Detrás de las historias humanas que retrata Ken Loach en ‘Jimmy’s hall’ está la lucha por la libertad
Cuando disfrutar era delito
Gregorio Morán. La Vanguardia
Hay películas que pasan por las carteleras como
estrellas fugaces. Basta que uno no esté pendiente para que desaparezcan
del cielo cinematográfico. De ellas apenas queda nada, fuera de un
puñado de suertudos que pudieron disfrutar durante una hora y pico de un
relato que bien merecería comentarios y admiraciones. Ocurre con el
último filme de Ken Loach, uno de esos directores que sufren de cierta
apreciación dogmática por parte de los comentaristas de estrenos; que en
eso se han quedado muchos de nuestros críticos.
Nada es casual y
menos aún en el cine, el arte más caro de la historia. Antaño se creía
que las mayores inversiones en creatividad artística se concentraban en
la arquitectura pero la pantalla casi ha igualado esa partida. Eso
explica por qué una mierda de filme envuelto en papel de exquisitez no
puede pasar desapercibido y obliga a los medios de comunicación a
responder con páginas a medio camino entre la publicidad y la
información, cada vez menos separables.
Una película que se titule Jimmy’s hall
y que de tal guisa aparezca en nuestros cines está llamada a no superar
la prueba del algodón cinematográfico, eso que denominamos pasión de
cinéfilos. Una paradoja, porque pocas películas ha hecho el radical Ken
Loach que sea más popular, directa y equilibrada que este Jimmy’s hall. A
sus 78 años conseguir un filme tan logrado como este merece la pena que
convoquemos a amigos y adversarios, antes de que la quiten en uno de
estos viernes mortuorios en los que figuran los títulos de los nuevos
productos que vienen a enterrar las películas “que no han funcionado” ,
según la jerga del gremio.
Imagínense si ser actual para nosotros aquí y ahora que Jimmy’ hall
se refiere al nacionalismo, nada menos que al irlandés, donde se dieron
coincidencias tan evidentes como el peso del campo frente a la ciudad
cosmopolita, la Iglesia como instructora y controladora de los
contenidos del patriotismo y, por último, el enmascaramiento de la
evidencia de esa antigualla que dura ya muchos siglos, casi tantos como
la civilización: la lucha de clases entre los que poseen el poder y los
que lo sufren. En una Irlanda en plena efervescencia nacionalista, en la
fiesta continua de hermanamiento entre los poderosos y la Iglesia
local, recién conseguida la independencia, un tipo llamado James Gralton
vuelve a casa después de años de destierro en Estados Unidos.
El caso es real como la vida misma porque Gralton fue expulsado de
Irlanda, la reciente patria recién liberada de los ingleses pero no de
sus poderes tradicionales -los propietarios de tierras autóctonos y la
omnipotente Iglesia irlandesa-. No basta con ser nacionalista, también
es un activista social, un comunista de los años treinta que en un
hermoso y castigado pueblo, rodeado de toda la belleza paisajística del
mundo, vive y sufre la dictadura de las costumbres añejas impuestas por
ricos y prelados.
Y si vuelve James Gralton después de vivir la
durísima vida de los trabajadores norteamericanos en torno a la Gran
Depresión de 1929 es para seguir siendo el mismo cuando la sociedad
apenas ha cambiado. ¡Qué ironía la de un radical convertido en enemigo
de los poderes fácticos -¿les suena la expresión?- a causa de promover
una casa de la libertad! Un lugar donde la gente pueda bailar la
novedosa música norteamericana, y abandonar el analfabetismo, y estudiar
dibujo, y discutir, y recoger todas las iniciativas que una sociedad
férreamente estratificada no consiente a los trabajadores, ni a las amas
de casa, ni a los jóvenes sin futuro.
“El salón de Jimmy”
(Gralton), que así podría traducirse, no es otra cosa que aquel gran
invento que antaño fueron las Casas del Pueblo. A veces se nos olvida lo
importante que ha sido para la creación de un movimiento reivindicativo
y una conciencia de clase, no los líderes ni los periódicos militantes
para unos trabajadores que apenas sabían leer, sino el que pudieran
tener un lugar propio que no fuera la sórdida taberna que tan bien
describió Zola. Ahí, en esa iniciativa, estaba el germen de la lucha
contra esa opresión que empezaba en los talleres y continuaba en las
viviendas hacinadas, tan oscuras que ni siquiera consentían algo tan
simple como leer su periódico, sindical o político.
El filme,
con un montaje inteligente y una sensibilidad notable, parte de algo que
hoy aún está vigente. La capacidad de disfrutar, de gozar, pasa por
instrumentos que convierten el placer en una forma encubierta de
esclavitud. El fútbol, o los deportes en general, no dejan de ser otra
cosa que un monumental negocio que los espectadores pagan religiosamente
sin otra contrapartida que distraerse con el espectáculo, y en
ocasiones ni eso. ¿Puede ser un Salón abierto a las iniciativas lúdicas o
pedagógicas algo tan radical como para concitar el odio de los poderes
establecidos? Detrás de las historias humanas de este pueblo antiguo,
que retrata Ken Loach a partir de una historia real y la colaboración
siempre eficaz del guionista Paul Laverty, detrás de eso, hay algo tan
obvio como la lucha por la libertad. Porque el patriotismo es un
sentimiento que no exige ciudadanos libres, puede darse en las más
brutales dictaduras.
Stalin, a partir de la invasión
nazi-alemana de 1941, acentúa el nacionalismo ruso hasta límites que hoy
nos parecen hasta cómicos, pero que en su tiempo fueron de gran
utilidad para el mantenimiento de un régimen criminal. Bastaría el
marbete bajo el que se colocó la contraofensiva soviética -la Gran
Guerra Patria-, con el que quedarí a hasta hoy. El patriotismo, como el
folklore, ofrece grandes posibilidades instrumentales. Pero el cine son
imágenes de un relato y por eso cualquier disquisición teórica ha de
pasar por la prueba de fuego del talento cinematográfico.
Sin
la ambición de hacer una obra maestra, Ken Loach consigue un filme
hermoso y consistente sobre un tema que quizá a los críticos al uso les
parecerá manido. Ocurre como con la novela, nadie protesta de la
superproducción de relatos de lo que antaño se decía de “policías y
ladrones”, o la expresión catalana tan curiosa de “lladres i serenos”, o
por los agobiantes filmes de futuribles de la ciencia ficción. Pero si
usted relata la lucha de clases en un formato eficaz y tan evidente como
la reconstrucción de un mundo que existió y aún sobrevive, ya aparecerá
el moderno de turno para precisarle que los poderosos y sus lacayos que
exhiben el filme carecen de matices. Y nada más lejano a esta delicada
reconstrucción de un mundo donde la evidencia marcaba más sensibilidad
entre los que luchaban por su libertad que en los que la reprimían. El
jefe de un campo de trabajo, el sicario, por ejemplo, tienen una
sensibilidad tan limitada que hasta se podría decir que les castraron
esa parte de su personalidad, aunque luego en el área familiar pasen por
maridos ejemplares, padres cariñosos y abuelos tiernos.
Envuelto en una paisaje seductor, con esa calidad de actores secundarios
que siempre ha disfrutado el cine anglosajón, con protagonistas que
asumen su papel hasta el límite, este filme que habrá de pasar entre
nosotros sin pena ni gloria, constituye una prueba de que estamos
abocados a la infantilidad y la estrechez mental; esa que se formula con
un “yo voy al cine a divertirme”. Pues bien, aquí con Ken Loach en su
Jimmy’s hall tienen una prueba de que la pelea por lo evidente, es
decir, disfrutar, gozar, divertirse sin que te humillen sino como acto
voluntario de libertad, es algo que siempre reaparece como novedad.
Antes de que la retiren de las carteleras, que a buen seguro será pronto
porque esas películas no gustan a los que marcan los c nones, vayan a
verla.
Es un cine para gente que no comulga con ruedas de
molino, es decir, que resulta de una actualidad tan transparente que
alguno pensará que los paisajes son los nuestros antes de la debacle
urban stica, y después de la quiebra de valores; no los de la bolsa,
sino los de la vida.
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