Operación plomo sólido
La última matanza de Israel
El Viejo Topo
En la madrugada del 5 de junio de 1967 Israel inició la Guerra de los 6 días al atacar por sorpresa a Egipto, Jordania y Siria. Empezaba así el Libro Negro de la ocupación de los territorios palestinos, uno de cuyos episodios narra aquí Higinio Polo.
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Última matanza… ¿por cuánto tiempo? Israel quiere a los palestinos, derrotados y humillados, como siervos, como barata mano de obra. Y no necesita a tantos. Quiere, eso sí, su agua y sus tierras. Pero le sobran muchas personas. Y… eso ¿a qué o a quién recuerda?El pasado 17 de enero, el Tsahal israelí, tras detener la agresión a la franja de Gaza, permitió la entrada de algunas personas de organizaciones internacionales por el paso de Rafah, fronterizo con Egipto; entre ellas, un pequeño equipo de Amnistía Internacional. Era una novedad, porque desde el mes de noviembre de 2008, Israel impedía la entrada en la franja de Gaza de organizaciones humanitarias y periodistas. La máquina de guerra israelí acababa de detener su furia. Las primeras impresiones de los miembros de Amnistía Internacional fueron atroces: en Gaza, todavía podían verse trozos de fósforo incandescente en la calle, en viviendas, al alcance de los niños. Pudieron ver cómo, entre un caos dantesco, los ciudadanos se afanaban para recuperar los cadáveres enterrados de cualquier forma por las palas de los bulldozersmilitares del ejército israelí entre los escombros de las casas, que trataban a los muertos como si fueran basura. Porque, mientras tenía lugar la feroz matanza de palestinos, los militares hebreos impedían el entierro de los muertos, dejando que los cadáveres empezaran a descomponerse: más de cien cuerpos fueron recuperados en los primeros días de la nueva tregua. De nuevo, con su potente maquinaria militar, a la vista del mundo, Israel arrasaba pueblos y ciudades, como hace poco más de un año en Líbano. Las consecuencias han sido letales: más de mil trescientos muertos, casi seis mil heridos, más de cien mil desplazados, cuatro mil casas destruidas y barrios enteros arrasados, decenas de escuelas dañadas, hospitales, centros administrativos, almacenes.
Para justificar su actitud, acumulando mentiras sobre mentiras, Israel acusó al gobierno de Hamás de haber roto la tregua, acto que estaría en el origen de su Operación Plomo sólido. Hamás había cumplido con los términos de la tregua, así como otras organizaciones palestinas, a pesar de que algunas, como el FPLP, no estaban de acuerdo con su contenido. La acusación del gobierno israelí era una mentira más, porque la agresión fue iniciada por el Tsahal y, además, olvidaba deliberadamente el inhumano bloqueo a la franja de Gaza, el cierre de los pasos fronterizos, la negativa israelí a permitir la entrada de gasolina, medicinas, alimentos, hasta el extremo de haber creado una situación de emergencia denunciada por los organismos de la ONU y por organizaciones humanitarias. Se calcula que en la Franja entraban setecientos camiones diarios con suministros para la población, y que, según datos de la Fundación Carter, el bloqueo israelí ha reducido esa cifra a menos de un tercio, condenando a la penuria y al hambre a un millón y medio de personas. En Gaza falta hasta el agua potable.
¿Qué había pasado, en realidad, en los meses anteriores a la agresión? El 19 de junio de 2008, el gobierno de Hamás en la franja acordó una tregua de seis meses con Israel, por la que Tel-Aviv se comprometía a suavizar el bloqueo, mientras que los palestinos aceptaban detener el lanzamiento de cohetes a territorio israelí. En ese momento, durante los poco más de cinco meses transcurridos del año 2008, el ejército israelí había matado a casi cuatrocientos palestinos, entre ellos sesenta niños, casi todos habitantes de la franja de Gaza, al tiempo que dieciséis civiles y nueve militares israelíes habían muerto en acciones palestinas. Algunos ataques israelíes tuvieron especial repercusión internacional, como el asesinato en Gaza del periodista Fadel Shana, de la Agencia Reuters, y de tres palestinos, dos niños y un adulto, en abril de 2008. El periodista estaba debidamente identificado con un chaleco antibalas fluorescente, donde podía leerse, al igual que en su vehículo, “PRENSA”, circunstancia que no impidió su asesinato: mientras Fadel Shana filmaba un tanque israelí, sus ocupantes lanzaron un obús contra él, pese a la presencia de civiles. Era el séptimo periodista asesinado por el ejército israelí. Para limitar las críticas internacionales, procediendo según su costumbre, Israel anunció una investigación, que concluyó justificando la acción de sus soldados. De hecho, ante asesinatos semejantes, todas las “investigaciones” que ha emprendido Israel han sido exculpatorias para sus militares.
La tregua de junio de 2008 fue recibida con alborozo por la población palestina, desesperada, pero deseosa de aferrarse a la más mínima posibilidad de cambio que permitiese la apertura de las fronteras y la llegada de alimentos y suministros. Israel, una vez más, no sólo incumplió sus compromisos, sino que aumentó su presión sobre la martirizada población palestina, que alcanza a todos los aspectos de la vida cotidiana. Ya en abril de 2008, antes de la firma de la tregua, la Organización Mundial de la Salud había denunciado que los servicios de seguridad del Shin Bet israelí llegaban al extremo de denegar muchos permisos para pacientes palestinos que debían ser tratados de cáncer fuera de la Franja. Debido a ello, en los últimos meses, decenas de palestinos han muerto por la negativa israelí a permitir su salida de la franja de Gaza, pese a conocer que no podían ser tratados dentro por la precaria situación hospitalaria. ¡Para conceder el permiso de salida de Gaza, los militares israelíes ponían en ocasiones la condición de que el paciente palestino se convirtiera en delator y colaborador de sus servicios secretos! En noviembre de 2008, John Ging, director de la UNRWA, denunciaba que Israel llegaba al extremo de someter a embargo a los propios organismos de la ONU que realizan trabajo humanitario, y se preguntaba en qué lugar del mundo la ayuda alimentaria era sometida a tan severas restricciones. Al mismo tiempo, en Ginebra, Navi Pillay, alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, denunciaba: “Un millón y medio de palestinos han sido privados de sus más básicos derechos humanos durante meses. El bloqueo es una violación de las leyes internaciones y humanitarias.” Israel había creado un ghetto infame, aislado del mundo, y aumentaba su presión. En ese momento, hacía cuatro meses que el lanzamiento de cohetes hacia Israel desde la franja se había detenido por completo: la población israelí había disfrutado de una calma absoluta y las milicias palestinas no habían realizado ningún ataque, pese a padecer hechos tan graves como el pogromo contra palestinos en la ciudad israelí de Acre (donde viven muchos colonos extremistas evacuados de Gaza en 2005), pogromo tolerado por la policía israelí, o “asesinatos selectivos” por parte de los servicios secretos israelíes.
El 4 de noviembre de 2008, pese a la calma, Israel, utilizando como excusa que los palestinos estaban construyendo un túnel cerca de la frontera, rompió la tregua con Hamás, asesinando a seis palestinos en una incursión en el interior de Gaza, apoyada por fuerzas terrestres y aviación. Desde ese momento intensificó aún más el bloqueo, creando una situación de emergencia y configurando un gigantesco campo de concentración donde se impedía la entrada de periodistas, diplomáticos europeos, organizaciones humanitarias e incluso funcionarios de la ONU. Amnistía Internacional acusó a Israel de estar llevando a cabo un castigo colectivo a toda la población palestina. Sin inmutarse, a finales de diciembre, el gobierno israelí ordenaba al Tsahal atacar Gaza para iniciar la matanza. Comenzaba la Operación plomo sólido, preparada desde muchas semanas atrás. Pese a la propaganda con que Israel intentó intoxicar al mundo, fueron los soldados invasores quienes ocuparon las casas, quienes las utilizaron como puestos de ataque, quienes destrozaron el mobiliario, reventando las paredes y, desde los agujeros, practicaban la caza de palestinos.
Mientras tanto, sus tanques aplastaban ambulancias, vehículos, destrozaban las calles. Los misiles lanzados por Israel, junto con el bombardeo de sus F-16 y de la artillería crearon tal escenario de destrucción que Amnistía Internacional hablaba de “barrios concurridos convertidos en paisajes lunares”. La ferocidad israelí parecía no tener límite. Una buena parte de los huertos y carreteras, hospitales, escuelas, conducciones de agua, tendidos eléctricos, almacenes de alimentos, oficinas y locales de la ONU, centros administrativos, viviendas, fueron arrasados por completo: la devastación fue apocalíptica. Incluso la agencia de la ONU para la Ayuda a los Refugiados Palestinos (UNRWA) de Jabalia fue bombardeada, matando a 41 personas, y la escuela primaria de la UNRWA de Beit Lahia, donde se refugiaban casi dos mil personas que dormían hacinadas pensando que allí estaban seguras, fue blanco de la artillería israelí: varios niños murieron y otras personas resultaron heridas. La inhumanidad del ejército israelí, que bombardeó con saña a los civiles, sin preocuparse por las consecuencias, llenó Gaza de cadáveres, de personas con miembros amputados, con la cabeza reventada, con espantosas heridas que horrorizaban incluso a los médicos, quienes, con precarios medios, intentaban afrontar un infierno. La revista The Lancet, que denunció el silencio de la mayoría de las asociaciones médicas del mundo, recogió las palabras de unos médicos noruegos, expertos en escenarios de guerra, Mads Gilbert y Eric Fosse, quienes llegaron al hospital Al-Shifa de Gaza cuando el año 2008 finalizaba: “Hemos visto las heridas de guerra más horribles en hombres, mujeres y niños de todas edades”. Los testimonios eran numerosos, pero, negando la evidencia, el gobierno israelí y sus cómplices prosiguieron encarnizadamente la matanza. El propio Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, que entró en la franja de Gaza el 20 de enero, calificó de “escandaloso” que Israel hubiese bombardeado incluso la sede de la ONU en Gaza y prometió que la organización internacional haría todo lo posible para que se abriera una investigación sobre la matanza de civiles. Pero la martirizada población palestina necesita algo más que palabras. La propia ONU considera que reparar la devastación causada por Israel costará miles de millones de dólares.
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Esa es la secuencia de los hechos, aunque ello no impida a Israel seguir acumulando mentiras acusando a Hamás de haber roto la tregua. Tel-Aviv lo hizo con la ayuda del gobierno Bush (y con el silencio de Obama), cuya secretaria de Estado, Condoleeza Rice, pese a que estaba bien informada por sus servicios secretos y saber que no era así, también hizo responsable a Hamás de la ruptura. Algo parecido hizo el Parlamento Europeo, que culpó al movimiento islamista del fin de la tregua, y, aunque acompañó esa acusación del reconocimiento de que Israel “estaba violando el Derecho Internacional Humanitario” en su agresión a Gaza, se abstuvo vergonzosamente de pedir el fin del bloqueo a la Franja. Diputados comunistas del Parlamento Europeo acusaron a la Unión Europea de complicidad con el gobierno israelí, y de ser responsables, junto con Estados Unidos, “de la impunidad criminal de Israel”. Pero sus demandas de expulsión de los embajadores israelíes, de suspensión del Acuerdo de Asociación con Israel, firmado por la Unión Europea, y de creación de una Comisión de Investigación sobre los crímenes cometidos por Israel en Gaza, fueron desoídas por la mayoría del Parlamento.
Para justificar su feroz agresión, la propaganda israelí puso en circulación las habituales mentiras, mezcladas con medias verdades. Como la insistencia en el lanzamiento de cohetes (algunos portavoces militares, sin ningún escrúpulo, hablaban de “misiles”), ocho mil, según Tel-Aviv, que han causado muy pocas víctimas entre la población civil israelí. La propaganda israelí también utilizó al soldado Gilad Shalit, que sigue prisionero en Gaza, cuyo cautiverio fue una de las excusas dadas por el gobierno de Olmert para mantener el bloqueo a la Franja y para justificar su actuación, aunque se abstuvo de recordar que casi diez mil palestinos se hallan en prisiones israelíes (de los que casi mil proceden de la Franja). Para mayor vergüenza de Israel, además de la persistente política de asesinatos y matanzas contra la población palestina, llevada a cabo por todos los gobiernos israelíes, en el inicio de la Operación Plomo sólido había también cálculos electorales: para reforzar las posibilidades de Kadima, y también de Barak y Livni, aunque pertenezcan a distintos partidos.
Sin embargo, algo está empezando a cambiar. Las manifestaciones de solidaridad con el pueblo palestino que llenaron las calles de muchas ciudades del mundo, muestran el progresivo aislamiento de Israel, aunque no hayan conseguido detener su ferocidad. Las palabras del parlamentario británico Gerald Kaufman, judío y miembro del Partido Laborista, en la Cámara de los Comunes, calificando a los gobernantes israelíes de criminales de guerra, ilustran el desprestigio creciente de Israel: “Me educaron como judío ortodoxo y sionista. […] Mis padres vinieron a Gran Bretaña como refugiados desde Polonia. La mayoría de sus familias fueron más tarde asesinadas por los nazis en el holocausto. Mi abuela estaba enferma en la cama cuando los nazis llegaron a su casa en el pueblo de Staszow. Un soldado alemán le disparó un tiro en la cabeza. Pero mi abuela no murió para prestar cobertura a los soldados israelíes que asesinan abuelas palestinas en Gaza. El actual gobierno israelí explota cínicamente y sin piedad la inacabable culpabilidad de los gentiles por la matanza de judíos en el holocausto como justificación para asesinar palestinos. […] Ya va siendo hora de que nuestro gobierno le diga claramente al gobierno israelí que su conducta y su política son inaceptables, y de que imponga una total prohibición de suministro de armamentos a Israel. Ha llegado el momento de la paz, pero de una paz auténtica, no de la solución por conquista que pretenden los israelíes y que nunca podrán alcanzar. No son simplemente criminales de guerra: están locos.”
En el ataque a Gaza, el Tsahal mató a casi mil cuatrocientos palestinos, y causó heridas a unas seis mil personas más, entre ellas dos mil niños y ochocientas mujeres. Para justificar el elevado número de civiles asesinados (entre ellos, más de cuatrocientos niños y más de cien mujeres), Israel volvió a acusar a las milicias palestinas, sobre todo a Hamás, de utilizar a la población como escudos humanos. Era una burda mentira, pero, según el derecho internacional, aunque esa acusación fuera cierta no justificaría el asesinato de civiles inocentes. Trece israelíes murieron, entre ellos cuatro civiles. La desproporción era evidente. También lo es el número de muertos en ambos bandos: en los ocho años transcurridos desde el inicio del siglo XXI, 15 israelíes han muerto a causa del lanzamiento de cohetes palestinos; mientras que el Tsahal ha causado directamente la muerte de casi cinco mil palestinos en el mismo periodo. Para vergüenza del gobierno israelí, Amnistía Internacional ha acusado directamente a su ejército de ser quien ha utilizado a la población civil palestina como escudo humano, ocupando viviendas palestinas y utilizando a las familias como rehenes en los pisos superiores mientras los francotiradores israelíes ocupaban los bajos de las casas para disparar desde allí. Es cierto que, al mismo tiempo, Amnistía Internacional reprocha a los combatientes palestinos que disparen desde zonas próximas a las viviendas, con el peligro que supone para la población, aunque es obvio para cualquier observador que en una zona tan pequeña y superpoblada como la Franja de Gaza es difícil para la resistencia defenderse y disparar lejos de zonas urbanas o campamentos de refugiados.
Israel ha utilizado armamento prohibido por los acuerdos internacionales, ha pisoteado las Convenciones de Ginebra, ha utilizado su poderosos ejército, su marina, su aviación, contra milicianos mal armados, y contra la población civil, en un intento deliberado de crear una situación de terror. La evidente comisión de crímenes de guerra por Israel exige que todas las organizaciones progresistas y los ciudadanos honestos pidan a sus gobiernos y a la Corte Penal Internacional la apertura de una investigación internacional y la creación de un tribunal que juzgue a los responsables. Convertidos en criminales de guerra, los dirigentes israelíes despreciaron incluso las acusaciones de algunas asociaciones judías internacionales y de destacados judíos, como el escritor francés André Nouschi, que, a principios de enero de 2009, escribió una contundente carta al embajador israelí en Francia en la que afirmaba: “Como judío, siento vergüenza de vosotros”.
El gran argumento que repite la propaganda israelí es que Israel es “la única democracia de Oriente Medio” y que no hace sino responder a las “provocaciones terroristas” palestinas utilizando su “legítimo derecho a la defensa”. Es difícil acumular tantas mentiras. Para empezar, porque Israel no es una democracia, sino un Estado racista, colonial, oficialmente judío (similar, por tanto, en ese sentido, a la teocracia iraní o a la dictadura saudita), que utiliza la tortura en sus centros de detención, que ordena asesinatos y ejecuciones extrajudiciales, que discrimina a buena parte de la población de su territorio, que encarcela sin justificación, que permite el robo de la tierra y las propiedades palestinas, no ya en Gaza o Cisjordania, sino en el propio Israel, como atestiguan los constantes abusos en Jerusalén Este, y que incluso impide la participación política de algunos partidos palestinos. Segundo, porque la mayor de las provocaciones, y el origen de todo el conflicto, es la “limpieza étnica” y el despojo protagonizados por las organizaciones terroristas sionistas en 1948 que provocaron una oleada gigantesca de refugiados palestinos en toda la zona, y que hoy, sesenta años después, siguen malviviendo, ellos y sus descendientes, en infames campamentos de refugiados. Esa es la verdadera provocación y el origen del crimen. Tercero, porque la defensa propia siempre debe ser proporcional, e Israel utiliza el terror y, con mucha frecuencia, es quien inicia los nuevos episodios de enfrentamientos. Ese es el Israel que dice defenderse. ¿Puede el mundo aceptar su comportamiento?
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La gélida indiferencia ante la muerte de los civiles palestinos que ha gangrenado a buena parte de la sociedad israelí, explica el cinismo y la impunidad con que actúan sus gobiernos. Despojando de toda humanidad a la población palestina, los soldados israelíes pueden reventar las casas, patear las cabezas de aterrorizados ciudadanos, disparar al menor pretexto, tratar a los palestinos como si fueran bestias, asesinar sin temor a las consecuencias. El desprecio, el odio y el fanatismo religioso refuerzan la crueldad con que Israel destruye las vidas de tantos palestinos: años de mentiras, de humillaciones, de asesinatos impunes, de saña y de brutalidad, han creado en el imaginario colectivo de buena parte de la población israelí un estereotipo de “palestino” que se acerca mucho a la concepción que tenían los nazis sobre los propios judíos. Así, los palestinos despojados durante décadas no son víctimas, sino feroces partidarios del terrorismo islamista y merecen el bloqueo e incluso la muerte. Por eso, es habitual que incluso responsables de organizaciones israelíes califiquen a los palestinos de “bestias”, de “cucarachas”, de “basura”, cuyo destino debe ser el éxodo y la aniquilación. Para Israel, los palestinos deben aceptar que jamás volverán a recuperar su tierra, y la política de ampliación de los asentamientos para colonos israelíes, de construcción del muro, de confiscación arbitraria de tierras palestinas, está orientada a la absorción de buena parte de Cisjordania, encerrando a los palestinos en ghettos aislados, fuertemente vigilados, similares a la Gaza que conocemos hoy. El viejo plan de Ariel Sharon de retirarse de Gaza para controlar Cisjordania fue incluso rechazado por los más feroces partidarios de la segregación de la población palestina: incluso el Likud se manifestó contrario al plan de Sharon. En nuestros días, el gobierno de Olmert ha continuado impulsando la creación de nuevos asentamiento y la ampliación de los existentes. Más de doscientos mil colonos israelíes viven ya en barrios del Jerusalén palestino, y otros doscientos cincuenta mil ocupan las mejores tierras de Cisjordania. En ese escenario, el proceso iniciado en Oslo, y la posterior hoja de ruta diseñada por el gobierno de Bush son una verdadera burla y la constatación de que Israel no quiere la paz y, mucho menos, la solución del drama palestino. La vía de la negociación impulsada por la ANP y por Abbas, encajonada entre Oslo y la hoja de ruta, no ha dado ningún resultado, y ha servido de coartada para que Israel prosiga su política de represión y de despojo.
La resistencia palestina, que se debate entre organizaciones nacionalistas, islamistas e izquierdistas, tiene ahora un complejo escenario ante sí. Las grandes cuestiones que plantea la causa palestina continúan siendo las mismas: el fin de la ocupación israelí y la creación de un Estado independiente que conserve las fronteras de 1967; la cuestión de Jerusalén, que debe ser la capital, compartida o no, de la nueva Palestina; y el retorno de los refugiados. La paz en la zona debe basarse en esas premisas, porque todas las demás cuestiones son secundarias. Porque, pese a la enorme destrucción, el pueblo palestino ha vuelto a demostrar que, truncando el objetivo israelí, no va a rendirse, y que el único camino es combinar la resistencia y la negociación. Sin embargo, acechan muchos peligros: Israel ha conseguido convertir a buena parte de la Autoridad Nacional Palestina, ANP, en colaboracionista en muchas de sus decisiones, ahogada la administración de Mahmud Abbas en la corrupción y en la ineficacia, con la vieja Al Fatah de Yaser Arafat convertida en una organización desprestigiada. De hecho, Mahmud Abbas, que fue en los años setenta un destacado miembro del FDLP, se ha convertido en una figura que recuerda al Pétain colaboracionista bajo la ocupación, y no debe extrañar que Hamás y organizaciones de izquierda como el FPLP acusen a una parte de la ANP de “complicidad con Israel”. Pese a ello, la Autoridad Nacional Palestina ha decidido denunciar al gobierno israelí ante los organismos internacionales por la comisión de “crímenes contra la humanidad”. Pero la división palestina hipoteca la resistencia.
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A Israel le conviene presentar a la resistencia palestina como un movimiento con hegemonía islamista, para intentar convertirla en un espantajo similar a Al Qaeda. De hecho, el apoyo israelí a Hamás, en sus inicios como movimiento, tenía como objetivo la erosión y posterior destrucción de la OLP como organización palestina mayoritaria, que se manifestaba progresista y laica, y de la izquierda representada por el FPLP de George Habash y otras de menor implantación. Israel ha conseguido parcialmente ese objetivo, y la división política entre Cisjordania y Gaza, con dos gobiernos diferentes, que actúan con lógicas enfrentadas, juega a favor de Israel. Esa división tiene su origen en el proceso electoral que se inició en 2005. Tras la muerte de Arafat (envuelta en múltiples sospechas que apuntan a Israel), el 9 de enero del 2005 se celebraron las elecciones a la presidencia de la Autoridad Nacional Palestina, creada en virtud de los acuerdos de Oslo. A los comicios (que, pese a los obstáculos israelíes que impidieron votar a decenas de miles de palestinos, fueron calificados por observadores internacionales de ejemplares) se presentaron como principales candidatos Mahmud Abbas, por Al Fatah, y Mustafá Barghouti (el compañero de tantas batallas de Edward Said); además de Taysir Khaled por el FDLP, Bassam Salhi, por el Partido del Pueblo Palestino, y los independientes Abd Al Karim Shbair, Al Sayyed Barakeh y Abd Al Halim Al Ashgar. Los resultados confirmaron a Mahmud Abbas como presidente de la ANP. Así, Al Fatah mantuvo su función de eje de la resistencia palestina. Sin embargo, un año después, el escenario cambió. Las elecciones parlamentarias, celebradas el 25 de enero de 2006 y consideradas plenamente democráticas por todos los observadores internacionales destacados en la zona, dieron la victoria a Hamás, configurando un Parlamento palestino donde Hamás disponía de 76 escaños sobre un total de 132. La resistencia de Abbas y de Al Fatah a ceder el gobierno a Hamás aumentó los desencuentros, que culminaron en la negativa del partido de Abbas a integrarse en un gobierno conjunto y, después, en enfrentamientos armados entre ambas organizaciones que desembocaron en la actual situación, con dos gobiernos palestinos, uno en Gaza dirigido por Hamás, y otro en Cisjordania dirigido por Al Fatah. Para complicar más la situación, el mandato de Abbas ya ha terminado, aunque siga ejerciendo como presidente, y Hamás no reconoce su autoridad.
La propaganda israelí, con el silencio y, a veces, la complicidad de la ANP, ha intentado crear la idea en el mundo de que el gobierno de Hamás en la Franja es ilegítimo, calificándolo como fruto de un golpe de Estado, pero esa versión dista mucho de ser cierta. De hecho, actuando así, Israel, con el apoyo de Estados Unidos y, también, de la Unión Europea, que califican a Hamás de organización terrorista, pretende desconocer el resultado de las elecciones democráticas celebradas en todos los territorios palestinos ocupados, y esas elecciones dieron la victoria al partido de Jalid Mechaal, gusten o no sus postulados. La izquierda palestina tampoco los comparte, pero sabe que, hoy, Hamás está del lado de la resistencia ante la ocupación israelí y sabe que ese es el principal instrumento que debe mantener la población palestina.
La política de negociación y colaboración con Israel que ha mantenido la Autoridad Nacional Palestina no ha dado resultados. Ni el proceso iniciado con los acuerdos de Oslo (¡han pasado ya dieciséis años!, sin avances tangibles hacia un Estado palestino), supervisados por el gobierno Clinton, en un momento de desconcierto por la desaparición de la URSS, tradicional apoyo palestino; ni la posterior hoja de ruta, que el llamado Cuarteto (Estados Unidos, Rusia, Unión Europea y la ONU) lanzó para supervisar las negociaciones de paz, han dado resultados. Hay que recordar que la hoja de ruta fue publicada por el Departamento de Estado norteamericano en abril de 2003, y preveía “un arreglo final y global al conflicto palestino-israelí para 2005”. Fue una iniciativa estadounidense, aceptada por los otros tres avalistas del proceso, que, sin embargo, fue papel mojado desde el principio. La última declaración norteamericana, bajo el gobierno Bush, fijaba el límite de 2008 para cumplir con la hoja de ruta. Todo han sido mentiras, porque Israel no tiene la menor intención de negociar con seriedad, y, mucho menos, de avanzar hacia la creación de un Estado palestino.
La estrategia de Tel-Aviv se resume en el mantenimiento de un estado de guerra y tensión intermitentes, enmarañando las negociaciones, añadiendo siempre nuevas exigencias, imponiendo la discusión de cuestiones menores, dilatando la solución a la cuestión palestina, eternizando en el tiempo el proceso, en la confianza de que la conjunción de su brutal represión sobre la población palestina, de los asesinatos selectivos de sus dirigentes más significados, de los masivos ataques armados y del estímulo de los enfrentamientos interpalestinos, añadidos al deterioro hasta límites insoportables de la vida cotidiana de los habitantes de Gaza y Cisjordania, sometiéndoles incluso a la tortura del hambre y al cerco de las enfermedades por las degradadas condiciones sanitarias que ha creado el bloqueo, mientras Israel sigue anexionando territorios y encerrando en ghettos inconexos a los palestinos, al otro lado de un muro más cruel que el del ghetto de Varsovia, llevará a las organizaciones palestinas a la interiorización de la derrota y al inicio del éxodo definitivo. Pero si una cosa ha demostrado el pueblo palestino es que continuará la resistencia al expolio y a la ocupación.
La colaboración de las dictaduras árabes, desde Egipto hasta Jordania y Arabia, complacientes con Estados Unidos e Israel, facilita la actuación israelí, que regularmente inicia agresiones limitadas, guerras que posponen la solución del conflicto palestino y crean cuestiones de disputa secundarias que facilitan su estrategia de no entrar a negociar la creación del Estado palestino. No es casualidad que Israel, además de destruir las infraestructuras de los territorios ocupados, arrase sistemáticamente todos los organismos e instituciones que pueden ser el germen del futuro Estado palestino. Tel-Aviv sabe que todas las organizaciones palestinas aceptarían la solución de dos Estados sobre la base de las fronteras de 1967. Pese a sus declaraciones, Israel no quiere la paz, sino la guerra, como demuestra su actuación: en el Líbano, Israel ha lanzado ataques en 1978, 1982, 1993, 1996 y 2006, y contra Cisjordania en 2002 (llamada, de manera hipócrita, Operación escudo defensivo), y la última, Operación plomo sólido, contra Gaza, por no hablar de las acciones más limitadas contra los palestinos o como el ataque contra Siria en 2008. Esa es la estrategia compartida por la mayoría de organizaciones israelíes que defienden el delirio sionista.
Pero la división, y el enfrentamiento armado entre facciones palestinas, azuzado por Israel y por Estados Unidos, plantea un difícil futuro en un Oriente Medio cruzado por múltiples enfrentamientos, con la ocupación norteamericana de Iraq y Afganistán, y donde tienen mucho qué decir Irán y Siria, Tur-quía y Egipto, además de las grandes potencias. El mandato de Mahmud Abbas ha concluido, y Hamás no reconoce ya su autoridad, como la ANP no reconoce al gobierno de Ismael Haniya, pero la dificultosa, e imprescindible, búsqueda de una estrategia común va a complicar el futuro inmediato, sobre todo porque Israel sigue estimulando la guerra civil entre los palestinos. En el horizonte inmediato sólo esperan al pueblo palestino nuevos sufrimientos, pero la resistencia sigue siendo el único camino.
Palestina, libre, libre
Mientras Israel bombardeaba despiadadamente la franja de Gaza, cuando ya habían sido asesinados centenares de palestinos, las organizaciones judías que apoyan la actuación de los gobiernos israelíes lanzaron una campaña para contrarrestar las masivas manifestaciones de protesta que estaban teniendo lugar en todo el mundo contra la ferocidad del ejército israelí. Diferentes concentraciones “de apoyo a Israel” tuvieron lugar en ciudades europeas y americanas, con la colaboración de organizaciones conservadoras y partidos de derecha.
Así, el 11 de enero de 2009, en Nueva York, una nutrida manifestación de unas diez mil personas se concentraron ante el Consulado israelí. Habían sido convocados por la Federación UJA de Nueva York, por el Jewish Community Relations Council, también de Nueva York, y por la Conference of Presidents of Major America Jewish Organizations. Recibieron el apoyo del Consulado israelí y de importantes núcleos del poder norteamericano. Ante la concentración, el senador demócrata Charles Chuck Schumer defendió el ataque de Tel Aviv a la población de Gaza y habló de los “métodos humanitarios de guerra de Israel”, porque, afirmó, el Tsahal enviaba mensajes SMS a los palestinos cuya casa iba a ser bombardeaba “porque almacenan armas” en ellas, y se preguntó, admirado, “¿qué otro país haría eso?”. El senador Schumer se abstuvo de hacer mención del elevado número de víctimas civiles, de niños y de mujeres asesinadas por el ejército israelí. Por su parte, David Paterson, gobernador del Estado de Nueva York, justificó también el ataque a Gaza. Para ellos, Israel se defendía. La gran prensa norteamericana actuaba de forma similar: The New York Times, ante la evidencia de los crímenes israelíes, hacia imposibles equilibrios para intentar equiparar a ambas partes, recogiendo declaraciones de profesores que certificaban (¡) que “las normas éticas y legales del Ejército israelí son estrictas y el personal […] militar ha sido instruido en ellas concienzudamente.” Algunos de los periodistas del diario insistían en hablar de los “misiles” lanzados por Hamás, omitiendo deliberadamente la abismal diferencia entre cohetes artesanales y misiles. Todo vale, para defender a Israel.
Durante el acto neoyorquino, los manifestantes bailaban alegres al son de la música, agitando banderas israelíes, mientras gritaban ¡a por ellos!, en clara alusión a los “terroristas palestinos”. Pancartas con leyendas como Islam: Cult of Hate”, culto del odio, se pasearon por la concentración. El fanatismo proisraelí llegó a tal extremo que algunos asistentes hablaban de las fábricas de armas “que se encuentran en las escuelas de Gaza”, o en los hospitales, y justificaban los bombardeos contra la población civil. Una manifestante, para justificar el despiadado ataque a los palestinos de la Franja, alegó ante las cámaras que había visto en Internet como una niña era degollada por su propio padre en el curso de una fiesta musulmana chiíta en el Líbano: según la mujer, el padre le cortaba la cabeza. No era en tierra palestina, sino en el Líbano, y la noticia era harto dudosa, pero todo eso no importaba. La conclusión era obvia: acabar con esa gente atroz (palestinos, árabes, musulmanes, todo mezclado, qué más da) es legítimo. Merecen la muerte. Esa inhumanidad, ese desprecio atroz hacia el sufrimiento de los palestinos, esa indiferencia ante las más de mil trescientas personas asesinadas, mostraba la degradación ética y moral en la que se han hundido los defensores del gobierno racista de Israel. Mientras eso ocurría, y mientras en Gaza los palestinos intentaban sobrevivir a otro infierno, el embajador israelí en España, Raphael Schutz, tenía la desvergüenza de denunciar “los hechos antisemitas” que, según él, tenían lugar en Cataluña y en otros lugares de España. Ninguna mención al terrible castigo inflingido a los palestinos, ningún recuerdo para los asesinados. Los terribles “hechos antisemitas” que habían tenido lugar fueron unas pintadas en la sinagoga barcelonesa de la calle Porvenir.
Las escenas de esa manifestación neoyorquina llegaban mientras los soldados israelíes bombardeaban el hospital Al Quds de Gaza. Llegaban pocos días después de que, el 28 de diciembre, cinco hermanas de la familia Baalousha (Jawhir, de 4 años; Dina, de 8; Samar, de 12; Ikram, de 14; y Tahrir, de 17) murieran en su casa del campo de refugiados de Jabalia, al norte de Gaza, alcanzadas por las bombas israelíes. Llegaban poco después de que Ihab al-Madhoun, médico, y Muhammad Abu Hasida, el enfermero que le acompañaba, murieran tras un ataque aéreo el 31 de diciembre, cuando intentaban evacuar a personas heridas en un ataque de la aviación. Llegaban, mientras Nour Kharma, una adolescente palestina que vive en la ciudad de Gaza, se preguntaba, después de conocer la muerte de su amiga Christine, “¿yo también voy a morir?” No sé si su amiga era la misma Christine, una chica de catorce años, que murió de miedo en esos días: tras el paso atronador por su barrio de Al-Remal de los F-16 israelíes que bombardeaban, Christine se derrumbó, y su padre, médico, no pudo hacer nada por ella. Llegaban, mientras hombres maduros lloraban como niños, viendo a las madres desesperadas, y a los médicos impotentes ante la barbarie. Llegaban, mientras los enfermeros del pobre hospital de Gaza se veían obligados a limpiar con mangueras la sangre derramada en el suelo de los quirófanos.
Son tantas las historias de destrucción y de muerte que parece mentira que la dignidad humana siga consintiendo ese odio purulento de los gobiernos israelíes hacia un pueblo perseguido, masacrado, pobre y hambriento. Tal vez los dirigentes israelíes no soportan la dignidad con que generaciones de palestinos se han rebelado contra la adversidad, contra la derrota, contra el olvido. Son esos palestinos hacinados en los campos de refugiados de Sabra y de Chatila, en ghettos de pobreza donde brota el cansancio, y, a veces, la desesperación. Esos habitantes de los campos del Líbano, de Siria, de Jordania, de Gaza o Cisjordania, de la diáspora de millones de palestinos dispersos por el mundo, con las familias que siguen guardando un recuerdo perdido, la fotografía de una casa, de un pequeño jardín, de un huerto, de una tapia, prendidos en la retina cansada de los palestinos viejos, siempre colgados de un aire de primavera que se resiste a llegar a un pueblo de refugiados en los rincones más pobres de su propia tierra, apátridas desde hace sesenta años, refugiados de todas las guerras. Todas esas escenas nos traen a la memoria el ghetto de Varsovia, y los infames ghettos donde los nazis confinaron a tantas personas dignas, en Riga, en Vilna, en Cracovia, y las dantescas imágenes de los cadáveres de niños palestinos amortajados con pobres sábanas, esperando el último adiós; o de los niños palestinos heridos, que traen a la memoria las miradas asustadas de los niños judíos que pasaban entre las alambradas de los campos nazis de exterminio.
El odio sanguinario de los hijos de Israel, de sus gobernantes, de esos jóvenes soldados que volvían a casa satisfechos tras arrasar Gaza, tras haber pintado en las casas palestinas “¡muerte a los árabes!”; que volvían haciendo el signo de la victoria, dejando atrás la devastación y la muerte; el odio de esos soldados sonrientes, seguros, no podrá borrar de nuestra memoria la imagen de esa chica valiente que enarbolaba una bandera palestina subida a un montón de tierra, en Gaza, sola con su pañuelo y su voz, enfrentando la mirada de los soldados israelíes cargados de armas. No podrá ahogar la voz de un anónimo palestino que, en la manifestación de solidaridad realizada en Barcelona, gritaba desde los altavoces “Palestina libre, libre”, con toda la tristeza del mundo en su voz, cansada, casi afónica, rota, pero no vencida. Su voz llegaba con la megafonía, pero parecía apenas un susurro, de alguien que arranca fuerzas de flaqueza, de alguien que cuando parece imposible soportar más, seguir adelante, se levanta y muestra al mundo la dignidad palestina. Mientras el fuego bíblico del feroz dios de los judíos asolaba Gaza, resonaba en nuestros oídos: Palestina, libre, libre. Palestina, libre, libre.
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Última matanza… ¿por cuánto tiempo? Israel quiere a los palestinos, derrotados y humillados, como siervos, como barata mano de obra. Y no necesita a tantos. Quiere, eso sí, su agua y sus tierras. Pero le sobran muchas personas. Y… eso ¿a qué o a quién recuerda?El pasado 17 de enero, el Tsahal israelí, tras detener la agresión a la franja de Gaza, permitió la entrada de algunas personas de organizaciones internacionales por el paso de Rafah, fronterizo con Egipto; entre ellas, un pequeño equipo de Amnistía Internacional. Era una novedad, porque desde el mes de noviembre de 2008, Israel impedía la entrada en la franja de Gaza de organizaciones humanitarias y periodistas. La máquina de guerra israelí acababa de detener su furia. Las primeras impresiones de los miembros de Amnistía Internacional fueron atroces: en Gaza, todavía podían verse trozos de fósforo incandescente en la calle, en viviendas, al alcance de los niños. Pudieron ver cómo, entre un caos dantesco, los ciudadanos se afanaban para recuperar los cadáveres enterrados de cualquier forma por las palas de los bulldozersmilitares del ejército israelí entre los escombros de las casas, que trataban a los muertos como si fueran basura. Porque, mientras tenía lugar la feroz matanza de palestinos, los militares hebreos impedían el entierro de los muertos, dejando que los cadáveres empezaran a descomponerse: más de cien cuerpos fueron recuperados en los primeros días de la nueva tregua. De nuevo, con su potente maquinaria militar, a la vista del mundo, Israel arrasaba pueblos y ciudades, como hace poco más de un año en Líbano. Las consecuencias han sido letales: más de mil trescientos muertos, casi seis mil heridos, más de cien mil desplazados, cuatro mil casas destruidas y barrios enteros arrasados, decenas de escuelas dañadas, hospitales, centros administrativos, almacenes.
Para justificar su actitud, acumulando mentiras sobre mentiras, Israel acusó al gobierno de Hamás de haber roto la tregua, acto que estaría en el origen de su Operación Plomo sólido. Hamás había cumplido con los términos de la tregua, así como otras organizaciones palestinas, a pesar de que algunas, como el FPLP, no estaban de acuerdo con su contenido. La acusación del gobierno israelí era una mentira más, porque la agresión fue iniciada por el Tsahal y, además, olvidaba deliberadamente el inhumano bloqueo a la franja de Gaza, el cierre de los pasos fronterizos, la negativa israelí a permitir la entrada de gasolina, medicinas, alimentos, hasta el extremo de haber creado una situación de emergencia denunciada por los organismos de la ONU y por organizaciones humanitarias. Se calcula que en la Franja entraban setecientos camiones diarios con suministros para la población, y que, según datos de la Fundación Carter, el bloqueo israelí ha reducido esa cifra a menos de un tercio, condenando a la penuria y al hambre a un millón y medio de personas. En Gaza falta hasta el agua potable.
¿Qué había pasado, en realidad, en los meses anteriores a la agresión? El 19 de junio de 2008, el gobierno de Hamás en la franja acordó una tregua de seis meses con Israel, por la que Tel-Aviv se comprometía a suavizar el bloqueo, mientras que los palestinos aceptaban detener el lanzamiento de cohetes a territorio israelí. En ese momento, durante los poco más de cinco meses transcurridos del año 2008, el ejército israelí había matado a casi cuatrocientos palestinos, entre ellos sesenta niños, casi todos habitantes de la franja de Gaza, al tiempo que dieciséis civiles y nueve militares israelíes habían muerto en acciones palestinas. Algunos ataques israelíes tuvieron especial repercusión internacional, como el asesinato en Gaza del periodista Fadel Shana, de la Agencia Reuters, y de tres palestinos, dos niños y un adulto, en abril de 2008. El periodista estaba debidamente identificado con un chaleco antibalas fluorescente, donde podía leerse, al igual que en su vehículo, “PRENSA”, circunstancia que no impidió su asesinato: mientras Fadel Shana filmaba un tanque israelí, sus ocupantes lanzaron un obús contra él, pese a la presencia de civiles. Era el séptimo periodista asesinado por el ejército israelí. Para limitar las críticas internacionales, procediendo según su costumbre, Israel anunció una investigación, que concluyó justificando la acción de sus soldados. De hecho, ante asesinatos semejantes, todas las “investigaciones” que ha emprendido Israel han sido exculpatorias para sus militares.
La tregua de junio de 2008 fue recibida con alborozo por la población palestina, desesperada, pero deseosa de aferrarse a la más mínima posibilidad de cambio que permitiese la apertura de las fronteras y la llegada de alimentos y suministros. Israel, una vez más, no sólo incumplió sus compromisos, sino que aumentó su presión sobre la martirizada población palestina, que alcanza a todos los aspectos de la vida cotidiana. Ya en abril de 2008, antes de la firma de la tregua, la Organización Mundial de la Salud había denunciado que los servicios de seguridad del Shin Bet israelí llegaban al extremo de denegar muchos permisos para pacientes palestinos que debían ser tratados de cáncer fuera de la Franja. Debido a ello, en los últimos meses, decenas de palestinos han muerto por la negativa israelí a permitir su salida de la franja de Gaza, pese a conocer que no podían ser tratados dentro por la precaria situación hospitalaria. ¡Para conceder el permiso de salida de Gaza, los militares israelíes ponían en ocasiones la condición de que el paciente palestino se convirtiera en delator y colaborador de sus servicios secretos! En noviembre de 2008, John Ging, director de la UNRWA, denunciaba que Israel llegaba al extremo de someter a embargo a los propios organismos de la ONU que realizan trabajo humanitario, y se preguntaba en qué lugar del mundo la ayuda alimentaria era sometida a tan severas restricciones. Al mismo tiempo, en Ginebra, Navi Pillay, alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, denunciaba: “Un millón y medio de palestinos han sido privados de sus más básicos derechos humanos durante meses. El bloqueo es una violación de las leyes internaciones y humanitarias.” Israel había creado un ghetto infame, aislado del mundo, y aumentaba su presión. En ese momento, hacía cuatro meses que el lanzamiento de cohetes hacia Israel desde la franja se había detenido por completo: la población israelí había disfrutado de una calma absoluta y las milicias palestinas no habían realizado ningún ataque, pese a padecer hechos tan graves como el pogromo contra palestinos en la ciudad israelí de Acre (donde viven muchos colonos extremistas evacuados de Gaza en 2005), pogromo tolerado por la policía israelí, o “asesinatos selectivos” por parte de los servicios secretos israelíes.
El 4 de noviembre de 2008, pese a la calma, Israel, utilizando como excusa que los palestinos estaban construyendo un túnel cerca de la frontera, rompió la tregua con Hamás, asesinando a seis palestinos en una incursión en el interior de Gaza, apoyada por fuerzas terrestres y aviación. Desde ese momento intensificó aún más el bloqueo, creando una situación de emergencia y configurando un gigantesco campo de concentración donde se impedía la entrada de periodistas, diplomáticos europeos, organizaciones humanitarias e incluso funcionarios de la ONU. Amnistía Internacional acusó a Israel de estar llevando a cabo un castigo colectivo a toda la población palestina. Sin inmutarse, a finales de diciembre, el gobierno israelí ordenaba al Tsahal atacar Gaza para iniciar la matanza. Comenzaba la Operación plomo sólido, preparada desde muchas semanas atrás. Pese a la propaganda con que Israel intentó intoxicar al mundo, fueron los soldados invasores quienes ocuparon las casas, quienes las utilizaron como puestos de ataque, quienes destrozaron el mobiliario, reventando las paredes y, desde los agujeros, practicaban la caza de palestinos.
Mientras tanto, sus tanques aplastaban ambulancias, vehículos, destrozaban las calles. Los misiles lanzados por Israel, junto con el bombardeo de sus F-16 y de la artillería crearon tal escenario de destrucción que Amnistía Internacional hablaba de “barrios concurridos convertidos en paisajes lunares”. La ferocidad israelí parecía no tener límite. Una buena parte de los huertos y carreteras, hospitales, escuelas, conducciones de agua, tendidos eléctricos, almacenes de alimentos, oficinas y locales de la ONU, centros administrativos, viviendas, fueron arrasados por completo: la devastación fue apocalíptica. Incluso la agencia de la ONU para la Ayuda a los Refugiados Palestinos (UNRWA) de Jabalia fue bombardeada, matando a 41 personas, y la escuela primaria de la UNRWA de Beit Lahia, donde se refugiaban casi dos mil personas que dormían hacinadas pensando que allí estaban seguras, fue blanco de la artillería israelí: varios niños murieron y otras personas resultaron heridas. La inhumanidad del ejército israelí, que bombardeó con saña a los civiles, sin preocuparse por las consecuencias, llenó Gaza de cadáveres, de personas con miembros amputados, con la cabeza reventada, con espantosas heridas que horrorizaban incluso a los médicos, quienes, con precarios medios, intentaban afrontar un infierno. La revista The Lancet, que denunció el silencio de la mayoría de las asociaciones médicas del mundo, recogió las palabras de unos médicos noruegos, expertos en escenarios de guerra, Mads Gilbert y Eric Fosse, quienes llegaron al hospital Al-Shifa de Gaza cuando el año 2008 finalizaba: “Hemos visto las heridas de guerra más horribles en hombres, mujeres y niños de todas edades”. Los testimonios eran numerosos, pero, negando la evidencia, el gobierno israelí y sus cómplices prosiguieron encarnizadamente la matanza. El propio Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, que entró en la franja de Gaza el 20 de enero, calificó de “escandaloso” que Israel hubiese bombardeado incluso la sede de la ONU en Gaza y prometió que la organización internacional haría todo lo posible para que se abriera una investigación sobre la matanza de civiles. Pero la martirizada población palestina necesita algo más que palabras. La propia ONU considera que reparar la devastación causada por Israel costará miles de millones de dólares.
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Esa es la secuencia de los hechos, aunque ello no impida a Israel seguir acumulando mentiras acusando a Hamás de haber roto la tregua. Tel-Aviv lo hizo con la ayuda del gobierno Bush (y con el silencio de Obama), cuya secretaria de Estado, Condoleeza Rice, pese a que estaba bien informada por sus servicios secretos y saber que no era así, también hizo responsable a Hamás de la ruptura. Algo parecido hizo el Parlamento Europeo, que culpó al movimiento islamista del fin de la tregua, y, aunque acompañó esa acusación del reconocimiento de que Israel “estaba violando el Derecho Internacional Humanitario” en su agresión a Gaza, se abstuvo vergonzosamente de pedir el fin del bloqueo a la Franja. Diputados comunistas del Parlamento Europeo acusaron a la Unión Europea de complicidad con el gobierno israelí, y de ser responsables, junto con Estados Unidos, “de la impunidad criminal de Israel”. Pero sus demandas de expulsión de los embajadores israelíes, de suspensión del Acuerdo de Asociación con Israel, firmado por la Unión Europea, y de creación de una Comisión de Investigación sobre los crímenes cometidos por Israel en Gaza, fueron desoídas por la mayoría del Parlamento.
Para justificar su feroz agresión, la propaganda israelí puso en circulación las habituales mentiras, mezcladas con medias verdades. Como la insistencia en el lanzamiento de cohetes (algunos portavoces militares, sin ningún escrúpulo, hablaban de “misiles”), ocho mil, según Tel-Aviv, que han causado muy pocas víctimas entre la población civil israelí. La propaganda israelí también utilizó al soldado Gilad Shalit, que sigue prisionero en Gaza, cuyo cautiverio fue una de las excusas dadas por el gobierno de Olmert para mantener el bloqueo a la Franja y para justificar su actuación, aunque se abstuvo de recordar que casi diez mil palestinos se hallan en prisiones israelíes (de los que casi mil proceden de la Franja). Para mayor vergüenza de Israel, además de la persistente política de asesinatos y matanzas contra la población palestina, llevada a cabo por todos los gobiernos israelíes, en el inicio de la Operación Plomo sólido había también cálculos electorales: para reforzar las posibilidades de Kadima, y también de Barak y Livni, aunque pertenezcan a distintos partidos.
Sin embargo, algo está empezando a cambiar. Las manifestaciones de solidaridad con el pueblo palestino que llenaron las calles de muchas ciudades del mundo, muestran el progresivo aislamiento de Israel, aunque no hayan conseguido detener su ferocidad. Las palabras del parlamentario británico Gerald Kaufman, judío y miembro del Partido Laborista, en la Cámara de los Comunes, calificando a los gobernantes israelíes de criminales de guerra, ilustran el desprestigio creciente de Israel: “Me educaron como judío ortodoxo y sionista. […] Mis padres vinieron a Gran Bretaña como refugiados desde Polonia. La mayoría de sus familias fueron más tarde asesinadas por los nazis en el holocausto. Mi abuela estaba enferma en la cama cuando los nazis llegaron a su casa en el pueblo de Staszow. Un soldado alemán le disparó un tiro en la cabeza. Pero mi abuela no murió para prestar cobertura a los soldados israelíes que asesinan abuelas palestinas en Gaza. El actual gobierno israelí explota cínicamente y sin piedad la inacabable culpabilidad de los gentiles por la matanza de judíos en el holocausto como justificación para asesinar palestinos. […] Ya va siendo hora de que nuestro gobierno le diga claramente al gobierno israelí que su conducta y su política son inaceptables, y de que imponga una total prohibición de suministro de armamentos a Israel. Ha llegado el momento de la paz, pero de una paz auténtica, no de la solución por conquista que pretenden los israelíes y que nunca podrán alcanzar. No son simplemente criminales de guerra: están locos.”
En el ataque a Gaza, el Tsahal mató a casi mil cuatrocientos palestinos, y causó heridas a unas seis mil personas más, entre ellas dos mil niños y ochocientas mujeres. Para justificar el elevado número de civiles asesinados (entre ellos, más de cuatrocientos niños y más de cien mujeres), Israel volvió a acusar a las milicias palestinas, sobre todo a Hamás, de utilizar a la población como escudos humanos. Era una burda mentira, pero, según el derecho internacional, aunque esa acusación fuera cierta no justificaría el asesinato de civiles inocentes. Trece israelíes murieron, entre ellos cuatro civiles. La desproporción era evidente. También lo es el número de muertos en ambos bandos: en los ocho años transcurridos desde el inicio del siglo XXI, 15 israelíes han muerto a causa del lanzamiento de cohetes palestinos; mientras que el Tsahal ha causado directamente la muerte de casi cinco mil palestinos en el mismo periodo. Para vergüenza del gobierno israelí, Amnistía Internacional ha acusado directamente a su ejército de ser quien ha utilizado a la población civil palestina como escudo humano, ocupando viviendas palestinas y utilizando a las familias como rehenes en los pisos superiores mientras los francotiradores israelíes ocupaban los bajos de las casas para disparar desde allí. Es cierto que, al mismo tiempo, Amnistía Internacional reprocha a los combatientes palestinos que disparen desde zonas próximas a las viviendas, con el peligro que supone para la población, aunque es obvio para cualquier observador que en una zona tan pequeña y superpoblada como la Franja de Gaza es difícil para la resistencia defenderse y disparar lejos de zonas urbanas o campamentos de refugiados.
Israel ha utilizado armamento prohibido por los acuerdos internacionales, ha pisoteado las Convenciones de Ginebra, ha utilizado su poderosos ejército, su marina, su aviación, contra milicianos mal armados, y contra la población civil, en un intento deliberado de crear una situación de terror. La evidente comisión de crímenes de guerra por Israel exige que todas las organizaciones progresistas y los ciudadanos honestos pidan a sus gobiernos y a la Corte Penal Internacional la apertura de una investigación internacional y la creación de un tribunal que juzgue a los responsables. Convertidos en criminales de guerra, los dirigentes israelíes despreciaron incluso las acusaciones de algunas asociaciones judías internacionales y de destacados judíos, como el escritor francés André Nouschi, que, a principios de enero de 2009, escribió una contundente carta al embajador israelí en Francia en la que afirmaba: “Como judío, siento vergüenza de vosotros”.
El gran argumento que repite la propaganda israelí es que Israel es “la única democracia de Oriente Medio” y que no hace sino responder a las “provocaciones terroristas” palestinas utilizando su “legítimo derecho a la defensa”. Es difícil acumular tantas mentiras. Para empezar, porque Israel no es una democracia, sino un Estado racista, colonial, oficialmente judío (similar, por tanto, en ese sentido, a la teocracia iraní o a la dictadura saudita), que utiliza la tortura en sus centros de detención, que ordena asesinatos y ejecuciones extrajudiciales, que discrimina a buena parte de la población de su territorio, que encarcela sin justificación, que permite el robo de la tierra y las propiedades palestinas, no ya en Gaza o Cisjordania, sino en el propio Israel, como atestiguan los constantes abusos en Jerusalén Este, y que incluso impide la participación política de algunos partidos palestinos. Segundo, porque la mayor de las provocaciones, y el origen de todo el conflicto, es la “limpieza étnica” y el despojo protagonizados por las organizaciones terroristas sionistas en 1948 que provocaron una oleada gigantesca de refugiados palestinos en toda la zona, y que hoy, sesenta años después, siguen malviviendo, ellos y sus descendientes, en infames campamentos de refugiados. Esa es la verdadera provocación y el origen del crimen. Tercero, porque la defensa propia siempre debe ser proporcional, e Israel utiliza el terror y, con mucha frecuencia, es quien inicia los nuevos episodios de enfrentamientos. Ese es el Israel que dice defenderse. ¿Puede el mundo aceptar su comportamiento?
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La gélida indiferencia ante la muerte de los civiles palestinos que ha gangrenado a buena parte de la sociedad israelí, explica el cinismo y la impunidad con que actúan sus gobiernos. Despojando de toda humanidad a la población palestina, los soldados israelíes pueden reventar las casas, patear las cabezas de aterrorizados ciudadanos, disparar al menor pretexto, tratar a los palestinos como si fueran bestias, asesinar sin temor a las consecuencias. El desprecio, el odio y el fanatismo religioso refuerzan la crueldad con que Israel destruye las vidas de tantos palestinos: años de mentiras, de humillaciones, de asesinatos impunes, de saña y de brutalidad, han creado en el imaginario colectivo de buena parte de la población israelí un estereotipo de “palestino” que se acerca mucho a la concepción que tenían los nazis sobre los propios judíos. Así, los palestinos despojados durante décadas no son víctimas, sino feroces partidarios del terrorismo islamista y merecen el bloqueo e incluso la muerte. Por eso, es habitual que incluso responsables de organizaciones israelíes califiquen a los palestinos de “bestias”, de “cucarachas”, de “basura”, cuyo destino debe ser el éxodo y la aniquilación. Para Israel, los palestinos deben aceptar que jamás volverán a recuperar su tierra, y la política de ampliación de los asentamientos para colonos israelíes, de construcción del muro, de confiscación arbitraria de tierras palestinas, está orientada a la absorción de buena parte de Cisjordania, encerrando a los palestinos en ghettos aislados, fuertemente vigilados, similares a la Gaza que conocemos hoy. El viejo plan de Ariel Sharon de retirarse de Gaza para controlar Cisjordania fue incluso rechazado por los más feroces partidarios de la segregación de la población palestina: incluso el Likud se manifestó contrario al plan de Sharon. En nuestros días, el gobierno de Olmert ha continuado impulsando la creación de nuevos asentamiento y la ampliación de los existentes. Más de doscientos mil colonos israelíes viven ya en barrios del Jerusalén palestino, y otros doscientos cincuenta mil ocupan las mejores tierras de Cisjordania. En ese escenario, el proceso iniciado en Oslo, y la posterior hoja de ruta diseñada por el gobierno de Bush son una verdadera burla y la constatación de que Israel no quiere la paz y, mucho menos, la solución del drama palestino. La vía de la negociación impulsada por la ANP y por Abbas, encajonada entre Oslo y la hoja de ruta, no ha dado ningún resultado, y ha servido de coartada para que Israel prosiga su política de represión y de despojo.
La resistencia palestina, que se debate entre organizaciones nacionalistas, islamistas e izquierdistas, tiene ahora un complejo escenario ante sí. Las grandes cuestiones que plantea la causa palestina continúan siendo las mismas: el fin de la ocupación israelí y la creación de un Estado independiente que conserve las fronteras de 1967; la cuestión de Jerusalén, que debe ser la capital, compartida o no, de la nueva Palestina; y el retorno de los refugiados. La paz en la zona debe basarse en esas premisas, porque todas las demás cuestiones son secundarias. Porque, pese a la enorme destrucción, el pueblo palestino ha vuelto a demostrar que, truncando el objetivo israelí, no va a rendirse, y que el único camino es combinar la resistencia y la negociación. Sin embargo, acechan muchos peligros: Israel ha conseguido convertir a buena parte de la Autoridad Nacional Palestina, ANP, en colaboracionista en muchas de sus decisiones, ahogada la administración de Mahmud Abbas en la corrupción y en la ineficacia, con la vieja Al Fatah de Yaser Arafat convertida en una organización desprestigiada. De hecho, Mahmud Abbas, que fue en los años setenta un destacado miembro del FDLP, se ha convertido en una figura que recuerda al Pétain colaboracionista bajo la ocupación, y no debe extrañar que Hamás y organizaciones de izquierda como el FPLP acusen a una parte de la ANP de “complicidad con Israel”. Pese a ello, la Autoridad Nacional Palestina ha decidido denunciar al gobierno israelí ante los organismos internacionales por la comisión de “crímenes contra la humanidad”. Pero la división palestina hipoteca la resistencia.
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A Israel le conviene presentar a la resistencia palestina como un movimiento con hegemonía islamista, para intentar convertirla en un espantajo similar a Al Qaeda. De hecho, el apoyo israelí a Hamás, en sus inicios como movimiento, tenía como objetivo la erosión y posterior destrucción de la OLP como organización palestina mayoritaria, que se manifestaba progresista y laica, y de la izquierda representada por el FPLP de George Habash y otras de menor implantación. Israel ha conseguido parcialmente ese objetivo, y la división política entre Cisjordania y Gaza, con dos gobiernos diferentes, que actúan con lógicas enfrentadas, juega a favor de Israel. Esa división tiene su origen en el proceso electoral que se inició en 2005. Tras la muerte de Arafat (envuelta en múltiples sospechas que apuntan a Israel), el 9 de enero del 2005 se celebraron las elecciones a la presidencia de la Autoridad Nacional Palestina, creada en virtud de los acuerdos de Oslo. A los comicios (que, pese a los obstáculos israelíes que impidieron votar a decenas de miles de palestinos, fueron calificados por observadores internacionales de ejemplares) se presentaron como principales candidatos Mahmud Abbas, por Al Fatah, y Mustafá Barghouti (el compañero de tantas batallas de Edward Said); además de Taysir Khaled por el FDLP, Bassam Salhi, por el Partido del Pueblo Palestino, y los independientes Abd Al Karim Shbair, Al Sayyed Barakeh y Abd Al Halim Al Ashgar. Los resultados confirmaron a Mahmud Abbas como presidente de la ANP. Así, Al Fatah mantuvo su función de eje de la resistencia palestina. Sin embargo, un año después, el escenario cambió. Las elecciones parlamentarias, celebradas el 25 de enero de 2006 y consideradas plenamente democráticas por todos los observadores internacionales destacados en la zona, dieron la victoria a Hamás, configurando un Parlamento palestino donde Hamás disponía de 76 escaños sobre un total de 132. La resistencia de Abbas y de Al Fatah a ceder el gobierno a Hamás aumentó los desencuentros, que culminaron en la negativa del partido de Abbas a integrarse en un gobierno conjunto y, después, en enfrentamientos armados entre ambas organizaciones que desembocaron en la actual situación, con dos gobiernos palestinos, uno en Gaza dirigido por Hamás, y otro en Cisjordania dirigido por Al Fatah. Para complicar más la situación, el mandato de Abbas ya ha terminado, aunque siga ejerciendo como presidente, y Hamás no reconoce su autoridad.
La propaganda israelí, con el silencio y, a veces, la complicidad de la ANP, ha intentado crear la idea en el mundo de que el gobierno de Hamás en la Franja es ilegítimo, calificándolo como fruto de un golpe de Estado, pero esa versión dista mucho de ser cierta. De hecho, actuando así, Israel, con el apoyo de Estados Unidos y, también, de la Unión Europea, que califican a Hamás de organización terrorista, pretende desconocer el resultado de las elecciones democráticas celebradas en todos los territorios palestinos ocupados, y esas elecciones dieron la victoria al partido de Jalid Mechaal, gusten o no sus postulados. La izquierda palestina tampoco los comparte, pero sabe que, hoy, Hamás está del lado de la resistencia ante la ocupación israelí y sabe que ese es el principal instrumento que debe mantener la población palestina.
La política de negociación y colaboración con Israel que ha mantenido la Autoridad Nacional Palestina no ha dado resultados. Ni el proceso iniciado con los acuerdos de Oslo (¡han pasado ya dieciséis años!, sin avances tangibles hacia un Estado palestino), supervisados por el gobierno Clinton, en un momento de desconcierto por la desaparición de la URSS, tradicional apoyo palestino; ni la posterior hoja de ruta, que el llamado Cuarteto (Estados Unidos, Rusia, Unión Europea y la ONU) lanzó para supervisar las negociaciones de paz, han dado resultados. Hay que recordar que la hoja de ruta fue publicada por el Departamento de Estado norteamericano en abril de 2003, y preveía “un arreglo final y global al conflicto palestino-israelí para 2005”. Fue una iniciativa estadounidense, aceptada por los otros tres avalistas del proceso, que, sin embargo, fue papel mojado desde el principio. La última declaración norteamericana, bajo el gobierno Bush, fijaba el límite de 2008 para cumplir con la hoja de ruta. Todo han sido mentiras, porque Israel no tiene la menor intención de negociar con seriedad, y, mucho menos, de avanzar hacia la creación de un Estado palestino.
La estrategia de Tel-Aviv se resume en el mantenimiento de un estado de guerra y tensión intermitentes, enmarañando las negociaciones, añadiendo siempre nuevas exigencias, imponiendo la discusión de cuestiones menores, dilatando la solución a la cuestión palestina, eternizando en el tiempo el proceso, en la confianza de que la conjunción de su brutal represión sobre la población palestina, de los asesinatos selectivos de sus dirigentes más significados, de los masivos ataques armados y del estímulo de los enfrentamientos interpalestinos, añadidos al deterioro hasta límites insoportables de la vida cotidiana de los habitantes de Gaza y Cisjordania, sometiéndoles incluso a la tortura del hambre y al cerco de las enfermedades por las degradadas condiciones sanitarias que ha creado el bloqueo, mientras Israel sigue anexionando territorios y encerrando en ghettos inconexos a los palestinos, al otro lado de un muro más cruel que el del ghetto de Varsovia, llevará a las organizaciones palestinas a la interiorización de la derrota y al inicio del éxodo definitivo. Pero si una cosa ha demostrado el pueblo palestino es que continuará la resistencia al expolio y a la ocupación.
La colaboración de las dictaduras árabes, desde Egipto hasta Jordania y Arabia, complacientes con Estados Unidos e Israel, facilita la actuación israelí, que regularmente inicia agresiones limitadas, guerras que posponen la solución del conflicto palestino y crean cuestiones de disputa secundarias que facilitan su estrategia de no entrar a negociar la creación del Estado palestino. No es casualidad que Israel, además de destruir las infraestructuras de los territorios ocupados, arrase sistemáticamente todos los organismos e instituciones que pueden ser el germen del futuro Estado palestino. Tel-Aviv sabe que todas las organizaciones palestinas aceptarían la solución de dos Estados sobre la base de las fronteras de 1967. Pese a sus declaraciones, Israel no quiere la paz, sino la guerra, como demuestra su actuación: en el Líbano, Israel ha lanzado ataques en 1978, 1982, 1993, 1996 y 2006, y contra Cisjordania en 2002 (llamada, de manera hipócrita, Operación escudo defensivo), y la última, Operación plomo sólido, contra Gaza, por no hablar de las acciones más limitadas contra los palestinos o como el ataque contra Siria en 2008. Esa es la estrategia compartida por la mayoría de organizaciones israelíes que defienden el delirio sionista.
Pero la división, y el enfrentamiento armado entre facciones palestinas, azuzado por Israel y por Estados Unidos, plantea un difícil futuro en un Oriente Medio cruzado por múltiples enfrentamientos, con la ocupación norteamericana de Iraq y Afganistán, y donde tienen mucho qué decir Irán y Siria, Tur-quía y Egipto, además de las grandes potencias. El mandato de Mahmud Abbas ha concluido, y Hamás no reconoce ya su autoridad, como la ANP no reconoce al gobierno de Ismael Haniya, pero la dificultosa, e imprescindible, búsqueda de una estrategia común va a complicar el futuro inmediato, sobre todo porque Israel sigue estimulando la guerra civil entre los palestinos. En el horizonte inmediato sólo esperan al pueblo palestino nuevos sufrimientos, pero la resistencia sigue siendo el único camino.
Palestina, libre, libre
Mientras Israel bombardeaba despiadadamente la franja de Gaza, cuando ya habían sido asesinados centenares de palestinos, las organizaciones judías que apoyan la actuación de los gobiernos israelíes lanzaron una campaña para contrarrestar las masivas manifestaciones de protesta que estaban teniendo lugar en todo el mundo contra la ferocidad del ejército israelí. Diferentes concentraciones “de apoyo a Israel” tuvieron lugar en ciudades europeas y americanas, con la colaboración de organizaciones conservadoras y partidos de derecha.
Así, el 11 de enero de 2009, en Nueva York, una nutrida manifestación de unas diez mil personas se concentraron ante el Consulado israelí. Habían sido convocados por la Federación UJA de Nueva York, por el Jewish Community Relations Council, también de Nueva York, y por la Conference of Presidents of Major America Jewish Organizations. Recibieron el apoyo del Consulado israelí y de importantes núcleos del poder norteamericano. Ante la concentración, el senador demócrata Charles Chuck Schumer defendió el ataque de Tel Aviv a la población de Gaza y habló de los “métodos humanitarios de guerra de Israel”, porque, afirmó, el Tsahal enviaba mensajes SMS a los palestinos cuya casa iba a ser bombardeaba “porque almacenan armas” en ellas, y se preguntó, admirado, “¿qué otro país haría eso?”. El senador Schumer se abstuvo de hacer mención del elevado número de víctimas civiles, de niños y de mujeres asesinadas por el ejército israelí. Por su parte, David Paterson, gobernador del Estado de Nueva York, justificó también el ataque a Gaza. Para ellos, Israel se defendía. La gran prensa norteamericana actuaba de forma similar: The New York Times, ante la evidencia de los crímenes israelíes, hacia imposibles equilibrios para intentar equiparar a ambas partes, recogiendo declaraciones de profesores que certificaban (¡) que “las normas éticas y legales del Ejército israelí son estrictas y el personal […] militar ha sido instruido en ellas concienzudamente.” Algunos de los periodistas del diario insistían en hablar de los “misiles” lanzados por Hamás, omitiendo deliberadamente la abismal diferencia entre cohetes artesanales y misiles. Todo vale, para defender a Israel.
Durante el acto neoyorquino, los manifestantes bailaban alegres al son de la música, agitando banderas israelíes, mientras gritaban ¡a por ellos!, en clara alusión a los “terroristas palestinos”. Pancartas con leyendas como Islam: Cult of Hate”, culto del odio, se pasearon por la concentración. El fanatismo proisraelí llegó a tal extremo que algunos asistentes hablaban de las fábricas de armas “que se encuentran en las escuelas de Gaza”, o en los hospitales, y justificaban los bombardeos contra la población civil. Una manifestante, para justificar el despiadado ataque a los palestinos de la Franja, alegó ante las cámaras que había visto en Internet como una niña era degollada por su propio padre en el curso de una fiesta musulmana chiíta en el Líbano: según la mujer, el padre le cortaba la cabeza. No era en tierra palestina, sino en el Líbano, y la noticia era harto dudosa, pero todo eso no importaba. La conclusión era obvia: acabar con esa gente atroz (palestinos, árabes, musulmanes, todo mezclado, qué más da) es legítimo. Merecen la muerte. Esa inhumanidad, ese desprecio atroz hacia el sufrimiento de los palestinos, esa indiferencia ante las más de mil trescientas personas asesinadas, mostraba la degradación ética y moral en la que se han hundido los defensores del gobierno racista de Israel. Mientras eso ocurría, y mientras en Gaza los palestinos intentaban sobrevivir a otro infierno, el embajador israelí en España, Raphael Schutz, tenía la desvergüenza de denunciar “los hechos antisemitas” que, según él, tenían lugar en Cataluña y en otros lugares de España. Ninguna mención al terrible castigo inflingido a los palestinos, ningún recuerdo para los asesinados. Los terribles “hechos antisemitas” que habían tenido lugar fueron unas pintadas en la sinagoga barcelonesa de la calle Porvenir.
Las escenas de esa manifestación neoyorquina llegaban mientras los soldados israelíes bombardeaban el hospital Al Quds de Gaza. Llegaban pocos días después de que, el 28 de diciembre, cinco hermanas de la familia Baalousha (Jawhir, de 4 años; Dina, de 8; Samar, de 12; Ikram, de 14; y Tahrir, de 17) murieran en su casa del campo de refugiados de Jabalia, al norte de Gaza, alcanzadas por las bombas israelíes. Llegaban poco después de que Ihab al-Madhoun, médico, y Muhammad Abu Hasida, el enfermero que le acompañaba, murieran tras un ataque aéreo el 31 de diciembre, cuando intentaban evacuar a personas heridas en un ataque de la aviación. Llegaban, mientras Nour Kharma, una adolescente palestina que vive en la ciudad de Gaza, se preguntaba, después de conocer la muerte de su amiga Christine, “¿yo también voy a morir?” No sé si su amiga era la misma Christine, una chica de catorce años, que murió de miedo en esos días: tras el paso atronador por su barrio de Al-Remal de los F-16 israelíes que bombardeaban, Christine se derrumbó, y su padre, médico, no pudo hacer nada por ella. Llegaban, mientras hombres maduros lloraban como niños, viendo a las madres desesperadas, y a los médicos impotentes ante la barbarie. Llegaban, mientras los enfermeros del pobre hospital de Gaza se veían obligados a limpiar con mangueras la sangre derramada en el suelo de los quirófanos.
Son tantas las historias de destrucción y de muerte que parece mentira que la dignidad humana siga consintiendo ese odio purulento de los gobiernos israelíes hacia un pueblo perseguido, masacrado, pobre y hambriento. Tal vez los dirigentes israelíes no soportan la dignidad con que generaciones de palestinos se han rebelado contra la adversidad, contra la derrota, contra el olvido. Son esos palestinos hacinados en los campos de refugiados de Sabra y de Chatila, en ghettos de pobreza donde brota el cansancio, y, a veces, la desesperación. Esos habitantes de los campos del Líbano, de Siria, de Jordania, de Gaza o Cisjordania, de la diáspora de millones de palestinos dispersos por el mundo, con las familias que siguen guardando un recuerdo perdido, la fotografía de una casa, de un pequeño jardín, de un huerto, de una tapia, prendidos en la retina cansada de los palestinos viejos, siempre colgados de un aire de primavera que se resiste a llegar a un pueblo de refugiados en los rincones más pobres de su propia tierra, apátridas desde hace sesenta años, refugiados de todas las guerras. Todas esas escenas nos traen a la memoria el ghetto de Varsovia, y los infames ghettos donde los nazis confinaron a tantas personas dignas, en Riga, en Vilna, en Cracovia, y las dantescas imágenes de los cadáveres de niños palestinos amortajados con pobres sábanas, esperando el último adiós; o de los niños palestinos heridos, que traen a la memoria las miradas asustadas de los niños judíos que pasaban entre las alambradas de los campos nazis de exterminio.
El odio sanguinario de los hijos de Israel, de sus gobernantes, de esos jóvenes soldados que volvían a casa satisfechos tras arrasar Gaza, tras haber pintado en las casas palestinas “¡muerte a los árabes!”; que volvían haciendo el signo de la victoria, dejando atrás la devastación y la muerte; el odio de esos soldados sonrientes, seguros, no podrá borrar de nuestra memoria la imagen de esa chica valiente que enarbolaba una bandera palestina subida a un montón de tierra, en Gaza, sola con su pañuelo y su voz, enfrentando la mirada de los soldados israelíes cargados de armas. No podrá ahogar la voz de un anónimo palestino que, en la manifestación de solidaridad realizada en Barcelona, gritaba desde los altavoces “Palestina libre, libre”, con toda la tristeza del mundo en su voz, cansada, casi afónica, rota, pero no vencida. Su voz llegaba con la megafonía, pero parecía apenas un susurro, de alguien que arranca fuerzas de flaqueza, de alguien que cuando parece imposible soportar más, seguir adelante, se levanta y muestra al mundo la dignidad palestina. Mientras el fuego bíblico del feroz dios de los judíos asolaba Gaza, resonaba en nuestros oídos: Palestina, libre, libre. Palestina, libre, libre.
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