Again: Estado de Derecho, entre Cuba y el mundo*
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Carlos Fernández Liria
Hace dos años publiqué este
post con un fragmento del libro de Carlos Fernández Liria A
quien corresponda. Sobre Cuba, la Ilustración y el socialismo, algo ha cambiado el contexto
pero el texto de Carlos sigue conteniendo muchas verdades incómodas y, por
tanto, calladas.
Supongo que todos estaremos
de acuerdo en que no basta con que la Constitución diga que hay Estado de
Derecho para que admitamos que, en efecto, lo hay. Fundamentalmente, decimos
que una sociedad está en Estado de Derecho cuando en ella hay una división de
poderes, es decir, cuando el poder que legisla, el poder que juzga y el poder
que gobierna son independientes entre sí, de modo que, por ejemplo, el gobierno
puede ser llevado a los tribunales para ser juzgado con arreglo a unas leyes
que no han hecho ni jueces ni gobernantes.
Pero
esto es una cosa que decimos, igual que puede decirlo la Constitución. Lo
difícil no es estar más o menos de acuerdo con esa definición. Lo difícil es
averiguar lo que ponemos en juego para distinguir una sociedad que dice estar
en estado de Derecho, de una sociedad que efectivamente lo esté. Así por
ejemplo, en el 17 de abril de 1989, Pinochet declaró que Chile ya estaba lo
suficientemente maduro para volver a ser un Estado de Derecho, que él ya había
matado a suficientes marxistas, comunistas e izquierdistas y, que, por tanto,
ya podían convocarse elecciones sin peligro de que ganaran las izquierdas,
aunque, desde luego –advirtió-, “si gana una opción de izquierdas o se toca a
uno solo de mis hombres, se acabó el Estado de Derecho”. El 17 de abril de
1989, por tanto, los medios de todo el planeta celebraron la vuelta de Chile a
la democracia. Y, desde entonces, ha habido democracia y Estado de Derecho en
Chile, ya que, puesto que no ha ganado las elecciones ninguna opción de
izquierdas, no ha sido necesario volver a dar un golpe de Estado. En 1990 ganó
Patricio Alwyn, un antiguo golpista democristiano y, cuando han ganado los
socialistas, han seguido, como si tal cosa, haciendo lo que mandaba el FMI,
porque durante los dieciséis años de dictadura ya aprendieron eso de que quien
manda, manda, y que si no, ya se sabe, “se acabó el Estado de Derecho”.
El caso es que, puesto que
se celebran elecciones y no ganan las izquierdas y por tanto no hay golpes de
Estado, podemos decir que en Chile hay Estado de Derecho. Lo mismo ocurre en Colombia:
durante estas últimas décadas, los paramilitares se han ocupado de matar a
tiempo –a veces “justo a tiempo”, el día antes- a todos los que siendo de
izquierdas podían ganar las elecciones, de modo que luego los comicios
electorales se han podido celebrar sin sacar los tanques a la calle, a causa de
lo cual podemos decir en nuestra prensa democrática que Colombia es una
democracia y está más o menos en Estado de Derecho (al contrario, ya se sabe,
que Cuba).
En Haití
dejó de haber Estado de Derecho en 1990, a causa de que, por abrumadora
mayoría, había ganado las elecciones el peligroso cura izquierdista Aristide,
que amenazó en seguida con subir el salario mínimo 20 centavos, por lo que, ante
semejante fallo del sistema democrático, se hizo necesario dar un golpe de
Estado, implantar una dictadura y matar a varios miles de personas, entre
torturas horrorosas; como resulta que no se mató a los suficientes, en el 2000
volvió a ganar las elecciones Aristide, por lo que se hizo necesario otro golpe
de Estado en julio de 2001, que, como fracasó, hizo necesario otro más, en
diciembre de 2001, que fracasó también, por lo que se recurrió a bloquear todas
las ayudas de Banco Interamericano de Desarrollo y todos los créditos del FMI,
hundiendo la economía haitiana en un abismo sin fondo, y así hasta el golpe de
Estado de este año 2004, que ha triunfado por fin, con la complicidad, por cierto
de toda Europa; en cuanto se haya matado a todos los que tengan el propósito
electoral de subir el salario mínimo de las Alpha Industries, en Haití se podrá
restaurar, sin riesgo, el Estado de Derecho.
La historia de
Latinoamérica está plagada de casos así. Pero, los paladines de la democracia y
las libertades, como Mario Vargas Llosa,
no ven nada raro en todo esto. Sin ir más lejos, aunque Chávez
ganó en cuatro años ocho consultas electorales, a sus ojos y los de nuestra
prensa democrática no ha cabido duda, en todo este tiempo, de que es un
dictador -ya que es de izquierdas. Si hubiera triunfado el golpe
“cívico-militar” del 2002, si se hubiera asesinado a Chávez y se hubieran
exterminado a unas cuantas decenas de miles de bolivarianos, de modo que ya no
se corrieran riesgos electorales, no cabe duda de que a los ojos de nuestros
bienaventurados medios de comunicación se habría dejado aVenezuela bien madurita para la democracia y la
división de poderes. De hecho, como se recordará, el golpe de Estado de abril
del 2002 que colocó por 24 horas al jefe de la patronal en el poder, fue
celebrado por El País,
El mundo y
todos las televisiones españolas y europeas como una “tranquila” “restauración
de la democracia”.
Cuento todo esto que
siempre suelo contar para que se vea que con semejantes criterios no hay manera
de averiguar si las sociedades que dicen estar en Estado de Derecho realmente
lo están, de modo que habrá que poner manos a la obra para buscar otro
criterio, al menos si no queremos estar hablando por hablar (aunque bien es
verdad que es una actividad bastante bien pagada en el Grupo PRISA,
en tanto resulte eficaz para impedir que se hable de lo que hay que hablar). En
España, por ejemplo, la última vez que ganó una opción electoral lo
suficientemente de izquierdas como para molestar un poco a los Botín y los
March, fue en 1936, y el desliz se pagó tan caro como todos sabemos. Lo mismo
pasó en Grecia (1967). Y en Italia no pasó, porque EEUU ya se encargó de
advertir que como pasara invadirían el país. Uno no se puede cansar de repetir
que, en toda la historia del siglo XX no ha habido ni una sola vez en que una
opción electoral de izquierdas haya podido intervenir en los asuntos del
capital sin que el experimento no haya sido corregido por un pinochetazo.
Así ha sido nuestro tan
cacareado Estado de Derecho: un Estado de Derecho en el que las izquierdas
jamás han tenido derecho a ganar las elecciones. Las izquierdas han tenido
derecho -como lo tienen, por ejemplo, hoy día en toda Europa- a intentar ganar
las elecciones, eso sí. Pero no a ganarlas, porque entonces se monta la de Dios
y “se acabó el Estado de Derecho”. Esto es una cosa que la historia del siglo
XX ha grabado en el alma de los votantes con sangre y con fuego: si se quiere
que haya democracia y Estado de Derecho, hay que votar a las derechas. También
se puede votar a las izquierdas que hagan políticas de derechas. Pero no a las
izquierdas que hagan políticas de izquierdas. Así pues, no es que las
izquierdas de izquierda se hayan empeñado en ser revolucionarias. De ninguna
manera. Es que no se les ha dejado, jamás, otra opción. La opción no ha sido
nunca, oCastro o Allende, la
opción ha sido o Castro vivo o Allende muerto.
Mirando el siglo XX a lo
largo, resulta que a lo que hemos llamado Estado de Derecho no es exactamente a
lo que antes definimos como tal, sino más bien a ese paréntesis entre dos
golpes de Estado en el que el capital se puede permitir convocar elecciones
porque no hay posibilidad de que ganen las izquierdas (suficientemente
diezmadas en el golpe anterior: así por ejemplo, en España, para poder gozar de
25 años de democracia que llevamos por ahora, tuvimos que tener 40 de dictadura
para purgar las malas hierbas).
Así pues, es de lo más
interesante investigar qué diablos es lo que estamos diciendo cuando decimos
que en España
hay Estado de Derecho y en Cuba no. Porque, en efecto, algo decimos, de todos
modos. ¿En dónde reside la fuente de las evidencias empíricas que convierten a
los países europeos en Estados de Derecho y a Cuba, en cambio, no? Para dar con
alguna evidencia empírica, pensemos, por ejemplo, en lugar de en Vargas Llosa,
en ciertos izquierdistas, críticos del castrismo como el que más: “yo, en Cuba,
estaría en la cárcel”, suelen argumentar. Yo no estaría tan seguro, pero, vete
a saber. Lo interesante, sin embargo, es empezar por reflexionar por qué no
están en la cárcel en España y por qué sí lo habrían estado en el Chile de
Pinochet. ¿Será porque Chile era una dictadura y España no lo es? ¿O no será
más bien al revés, invirtiendo causas y efectos? ¿No será que Chile fue una
dictadura porque había que meter en la cárcel a cierta gente? ¿No será que para
impedir que las izquierdistas ganaran las elecciones, era necesario que Chile
fuera una dictadura y España, en cambio, donde las izquierdas no pueden
ganarlas o son tan de derechas como la derecha, no es necesario recurrir a
métodos tan contundentes? ¿Para qué meter en la cárcel a los cuatro imbéciles
de izquierdas que quedan por ahí haciendo el payaso en Internet? Supongo que se
advierte que es muy distinto plantear las cosas de una manera que de otra. En
nuestros benditos Estados de Derecho no se nos mete en la cárcel no porque sean
Estados de Derecho, sino porque somos inofensivos. Si algún día dejáramos de
serlo, se nos arrancaría la piel a tiras. Bastaría con que tuviéramos alguna
posibilidad de ganar las elecciones y cumplir, por ejemplo, con nuestra promesa
electoral de nacionalizar la banca, para que acabáramos enterrados en cal viva
(y no sólo nosotros sino todos los que tuvieran cara de querer subir un centavo
el salario mínimo, que así se empieza y no se sabe cómo se acaba).
Si aquí no se mete en la
cárcel a ese tal Fulano de tal que siendo tan izquierdista está tan convencido
de que “en la dictadura castrista” estaría en la cárcel, seguro que no es
porque en España haya libertad de expresión, sino porque seguro que ese Fulano
de tal no tiene aquí ninguna posibilidad de hacerse oír ni de influir en nada
que tenga importancia. Si un directivo loco pusiera en las manos de ese Fulano
la sección de economía del Telediario, le despedirían al día siguiente. Y si
entonces bajara un dios de los cielos para hacerle director vitalicio de los
Informativos, y él pretendiera seguir siendo tan izquierdista como siempre
había sido en esta bendita democracia, a las veinticuatro horas le habrían
pegado un tiro en la nuca. Pero nunca es necesario llegar a esos extremos.
Normalmente ni siquiera es necesaria la censura. Pero no porque haya libertad
de expresión, no. Nadie niega que haya libertad de expresión, pero si no hay
censura no es porque haya libertad de expresión: es, más bien, porque todos los
periodistas a los que habría que censurar (con la consiguiente merma de la
libertad de expresión) están en el puto paro. Es como una vez que me decía un
periodista de El País
que a él jamás le habían censurado ni le habían llamado de dirección para
indicarle lo que tenía que decir. Resultará increíble, pero ni por un momento
se le pasaba por la cabeza que era precisamente por eso, por lo muy
espontáneamente que su libertad de expresión encajaba con la línea editorial de
El País(que
ni había que llamarle la atención, oye), por lo que había sido contratado y por
lo que no se le ponía de patitas en la calle. Más cómicos aún son los
periodistas en paro que siguen creyendo en la libertad de expresión porque nada
ni nadie les impide decir lo que quieran en la página web que leen sus amigos.
¿Alguna vez nos hemos
preguntado en serio por qué en las democracias europeas o en losEEUU
no hay (casi) presos políticos? No hay presos políticos no porque haya
libertades políticas, sino porque la política no tiene la menor posibilidad de
intervenir en el curso de la realidad. Vivimos en una sociedad hasta tal punto
chantajeada por sus estructuras económicas, que se puede permitir el lujo de
ser todo lo democrática que quiera, ya que, de todos modos, ninguna
intervención democrática tiene ninguna posibilidad de prosperar (2 ).
Ahí donde la palabra no tiene ninguna posibilidad de intervenir en el curso de
las cosas, ¿por qué no decretar la libertad de expresión más absoluta? Ahí
donde las asociaciones que no tengan un millón de euros de capital son
absolutamente impotentes, ¿por qué no decretar la libertad de asociación y de
reunión, el pluripartidismo y su puta madre? Está bien eso de decretar la
libertad de prensa en una sociedad como ésta; al noventa y cinco por ciento de
los ciudadanos nos tranquiliza de la hostia saber que si tuviéramos tanto
dinero como Polanco nada nos impediría decir lo que nos diera la gana en El País o en El Mundo o en El
AntiGlobo que decidiéramos fundar. ¿Pero de veras creemos que es así? ¿De
verdad pensamos que si tuviéramos tanto dinero como Polanco podríamos ser
comunistas en un medio de comunicación que no fuera irrelevante? ¡Vamos,
hombre, nada de eso! Si eso fuera así, si los comunistas pudieran tener un
imperio mediático (porque, por ejemplo, Georges Soros hubiera tenido el
capricho de nombrarles herederos), se prohibiría la libertad de prensa de
inmediato, se metería en la cárcel a todos los que abrieran la boca y se les
arrancaría con alicates las uñas de los pies. Nunca ha sido de otra forma; eso
es lo que ha ocurrido sin excepción cada vez que la izquierda ha tenido, además
de la libertad de palabra, la posibilidad de hacerse oír.
De todos modos, su actitud
siempre será admirable, comparada con la que pusieron en práctica en las
legislaturas del PSOE cuando, al ver que no podían hacer la política de
izquierdas para la que habían sido votados, se pusieron, sin más a hacerla de
derechas, como Dios manda.
Perra vida ésta en la que
nunca ha habido libertades políticas más que bajo la condición de que esas
libertades fueran impotentes. En Cuba, por ejemplo, hay, eso es verdad, pocas
libertades políticas. Es obvio por qué es así: porque en Cuba las libertades
políticas no serían impotentes; por el contrario tendrían unos efectos
espectaculares y algunos de ellos, por cierto –como suele pasar en los países
en guerra y Cuba lo está-, corrosivos y suicidas.
Así pues, conviene ordenar
la cuestión para ver cómo se pueden hacer las comparaciones de manera que
tengan sentido. Mientras no se haga este esfuerzo, todas las conversaciones y
discusiones sobre Cuba están destinadas a dar vueltas sobre tópicos,
estupideces y supercherías. Lo que se suele decir es que en los países
capitalistas, así de media, hay muchas libertades (y poca Sanidad y Educación),
mientras que en Cuba hay mucha Sanidad y Educación, pero pocas libertades. Pues
no, se trata de una simetría mal montada. Lo que tenemos, por un lado, es que,
bajo el capitalismo, hay muchas libertades porque el capitalismo mismo
garantiza que no será posible hacer nada de importancia con ellas: las
libertades no cotizan en Bolsa y, por tanto, el Ministro de Economía no tiene
por qué tenerlas muy en cuenta a la hora de explicar al consejo de ministros lo
que se puede y no se puede hacer. Y, por el otro lado, en Cuba, hay pocas
libertades porque incluso las pocas que hay tienen efectos muy relevantes de
los que sería largo hablar.
Pero que conste que no
hemos entrado para nada en el tema de si en Cuba hay o no algo parecido a un
Estado de Derecho y que soy muy consciente de ello. Me limito a señalar que, si
no queremos decir tonterías, a la hora de explicar por qué no hay Estado de
Derecho en Cuba conviene que dejemos claro qué es lo que estamos diciendo
cuando decimos que sí lo hay, por ejemplo, en España. O mejor, la cuestión
resulta aún más llamativa en abstracto: ¿cómo consideramos que una realidad
social está “en Estado de Derecho”? ¿Qué entendemos por eso? Existen, al menos,
dos posibilidades:
Una. Constatando que se da
una coincidencia entre la realidad y el Derecho que es obra del Derecho. (Las
cosas “pasan así” porque el derecho exige que pasen así)
Dos. Constatando que se da
una coincidencia entre la realidad y el Derecho que es obra de la realidad.
(Las cosas “pasan así” y a veces coinciden con lo que exige el Derecho y a
veces no, así es que, a la parte en la que se da la coincidencia, la llamamos
Estado de Derecho y a la otra la consideramos, por ejemplo, en “vías de
desarrollo o de madurez”)
Es importante reparar en el
hecho de que sólo la primera posibilidad tiene algo que ver con lo que la
Ilustración llamó Estado de Derecho. Y lo más importante es reparar en que nosotros,
los que decimos que representamos la punta de lanza del Estado de Derecho en
este mundo, desde Bush
y Aznar
a Uribe y Blair, consistimos en estar siempre en la posibilidad Dos y decir que
estamos en la Uno. Esta es nuestra gran mentira, en la que colaboran a diario
todos nuestros periodistas (que no están en paro) y la mayor parte de nuestros
intelectuales.
La cosa se entenderá
rápidamente con un ejemplo. Uno puede hacer un recorrido turístico por los
barrios residenciales del norte de Madrid,
sin sentir en ningún momento que el curso de las cosas se estrelle o se dé de
bofetadas contra el Derecho. Son barrios habitados por gente culta y de clase
media alta o alta a secas; en ellos nadie encuentra ningún motivo para violar
la ley si por violar la ley se entienden cosas como robar en un supermercado,
atracar un banco, trapichear con heroína, en fin, ese tipo de cosas por el que
la gente acaba en la cárcel (3 ). En estos barrios, los
policías son unos señores que, más que nada, cuando se te pierde el niño te lo
traen de la mano con una piruleta para que no llore. Los policías son la
instancia que vela por esa milagrosa coincidencia entre cotidianeidad y derecho
a la que llamamos ciudadanía. Es en sitios así donde se respira eso a lo que
llamamos “Estado de Derecho”; la mejor prueba de ello es que todo el mundo
tiene la sensación de que la Ley no está ahí para reprimir su libertad, sino
para garantizar sus derechos. Las cosas se mueven con arreglo a derecho, y el
derecho se lleva bien con el moverse de las cosas, de tal modo que no tiene que
estar todo el tiempo vigilando, reprimiendo, castigando, disciplinando,
regañando, interviniendo, en fin, en los asuntos humanos. ¿Cómo no considerar
entonces que esos “asuntos humanos” han alcanzado un estatus al que hay que
llamar, como quiso siempre el pensamiento ilustrado, mayoría de edad, madurez
ciudadana, civilización e Ilustración?
Más o menos, el 15 % de la
población mundial es mayor de edad en este sentido. Se trata de un 15 % para el
que el curso de sus asuntos no entra en conflicto, sino todo lo contrario, con
las exigencias de la razón y del derecho.
Ahora bien, lo
verdaderamente ilustrado sería que esta coincidencia entre realidad y derecho
se debiera a la capacidad del derecho para actuar sobre la realidad, para
educar y enderezar el curso de los asuntos humanos y que, por tanto, el milagro
por el que en La Moraleja nadie atraca bancos ni trafica con heroína ni roba en
los supermercados (ni los policías pegan palizas si no que llevan piruletas),
que todo eso se debiera a la exquisita educación racional de sus ciudadanos o a
las virtudes incontestables del régimen político español, y no, como es obvio,
a que es absurdo robar un banco del que eres propietario o dar instrucciones a
tu criada para que te robe el desodorante al hacer la compra en el
supermercado. En La Moraleja, la realidad y el derecho coinciden por la
sencilla razón de que ahí no hay motivo alguno para violar la ley. Es una
tontería robar cuando te puedes permitir el lujo de pagar. Pero, claro, sería
chocante que los vecinos de La Moraleja argumentaran que si a los vecinos de
San Blas o del Piti se les suele pillar más a menudo que a ellos robando coches
y atracando bancos es porque han recibido peor educación o porque han asumido
más torpemente las virtudes de la división de poderes plasmada en el ordenamiento
constitucional español.
Sin embargo, por ridículo
que resulte ese argumento es exactamente el mismo que utilizamos para
considerar que los países europeos o los EEUU están en Estado de Derecho. Es,
sin duda, cierto que, entre nosotros, el curso de la realidad no viola
demasiado las exigencias de la ley. Pero eso no ocurre en absoluto porque la
ley haya encontrado, a través de nuestros inigualables ordenamientos
constitucionales, procedimientos adultos y liberales para hacerse respetar y
obedecer, sino porque, en una situación económicamente bastante privilegiada,
la realidad no tiene mucha necesidad de contradecir lo exigido legalmente. Es
el curso de la realidad ─tres siglos de colonialismo, dos guerras mundiales,
instituciones económicas y militares tan poderosas como el Banco Mundial o la
OTAN, etc.─ el que nos ha puesto en la situación de una casual coincidencia con
las exigencias racionales; en absoluto se ha debido a un procedimiento exitoso
de la razón o a la eficacia de un modelo político recomendable. Si tuviéramos
que explicar a un ama de casa venezolana cómo se llega a ser ciudadana de la
Moraleja, o del Estado de Derecho, sería absurdo proponerle un estudio
concienzudo de las Constituciones europeas. En la Moraleja, simplemente, se nace
con menos ganas de violar la ley que en un suburbio de Caracas. O al menos, se
tienen muchas menos posibilidades de que el arte de ganarse el pan de cada día
entre en conflicto con el Derecho, es decir, con la policía.
Tras la guerra del Golfo de
1991, Arabia Saudí entregó a Egipto, en concepto de “ayuda humanitaria”, un
millón de coranes. Era obvio: si los egipcios querían ser tan ricos como los
sauditas, lo que tenían que hacer era respetar tanto como ellos los preceptos
del Islam, así es que, en lugar de mandarles pan o petróleo, les mandaron
coranes. Igualito igualito es lo que hacemos nosotros cuando nos paseamos por
el mundo dando lecciones de Democracia y Estado de Derecho desde nuestras
tribunas de opinión. Si los habitantes de las favelas de Río y de los suburbios
de Bogotá quieren sentirse ciudadanos, si quieren sentir tan vivamente como si
estuvieran en La Moraleja que la policía está ahí para proteger los derechos de
la gente y para traer a casa a los niños que se pierden en los centros comerciales,
lo que tienen que hacer es aprender de nuestros sistemas constitucionales. ¡No
de nuestra historia de genocidios, matanzas y expolios, no! ¡No de nuestros
privilegios económicos! ¡De nuestras constituciones, que dan un resultado
bárbaro, y gracias a las cuales no cabe duda de que somos todo lo que somos!
Es repugnante la manera en
que, en una especie de ritual supersticioso, celebramos todos los días como
obra del Derecho lo que en realidad nos han regalado el Mercado y la Historia.
Repugnante, pero eficaz. Porque así, utilizando esa misma confusión, podemos
recomendar a los demás que, si quieren Derecho, dejen pasar a la Historia y
obrar al Mercado. Así es este mundo, en el que el Estado de Derecho no lo trae
el Derecho, sino el capital. Flexibilizar el mundo para las necesidades del
capital tiene que ser, forzosamente, la mejor manera de extender el Derecho. No
importa que toda la historia del siglo XX haya demostrado lo contrario. Los
capitalistas de los países capitalistas no se llevan mal con el Derecho, viven
en Estado de Derecho, como prueba el hecho de que nunca van a parar a la
cárcel. Es más, cuanto más capitalista eres, menos problemas tienes con el
Derecho ¿o alguien se imagina a Georges Soros atracando un estanco? Claro que a
algunos se nos ocurren siempre maneras de exprimir el Derecho mediante el
desarrollo legislativo de ciertos artículos capaces de meter en la cárcel a
gente como ésa; pero no hay cuidado, no estamos a punto de ganar las elecciones
y si lo estuviéramos, sería tonto pensar que serían ellos y no nosotros los
primeros en visitar la cárcel. En tales condiciones, extender el capitalismo o
extender el Derecho es prácticamente lo mismo, y si en el reparto final,
algunos países en Estado de Derecho, como, por ejemplo, Guatemala,
acaban siendo pobres como ratas, pues será, por tanto, porque no tenían derecho
a ser ricos. Quizás les faltó iniciativa, trabajo, ahorro, quizás fue debido a
la corrupción, o quizás esas gentes no se estudiaron bien nuestros
ordenamientos constitucionales y cometieron algún fallo al aplicarlos. ¡Así
razona hasta sus ultimas consecuencias una intelectualidad que ha sido capaz
nada menos que de soportar a un Rorty!
La cruda verdad es que como
nuestra sociedad “en estado de derecho” no ha sido obra ni de la razón ni de la
ley, es inútil pretender extenderla por el mundo a base de leyes y de razones.
Sin embargo, igual que los pastores de Belén debieron sentirse la mar de
satisfechos al contemplar que la razón y la carne –según dicen- coincidían en
un recién nacido (cuando pasó eso de que “el logos se hizo carne” que contaba
San Juan), la satisfacción que nos produce a nosotros asistir a ese milagro sin
igual de la democracia constitucional y la división de poderes, la enorme
satisfacción que nos produce el contemplar cómo, día tras día, el curso
cotidiano de las cosas y las exigencias del derecho coinciden en La Moraleja,
en el Club de Golf del Pardo y en la punta de la polla de Emilio Botín, toda esa
satisfacción ante tamaña buena nueva, nos empuja a predicarla por el mundo,
cantando las alabanzas de la democracia y la libertad. Resulta un poco ingenuo
pensar que eso vaya a levantar las monedas de Argentina, México,
Egipto o Senegal, pero qué más da. Nosotros a lo nuestro: mientras se predica
en el desierto la buena nueva, lo que efectivamente hacemos es cerrar las
fronteras, legislar extranjerías, edificar murallas y fortalezas en las que
conservar inmaculada nuestra feliz coincidencia con las exigencias del Derecho.
Puesto que es en La Moraleja y no en San Blas o en Getafe donde coinciden de
natural la realidad y el derecho, lo lógico es preservar ese bendito lugar de
toda contaminación exterior. De este modo, La Moraleja que representa el 15 %
de la población mundial se ha encerrado en una fortaleza inexpugnable, a la
espera de que los 4.000 millones de personas que, en el exterior, subsisten con
menos de dos dólares diarios, terminen de estudiarse la Constitución y aprendan
a ser ciudadanos mayores de edad respetuosos de la división de poderes, la
libertad de expresión, el pluripartidismo y todo eso. Aunque Oriana Fallaci ya
nos ha advertido que esa gente, por mucho que estudie, no tiene remedio… Quizás
algún día haya que seguir su consejo (y el de Gabriel Albiac), convertir al 80
% del planeta en un campo de exterminio y gasear a toda esa gentuza. Al fin y
al cabo, teniendo en cuenta las proporciones de la tarea, sale más barato encerrarnos
nosotros en La Moraleja y gasear el resto del planeta que llenarlo todo de
prisiones y cámaras de gas. La verdad es que la tarea hace ya tiempo que se
inició utilizando el arma de destrucción masiva más potente que haya conocido
la humanidad: la economía capitalista. Hace ya mucho tiempo que –sin necesidad
de leer a Hannah Arendt- dejó de ser un misterio cómo fue eso de que la
población alemana conviviera normalmente con Auschwitz , sin hacerse demasiadas
preguntas o sin que aflorara escrúpulo alguno que turbara su conciencia
ciudadana: probablemente había, entre ellos, periodistas parecidos a los
nuestros e intelectuales que cumplían el mismo papel que la plantilla de PRISA.
Si esto es posible, nada tiene de extraño que fuera posible aquello.
El que haya una
coincidencia entre cómo van las cosas y cómo exige el derecho que vayan no
indica para nada que la cosa en cuestión esté en “estado de derecho”. Para que
haya Estado de Derecho hace falta que las cosas estén en “estado de derecho”
por obra del derecho (y no, por ejemplo, a consecuencia de haber construido un
club de golf sobre el campo de una sangrienta batalla). A causa de todas las
carnicerías de la historia, se han venido a constituir algunos recintos tan
privilegiados que en ellos no queda ya motivo alguno para meterse en líos con
la Ley, de tal modo que, siendo la Ley casi superflua no hay ningún problema en
configurarla según todas las florituras de la división de poderes, las
libertades, la seguridad jurídica y todo el resto de la cantinela. Pero, para
que haya derecho a llamar Estado de Derecho a una realidad política, hace falta
algo más; hace falta que el sistema político consista, precisamente, en
conferir a las leyes la capacidad de modificar, influir o coartar el curso de
las cosas. Y no vale decir, cada vez que el curso de las cosas coincide con lo
que dicen las leyes que es porque las leyes han obrado o legislado así. En las
condiciones capitalistas de producción el gobierno no está atado de pies y
manos por la legislación vigente (como exigiría una sana mentalidad ilustrada
que, además, remitiría esa legislación, en último término y a través de
tribunales competentes, a la Declaración de los Derechos del Hombre); más bien
está vendido e hipotecado de por vida a las necesidades de un sistema económico
que respira a sus espaldas según designios propios, enfriándose y calentándose
según ritmos febriles para los que no hay medicina política, para los que –como
dicen siempre en Chicago- la política es muchas veces peor remedio que la propia
enfermedad. En esas condiciones el poder económico es el que decide sobre el
curso de las cosas y no lo hace precisamente consultando a políticos y jueces,
sino, más bien al contrario, haciéndose consultar por ellos sobre el margen de
actuación que les queda. El bienintencionado gobierno de Zapatero,
por ejemplo, no ha podido aún ni bajar el IVA de los libros de texto y si logra
legislar sobre el matrimonio de los homosexuales, será sólo en la medida en que
el ministro de economía certifique que eso no será malo para la Bolsa. Resulta
patético, pero de lo más esclarecedor, comprobar cómo algunas promesas
electorales que parecían anecdóticas han sido ya declaradas imposibles de
cumplir por el Ministro de Economía. Nuestro flamante Parlamento, nuestro
poderoso gobierno constitucional, democrático y de derecho, respaldado por la
soberanía popular y con el tajante veredicto de las urnas aún caliente ¡no ha
podido reducir de doce a ocho el número de domingos que abren las Grandes
Superficies Comerciales! Según parece, aunque eso sería obviamente muy bueno
para los pequeños comerciantes que han hecho esa reivindicación (y a los que se
les prometió contemplarla a cambio de su voto) y aunque nadie puede creer que
eso fuera terrible para unas Multinacionales forradas hasta los dientes, Solbes
ya ha advertido que sería muy malo para la Economía (1). Más claro el agua. Lo
mismo pasó con el intento de reformar el impuesto sobre las plusvalías. ¿Y alguien
espera alguna Ley que aborde de cara el problema de la vivienda? ¿Sería posible
–no digo si conveniente o no, digo si sería posible- una Ley que expropiara
todas las segundas viviendas, o al menos las terceras, o al menos las quintas?
¿O que, al menos, obligara a venderlas a un precio justo consensuado en un
Parlamento? No, el ministerio de economía dicta lo que es posible y lo que no.
Un precio justo tendría que ser un precio legislado y eso es incompatible con
los precios de mercado que son la salud de nuestro sistema económico. Ya se ha
dicho que, en el asunto de la vivienda, habrá que jugar con el difícil
equilibrio de la oferta y la demanda. Quizás, por ejemplo, si se suben las
hipotecas, haya menos demanda y bajen los precios… o algo de ese tipo.
Dos palabras, aún, para
evitar posibles equívocos, que ya me sé lo que alguno estará pensando. Lo que
no estoy pretendiendo decir es algo así como “¿que en Cuba no hay Estado de
Derecho? ¿y dónde hay Estado de Derecho?”. No es que esté mal esa línea argumental,
pero no es la que viene al caso. Estoy, más bien, intentando llamar la atención
sobre el tipo de experimento teórico que sería pertinente para juzgar cuándo
una realidad está en Estado de Derecho y cuándo no. Lo que no vale es pasearse
por el mundo como hacen nuestros periodistas y comentaristas políticos
plantando la medalla del Estado de Derecho, por una parte, a todas las
realidades lo suficientemente privilegiadas para no tener que darse de
bofetadas con la ley y, por otra parte, a todos los rincones del planeta en los
que las libertades políticas son tan impotentes que ni siquiera hace falta
reprimirlas. El experimento correcto para decidir sobre el nivel de Derecho en
el que está una realidad social tiene que venir a preguntarse si las cosas estarían
en otro estado sin el concurso del Derecho. Haría falta, en suma, algún
experimento que pudiera mostrarnos en qué medida la Ley ha sido algo más que un
papel mojado, en qué medida, en efecto, ha sido un límite del poder ejecutivo y
un modelo capaz de conformar la realidad y corregir el curso histórico de las
cosas.
Cuba es uno de esos
experimentos. Una de las cosas que más llama la atención en Cuba es hasta qué
punto –para nosotros insospechado- las leyes son ahí responsables de cómo van
las cosas. No hay problema que en Cuba no pudieran remediar las leyes. Es
precisamente por esa responsabilidad de la ley en la marcha de las cosas por lo
que hay a quienes Cuba les parece una dictadura. Eso ocurre porque nosotros
estamos acostumbrados a que la realidad coincida con la ley no por eficacia de
la ley, sino por privilegio de la realidad. Es por lo que nosotros tampoco
solemos pensar que las malas leyes sean responsables de cómo nos van las cosas
y solemos confiar más en otros indicadores, como el estado de la Bolsa o el
índice de inflación. No reconocemos ni certificamos un “estado de derecho” más
que ahí donde el Derecho es superfluo. Lo mismo pasa con la Política. No
reconocemos que haya libertades políticas más que ahí donde la política es
impotente. De lo contrario, la política nos parece sospechosa, y su misteriosa
eficacia síntoma de oscuras posibilidades totalitarias. Nos negamos a ver que
la eficacia de la política (es verdad que característica del fascismo y el
totalitarismo, pero, precisamente, porque el fascismo y el nacionalsocialismo
fueron la opción política del capital para salvarse del capitalismo ahí donde
el capitalismo ya no respetaba ni al capitalismo) es, antes que nada, el
presupuesto elemental del pensamiento ilustrado y la base de todo sistema
republicano y que es a partir de ahí y no antes desde donde cobra sentido la
distinción entre dictadura y libertad. Es solamente ahí donde se ha vencido el
totalitarismo de lo económico, donde se abre la posibilidad política de optar
entre fascismo o democracia. Pero el gran truco ideológico del siglo XX ha sido
el de poner por un lado lo político y lo estatal, presentándolo como lo
potencialmente totalitario, y contraponerlo al mundo sin ley de la economía,
ahí donde la política es impotente, como el espacio propio de la libertad. Es
de este modo como se ha llegado a considerar evidente que no hay libertades
políticas más que ahí donde no hay en absoluto política.
En Cuba no ocurre nada de
esto. Ocurre más bien todo lo contrario. Una mala ley o una mala decisión
política es capaz de hacer adelgazar a la gente a ojos vistas. Hasta tal punto
Cuba depende de su Derecho y de su Política que una decisión legislativa o
política llega a marcar la estatura de las personas. “Es que ésos son los que
nacieron durante el período especial, por eso son bajitos”, se oye decir. En el
período especial de principios de los noventa comenzó a faltar de todo en Cuba,
no, desde luego, a causa de un error político o legislativo, sino a causa de
que, al hundirse la URSS, Cuba vio desaparecer, de golpe, el 85 % de su
comercio exterior y evaporarse la única línea de crédito de la que disponía.
Pero frente a ese terremoto internacional, Cuba no tuvo, como en tantas otras
ocasiones desde el 59, más que un arma disponible: las leyes y la política. Ni
las leyes ni la política son todopoderosas; no son capaces, desde luego, de
impedir los terremotos, los ciclones o los hecatombes históricas, pero es muy
diferente, llegados a estos casos, tenerlas o no tenerlas a mano. Demasiado
sabemos lo que ocurre en Haití, o en Guatemala, o en Argentina ante hecatombes
bastante menos espectaculares que la desaparición del 85 % de su comercio
exterior. Las venas de Latinoamérica se han abierto hasta desangrarse por un
derrumbe de un punto en el precio del café o por la desaparición de un arancel
del 0,1 %, mientras que, ante semejantes fatalidades, la Ley y la Política no
podían hacer otra cosa que cruzarse de brazos rumiando su impotencia. Ya lo
dicen el FMI y el BM: lo mejor que puede hacer política y legislativamente el
Tercermundo en general es no hacer nada políticamente, suprimir todas sus
inoportunas legislaciones y abrirse de piernas frente a los planes de ajuste
estructural, que son los buenos y, quién sabe por qué, los legítimos (como
demuestra el hecho de que quien no los cumple acaba siendo acusado de
terrorismo). Primero la Economía, que después ya habrá tiempo para la Polis.
Esos planes de ajuste, por supuesto, no son decididos en la Asamblea general de
la ONU,
ni en Parlamento alguno del planeta, sino en reuniones herméticas celebradas en
búnkeres policiales, en cumbres de altas montañas o, si se llega a terciar, en
plataformas submarinas, donde no haya que lidiar con los movimientos
antiglobalización. Así se lleva siglos reprimiendo toda intervención política o
legislativa y aguardando a que las vías económicas del desarrollo conduzcan a
otro sitio que al basurero.
Muy distinta es la cosa en
Cuba. Frente a un terremoto natural o histórico, los ojos en Cuba no se vuelven
hacia la Bolsa, para leer ahí el destino, sino hacia la legislación y la
política. En estas ocasiones, algunos opinan que Cuba entera se convierte en un
inmenso Parlamento, en lo que se ha llamado “la parlamentarización” de la
sociedad; otros opinan que toda esa hirviente actividad democrática no es sino
aparente y que, al final, será desde arriba desde donde se decidirá la política
a aplicar. Ahora bien, los cubanos que nacieron en el periodo especial están
muy seguros o bien de que son más bajitos de lo normal porque algo no se hizo
bien políticamente, o bien de que, habida cuenta de lo que se venía encima,
tienen que agradecer a la política el simple hecho de continuar vivos. Quizás
había que haber prohibido más eficazmente el sacrificio de reses, quizás, por
el contrario, había que haber liberalizado el mercado de vacuno; quizás había
que haberse dado más prisa en levantar las prohibiciones sobre el pequeño
comercio de subsistencia, quizás había que haber hecho esto o lo otro. Los
problemas de Cuba podían y pudieron en todo momento ser discutidos,
argumentados, explicados y reflexionados en el Parlamento, en lo que es su
Parlamento.
Sea lo que sea a lo que
podamos llamar Parlamento en Cuba (5 ), lo más curioso es que
siempre se asemejará más que nuestros Parlamentos a lo que nuestros Parlamentos
pretenden ser: un lugar en el que la política, la argumentación y la
contrargumentación, el consenso, el uso público de la palabra, en suma, puede
aspirar a tomar las riendas del curso de las cosas mediante una actividad
legisladora. La actividad parlamentaria cubana puede presentar muchas
deficiencias. Fundamentalmente, es enteramente deficiente debido no a una
escasez de democracia, sino a causa de una carencia de división de poderes. En
general, en Cuba no falta democracia, sino Derecho. Ya hemos visto antes que
eso no es porque los cubanos no tengan el privilegio de vivir en un Estado de
Derecho como el nuestro, sino porque en Cuba, al contrario que entre nosotros,
el Derecho no es ni impotente ni superfluo. Nosotros nos podemos permitir el
lujo de una actividad parlamentaria intachable, pero sólo mientras la actividad
parlamentaria no pretenda meterse donde no le llaman, es decir, en cualquier
cosa de importancia. Nuestros políticamente intachables Parlamentos sólo tienen
un problema: que no están situados en el lugar de la política; que, bajo
condiciones capitalistas de producción, la política no está al alcance de la
actividad parlamentaria, sino de la negociación de las grandes corporaciones
económicas. Protegidos por su superfluidad, nuestros Parlamentos se pueden
permitir la casi completa perfección formal y, en cualquier caso, los defectos
pasan desapercibidos; en Cuba, por el contrario, no hay déficit del Derecho que
no resalte hasta dañar la vista. Pero, no nos engañemos: si en Cuba se ven
muchos defectos es porque en Cuba los defectos son importantes.
Ocurre con estos asuntos
algo parecido a lo que pasa cuando se están corrigiendo exámenes de filosofía,
o mejor aún, cuando se está intentando explicar a un alumno las razones de un
suspenso. La mayor parte de los exámenes que merecen suspender no es porque
estén mal. Al contrario, algunos, cuando nos encontramos un examen que está mal
le ponemos casi siempre notable alto, o por lo menos, aprobado. Los exámenes
que merecen el suspenso son aquellos que no logran siquiera alcanzar ese nivel
en el que las cosas pueden estar mal. Para que un argumento esté mal hecho
tiene que ser un argumento o, como mínimo, parecerlo. Los exámenes suspensos no
están ni bien ni mal, sencillamente no tienen la forma en el que las cosas
pueden ser verdaderas o falsas. Las equivocaciones, los errores, en filosofía,
como en general ha ocurrido en la historia de la ciencia, son siempre fecundos
y, a veces, tremendamente difíciles. Lo que para la teoría es impresentable no
es el error, sino la ambigüedad, la falta de rigor, la opinión subjetiva, el
cambio de tema, la divagación. Por eso es tan difícil explicar a un alumno que
ha suspendido por qué ni siquiera merecía suspender, por qué ni siquiera
alcanza ese nivel en el cual el aprobado o el suspenso tienen sentido.
Pues bien, a mí no me cabe
duda de que en cuestiones de Estado de Derecho, la humanidad en general está
suspendida sin vacilación. Pero mientras que Cuba representa un suspenso de
esos merecidos, de los que –a la luz de las circunstancias atenuantes- uno
acaba por archivar como notables, la realidad parlamentaria española, por
ejemplo, representa uno de esos otros suspensos que ni siquiera merecen
suspender. Nuestro Estado de Derecho, en efecto, ni siquiera llega a ese nivel
en el cual es posible equivocarse.
Así pues, en lugar de
pasarse el día, con tanta suficiencia, señalando con el dedo los defectos del
régimen político cubano, la humanidad del siglo XX debería haber tenido la
decencia de admirar con asombro, perplejidad y respeto, el espectáculo
inigualable de una realidad social que dependía a vida o muerte de sus buenas o
de sus malas leyes. Nunca como en Cuba se había hecho carne este milagro que
condensa el conjunto de aspiraciones de todo el Proyecto Ilustrado desde
Sócrates hasta nosotros.
Al declarar la guerra a
Cuba, mediante el bloqueo y el terrorismo, lo que se hacía era ponerla en una
situación en la que, en general, las leyes tenían que ser bastante malas, o
mejor dicho, una situación lo suficientemente inestable como para que las leyes
no pudieran nunca asentarse y tuvieran que ser suplidas por caprichosos
decretos ejecutivos. Todavía hoy se hacen demasiadas leyes en Cuba como para
que puedan ser vividas como leyes. El curso histórico mundial ha obligado a
Cuba a acomodarse, defenderse y transigir constantemente mediante revoluciones
legislativas continuas. Eso naturalmente es una calamidad para cualquier
pretensión de estado de derecho. Las leyes no pueden cambiar a diario, de tal
manera que haya que estar muy al tanto leyendo el Granma para ver si hoy es
legal esto o lo otro. De hecho, como bien advirtió con contundencia desde el
primer momento el lado reaccionario de la Ilustración, una mala ley que dura es
siempre mejor que una buena ley reciente. Cuba no se ha podido permitir jamás
el lujo de dar tiempo a sus leyes. Y así, desde el principio (y tal y como
ocurre invariablemente en todos las situaciones de guerra), los decretos han
ocupado el lugar de las leyes y el poder ejecutivo ha sepultado la división de
poderes.
Es lo mismo que ocurrió con
las jóvenes repúblicas soviéticas, que nacieron en el seno de una guerra
mundial y pasaron sus primeros años combatiendo en una guerra mal llamada civil
en la que se volcaron todas las potencias del capitalismo internacional. El
experimento soviético navegó en realidad, desde entonces, en una guerra
permanente, hasta su rendición final con Gorbachov, cuando este creyó tan
ingenuamente que al fin se le iba a permitir al Derecho estacionarse sobre la
fabricación de mantequilla en lugar de convulsionarse bajo la fabricación de
misiles. Ningún país en guerra puede permitirse la división de poderes. El
experimento soviético duró, en realidad, un abrir y cerrar de ojos, setenta
años, marcados por tres guerras mundiales y decenas de millones de muertos. Es
hacer gala de un sorprendente cinismo pretender que en esas condiciones el
socialismo podría haber sido compatible con un Estado de Derecho. Pero el
verdadero y más rebuscado cinismo se oculta tras la famosa alegación de que los
países capitalistas sí lograron, en cambio, funcionar como Estados de Derecho
en las mismas condiciones de guerra permanente. El capitalismo se puede
permitir el Derecho –cuando se lo puede permitir y donde se lo puede permitir,
que suele ser en un 10 % de las ocasiones y de los lugares- porque,
normalmente, bajo sus condiciones –y siempre en el aludido 10 %-, el
totalitarismo económico que garantiza los privilegios económicos que hacen
innecesario violar la ley, convierte, a su vez, en innecesarias a las
dictaduras de corte político. La sociedad capitalista no depende de sus leyes,
sino de su capitalismo. En el socialismo, en cambio, la sociedad depende por
entero de sus leyes. Nada tiene de extraño, así pues, que los países
capitalistas más privilegiados se hayan podido permitir el disfrute de una
intachable división de poderes, pues lo han hecho en unas condiciones en las
que lo que se dividía no era el poder, sino una apariencia de poder. Aquí reside
el mito tribal más persistente de lo que llamamos Occidente. Está bien eso de
inventar toda suerte de dispositivos para dividir un poder imaginario, mientras
el poder real circula de forma salvaje por otros cauces indomeñables. Lo que
mueve al vómito es constatar la gran cantidad de buenos cerebros que de
Habermas a Enzensberger o Savater se han aplicado en hacer pasar por filosofía
la justificación tribal de este mito.
La tarea ilustrada de la
división de poderes es bastante más difícil de lo que uno puede llegar a creer
leyendo a esos señores. La humanidad no se ha enfrentado en serio a la
dificultad real de ese problema más que bajo el experimento de lo que se llamó
“socialismo real”. Y el fracaso fue, desde luego, estrepitoso. Y por supuesto
que no se reparó en gastos para provocar que lo fuera. Pensemos por ejemplo en
la Nicaragua sandinista. Para poner al ejecutivo sandinista en condiciones en
las que se viera obligado a censurar unos cuantos artículos de prensa, dañando
así la consistencia del Estado de Derecho, fue necesario poner el mundo entero
patas arriba, montando una guerra con Irangate incluido y volcando todas los
malas artes del Imperio sobre un país pobre y pequeño, en el que no había un
solo ascensor que funcionara. Demasiados ejemplos parecidos se podrían poner,
pero bastará en los próximos meses con estar atentos a lo que ocurra en
Venezuela, en donde todavía no se ha censurado nunca la prensa ni se ha puesto
jamás en cuestión la división de poderes, pese a que, en efecto, el mundo entero
se ha confabulado para forzar a Chávez a cometer algún desliz de este tipo.
La humanidad no tiene
todavía la menor idea de lo difícil que es la división de poderes, ni tampoco
de lo apasionante que puede llegar a ser esa aventura a la que llamamos
Ilustración. Cuba es pionera en este campo de experimentación política. En Cuba
no hay Estado de Derecho, pero a lo mejor algún día nos veremos obligados a
reconocer –cuando la historia del siglo XX empiece a contarse bien de una vez-
que con ella comenzó para este mundo miserable y mentiroso, la aventura de una
vida política conforme a derecho. Para que haya la posibilidad de un espacio
político en el que vivir es, ante todo, necesario que la totalidad de las
posibilidades humanas no se gasten o se consuman en la aventura de la
supervivencia. Hasta el momento, y aunque resulte increíble a la luz del
desarrollo tecnológico que hemos alcanzado los seres humanos, supervivir nos ha
impedido vivir. No existen posibilidades políticas sin tiempo libre, como se
sabe bien desde los tiempos de Pericles. La revolución tecnológica
ininterrumpida en la que vivimos tendría que tener por efecto una reducción de
la jornada laboral que liberara más y más tiempo para actividades políticas.
Pero eso es imposible bajo condiciones capitalistas de producción, como bien
demostró Marx hace ya tiempo. El capitalismo ha condenado a la humanidad a la
aventura de la supervivencia en condiciones tecnológicas crecientemente más y
más privilegiadas. La vida política es incompatible con un sistema económico
como el capitalista que se caracteriza por mantener constantemente a los
hombres en condiciones mínimas de supervivencia, para concentrar así cualquier
adelanto tecnológico en la producción de más adelantos tecnológicos, de modo
que la revolución de las condiciones de producción sea siempre máxima. Como
decía Wallerstein, el capitalismo produce más para poder producir más. El
hambre económica del capitalismo por el máximo de producción ha acogotado a la
humanidad con más eficacia que antes lo hiciera el hambre biológica, obligando
a la vida social a conformarse con la supervivencia y denigrando toda
posibilidad de descanso y tiempo libre bajo la figura abyecta del parado.
El socialismo real fue la
punta de lanza de una nueva época para la humanidad, en la que la Política y el
Derecho tenían la posibilidad de reinar sobre la Economía y, por tanto,
legislar y decidir sobre todos los asuntos humanos de importancia. El
socialismo no fue, en este sentido, sino la propia Ilustración, una vez que se
había reparado en el imprevisto de un capitalismo al que nadie había invitado y
al que no se podía simplemente guillotinar en una plaza pública. Se trata de la
aventura más heroica y la causa más verdadera que la humanidad haya emprendido
desde que Sócrates, Platón y Aristóteles lanzaran al mundo el reto de una vida
política a todos los seres racionales del futuro. La Ilustración que recogió
ese guante sólo tuvo una verdadera posibilidad histórica de triunfar bajo el
proyecto de las economías socialistas y ya hemos visto lo mal que salió la cosa
y la mucha voluntad que se puso en que saliera así de mal. Así, fue como si,
bajo el socialismo, la humanidad se hubiera empeñado en demostrar hasta qué
punto podía liberarse del chantaje económico a costa de sujetarse a malas leyes
y malas políticas. Pero la pura verdad es que, en las ocasiones en que se
intentaron hacer las cosas mejor, como con Allende en Chile o con el sandinismo
en Nicaragua,
los esfuerzos de la política tuvieron que consumirse en la tarea de resistir al
sabotaje, el bloqueo y la guerra, en una correlación de fuerzas desigual y
condenada de antemano.
Hoy, Cuba es el único
testigo que queda de todo aquello por lo que lucharon los esfuerzos de la
Ilustración desde la muerte de Sócrates. Cuba es el único testigo de esa
posibilidad humana que es el Estado de Derecho. Naturalmente que eso no la
convierte ni mucho menos en un Estado de Derecho. Pero, aunque Cuba no es un
Estado de Derecho, se sostiene constantemente en esa posibilidad y bastaría con
que la dejaran en paz para que las leyes fueran corrigiendo a las leyes hasta
instituir un verdadero régimen constitucional. Cuba no es un Estado de Derecho,
pero podría serlo, y, además, no dice que lo sea, lo que siempre es un buen
comienzo para el Derecho. Cuba es más bien la prueba de hasta qué punto es
difícil en este jodido mundo capitalista arrancar una mísera isla de las garras
de la Historia, para que la Ley y la Política puedan tomar por una vez la
palabra. Cuba es la prueba de la dificultad de introducir una obra de la
libertad en el curso fatal de las cosas.
Mucho peor es, desde luego,
lo que nos ocurre a nosotros, que no sólo no somos un Estado Derecho sino que
tampoco sabemos que no lo somos y, antes bien, nos creemos la encarnación misma
del Derecho sobre la tierra, así sea protegidos tras el muro de Sharon. En Cuba
tienen la posibilidad de tener malas leyes. Por eso no tienen ninguna necesidad
de llamar Ley a la ausencia de Ley, como ocurre entre nosotros. Por lo menos en
Cuba no se llama Estado de Derecho a los rincones más privilegiados de esa
salvaje carnicería en la que veinticinco multinacionales se arrancan a
mordiscos la carne de sus ciudadanos.
1 Acabo de escuchar en la
radio que se acaba de iniciar un anteproyecto de revolución legislativa que
permitirá a cada Comunidad autónoma pedir permiso por separado a las
respectivas multinacionales que operen en su territorio para hacer realidad tan
asombrosa utopía.
*Fragmento del libro A quien corresponda. Sobre
Cuba, la Ilustración y el socialismo, publicado en 2005. Texto
íntegro en La Jiribilla
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