por el Movimento Passe Livre (MPL, Movimiento Pasaje Gratuito) fueron
ridiculizadas por la prensa, y reprimidas con saña por la Policía Militar,
el cuerpo heredado de la dictadura que jamás fue depurado y está acostumbrado a
operar, sobre todo en barrios pobres, como en “zona conquistada”. Incluso
periodistas de los grandes medios de comunicación fueron salvajemente atacados
y denunciaron que las manifestaciones eran pacíficas hasta que la policía
cargó. Cientos de manifestantes han sido detenidos simplemente por llevar
vinagre, que contrarresta los efectos del gas lacrimógeno que la policía usa
indiscriminadamente.
Pero lejos de desanimar al
movimiento, la represión le dio un nuevo impulso y nuevas capas entraron en la
lucha, con reivindicaciones contra la corrupción, el alto coste de la vida y
los gastos en los grandes estadios mientras la sanidad, educación y transporte
públicos siguen en un estado lamentable. Además, las protestas se extendieron a
otras capitales brasileñas tomando un carácter más general y similar a los que
hemos visto en el 15-M español, Ocuppy Wall Street o más recientemente el
movimiento en Turquía. El día culminante hasta ahora fue el lunes 17,
donde unos 250.000 brasileños ocuparon las calles. Incluso la selección de
fútbol declaró que era “parte del pueblo” y apoyaba las “manifestaciones
pacíficas por un Brasil mejor”.
Extender y
organizar el movimiento
Al
día siguiente, ciudades como Porto Alegre, Recife, Cuiabá y Joao Pessoa, a las
que el movimiento se estaba extendiendo con más fuerza, redujeron el
precio del transporte público en un intento por calmar las protestas. Además la
presidenta Rousseff, tras un primer apoyo a la policía, anunció que había que “dialogar
con la calle” y viajó con urgencia a Sao Paulo para reunirse con el alcalde y
el ex-presidente Lula.
Durante estas semanas el movimiento
ha ido ganando en organización. Por ejemplo se han creado cordones de
protección para evitar que los actos de provocadores permitan a la policía
disolver las manifestaciones. Para que tenga éxito es necesario orientarlo
hacia la clase trabajadora, que es la más afectada por la situación. De hecho
los trabajadores de los trenes de cercanías de Sao Paulo (CPTM) entraron en
huelga el día 13. La confluencia entre ambas luchas es imprescindible y la
consigna clave es la municipalización del transporte. Sólo un transporte
público, sin empresas privadas, y administrado con la participación activa y
directa de los propios trabajadores y usuarios, es como se puede conseguir un
tranporte de calidad y accesible para todos.
También es necesario unirse con los
sectores que están en lucha por sus convenios, exigiendo una subida
generalizada de salarios y más presupuesto para los servicios públicos, así
como la libertad de los presos y depuración de la policía y la judicatura de
los elementos reaccionarios que reprimen al movimiento.
Agotamiento de un
modelo
Al igual que en
Turquía, que estos movimientos de masas se den en países a los que
supuestamente la crisis capitalista no ha afectado y que mantienen tasas de
crecimiento económico, son un síntoma del agotamiento del modelo y la llegada
de la crisis. En el caso concreto de Brasil, un crecimiento basado en la
exportación de materias primas y el crecimiento del crédito está llegando a su
fin. La devaluación de la moneda, por la salida de capitales que ya no
encuentran la rentabilidad esperada, ha acelerado la inflación que ya venía
acumulándose desde hace años. Aunque los datos oficiales hablan de un 6,5% en
el último año, productos básicos como la harina de mandioca han doblado su
precio, y en abril estalló la “crisis del tomate” que obligó al gobierno a
importar masivamente este producto para contener la inflación. El precio de la
vivienda en las capitales ha alcanzado niveles insostenibles, obligando a los
trabajadores jóvenes a alejarse más y más del centro y depender más del
transporte público. Quienes sufren esto son las familias trabajadoras, y
el aumento del transporte no ha sido sino una gota más en este proceso.
La burguesía ha sido la principal beneficiada del boom económico,
mientras la clase trabajadora no ha visto mejorar significativamente sus
condiciones de vida. Además, la corrupción generalizada y a cara descubierta
(los estadios para el mundial de fútbol han costado el doble de lo
presupuestado) y el derroche de dinero público con tantas necesidades básicas
por cubrir, se han acumulado provocando un estallido social que no es sino el
anuncio de lo que está por venir.
Hasta ahora parecía que Brasil estaba
al margen de los procesos que se estaban en Venezuela, Bolivia, Ecuador,
Argentina y en la mayoría de los países de América Latina. Realmente esto no
era así. La rotunda victoria del PT, que llevó a Lula a la presidencia en 2002,
era un claro reflejo del deseo de las masas de un cambio social profundo y de
un política económica radicalmente distinta a la praticada por los anteriores
gobiernos de la derecha, completamente sumisos a los intereses de los grandes
capitalistas nacionales y al poder financiero internacional.
Sin embargo, la política del PT,
tanto con Lula, como más recientemente con Dilma, fue en una dirección
contraria a la de un cambio profundo y a un enfrentamiento con el poder: se
priorizó el pago de la deuda externa a costa de recortes y crecimiento de la
deuda interna, se dio acceso a las multinacionales a los
yacimientos de petróleo, se han enfrentado las reivindicaciones
salariales de los trabajadores y ha continuado la represión a los campesinos
sin tierra sin llevar a cabo la reforma agraria. Los recursos de la banca
pública se han destinado a las grandes empresas y a financiar la creciente
burbuja inmobiliaria, y en política exterior se produjo la intervención
imperialista en Haití, continuando la defensa de los intereses de los
capitalistas brasileños en frente a cualquier amenaza de nacionalización en
América Latina (Bolivia, Venezuela…)
Desde un primer momento Lula
utilizó toda la autoridad acumulada en el pasado para contener el movimiento,
explicando que los cambios vendrían poco a poco y justificando los pactos con
la derecha como imprescindibles y tácticos. Los cambios vendrían después, pero
desde el primer momento se garantizaba la defensa de los intereses de los
capitalistas brasileños.
Los
gobiernos de Lula y Dilma, en realidad han sido gobiernos de coalición con la
derecha, con el PT en minoría y un gran número de ministros de hasta una docena
de partidos, entre los que destaca el PMDB, heredero de la “oposición” legal
durante la dictadura y que fue el principal aliado de los gobiernos de Fernando
Henrique Cardoso en los 90.
Sólo una coyuntura muy determinada,
un crecimiento económico basado en los altos precios de las materias primas y
el aumento del crédito, han permitido durante unos años mantener la ficción de
calma aparente, dar un margen para la aplicación de estas políticas.
Pequeños subsidios para los más miserables, mayor acceso al crédito y la
creación de nuevos empleos que han permitido que más miembros de una misma familia
trabajen han formado una superficie bajo la cual las contradicciones seguían
desarrollándose. Los problemas fundamentales persisten: la jornada de
trabajo sigue en 44 horas semanales, los ritmos y la explotación van en
aumento, y sólo los sectores más organizados de los trabajadores han conseguido
que sus salarios siguieran la evolución de la inflación. La brutal
desigualdad sigue siendo una de las más altas del mundo.
La clase obrera brasileña, la más
numerosa del continente, ha jugado históricamente un papel determinante todos
los acontecimientos clave del país, y sus condiciones fundamentales de vida no
han cambiado en los últimos 10 años. Simplemente ha podido apretar los dientes
y seguir trabajando.
Estamos asistiendo al fracaso de la
política socialdemócrata, de la que Lula y su heredera eran los grandes
abanderados en Latinoamérica. Ahora la realidad está poniendo las cosas en su
sitio, y los acontecimientos de Brasil tienen una enorme importancia: son la
antesala de explosiones revolucionarias como las que ya se han dado en otros
países. El pueblo brasileño es rico en tradiciones revolucionarias, desde la
época de la esclavitud hasta la caída de la dictadura o del gobierno Collor, y
no tardará en ponerlas en práctica. Pero cuando lo haga, su impacto, por el
peso específico del país en el continente y la experiencia acumulada.