martes, 27 de enero de 2015

La guerra a través de los medios de comunicación y el triunfo de la propaganda.



La guerra a través de los medios de comunicación y el triunfo de la propaganda

¿Por qué ha sucumbido una parte tan grande del periodismo ante la propaganda? ¿Por qué la censura y la distorsión se han convertido en una práctica estándar? ¿Por qué es la BBC un vocero del poder rapaz? ¿Por qué engañan a sus lectores el New York Times y el Washington Post?
¿Por qué no se enseña a los jóvenes periodistas a comprender los propósitos de los medios y a cuestionar las pretensiones y las malas intenciones de la falsa objetividad? ¿Y por qué no se les enseña que la esencia de una parte tan importante de lo que se llama medios dominantes no es información, sino poder?
Se trata de cuestiones urgentes. El mundo enfrenta la perspectiva de una gran guerra, tal vez una guerra nuclear, con EE.UU. determinado a aislar y provocar a Rusia y eventualmente a China. La verdad está siendo puesta cabeza abajo y al revés por los periodistas, incluyendo aquellos que promovieron las mentiras que llevaron al baño de sangre en Irak en 2003.
Los tiempos en los que vivimos son tan peligrosos y están tan distorsionados en la percepción pública que la propaganda ya no es, como la llamó Edward Bernays, un “gobierno invisible”. Es el gobierno. Dirige directamente sin temor a contradicción y su principal objetivo es conquistarnos: conquistar nuestro sentido del mundo, nuestra capacidad de separar la verdad de las mentiras.
La era de la información es realmente la era de los medios. A través de los medios se hace la guerra, se ejecuta la censura, se imparten la retribución y la diversión, una cadena de montale surrealista de clichés obedientes y suposiciones falsas.
Este poder de crear una nueva “realidad” se ha hecho durante mucho tiempo. Hace 45 años, un libro titulado The Greening of America causó sensación. En la portada estaban las palabras: “Viene una revolución. No será como las revoluciones del pasado. Se originará con el individuo”.
Yo era corresponsal en EE.UU. en la época y recuerdo la elevación del autor al estatus de gurú, era un joven académico de Yale, Charles Reich. Su mensaje era que decir la verdad y la acción política habían fracasado y que solo la “cultura” y la introspección podían cambiar el mundo.
En pocos años, impulsado por las fuerzas del lucro, el culto del “yoismo” había casi agobiado nuestro sentido de la acción conjunta, nuestro sentido de la justicia social y del internacionalismo.
La clase, el género y la raza fueron separados. Lo personal era lo político y los medios eran el mensaje.
Después de la Guerra Fría, la fabricación de nuevas “amenazas” completó la desorientación política de aquellos que 20 años antes habrían formado una vehemente oposición.
En 2003, filmé una entrevista en Washington con Charles Lewis, el distinguido periodista de investigación estadounidense. Discutimos sobre la invasión de Irak de unos meses antes. Le pregunté, “¿Qué habría pasado si los medios más libres en el mundo hubieran cuestionado seriamente a George Bush y Donald Rumsfeld e investigado sus afirmaciones, en lugar de transmitir lo que resultó ser burda propaganda?”
Respondió que si nosotros, los periodistas, hubiésemos cumplido nuestra tarea “hay una probabilidad muy, muy buena de que no habríamos iniciado la guerra en Irak”.
Es una declaración inquietante y apoyada por otros famosos periodistas a los que hice la misma pregunta. Dan Rather, anteriormente de CBS, me dio la misma respuesta. David Rose del Observer e importantes periodistas y productores en la BBC, que prefirieron no ser nombrados, me dieron la misma respuesta.
En otras palabras, si los periodistas hubieran cumplido su tarea, si hubiesen cuestionado e investigado la propaganda en lugar de amplificarla, cientos de miles de hombres, mujeres y niños estarían todavía vivos; y millones de personas no habrían huido de sus casas; la guerra sectaria entre suníes y chiíes podría no haber estallado y el infame Estado Islámico podría no existir actualmente.
Incluso ahora, a pesar de los millones de personas que salieron a las calles en señal de protesta, la mayoría del público en los países occidentales tiene poca idea de la magnitud del crimen cometido por nuestros gobiernos en Irak. Incluso menos saben que en los 12 años antes de la invasión los gobiernos de EE.UU. y Gran Bretaña iniciaron un holocausto al negar a la población civil de Irak los medios para subsistir.
Son las palabras del alto funcionario británico responsable de las sanciones en Irak en la década de los 90, un sitio medieval que causó las muertes de medio millón de niños de menos de cinco años, informó Unicef. El nombre del funcionario es Carne Ross. En el Foreign Office [Ministerio de Exteriores] en Londres, era conocido como “míster Irak”. Actualmente, es un revelador de la verdad de cómo engañan los gobiernos y de cómo los periodistas están dispuestos a propagar el engaño. “Entregábamos a los periodistas información falsa de inteligencia modificada”, me dijo, “o los excluíamos”.
El principal denunciante, durante este terrible y silencioso período fue Denis Halliday. Entonces Secretario General Adjunto de las Naciones Unidas y alto funcionario de la ONU en Irak, Halliday prefirió renunciar antes de implementar políticas que describió como genocidas. Calcula que las sanciones mataron a más de un millón de iraquíes.
Lo que entonces sucedió a Halliday es instructivo. Fue borrado. O fue vilipendiado. En el programa Newsnight de la BBC, el presentador Jeremy Paxman le gritó: “¿No es usted otra cosa que un apólogo de Sadam Hussein?” The Guardian recientemente describió esto como uno de los “momentos memorables” de Paxman. La semana pasada, Paxman firmó un contrato de un millón de libras por escribir un libro.
Los siervos de la supresión han hecho buen trabajo. Consideremos los efectos. En 2013, un sondeo de ComRes estableció que una mayoría del público británico creía que la cantidad de víctimas en Irak era menos de 10.000, una fracción mínima de la verdad. Una pista de sangre que lleva de Irak a Londres ha sido borrada casi por completo.
Se dice que Rupert Murdoch es el padrino de la mafia de los medios, y nadie debe dudar del aumento del poder de sus periódicos, 127 en total, con una circulación combinada de 40 millones, y su red Fox. Pero la influencia del imperio de Murdoch no es mayor que su reflejo en los medios en general.
La propaganda más efectiva no en encuentra en el Sun o en Fox News, sino tras un halo liberal. Cuando The NewYork Times publicó afirmaciones de que Sadam Hussein tenía armas de destrucción masiva, se creyó en su falsa evidencia, porque no era Fox News, era el New York Times.
Lo mismo vale para el Washington Post y el Guardian, que han desempeñado un papel crítico en el condicionamiento de sus lectores para que acepten una nueva y peligrosa guerra fría. Los tres periódicos liberales han distorsionado los sucesos de Ucrania como un acto maligno de Rusia cuando, en realidad el golpe dirigido por los fascistas en Ucrania fue obra de EE.UU., con la ayuda de Alemania y de la OTAN.
Esta inversión de la realidad es tan dominante que el cerco militar de Washington y la intimidación de Rusia no son contenciosos. Ni siquiera constituyen noticias, sino que se suprimen tras una campaña de calumnias y temor del tipo con el que crecí durante la Guerra Fría.
Una vez más el imperio del mal nos persigue, dirigido por otro Stalin o, perversamente, por un nuevo Hitler. Nombra tu demonio y dale con todo.
La supresión de la verdad sobre Ucrania es uno de los apagones noticiosos más completos que pueda recordar. La mayor concentración militar occidental en el Cáucaso y Europa occidental desde la Segunda Guerra Mundial es suprimida. La ayuda secreta de Washington a Kiev y sus brigadas neonazis responsables de crímenes de guerra contra la población de Ucrania oriental es suprimida. La evidencia que contradice la propaganda de que Rusia fue responsable del derribo de un avión comercial malasio es suprimida.
Y de nuevo, medios supuestamente liberales son los censores. Sin citar ningún hecho, ninguna evidencia, un periodista identificó a un dirigente prorruso en Ucrania como el hombre que derribó el avión. Ese hombre, escribió, era conocido como “El Demonio”. Era un hombre temible que atemorizó al periodista. Esa fue la evidencia.
Muchos en los medios occidentales se han esforzado por presentar a la población étnica rusa de Ucrania como forasteros en su propio país, casi nunca como ucranios que buscaban una federación dentro de Ucrania y como ciudadanos ucranios que resistían a un golpe orquestado en el extranjero contra su gobierno elegido.
Lo que tiene que decir el presidente ruso no cuenta; es un villano de pantomima a quien se puede ultrajar impunemente. Un general estadounidense que dirige la OTAN y sale directamente de Dr. Strangelove –un General Breedlove– habla rutinariamente de invasiones rusas sin una pizca de evidencia visual. Su personificación del General Jack D. Ripper de Stanley Kubrick es absolutamente perfecta.
40.000 rusos se estaban concentrando en la frontera, según Breedlove. Fue suficiente para el New York Times, el Washington Post y el Observer, este último se distinguió previamente con mentiras y patrañas que respaldaron la invasión de Irak de Blair, como reveló su antiguo periodista, David Rose.
Es casi el ambiente alegre de una reunión de clase. Los tamborileros del Washington Post son los mismos editorialistas que declararon que la existencia de las armas de destrucción masiva de Sadam era un “hecho indiscutible”.
“Si os preguntáis”, escribió Robert Parry, “cómo podría caer el mundo a ciegas en la tercera guerra mundial, como cayó en la primera hace un siglo, todo lo tenéis que hacer es considerar la locura que ha envuelto prácticamente a toda la estructura política/mediática de EE.UU. respecto a Ucrania en la que una falsa narrativa de sombreros blancos contra sombreros negros se impuso rápidamente y se ha mostrado resistente a los hechos o a la razón”.
Parry, el periodista que reveló Irán-Contra, es uno de los pocos que investigan el rol central de los medios en este “juego de pollos”, como lo calificó el ministro ruso de Exteriores. ¿Pero es un juego? Mientras escribo estas líneas, el Congreso de EE.UU. vota la Resolución 758 que, en pocas palabras, dice: “Preparémonos para la guerra contra Rusia”.
En el Siglo XIX, el escritor Alexander Herzen describió el liberalismo secular como “la última religión, aunque su iglesia no es del otro mundo sino de éste”. Hoy ese derecho divino es mucho más violento y peligroso que cualquier cosa que genere el mundo musulmán, aunque tal vez su mayor triunfo sea la ilusión de información libre y abierta.
En las noticias se hacen desaparecer países enteros. Arabia Saudí, la fuente de extremismo y terror respaldado por Occidente no interesa, excepto cuando hace bajar el precio del petróleo. Yemen ha sufrido doce años de ataques de drones estadounidenses. ¿Quién lo sabe? ¿A quién le importa?
En 2009, la Universidad del Oeste de Inglaterra publicó los resultados de un estudio decenal de la cobertura de Venezuela en la BBC. De 304 informes transmitidos, solo tres mencionaron alguna de las políticas positivas introducidas por el gobierno de Hugo Chávez. El mayor programa de alfabetización de la historia de la humanidad apenas mereció una referencia pasajera.
En Europa y EE.UU., millones de lectores y televidentes no saben casi nada de los notables y vigorizantes cambios implementados en Latinoamérica, muchos de ellos inspirados por Chávez. Como la BBC, los informes del New York Times, el Washington Post, el Guardian y el resto de los respetables medios occidentales se destacaron por su mala fe. Se burlaron de Chávez hasta en su lecho de muerte. ¿Cómo se explica algo semejante, me pregunto, en las escuelas de periodismo?
¿Por qué millones de personas en Gran Bretaña son persuadidas de que es necesario un castigo colectivo llamado “austeridad”?
Después del crac económico de 2008 quedó al descubierto un sistema podrido. Durante la fracción de un segundo los bancos fueron alineados como delincuentes con obligaciones hacia el público que habían traicionado.
Pero a los pocos meses –aparte de unas pocas piedras lanzadas por excesivas “bonificaciones” corporativas”– el mensaje cambió. Las fotos de archivo policial de banqueros culpables desaparecieron de los tabloides y algo llamado “austeridad” se convirtió en el agobio de millones de personas de a pie. ¿Ha habido alguna vez un engaño tan descarado?
Actualmente muchas de las premisas de vida civilizada en Gran Bretaña se están desmantelando con el fin de pagar una deuda fraudulenta, la deuda de unos delincuentes. Se dice que los recortes por la “austeridad” ascienden a 83.000 millones de libras esterlinas. Es casi exactamente la suma de impuestos evitados por los mismos bancos y por corporaciones como Amazon y por News UK de Murdoch. Además, los bancos deshonestos reciben un subsidio anual de 100.000 millones de libras en seguro gratuito y garantías, una cifra que financiaría todo el Servicio Nacional de Salud.
La crisis económica es pura propaganda. Las políticas extremas rigen ahora Gran Bretaña, EE.UU., gran parte de Europa, Canadá y Australia. ¿Quién defiende a la mayoría? ¿Quién cuenta su historia? ¿Quién hace constar la realidad? ¿No es lo que supuestamente deben hacer los periodistas?
En 1977 Carl Bernstein, famoso por el Watergate, reveló que más de 400 periodistas y ejecutivos de las noticias trabajaban para la CIA. Incluye a periodistas del New York Times, Time y las redes de televisión. En 1991, Richard Norton Taylor del Guardian reveló algo similar en este país.
Nada de esto es necesario en la actualidad. Dudo de que alguien pagase al Washington Post y a muchos otros medios noticiosos para que acusaran a Edward Snowden de ayuda al terrorismo. Dudo que de alguien pague a los que rutinariamente calumnian a Julian Assange, aunque muchas otras recompensas pueden ser cuantiosas.
Tengo claro que la razón principal por la que Assange ha atraído tanto veneno, rencor y celos es que WikiLeaks arrancó la careta de una elite política corrupta sostenida en pie por los periodistas. Al anunciar una extraordinaria era de revelaciones, Assange se hizo de enemigos al iluminar y avergonzar a los guardavallas de los medios, no solo en el periódico que publicó y se apropió de su gran revelación. Se convirtió no solo en un objetivo, sino en un ganso de oro.
Lucrativos negocios con libros y cintas de Hollywood se hicieron y carreras en los medios fueron lanzadas o estimuladas apoyándose en WikiLeaks y su fundador. Hubo gente que ganó mucho dinero mientras WikiLeaks lucha por sobrevivir.
Nada de esto se mencionó en Estocolmo el 1º de diciembre cuando el editor del Guardian, Alan Rusbridger, compartió con Edward Snowden el Premio Nobel alternativo de la Paz. Lo chocante en este evento fue que Assange y WikiLeaks no fueron mencionados. No existían. Eran no-gente.
Nadie habló por el hombre que había marcado nuevos rumbos en la denuncia digital y que entregó al Guardian una de las noticias más sensacionales de la historia. Además, fueron Assange y su equipo de WikiLeaks quienes efectiva –y brillantemente– rescataron a Edward Snowden y lo condujeron a la seguridad. Ni una palabra.
Lo que hizo que esa censura por omisión fuera tan irónica, impactante y afrentosa fue que la ceremonia se realizó en el Parlamento sueco, cuyo cobarde silencio en el caso de Assange se ha coludido con un grotesco error judicial en Estocolmo.
“Cuando la verdad es reemplazada por el silencio”, dijo el disidente soviético Yevtushenko, “el silencio es una mentira”.
Este tipo de silencio es el que debemos romper los periodistas. Tenemos que mirar al espejo. Tenemos que hacer rendir cuentas a medios que no rinden cuentas a nadie, que sirven al poder y a una psicosis que amenaza con la guerra mundial.
En el Siglo XVIII, Edmund Burke describió el papel de la prensa como el Cuarto Poder que controla a los poderosos. ¿Fue verdad algún día? Ciertamente ya no vale. Lo que necesitamos es un Quinto Poder: un periodismo que controle, analice y se oponga a la propaganda y enseñe a los jóvenes a ser agentes del pueblo, no del poder. Necesitamos lo que los rusos llamaron perestroika, una insurrección de conocimiento subyugado. Lo llamaría verdadero periodismo.
Hace 100 años desde la Primera Guerra Mundial, los periodistas han sido recompensados y honrados por su silencio y colusión. En el clímax de la matanza, el primer ministro británico David Lloyd George dijo en confianza a C.P. Scott, editor del Manchester Guardian: “Si la gente realmente conociera [la verdad] la guerra se pararía mañana, pero por supuesto no la conocen y no pueden conocerla”.
Es hora de que la sepan.  John Pilger

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