Syriza, y aquí en nuestros lares otros con bastante menos arrojo y claridad, planteó una propuesta programática y política que conllevaba de manera ineluctable el conflicto con el orden global imperante en la UE. Un conflicto que adquirió el carácter de declaración de guerra con la convocatoria del referéndum sobre las condiciones económicas, financieras y sociales dictadas por la troika. Tomada esa decisión, Tsipras se colocaba bajo el imperio de lo inexorable. No podía haber marcha atrás.
Y sin embargo, la hubo porque el Gobierno griego se embarcó en una opción difícil, pero de resultado menos catastrófico que el actual si hubiera sido consecuente con la magnitud de la empresa en la que se embarcó. Acudió al campo de batalla entregado a causa de que su desafío no podía tener éxito si aceptaba enmarcarlo dentro de la eurozona.
O se recobra la soberanía monetaria o se hace el ridículo. Ananké y Cronos no pueden ser invocados en vano. Decir que el actual rescate es lo menos malo que puede ocurrir, es no querer ver el fangal en el que Grecia se hunde sin esperanza.
Aquí, en España, las fuerzas políticas de la sedicente izquierda aplaudieron a Tsipras, pero continuaron en su trayectoria de seguir pasando sobre el tema como si lo hicieran sobre ascuas. Sigo sin entender que se plantee gobernar desde el objetivo de un cambio necesario y radical sin explicar o aludir a la posición que se tiene sobre tres condicionantes insoslayables, la UE, el euro y la deuda. A los cuales hay que añadir otro de inmediata implantación si no queremos, sabemos o podemos evitarlo: el TTIP.
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