Internacional | Yemen, los muertos olvidados
Por Daniel Seijo
Pocos saben donde se encuentra Adén, Lahej o Taiz, del sufrimiento de sus habitantes o del sonido de las bombas cuando la vida vale tan poco que cada cadáver en sus calles ya no logra ocupar ni tan siquiera una cifra en los informativos de sobremesa en Occidente.
Yemen no se trata de una guerra mediática como las de Siria o Irak, desconocemos en gran medida los rostros de los combatientes que allí se encuentran y, por supuesto, poco o nada sabemos de las causas del sufrimiento que día a día padece la población civil. Un país pobre en la región de los jeques, del petróleo, de los grandes deportivos y del dinero que puede comprar la moral de Europa en las camisetas de los grandes del fútbol o en las recepciones oficiales. Una mota de pobreza en la región de las petromonarquías, en donde el horror de la guerra ha dejado más de 14 millones de personas sin acceso a atención médica y en donde el 80% de su población depende de una escasa ayuda humanitaria. Un país con más de 19 millones de personas sin acceso seguro al agua o a servicios sanitarios y donde 7,6 millones de personas padecen inseguridad alimentaria, lo que ha llevado a cerca de 20.000 niños a sufrir condiciones de extrema desnutrición.
Asistimos impasibles a la muerte de un estado, al asesinato de las esperanzas en las revueltas populares del pueblo árabe
Yemen, el país de las niñas novias y el abuso sistemático contra las mujeres, de los grupos sectarios, el trabajo infantil y el analfabetismo. Pero también un país de tránsito, y muchas veces una parada obligada, para muchos de esos emigrantes que atraviesan sus fronteras en busca de las ilusorias oportunidades de un futuro en las dictaduras del Golfo Pérsico. Un país en donde el triunfo de la mal llamada primavera resultaría más justo que en ningún otro, pero en donde el sonido de las bombas y la represión parece no molestar a nadie.
A la revuelta pacífica que derrocó a Alí Abdula Saleh no le siguió la democracia, ni tan siquiera la paz. Egipto, Arabia Saudí, Gran Bretaña, la Unión Soviética… potencias extranjeras que siempre han jugado un papel en el devenir del futuro de los yemeníes y esta vez, pese al glamour del Nobel y las buenas intenciones, nada iba a resultar diferente. El plebiscito del 27 de febrero de 2012, por el que Saleh cedía la presidencia yemení a su número dos, Mansour Hadi, terminó por desatar las tensiones en un país regido por el sectarismo y los pactos tribales.
La guerra iniciada por el nuevo presidente contra los rebeldes hutíe y, supuestamente, contra Al Qaeda en la Península arábiga terminó con el presidente abandonando el país ante la alianza de antiguos sectores en el ejército de partidarios a Saleh y los rebeldes hutíes. En ocasiones la guerra produce extraños compañeros de cama. Arabia Saudí respondía al avance de los rebeldes hutíes y sus “aliados” con la Operación Tormenta Definitiva, una serie de bombardeos indiscriminados en los que fábricas, infraestructuras o población civil forman parte indistintamente de la operación de castigo. Una operación encaminada tanto a frenar la influencia geopolítica del chiísmo en la región como a destruir cualquier posible alternativa de futuro, en un país abocado a la partición de su integridad territorial empujado por una guerra que al igual que las campañas de Irak o Siria, parece destinada a que Occidente pueda dibujar de nuevo las fronteras del mundo al compás de sus nuevas necesidades económicas y milit ares.
Asistimos impasibles a la muerte de un estado, al asesinato de las esperanzas en las revueltas populares del pueblo árabe. Asistimos de nuevo a la sinrazón del imperialismo económico y la hipocresía de quienes se dicen garantes de la democracia y derechos humanos, al tiempo que mercadean con las armas que combaten a los pueblos que se atreven a reclamarlos.
Yemen, un nido de víboras en donde las democracias pueden armar a los terroristas y en donde la toma de una capital puede ser tildada de momento histórico o de golpe de estado según el prisma con el que se mire. Un país aparentemente sin verdaderos buenos ni malos, en donde los matices cobran la importancia de un siglo, en donde las guerras también se libran en gran medida con las palabras.
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