Nicaragua: las maras en la madeja de la subversión (II parte y final). Por Octavio Fraga Guerrapor La pupila insomne |
“Cuando uno ve la cantidad de jóvenes
pandilleros le resulta increíble creerlo: constituyen verdaderos
ejércitos, y cuando tienen un gobierno al que no le importan los
jóvenes, entonces hay material para trabajar”.
Christian Poveda
Media docena de reportajes y documentales
realizados por productoras de España y los Estados Unidos han abordado
el tema de las Maras, sobre todo han tomado nota sobre las bandas que
operan en las cuatro naciones donde tienen mayor presencia estos grupos
delictivos: Honduras, El Salvador, Guatemala (y también los Estados
Unidos).
Dichas entregas audiovisuales se
caracterizan por la falta de rigor y el requerido calado investigativo,
marcadas por la ausencia de análisis en torno a los derroteros que
ilustren la fortaleza de estas bandas. Son piezas que desconocen, o no
aportan, las bases que estimulan el ascendente crecimiento y evolución
de las maras en una región donde la pobreza sigue sumando números a los
anuarios estadísticos de los países centroamericanos.
No ha faltado en la mayoría de los textos
audiovisuales referidos al tema de la última década, los colorantes
sensacionalistas permeados de información amarillista, que desvirtúa, o
peor aún, ignora la necesidad de retratar a profundidad los ejes que
sostienen a las Maras, insertas en una región poblada por crisis de
múltiples orígenes.
Jon Sistiaga, de Canal + (España), realizó un reportaje titulado La mara vida, afincado
en estos modos de hacer, claramente ajenos a los sustantivos oficios
del periodista como servidor público. Al realizador debemos exigirle
legitimidad en sus análisis y el rigor que desconoce, cuando descafeína
las esencias de la problemática social.
El filme documental Hijos de la guerra,
coproducido por Estados Unidos y el Reino Unido, realizado por
Alexandre Fuchs, Samantha Belmont y Jeremy Fourteau, revela la maldad de
estas bandas delincuenciales, los modos de operar, sus códigos de
comportamiento y subraya su peligrosidad social, pero ignora las bases
de su existencia y los factores multicausales que las sostienen.
Sin embargo, La vida loca
(Francia-México-España, 2009) del cineasta franco español Christian
Poveda, se desmarca de estos anaqueles audiovisuales, claramente vacíos,
y construye una obra que apunta hacia los escenarios de dichos actores
en tono biográfico, en trazos paralelos. Toma como grupo de análisis a
una célula de las maras presentes en El Salvador, donde el entorno
social y económico es dibujado por una acusada escritura fílmica. No son
ignoradas en el documental las gruesas escenografías que persisten en
estos parajes, distantes de los centros comerciales y de poder del país.
La obra transpira, desde un cuerpo simbólico
y acabados sincronismos temporales de retratos dibujados con
cromatismos. Son esas pátinas humanas que completan la puesta en escena
de una pieza que sirve de referencial lectura, de punto de partida para
encarar otros análisis que trasciende la propia naturaleza de gueto
social. La vida loca nos invita a remover otros horizontes
sociales, económicos, políticos y culturales que colman el violento
triángulo presente en la región centroamericana y en la nación norteña.
Narrado desde los paralelismos de historias
grupales y personales, sin categorías y distingos, en cuidados planos y
escenas, confluyen dispares historias convergentes en el cuerpo de la
citada obra, prominente esqueleto de una pieza escrita desde los
preceptos del humanismo.
Desde la indagación periodística se delinea a
sus protagonistas presentados como los cuerpos testimoniales que
legitiman y ponderan la obra. En un segundo plano, separados por
imperceptibles hilos sociales, moran sus familiares por esa lógica de
entender el entorno más cercano donde se desarrollan sus vidas. En un
tercer nivel, se ubican a los actores de la justicia que participan en
el documental tomados como pinceladas, carentes de protagonismos y
relevancia “donde la única vía posible” es contener a estas bandas de
jóvenes desde la represión, la aplicación de severas condenas.
¿Es este el camino a la solución de un
problema arraigado en la sociedad salvadoreña y en las otras naciones
donde operan estas bandas? El punto de vista del autor cinematográfico
se emplaza hacia otros senderos. Su mirada humanista reconoce y legitima
rutas en las que han de participar los sectores sociales, económicos,
educativos y culturales, que son parte del problema y su solución.
La vida loca disecciona desde la
fotografía documental, la acusada entrevista, el encuadre observacional
compensado por el plano general, donde es objeto de estudio una célula
de la Mara 18, una de las bandas más establecidas en ese país. Nos la
revela con reciclada iconografía, secundada de una fotografía que emerge
en cuidadas transparencias, en tonos dispares y por momentos
dramáticos, atemperadas a los muchos cuerpos testimoniantes y simbólicos
que entroncan en esta historia documental. Vestido de dramas, que no
son exacerbados, en el filme pernoctan las narraciones de los
protagonistas, en la epidermis de sus cuerpos, en la insalubridad de sus
barrios marginales.
El fotoperiodista Christian Poveda no
pretende difuminar los contornos de estos actores. La pieza
cinematográfica los retrata sin adornos, con todos los entramados
socioculturales que convergen y edifica así la textura de la tela
cinematográfica, apelando a la entrevista y al virtuoso primer plano.
Son recursos artísticos que permiten ahondar en los mundos posibles de
estos personajes de vida trunca, revelados como jóvenes confesos de sus
crímenes y de sus actos claramente penables. Se boceta la marginación
como escenario social de la violencia y se dibuja, a manera de portada,
el dolor de familias y vecinos habitantes de esos contornos agrestes,
presos del miedo, de la muerte que mora al acecho.
Las entrevistas, desprovistas de toda
algarabía fotográfica, son resueltas cámara en mano, remembranza de las
bases fundacionales del cine documental periodístico. Evolucionan desde
encuadres que se presentan sin bifurcaciones de la imagen, desprovistos
de las soluciones digitales, característica del arte postmoderno. Y es
que el cineasta franco español defiende la pureza de la imagen, la
pulcritud de cada plano, el acabado de cada fotograma, donde no caben
los artilugios de la manipulación.
En la tela de la pantalla aflora el
desarraigo social y el sentido de pertenencia que impera en estas
bandas, por encima de los nexos familiares. Se construyen en sobrios
planos los elementos de culto y los rituales que sostienen a las maras,
regidos por la lealtad a sus reglas donde la masculinidad y su honor, la
de ellos, son factores que les da fuerza como guetos sociales. La
cámara del documental escribe con acento de crónica y cubierta
biográfica las historias filiales que colman los pasados, también
presente, de los testimoniantes.
El barrio de La Campanera, en Soyapango, es
el escenario natural de las fotografías que exhibe este filme y transita
en fotogramas empinados, prominentes, viscerales. Revelan la pobreza
del entorno, la insalubridad de las calles, la negritud y la suciedad de
las casas donde habitan las maras y sus familias, por esa necesidad
antropológica de retratar con aguda escritura documental los estratos
por donde se mueven los jóvenes mareros que legitiman su accionar,
justificados por códigos construidos desde la violencia.
La película está montada desde la
organicidad del tiempo. Desde sus páginas entrega las claves de un
discurso, de muchos discursos, que habitan en la pantalla, a partir de
un denotado sentido jerárquico, de prominente relevancia temática. Son
imperceptibles capítulos que parten de historias de vida en las que sus
actores accedieron a contar verdades, “descollantes certezas”. Refrendan
los “principios” que les sostienen como banda, legitimándose como una
hermandad, una “familia” que, según ellos, toca defender en medio de un
entorno donde el futuro es una página en blanco.
El trabajo de filmación del documental, cuya
génesis es un ensayo fotográfico realizado por Christian Poveda a las
maras en prisión, duró 18 meses. Ese es un tiempo en el que el cineasta
encuadró los variados relatos de sus protagonistas, destapó las huellas
de sus encarnadas luchas entre las bandas rivales. Dibujó con certeros
apuntes fílmicos las bases de los códigos maras, donde la violencia se
enfunda como el sentido de todas sus vidas. Es esa necesidad de
reafirmarse como controladores de un orden social donde la cultura está
desterrada y desprovista de todo sentido.
Desde una pensada puesta en escena, vital
para adentrarnos en las esencias de esta obra, el documentalista traza
en cuidadas muestras de planos y escenas las bases que sostienen a los
mareros: la falta de oportunidades en cuanto a estudios u ofertas de
empleos dignos, el vivir en un habitad social hostil (claramente
desatendidos por la sociedad y los gobernantes de turno), la ausencia de
padres que han emigrado ante la crisis que colma a estas naciones. Son
tan solo algunas de las causas que hormiguean en el comportamiento de
los mareros.
El filme documental, de aguda lectura, nos
revela las claves que los sostiene y los hace ser actores de una
violencia que permea los estamentos de sus vidas. El carácter de gueto
social de estas bandas, los códigos que le identifican, el consumo de
drogas como parte de los pilares de su subcultura, los muchos tatuajes
que pueblan sus cuerpos, los cantos religiosos que alaban los estamentos
y rituales de las bandas, son parte del entramado simbólico presente en
el filme, que nos aporta otras lecturas. Esta iconografía documental
“permite estar o ser parte” de sus contextos, de sus acusadas
involuciones, tejidas desde la lateralidad social.
La música compuesta para este documental por
Sebastián Rocca no acentúa los momentos dramáticos del filme, ofrece un
compás de espera, una estela de subjetividades y velos sonoros que
incita al lector audiovisual a ubicarse en el contexto, en el lugar de
cada escena narrada. No es apoyatura, como se suele decir al hablar del
papel de esta manifestación artística; es tono integrador, sublime,
donde la emocionalidad envuelve, teje los brazos para estremecer los
sentidos de la objetividad, una palabra cada vez más prostituida.
No es posible hacer este filme sin una
postura humanista y esa es una esencia que Christian Poveda no ha
ignorado, por esa necesidad de construir, para el lector de cine, un
documento que responda a las claves de este fenómeno social y asimismo
interrogue y resuelva las múltiples aristas convergentes en este
complejo asunto. La sostenibilidad de las maras se ha entender desde
todos los capítulos que le caracterizan, pues es la mejor manera de
darle corporeidad.
Despojarse de la idea de presentar imágenes
de impactos, de altisonantes planos y contraplanos, recurrentes en las
películas de corte policial, es parte de los atributos y aciertos de
esta entrega, de un cineasta que investigó con entereza. Se impone
subrayar que el fotoperiodista franco español fue asesinado por las
Maras en El Salvador, en un viaje que realizó posterior al estreno de su
filme. Fue víctima de su osadía, de su entrega por un oficio cada vez
más necesario, en el que decir la verdad no es suficiente. Urgen nuevas
formas de narrar, renovados modos de construir un arte cada vez más
necesario, donde la emocionalidad ha de ser un recurso a tener en
cuenta.
Christian Poveda en una entrevista confesó
que su “pretexto” para hacer este filme era entender por qué un niño de
12 años decidía a convertirse en un asesino, cuáles son las razones por
las cuales se entregaba al círculo de la violencia. Esta pregunta no
está resuelta en el documental, ni fue desarrollada desde ninguna de sus
vertientes. Sin embargo, no se puede desconocer la organicidad de un
fenómeno social complejo y las múltiples respuestas que este tiene bien
articuladas en la película.
No podemos desprender de nuestro análisis una idea que propone La vida loca,
presente en toda su curvatura cinematográfica y es la premisa del uso
de la violencia como herramienta de control, como articulación del poder
para subyugar a la sociedad. Un poder que desconoce los valores
humanistas de la sociedad global.
Nicaragua ha vivido en los últimos meses de
este 2018 una inusitada ola de violencia, en la que se han incorporado
como parte de los catalizadores de la subversión a las maras, muchos de
ellas importadas de otras naciones, pues estas bandas no tienen una
sustantiva presencia en la nación centroamericana.
¿Estamos en presencia de un “nuevo actor” de
la subversión contra los gobiernos progresistas de nuestra América? ¿Es
parte ejecutora de esta escalada la Agencia Central de Inteligencia de
los Estados Unidos?
Al hacer una retrospectiva histórica de esta
organización del gobierno de los Estados Unidos y de su actuar en
materia de intromisión en los asuntos internos de otros países, aflora
la complicidad ejecutora de terroristas, de asesinos a sueldo, de capos
de la mafia, de mercenarios internacionales o torturadores que han
ejecutados horrendos actos basados en manuales escritos por “expertos”
de esta agencia internacional. Todo ello está documentado en libros,
artículos de investigación periodística y excepcionales filmes
documentales y de ficción que integran la memoria de la humanidad. No
podemos olvidar en este cúmulo de verdades, que, en la década de los
años 40 y 50 del siglo pasado, fueron contratados científicos alemanes
nazis en labores de asesoramiento de esta organización gubernamental. El
filme documental Operación Paper Clips así lo certifica.
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