Las conversaciones de paz en la Habana han avanzado políticamente en términos de los acuerdos provisionales logrados hasta ahora y las proyecciones de cierre del conflicto armado, pero también en la disminución de las acciones militares y de la crudeza de sus impactos de guerra. Se han reducido los desplazamientos forzados de comunidades especialmente afro, campesinas e indígenas, hay menos explosiones de minas quiebra patas y de bombardeos, menos enfrentamientos y pérdida de vidas humanas o sus secuelas de esquizofrenia y de lisiados.
Sin embargo, de manera paralela, mientras se reduce la guerra en mas del 50% y se achican los campos de batalla para que florezcan los campos de cultivo, se aumenta el asesinato de defensores de derechos en el 100% y se incrementan las estigmatizaciones, persecuciones y agresiones contra defensores de tierras, librepensadores, opositores reales al sistema político vigente. Los principales afectados por la muerte son civiles comprometidos con la paz, desarmados y legitimados por sus capacidades y trayectorias en las luchas y resistencias contra la opresión y la explotación que pretende ser impuesta. Son lideres indígenas en cuyos territorios la biodiversidad es gran botín. Luchadores de comunidades diversas y LGTBI, militantes de los movimientos sociales y políticos de oposición real como la Minga Indígena que ha padecido la brutalidad de los despojadores y sus aliados apostados incluso en ministerios, parlamento y centros de decisión; el Congreso de los Pueblos sobre el que se ha tendido una maraña de persecución, amenaza y falsa judicialización; o la marcha patriótica que ha padecido el asesinato de mas de 40 activistas y, en general, la temible cifra de cerca de 9000 encarcelados por pensar de otra manera o rebelarse.
El informe de la Organización de Naciones Unidas, que año tras año reitera lo mismo con pequeños ajustes de alza o mejora, ha sido el encargado de poner otra vez en debate la situación de exterminio a adversarios desarmados imbricada en la forma de hacer política, acumular capitales y resolver diferencias sometiendo al terror toda expresión contraria o critica al establecimiento o elites en el poder. Según Naciones Unidas, a julio de 2015 van 69 defensores de derechos humanos asesinados, una cifra que duplica a la del año anterior de 35 asesinatos. En cualquier democracia estas cifras tendrían que suscitar al menos un escándalo público, una excusa de vergüenza ante el mundo civilizado y un compromiso inmediato del estado, sus jueces, sus tribunales, sus ejércitos y su poder político para orientar toda su capacidad a la búsqueda de develar la verdad de lo que ocurre y poner en evidencia a sus responsables intelectuales y materiales, constituidos en falange y revelar sus propósitos de actuación criminal que impide vivir con dignidad y afecta la estabilidad del estado, la sociedad y sus instituciones a la vez que los modos de convivencia y realización humana.
¿De que democracia puede hablarse donde sus líderes y luchadores por la paz y la justicia son asesinados y perseguidos por criminales justicieros que los matan como a moscas? La muerte no puede seguir siendo la principal noticia en ninguna democracia y menos permitir que se traslade del campo de batalla en proceso de extinción al cuerpo de los luchadores que hacen posible que la guerra cese su asedio, detenga su máquina de horror. 69 defensores de derechos humanos asesinados son una gran tragedia, un contrasentido mientras se avanza hacia la paz, un modo de matar la crítica, de despreciar la ética y la justicia, de socavar las bases de la promoción, construcción y defensa de la paz y de un destino colectivo sin sangre derramada.
Los asesinos no pueden ser otros que los mismos beneficiarios, promotores y encargados de bloquear las iniciativas y avances sobre la paz. Técnicamente son genocidas, sus acciones tienen el rigor y la sistematicidad del exterminio de quienes con su actividad se niegan a aceptar sus perversas reglas de inhumanidad y sometimiento a sus demencial creencia de ser los llamados a dirigir el destino de la humanidad. No son asesinatos aislados, ni hechos provocados por asesinos en serie, son delitos de lesa humanidad que afectan la dignidad humana e impiden su realización. Son actuaciones en el marco de una estrategia perfectamente planeada, organizada y sistemáticamente ejecutada contra un tipo particular de población que aboga por la paz y la justicia.
Los defensores y defensoras de derechos humanos, sus teóricos y luchadores, son exterminados y los espacios, escenarios y territorios debilitados para impedir su resistencia, la manifestación de su espíritu libre y controlar la población desde el centro de mando del exterminio como parte de la estrategia criminal de refundación de la patria. 69 asesinatos ponen en evidencia las conexiones entre las fábricas de falsos testigos, falsas identidades con pretendidos anónimos y exterminio de facto, como técnicas de combinación entre lo legal y lo ilegal en el marco de una política de terror en ejecución que distribuye orientaciones bien de manera directa o valiéndose de matones y mercenarios que cumplen la tarea ideológica de salir del otro, eliminar al otro, limpiar el camino. La combinación de prácticas de crueldad comunes en la formación paramilitar y la obstaculización de la justicia invocando la ley para violarla. aprendida por sus para-políticos y funcionarios, se ha incrustado en todos los espacios de la vida institucional, comunal, societal y militar, y avanzan con el objeto de impedir la creación de marcos de derechos humanos favorables a la consolidación de la paz y la aplicación de justicia por crímenes cometidos al amparo de la guerra.
Las estructuras paramilitares y su continuidad neoparamilitar está vigente imponiendo terror ante las avanzadas de movilización social por la paz y se expresa a través de la intimidación, la amenaza y la muerte que despliega sus tentáculos en campos, ciudades, pueblos, veredas, barrios, universidades e instituciones en las que los agenciadores del exterminio cumplen funciones y adelantan su doctrina incluso usando los lenguajes de sus victimas a las que suplantan o asesinan.
El informe de la Organización de Naciones Unidas, que año tras año reitera lo mismo con pequeños ajustes de alza o mejora, ha sido el encargado de poner otra vez en debate la situación de exterminio a adversarios desarmados imbricada en la forma de hacer política, acumular capitales y resolver diferencias sometiendo al terror toda expresión contraria o critica al establecimiento o elites en el poder. Según Naciones Unidas, a julio de 2015 van 69 defensores de derechos humanos asesinados, una cifra que duplica a la del año anterior de 35 asesinatos. En cualquier democracia estas cifras tendrían que suscitar al menos un escándalo público, una excusa de vergüenza ante el mundo civilizado y un compromiso inmediato del estado, sus jueces, sus tribunales, sus ejércitos y su poder político para orientar toda su capacidad a la búsqueda de develar la verdad de lo que ocurre y poner en evidencia a sus responsables intelectuales y materiales, constituidos en falange y revelar sus propósitos de actuación criminal que impide vivir con dignidad y afecta la estabilidad del estado, la sociedad y sus instituciones a la vez que los modos de convivencia y realización humana.
¿De que democracia puede hablarse donde sus líderes y luchadores por la paz y la justicia son asesinados y perseguidos por criminales justicieros que los matan como a moscas? La muerte no puede seguir siendo la principal noticia en ninguna democracia y menos permitir que se traslade del campo de batalla en proceso de extinción al cuerpo de los luchadores que hacen posible que la guerra cese su asedio, detenga su máquina de horror. 69 defensores de derechos humanos asesinados son una gran tragedia, un contrasentido mientras se avanza hacia la paz, un modo de matar la crítica, de despreciar la ética y la justicia, de socavar las bases de la promoción, construcción y defensa de la paz y de un destino colectivo sin sangre derramada.
Los asesinos no pueden ser otros que los mismos beneficiarios, promotores y encargados de bloquear las iniciativas y avances sobre la paz. Técnicamente son genocidas, sus acciones tienen el rigor y la sistematicidad del exterminio de quienes con su actividad se niegan a aceptar sus perversas reglas de inhumanidad y sometimiento a sus demencial creencia de ser los llamados a dirigir el destino de la humanidad. No son asesinatos aislados, ni hechos provocados por asesinos en serie, son delitos de lesa humanidad que afectan la dignidad humana e impiden su realización. Son actuaciones en el marco de una estrategia perfectamente planeada, organizada y sistemáticamente ejecutada contra un tipo particular de población que aboga por la paz y la justicia.
Los defensores y defensoras de derechos humanos, sus teóricos y luchadores, son exterminados y los espacios, escenarios y territorios debilitados para impedir su resistencia, la manifestación de su espíritu libre y controlar la población desde el centro de mando del exterminio como parte de la estrategia criminal de refundación de la patria. 69 asesinatos ponen en evidencia las conexiones entre las fábricas de falsos testigos, falsas identidades con pretendidos anónimos y exterminio de facto, como técnicas de combinación entre lo legal y lo ilegal en el marco de una política de terror en ejecución que distribuye orientaciones bien de manera directa o valiéndose de matones y mercenarios que cumplen la tarea ideológica de salir del otro, eliminar al otro, limpiar el camino. La combinación de prácticas de crueldad comunes en la formación paramilitar y la obstaculización de la justicia invocando la ley para violarla. aprendida por sus para-políticos y funcionarios, se ha incrustado en todos los espacios de la vida institucional, comunal, societal y militar, y avanzan con el objeto de impedir la creación de marcos de derechos humanos favorables a la consolidación de la paz y la aplicación de justicia por crímenes cometidos al amparo de la guerra.
Las estructuras paramilitares y su continuidad neoparamilitar está vigente imponiendo terror ante las avanzadas de movilización social por la paz y se expresa a través de la intimidación, la amenaza y la muerte que despliega sus tentáculos en campos, ciudades, pueblos, veredas, barrios, universidades e instituciones en las que los agenciadores del exterminio cumplen funciones y adelantan su doctrina incluso usando los lenguajes de sus victimas a las que suplantan o asesinan.
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