La guerra a través de los medios de comunicación y el triunfo de la propaganda
¿Por qué ha
sucumbido una parte tan grande del periodismo ante la propaganda? ¿Por qué la
censura y la distorsión se han convertido en una práctica estándar? ¿Por qué es
la BBC un vocero
del poder rapaz? ¿Por qué engañan a sus lectores el New York Times y el
Washington Post?
¿Por qué no se
enseña a los jóvenes periodistas a comprender los propósitos de los medios y a
cuestionar las pretensiones y las malas intenciones de la falsa objetividad? ¿Y
por qué no se les enseña que la esencia de una parte tan importante de lo que
se llama medios dominantes no es información, sino poder?
Se trata de
cuestiones urgentes. El mundo enfrenta la perspectiva de una gran guerra, tal
vez una guerra nuclear, con EE.UU. determinado a aislar y provocar a Rusia y
eventualmente a China. La verdad está siendo puesta cabeza abajo y al revés por
los periodistas, incluyendo aquellos que promovieron las mentiras que llevaron
al baño de sangre en Irak en 2003.
Los tiempos en
los que vivimos son tan peligrosos y están tan distorsionados en la percepción
pública que la propaganda ya no es, como la llamó Edward Bernays, un “gobierno
invisible”. Es el gobierno. Dirige directamente sin temor a contradicción y su
principal objetivo es conquistarnos: conquistar nuestro sentido del mundo,
nuestra capacidad de separar la verdad de las mentiras.
La era de la
información es realmente la era de los medios. A través de los medios se hace
la guerra, se ejecuta la censura, se imparten la retribución y la diversión,
una cadena de montale surrealista de clichés obedientes y suposiciones falsas.
Este poder de
crear una nueva “realidad” se ha hecho durante mucho tiempo. Hace 45 años, un
libro titulado The Greening of America causó sensación. En la portada estaban
las palabras: “Viene una revolución. No será como las revoluciones del pasado.
Se originará con el individuo”.
Yo era
corresponsal en EE.UU. en la época y recuerdo la elevación del autor al estatus
de gurú, era un joven académico de Yale, Charles Reich. Su mensaje era que
decir la verdad y la acción política habían fracasado y que solo la “cultura” y
la introspección podían cambiar el mundo.
En pocos años,
impulsado por las fuerzas del lucro, el culto del “yoismo” había casi agobiado
nuestro sentido de la acción conjunta, nuestro sentido de la justicia social y
del internacionalismo.
La clase, el
género y la raza fueron separados. Lo personal era lo político y los medios
eran el mensaje.
Después de la Guerra Fría, la
fabricación de nuevas “amenazas” completó la desorientación política de
aquellos que 20 años antes habrían formado una vehemente oposición.
En 2003, filmé
una entrevista en Washington con Charles Lewis, el distinguido periodista de
investigación estadounidense. Discutimos sobre la invasión de Irak de unos
meses antes. Le pregunté, “¿Qué habría pasado si los medios más libres en el
mundo hubieran cuestionado seriamente a George Bush y Donald Rumsfeld e
investigado sus afirmaciones, en lugar de transmitir lo que resultó ser burda
propaganda?”
Respondió que
si nosotros, los periodistas, hubiésemos cumplido nuestra tarea “hay una
probabilidad muy, muy buena de que no habríamos iniciado la guerra en Irak”.
Es una
declaración inquietante y apoyada por otros famosos periodistas a los que hice
la misma pregunta. Dan Rather, anteriormente de CBS, me dio la misma respuesta.
David Rose del Observer e importantes periodistas y productores en la BBC, que prefirieron no ser
nombrados, me dieron la misma respuesta.
En otras
palabras, si los periodistas hubieran cumplido su tarea, si hubiesen
cuestionado e investigado la propaganda en lugar de amplificarla, cientos de
miles de hombres, mujeres y niños estarían todavía vivos; y millones de
personas no habrían huido de sus casas; la guerra sectaria entre suníes y
chiíes podría no haber estallado y el infame Estado Islámico podría no existir
actualmente.
Incluso ahora,
a pesar de los millones de personas que salieron a las calles en señal de
protesta, la mayoría del público en los países occidentales tiene poca idea de
la magnitud del crimen cometido por nuestros gobiernos en Irak. Incluso menos
saben que en los 12 años antes de la invasión los gobiernos de EE.UU. y Gran Bretaña
iniciaron un holocausto al negar a la población civil de Irak los medios para
subsistir.
Son las
palabras del alto funcionario británico responsable de las sanciones en Irak en
la década de los 90, un sitio medieval que causó las muertes de medio millón de
niños de menos de cinco años, informó Unicef. El nombre del funcionario es
Carne Ross. En el Foreign Office [Ministerio de Exteriores] en Londres, era
conocido como “míster Irak”. Actualmente, es un revelador de la verdad de cómo
engañan los gobiernos y de cómo los periodistas están dispuestos a propagar el
engaño. “Entregábamos a los periodistas información falsa de inteligencia
modificada”, me dijo, “o los excluíamos”.
El principal
denunciante, durante este terrible y silencioso período fue Denis Halliday.
Entonces Secretario General Adjunto de las Naciones Unidas y alto funcionario
de la ONU en
Irak, Halliday prefirió renunciar antes de implementar políticas que describió
como genocidas. Calcula que las sanciones mataron a más de un millón de iraquíes.
Lo que entonces
sucedió a Halliday es instructivo. Fue borrado. O fue vilipendiado. En el
programa Newsnight de la BBC,
el presentador Jeremy Paxman le gritó: “¿No es usted otra cosa que un apólogo
de Sadam Hussein?” The Guardian recientemente describió esto como uno de los
“momentos memorables” de Paxman. La semana pasada, Paxman firmó un contrato de
un millón de libras por escribir un libro.
Los siervos de
la supresión han hecho buen trabajo. Consideremos los efectos. En 2013, un
sondeo de ComRes estableció que una mayoría del público británico creía que la
cantidad de víctimas en Irak era menos de 10.000, una fracción mínima de la
verdad. Una pista de sangre que lleva de Irak a Londres ha sido borrada casi
por completo.
Se dice que
Rupert Murdoch es el padrino de la mafia de los medios, y nadie debe dudar del
aumento del poder de sus periódicos, 127 en total, con una circulación
combinada de 40 millones, y su red Fox. Pero la influencia del imperio de
Murdoch no es mayor que su reflejo en los medios en general.
La propaganda
más efectiva no en encuentra en el Sun o en Fox News, sino tras un halo
liberal. Cuando The NewYork Times publicó afirmaciones de que Sadam Hussein
tenía armas de destrucción masiva, se creyó en su falsa evidencia, porque no
era Fox News, era el New York Times.
Lo mismo vale
para el Washington Post y el Guardian, que han desempeñado un papel crítico en
el condicionamiento de sus lectores para que acepten una nueva y peligrosa
guerra fría. Los tres periódicos liberales han distorsionado los sucesos de
Ucrania como un acto maligno de Rusia cuando, en realidad el golpe dirigido por
los fascistas en Ucrania fue obra de EE.UU., con la ayuda de Alemania y de la OTAN.
Esta inversión
de la realidad es tan dominante que el cerco militar de Washington y la
intimidación de Rusia no son contenciosos. Ni siquiera constituyen noticias,
sino que se suprimen tras una campaña de calumnias y temor del tipo con el que
crecí durante la Guerra
Fría.
Una vez más el
imperio del mal nos persigue, dirigido por otro Stalin o, perversamente, por un
nuevo Hitler. Nombra tu demonio y dale con todo.
La supresión de
la verdad sobre Ucrania es uno de los apagones noticiosos más completos que
pueda recordar. La mayor concentración militar occidental en el Cáucaso y
Europa occidental desde la
Segunda Guerra Mundial es suprimida. La ayuda secreta de
Washington a Kiev y sus brigadas neonazis responsables de crímenes de guerra
contra la población de Ucrania oriental es suprimida. La evidencia que
contradice la propaganda de que Rusia fue responsable del derribo de un avión
comercial malasio es suprimida.
Y de nuevo,
medios supuestamente liberales son los censores. Sin citar ningún hecho,
ninguna evidencia, un periodista identificó a un dirigente prorruso en Ucrania
como el hombre que derribó el avión. Ese hombre, escribió, era conocido como
“El Demonio”. Era un hombre temible que atemorizó al periodista. Esa fue la
evidencia.
Muchos en los
medios occidentales se han esforzado por presentar a la población étnica rusa
de Ucrania como forasteros en su propio país, casi nunca como ucranios que
buscaban una federación dentro de Ucrania y como ciudadanos ucranios que
resistían a un golpe orquestado en el extranjero contra su gobierno elegido.
Lo que tiene
que decir el presidente ruso no cuenta; es un villano de pantomima a quien se
puede ultrajar impunemente. Un general estadounidense que dirige la OTAN y sale directamente de
Dr. Strangelove –un General Breedlove– habla rutinariamente de invasiones rusas
sin una pizca de evidencia visual. Su personificación del General Jack D.
Ripper de Stanley Kubrick es absolutamente perfecta.
40.000 rusos se
estaban concentrando en la frontera, según Breedlove. Fue suficiente para el
New York Times, el Washington Post y el Observer, este último se distinguió
previamente con mentiras y patrañas que respaldaron la invasión de Irak de
Blair, como reveló su antiguo periodista, David Rose.
Es casi el
ambiente alegre de una reunión de clase. Los tamborileros del Washington Post
son los mismos editorialistas que declararon que la existencia de las armas de
destrucción masiva de Sadam era un “hecho indiscutible”.
“Si os
preguntáis”, escribió Robert Parry, “cómo podría caer el mundo a ciegas en la
tercera guerra mundial, como cayó en la primera hace un siglo, todo lo tenéis
que hacer es considerar la locura que ha envuelto prácticamente a toda la
estructura política/mediática de EE.UU. respecto a Ucrania en la que una falsa
narrativa de sombreros blancos contra sombreros negros se impuso rápidamente y
se ha mostrado resistente a los hechos o a la razón”.
Parry, el
periodista que reveló Irán-Contra, es uno de los pocos que investigan el rol
central de los medios en este “juego de pollos”, como lo calificó el ministro
ruso de Exteriores. ¿Pero es un juego? Mientras escribo estas líneas, el
Congreso de EE.UU. vota la
Resolución 758 que, en pocas palabras, dice: “Preparémonos
para la guerra contra Rusia”.
En el Siglo
XIX, el escritor Alexander Herzen describió el liberalismo secular como “la
última religión, aunque su iglesia no es del otro mundo sino de éste”. Hoy ese
derecho divino es mucho más violento y peligroso que cualquier cosa que genere
el mundo musulmán, aunque tal vez su mayor triunfo sea la ilusión de
información libre y abierta.
En las noticias
se hacen desaparecer países enteros. Arabia Saudí, la fuente de extremismo y
terror respaldado por Occidente no interesa, excepto cuando hace bajar el
precio del petróleo. Yemen ha sufrido doce años de ataques de drones
estadounidenses. ¿Quién lo sabe? ¿A quién le importa?
En 2009, la Universidad del Oeste
de Inglaterra publicó los resultados de un estudio decenal de la cobertura de
Venezuela en la BBC. De
304 informes transmitidos, solo tres mencionaron alguna de las políticas
positivas introducidas por el gobierno de Hugo Chávez. El mayor programa de
alfabetización de la historia de la humanidad apenas mereció una referencia
pasajera.
En Europa y
EE.UU., millones de lectores y televidentes no saben casi nada de los notables
y vigorizantes cambios implementados en Latinoamérica, muchos de ellos
inspirados por Chávez. Como la BBC,
los informes del New York Times, el Washington Post, el Guardian y el resto de
los respetables medios occidentales se destacaron por su mala fe. Se burlaron
de Chávez hasta en su lecho de muerte. ¿Cómo se explica algo semejante, me
pregunto, en las escuelas de periodismo?
¿Por qué
millones de personas en Gran Bretaña son persuadidas de que es necesario un
castigo colectivo llamado “austeridad”?
Después del
crac económico de 2008 quedó al descubierto un sistema podrido. Durante la
fracción de un segundo los bancos fueron alineados como delincuentes con
obligaciones hacia el público que habían traicionado.
Pero a los
pocos meses –aparte de unas pocas piedras lanzadas por excesivas
“bonificaciones” corporativas”– el mensaje cambió. Las fotos de archivo
policial de banqueros culpables desaparecieron de los tabloides y algo llamado
“austeridad” se convirtió en el agobio de millones de personas de a pie. ¿Ha
habido alguna vez un engaño tan descarado?
Actualmente
muchas de las premisas de vida civilizada en Gran Bretaña se están
desmantelando con el fin de pagar una deuda fraudulenta, la deuda de unos
delincuentes. Se dice que los recortes por la “austeridad” ascienden a 83.000
millones de libras esterlinas. Es casi exactamente la suma de impuestos
evitados por los mismos bancos y por corporaciones como Amazon y por News UK de
Murdoch. Además, los bancos deshonestos reciben un subsidio anual de 100.000
millones de libras en seguro gratuito y garantías, una cifra que financiaría
todo el Servicio Nacional de Salud.
La crisis
económica es pura propaganda. Las políticas extremas rigen ahora Gran Bretaña,
EE.UU., gran parte de Europa, Canadá y Australia. ¿Quién defiende a la mayoría?
¿Quién cuenta su historia? ¿Quién hace constar la realidad? ¿No es lo que
supuestamente deben hacer los periodistas?
En 1977 Carl
Bernstein, famoso por el Watergate, reveló que más de 400 periodistas y
ejecutivos de las noticias trabajaban para la CIA. Incluye a
periodistas del New York Times, Time y las redes de televisión. En 1991,
Richard Norton Taylor del Guardian reveló algo similar en este país.
Nada de esto es
necesario en la actualidad. Dudo de que alguien pagase al Washington Post y a
muchos otros medios noticiosos para que acusaran a Edward Snowden de ayuda al
terrorismo. Dudo que de alguien pague a los que rutinariamente calumnian a
Julian Assange, aunque muchas otras recompensas pueden ser cuantiosas.
Tengo claro que
la razón principal por la que Assange ha atraído tanto veneno, rencor y celos
es que WikiLeaks arrancó la careta de una elite política corrupta sostenida en
pie por los periodistas. Al anunciar una extraordinaria era de revelaciones,
Assange se hizo de enemigos al iluminar y avergonzar a los guardavallas de los
medios, no solo en el periódico que publicó y se apropió de su gran revelación.
Se convirtió no solo en un objetivo, sino en un ganso de oro.
Lucrativos
negocios con libros y cintas de Hollywood se hicieron y carreras en los medios
fueron lanzadas o estimuladas apoyándose en WikiLeaks y su fundador. Hubo gente
que ganó mucho dinero mientras WikiLeaks lucha por sobrevivir.
Nada de esto se
mencionó en Estocolmo el 1º de diciembre cuando el editor del Guardian, Alan
Rusbridger, compartió con Edward Snowden el Premio Nobel alternativo de la Paz. Lo chocante en este
evento fue que Assange y WikiLeaks no fueron mencionados. No existían. Eran
no-gente.
Nadie habló por
el hombre que había marcado nuevos rumbos en la denuncia digital y que entregó
al Guardian una de las noticias más sensacionales de la historia. Además,
fueron Assange y su equipo de WikiLeaks quienes efectiva –y brillantemente–
rescataron a Edward Snowden y lo condujeron a la seguridad. Ni una palabra.
Lo que hizo que
esa censura por omisión fuera tan irónica, impactante y afrentosa fue que la
ceremonia se realizó en el Parlamento sueco, cuyo cobarde silencio en el caso
de Assange se ha coludido con un grotesco error judicial en Estocolmo.
“Cuando la
verdad es reemplazada por el silencio”, dijo el disidente soviético
Yevtushenko, “el silencio es una mentira”.
Este tipo de
silencio es el que debemos romper los periodistas. Tenemos que mirar al espejo.
Tenemos que hacer rendir cuentas a medios que no rinden cuentas a nadie, que
sirven al poder y a una psicosis que amenaza con la guerra mundial.
En el Siglo
XVIII, Edmund Burke describió el papel de la prensa como el Cuarto Poder que
controla a los poderosos. ¿Fue verdad algún día? Ciertamente ya no vale. Lo que
necesitamos es un Quinto Poder: un periodismo que controle, analice y se oponga
a la propaganda y enseñe a los jóvenes a ser agentes del pueblo, no del poder.
Necesitamos lo que los rusos llamaron perestroika, una insurrección de
conocimiento subyugado. Lo llamaría verdadero periodismo.
Hace 100 años
desde la Primera Guerra
Mundial, los periodistas han sido recompensados y honrados por su silencio y
colusión. En el clímax de la matanza, el primer ministro británico David Lloyd
George dijo en confianza a C.P. Scott, editor del Manchester Guardian: “Si la
gente realmente conociera [la verdad] la guerra se pararía mañana, pero por
supuesto no la conocen y no pueden conocerla”.
Es hora de que
la sepan. John
Pilger
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