De mí ha de decirse que tras la muerte de
Jesús me arrepentí de lo que llamaban mis infames pecados de prostituta y me
convertí en penitente hasta el final de la vida, y eso no es verdad. Me
subieron desnuda a los altares, cubierta únicamente por el pelo que me llegaba
hasta las rodillas, con los senos marchitos y la boca desdentada, y si es
cierto que los años acabaron resecando la lisa tersura de mi piel, eso sucedió
porque en este mundo nada prevalece contra el tiempo, no porque yo hubiera
despreciado y ofendido el cuerpo que Jesús deseó y poseyó. Quien diga de mí
esas falsedades no sabe nada de amor.
Dejé
de ser prostituta el día que Jesús entró en mi casa trayendo una herida en el
pie para que se la curase, pero de esas obras humanas que llaman pecados de
lujuria no tendría que arrepentirme si como prostituta mi amado me conoció y,
habiendo probado mi cuerpo y sabido de qué vivía, no me dio la espalda. Cuando,
porque Jesús me besaba delante de todos los discípulos una y muchas veces, le
preguntaron si me quería más a mí que a ellos, Jesús respondió: “¿A qué se
puede deber que yo no os quiera tanto como a ella?”
No
supieron qué responder porque nunca serían capaces de amar a Jesús con el mismo
absoluto amor con el que yo lo amaba. Después de que Lázaro muriera, la pena y
la tristeza de Jesús fueron tales que, una noche, bajo las sábanas que tapaban
nuestra desnudez, le dije: “No puedo alcanzarte donde estás porque te has
encerrado tras una puerta que no es para fuerzas humanas”, y él dijo, sollozo y
gemido de animal que se esconde para sufrir: “Aunque no puedas entrar no te
apartes de mí, tenme siempre extendida tu mano, no te apartes de mí incluso
cuando no puedas verme, porque si lo haces me olvidaré de la vida o ella se
olvidará de mí.
Cuando,
pasados algunos días, Jesús fue a reunirse con los discípulos, yo, que caminaba
a su lado, le dije: “Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti”, y él
respondió: “Quiero estar donde esté mi sombra si allí va a estar tu mirada”.
Nos amábamos y nos decíamos palabras como éstas, no solo por ser bellas y
verdaderas, si es posible que sean una cosa y otra al mismo tiempo, sino porque
presentíamos que el tiempo de las sombras estaba llegando y era necesario que
comenzásemos a acostumbrarnos, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia
definitiva. Vi a Jesús resucitado y en el primer momento pensé que aquel hombre
era el cuidador del jardín donde se encontraba el túmulo, pero hoy sé que no lo
veré nunca desde los altares donde me han puesto, por más altos que sean, por
más cerca del cielo que los coloquen, por más adornados de flores y perfumados
que estén. La muerte no fue lo que nos separó, nos separó, para siempre jamás,
la eternidad.
En
aquel tiempo, abrazados el uno al otro, unidas nuestras bocas por el espíritu y
por la carne, ni Jesús era lo que de él se proclamaba, ni yo era lo que de mí
se zahería.
Jesús,
conmigo, no fue el Hijo de Dios, y yo, con él, no fui la prostituta María de
Magdala, fuimos únicamente este hombre y esta mujer, ambos estremecidos de amor
a quienes el mundo rodeaba como un buitre barruntando sangre.
Algunos
dijeron que Jesús había expulsado siete demonios de mis entrañas, pero tampoco
eso es verdad. Lo que Jesús hizo, sí, fue despertar los siete ángeles que
dormían dentro de mi alma esperando a que él viniera a pedirme socorro:
“Ayúdame”. Fueron los ángeles quienes le curaron el pie, los que me guiaron las
manos temblorosas y limpiaron el pus de la herida, fueron ellos quienes me
pusieron en los labios la pregunta sin la cual Jesús no podría ayudarme a mí:
“¿Sabes quién soy, lo que hago, de lo que vivo”, y él respondió: “Lo sé”, “No
has tenido nada más que mirarme y ya lo sabes todo”, dije yo, y él respondió:
“No sé nada”, y yo insistí: “Que soy prostituta”, “Eso lo se”, “Que me acuesto
con hombres por dinero”, “Sí”, “Entonces lo sabes todo de mí” y él, con voz
tranquila, como la lisa superficie de un lago, murmurando, dijo: “Sé eso solo”.
Entonces
yo todavía ignoraba que era él era el hijo de Dios, ni siquiera imaginaba que
Dios tuviera un hijo, pero, en ese instante, con la luz deslumbrante del
entendimiento, percibí en mi espíritu que solamente un verdadero Hijo del
Hombre podría haber pronunciado esas tres simples palabras: “Sé eso solo”. Nos
quedamos mirándonos el uno al otro, ni nos dimos cuenta de que los ángeles se
habían retirado ya, y a partir de esa hora, en la palabra y en el silencio, en
la noche y en el día, con el sol y con la luna, en la presencia y en la
ausencia, comencé a decirle a Jesús quien era yo, y todavía me faltaba mucho
para llegar al fondo de mí misma cuando lo mataron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario