Divulgación | ¿A qué llamamos libertad?
Por Pilar Alberdi
Voy a contarles una historia. Es pequeña pero inquietante.
Leía yo un libro de John Searle: La mente. Lo cierto es que el buen hombre planteaba ahí algunas de mis preocupaciones más recientes. No la de por qué somos libres, sino la de por qué nos lo creemos.
Él hablaba de «determinismo» o «indeterminismo». No es un tema baladí. En la Edad Media la pugna se diluía en conceptos como «servo arbitrio» y «libre arbitrio». Por esta razón cruzaron las espadas éticas Lutero y Erasmo, pero no solo ellos, y luego toda Europa entró decidida en una guerra de religiones. Y no fue por impaciencia de la Iglesia Católica, esta se tomó más de 40 años para iniciar la Contrarreforma. (Se tardaron veintiocho años hasta que se convocó el Concilio de Trento y este duró, con interrupciones, dieciocho). Pero volvamos al clérigo y al teólogo-impresor, a los dos hombres como representantes de aquella disputa: el primero opinaba que estábamos determinados a actuar como actuábamos y el segundo, que no, que teníamos la voluntad de obrar libremente, por tanto, de actuar bien o mal. El primero, inició la Reforma, el segundo, finalmente, no se sumó a ella.
Es previsible que en este tiempo en el que algunos billetes todavía portan la frase «In God we trust» (En Dios confiamos) y usamos dinero de plástico (tarjetas), pueda parecer que este tema no tiene importancia, pero la tiene, y mucha. Para los protestantes unos están salvados y otros no. Para el catolicismo, hay que salvarse. El pensamiento de Lutero, como iniciador del protestantismo, respondía a lo que era su creencia, si no lo saben les cuento que los protestantes creen que podrán ser salvados por la gracia de Dios, y cuanto les ocurre bueno o malo es obra de este, también la fe es importante, pero lo anterior es esencial. Una diferencia fundamental con los católicos, es que estos últimos incluyen para la salvación, las obras, por tanto, entra en juego la reflexión y el sentimiento de culpa, por consiguiente, la necesidad de reparación y de perdón. Por eso, a veces me sorprende cuando leo u oigo eso de una «Europa cristiana» cuando los fundamentos que dan lugar al protestantismo o al catolicismo, son pese a algunos parecidos, bien distintos. Algo que a veces se encargan de recordarnos los protestantes del norte cuando se refieren a los europeos del sur como vagos y perezosos y no sé cuántos defectos más, que según ellos, poseemos. Claro que de ellos, Weber dijo, que son los padres del capitalismo.
Me gustaría añadir algo más, el protestantismo colocó al creyente y a Dios en una posición más cercana, más de tú a tú, sin representantes intermedios, pero esto que en su día inició Lutero, ya lo habían hechos siglos antes los musulmanes, quienes mostraron a las otras religiones del Libro que ellos no necesitaban intermediarios para arreglar sus cuentas con Alá. Por supuestos que hay otros mil detalles que no vamos a entrar a debatir aquí.
Y alguien me dirá, pero ¿es necesario hablar de religión en estos tiempos? Sí, de eso y de todo lo que sea necesario hablar. Veréis: cuando yo era joven no me preguntaba estas cosas. Pese a todas las limitaciones que hubiera en mi vida, me sentía libre de un modo especial. Hoy tengo mis dudas.
Y en cuanto a si hay que hablar de religión, creo que sí. Me parece a mí que nuestro mundo alfabetizado, desde hace mucho tiempo, además de haber declarado una guerra a los pueblos no alfabetizados, ha emprendido un acoso a los musulmanes, que en principio puede quedar explicado con lo que llevamos viendo en Palestina, Irak, Siria, Afganistán… Que este mismo tema se podría plantear desde un punto de vista ético, sí; desde uno existencialista, también, y ¿desde uno económico? Por supuesto. Esto último es lo que subyace en todas las guerras: excusas para la destrucción sí, pero muy especialmente saqueo y apropiación y, por supuesto, ideología como justificación.
Pero, volvamos al tema de la libertad o no libertad. Para los que tenemos dudas, quisiera aclararles que mis dudas son siempre inmensas, las cosas se arreglan así, podemos optar por la «compatibilidad», que sería: asumir que unas veces somos más libres que otras. Pero, ¿cómo podríamos afirmar que no estamos influidos por nuestras reflexiones, incluso por nuestra condición social, por el sistema político y económico, por la base religiosa de la cultura en la que vivimos, por cómo se entiende hoy la ciencia y los valores éticos, por cómo nos representamos las instituciones, por la enorme presión de los mass media, por cómo nos relacionamos con los demás? ¿De verdad, nos atreveríamos a decir que somos libres?
Bien, ya les voy notando su carita de preocupación. Searle, el autor del libro que les nombre al comienzo de este artículo, nos diría que nuestras decisiones se corresponden con nuestros estados psicológicos y estos con nuestra biología. Supongo que en los primeros incluye la influencia del ambiente, aquello que nos afecta a diario a través de terceros, y una de las razones sociales por las que somos, en parte, como somos, es decir, versiones de nuestras familias y de la sociedad. Él, la opción mínima de libertad la incluye en lo que denomina «intervalo». Pero, ¿a qué proposición se refiere con un intervalo? Se trataría del mínimo espacio de tiempo en el que tomamos una decisión.
¿Cómo lo explica? Así, con un ejemplo sencillo tomado de la mitología griega. Y no se puede negar que habla mucho de cómo somos. Vamos, que todavía nos retrata. Escuchemos el relato: Zeus ofrece a Paris, hijo del rey de Troya, la posibilidad de obsequiar una manzana de oro (que el mismo dios le da) con la inscripción «a la más bella», a una de las siguientes diosas: Palas Atenea, Hera y Afrodita. El regalo se lo dará, le indica, a la que le ofrezca el soborno más interesante. Dadas estas condiciones y ya lista la negociación, escuchen lo que pasó: Palas Atenea le ofrece hacerlo gobernador de Europa; Hera, está dispuesta a otorgarle el mando de los ejércitos troyanos para vencer a los griegos, y Afrodita se compromete a entregarle la mujer más hermosa del mundo. ¿Adivinen qué eligió? Evidentemente, lo último, cuando en realidad si hubiera elegido cualquiera de las otras dos opciones, nos dice Searle, igualmente hubiera podido obtener la tercera. ¿Qué le impidió pensar de otra manera? Ese «intervalo». Ahora bien, después de hacerlo, tan solo un segundo después, ya no tenía solución. Y no digamos una hora, un día, una semana o un año después, porque una vez analizado el caso, la decisión, probablemente, hubiera sido otra. Pero, a lo hecho, pecho.
Claro que esto es mitología, y fantasía, pero nosotros la mayoría de las veces decidimos de modo parecido aunque pensamos que escogemos correctamente, sin analizar que muchas de nuestras decisiones responden, simplemente, a patrones de comportamiento aprendidos, que hemos incorporado con la experiencia, a la que hemos dedicado no pocas inversiones, cursos, rezos, frases de autoayuda, activismo, tiempo para instruirnos y realizar nuestras decisiones cada vez con mayor acierto. Pero nosotros como Paris volvemos a equivocarnos más de lo que quisiéramos, eso sí, sintiéndonos libres.
Yo comprendo perfectamente a Paris, a fin de cuentas es un dios, con parientes, con protectores especiales como Zeus, casi un humano.
Pero bien, voy a explicar mi experiencia personal con un ejemplo, alguien dirá «simple»; pues sí. ¿Qué mejor que las explicaciones simples? Pongamos por caso, que veo una hormiga en la bañera, la veo desesperada queriendo subir por esa pared vertical por la que resbala. Mientras la observo, aprecio sus esfuerzos. Esta valoración es muy humana, probablemente la hormiga, no tiene conciencia de lo que sea tal cosa, porque ella es una laboriosa hormiga que cumple con su trabajo. Bien, ahí me ven, buscando una hoja de papel para intentar salvarla; me pongo contenta, esto quiere decir que el famoso «intervalo» funciona y voy a salvarla. La salvo. Hecho. La dejo en el jardín. Un segundo después me siento sino mejor persona, al menos a gusto conmigo misma. Y dirán, además de «simple», «tonta», bueno, por qué no, una puede ser muchas cosas en la vida. Pero la cuestión es que si veo otra hormiga, una congénere de aquella, y la descubro en la cocina, pues, sí, han acertado, ya pueden imaginar lo peor. En ese instante, el tema del «intervalo» no funciona. «¡Pero podía haberla salvado!», me critico ásperamente después. ¿Es que una sola hormiga me iba a revolucionar la cocina? «Sí; sí, pero no». Y me reprocho no ser como esos orientales que barren su camino con delicadeza para no pisar insectos. «Hay ahí algo aprendido», me digo, intentando reconfortarme, reconozco que es algo que impide que cuaje el «intervalo» de tiempo necesario para salvarla y me prometo estar atenta la próxima vez. Porque es algo previsible que en verano, con las ventanas abiertas, árboles cerca de la casa y brisa, volverá a ocurrir.
“(…)podemos optar por la «compatibilidad», que sería: asumir que unas veces somos más libres que otras. Pero, ¿cómo podríamos afirmar que no estamos influidos por nuestras reflexiones, incluso por nuestra condición social, por el sistema político y económico, por la base religiosa de la cultura en la que vivimos, por cómo se entiende hoy la ciencia y los valores éticos, por cómo nos representamos las instituciones, por la enorme presión de los mass media, por cómo nos relacionamos con los demás? ¿De verdad, nos atreveríamos a decir que somos libres?”
Ahora, trasladen lo pequeño a lo grande. ¡Uf! Da vértigo. ¡Libres! ¿De verdad somos libres? ¿De verdad no lo somos? A ver, Searle, un hombre tranquilo, no quiere que nos quedemos perdidos en esa incertidumbre. Apela al azar para zanjar la cuestión, aquello quedaría explicado por la «mecánica cuántica», por ejemplo. Ya saben, lo que es necesario es necesario a priori, pero lo que es a posteriori, puede ser contingente. Es decir, interviene el azar, o como en el caso expuesto, ese algo especial que motiva el «intervalo», la pausa necesaria para tomar la decisión correcta. Reflexiono, y sí, es verdad, recuerdo alguna vez en que salve a una hormiga que vi en la cocina. Pero no me conforma. ¿Una entre cuántas? ¿Cómo se puede confiar en el azar y en que este haga su puesta en escena en el momento justo? No suma a mi favor el hecho de que Einstein fuera un determinista, más bien al contrario.
Y entonces, ya como para dejarme muda, leo lo que dice Searle: «el cerebro es un órgano como cualquier otro y no tiene más libre albedrío que el corazón, el hígado o el pulgar». Me mató. Así se dice en Argentina, cuando alguien te deja sin palabras, «me mató», cuando ya no sabes qué decir, y entonces, ya para no enredar más la cuestión, porque notas que se te han alborotado las ideas, te callas, qué le vas a contestar, no a Searle, sino a esa parte de tu conciencia que está ahí dale que dale. Pero me sentí, ¿cómo puedo decirlo?, sí, me sentí como alguna de esas hormigas que cuando llega la primavera aparecen por la cocina, pero no solo por la mía, sino por la de tantas casas. Y ellas no saben nada ni del «libre arbitrio» ni del «servo arbitrio», ni de la compatibilidad o el azar, ni que están en un jardín que no saben para colmo que no es suyo, del mismo modo que nosotros vivimos en un mundo que creemos nuestro. De verdad, pobrecitas, ellas, las hormigas; pobrecitos nosotros.
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