"Juan Azofra 'el peninsular', le llamaban cariñosamente en los tomateros". EL MANCHEGO-CANARIO ENTERRADO VIVO: LA ESPALDA ANTE EL PELOTÓN.
Por FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERA / CANARIAS-SEMANAL.ORG.- Los
colocaron a todos de espaldas ante el pelotón de fusilamiento, esa vez
la fosa ya estaba abierta, era el cementerio de Las Palmas, el mismo
lugar donde habían enterrado, todos juntos amontonados, después de
asesinarlos a más de 80 camaradas. Juan Azofra “el peninsular”, como le llamaban cariñosamente en los tomateros de los Betancores
en Los Giles, ra uno de los que estaban a punto de morir tiroteados. El
joven manchego recordaba en esos instantes finales a su madre en su
pequeñito pueblo, cerquita de Toledo, su amada esposa que lo esperaba,
de la que tenía su foto en el pecho, en la chaqueta de dril grisácea,
que era lo único que no le habían quitado cuando vino el cura, aquel
capellán de Telde, el que llevaba siempre pistola al cinto, famoso
porque junto con la bendición daba el tiro de gracia a los moribundos
fusilad La
nuca era su lugar preferido, pero no hacía ascos a las sienes, a los
ojos abiertos de aquellos jóvenes republicanos, anarquistas,
antifascistas, condenados en la masacre, junto a los más de cinco mil
canarios asesinados, masacrados por las fuerzas fascistas, sin que
apenas existiera resistencia al brutal golpe de estado, solo gente
humilde, profesores, abogados, médicos del pueblo, sindicalistas,
jornaleros, campesinos, comprometidos en la causa de la República de la
esperanza, que sufrieron la represión, el asesinato masivo, las
torturas, el robo de sus propiedades, en un movimiento de muerte y dolor
amparado por la iglesia católica, por una oligarquía desbocada y con
desesperadas ansias de venganza. Allí arrodillados, con las manos atadas a la espalda esperaban por la orden del Capitán Samsó,
mientras se organizaba un pelotón de jóvenes reclutas, chiquillos que
hasta conocían a algunos de los reos, que temblaban de miedo con aquel
terrible máuser en sus manos, dispuestos a disparar “por el bien de
España”, según decía el teniente Bombín, que los adoctrinaba en sus
arengas por una nueva patria de orden y raza, donde se exterminara del
todo ese mal del marxismo, del anarquismo, el que expropiaba propiedades
de los millonarios señores, los que repartían la tierra para el que la
trabajara.Esos instantes, unos segundos, unos minutos, quizá horas, años, siglos,
una inmensidad, antes de que le atravesaran el cuerpo con aquellas balas
injustas, el tiempo justo para que la vida de Azofra pasará por su
mente como un huracán de ternura, el recuerdo de la lucha en un
territorio toledano, canario, de derecho de pernada y abusos de poder,
aquella patria isleña del hablar cadencioso, que lo había adoptado
cuando vino huyendo de los terratenientes manchegos, los que lo querían
encarcelar por defender la justicia, esa forma de luchar que impregna de
dulzura cada palabra, cada acción directa contra la explotación
capitalista.Al
otro lado de los muros del cementerio escuchó, mientras temblaba de frio
y miedo, a un grupo de chiquillos/as que pasaban, venían del colegio de
Vegueta, hablaban de las clases, de la formación del espíritu nacional,
del mañanero “Cara al sol”, aquella canción ahora
obligatoria, sintió una voz muy parecida a la de su hija Nuria, una
misma risa feliz, pero no, no era ella. La niña estaba en la residencia
de Falange de Segovia, en manos de las monjas javerianas, las que se la
habían arrebatado a su mujer, justo el mismo día de su detención en la
isla del viento sur. El capitán, el tal Samsó,
experto en consejos de guerra, estuvo en el de los cinco de San
Lorenzo, hizo de fiscal sin defensa, propuso desde el primer momento el
fusilamiento, no hizo caso de los ruegos de aquellos paisanos que él
mismo sabía que no habían hecho nada, solo defender sin violencia la
democracia republicana, pero el militar no entendía de fidelidad al
pueblo, a la gente que votaba por obtener una utopía de igualdad y
fraternidad. Colocó el pelotón, no sin antes recriminar a gritos la escasa motivación
de aquellos jóvenes reclutas, golpeando en la cara, abofeteando a los
dos que lloraban porque eran amigos de algunos de los reos: “Por
España, por la santa patria y por nuestro señor Jesucristo disparen en
el lugar preciso, que luego los que sobrevivan serán rematados por el
capellán y por mí mismo”.Azofra escuchaba
todo, miraba de reojo sin mirar, percibía el movimiento, la colocación
de las armas, las dos filas de militares, los llantos y suspiros de los
dos jóvenes reclutas, las suplicas de sus compañeros arrodillados,
atados, vejados, golpeados durante días en el campo de concentración de
La Isleta. Tuvo un último pensamiento para Nuria Amaro, para su pequeñita Margarita allá donde estuviera, un grito en el momento del “¡carguen armas! ¡Apunten!”, un ronco y heroico “¡Viva a la República y la libertad!”,
cuando las balas quemaron su espalda, atravesando aquel pecho joven, la
sangre de sus hermanos de lucha, algunos revolcándose, el muchacho
todavía vivo intacto de dignidad, quietito en el suelo, la sangre
brotando a borbotones y el cura de Telde dando bendiciones y tiros de
gracia: “Por la infinita misericordia”, con una cruz enorme, que
intentaba pasar por los labios de los muertos o agonizantes fusilados.
El muchacho manchego fue de los últimos, había caído al fondo de la
fosa, con varios compañeros, nadie se dio cuenta, la tierra le iba
cayendo encima, olía a estiércol, a la materia orgánica que usaba en su
trabajo para enriquecer de nutrientes los tomates. Fue
siendo enterrado vivo sin inmutarse mirando al cielo despejado de agosto
de 1.937, oyendo los gritos, los insultos del teniente Bombín a los
soldados, sus ojos desencajados cagándose en dios, mientras el cura de
Telde, el padre Don Juan Ignacio, apuraba los últimos
disparos en la nuca de sus camaradas. La tierra lo cubrió, no sentía
nada, solo un pequeño dolor en su espalda, la sangre que salía, un
placer infantil de no saber nada, de esperar cerrar los ojos para
siempre, hasta que comenzó a tragar un alimento inusual, el barro y la
sangre de su sangre. Todo oscureció de repente mientras las olas del mar
rompían a pocos metros, las gaviotas revoloteaban como seres oscuros,
aventadas por tanta muerte.
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