Internet: ¿Qué hacen con nuestros datos?
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Gema Galdon Clavell
Todos
hemos oído alguna vez decir que cuando un producto es aparentemente gratuito,
es probable que en realidad lo estemos pagando con datos. Ocurre con las redes
sociales, las tarjetas de fidelización de tiendas o supermercados o con un
sinfín de aplicaciones que nos ofrecen servicios más o menos relevantes a
cambio, solamente, de nuestros detalles personales.
Pero
más allá de intuir que nosotros somos el producto, en realidad desconocemos qué
se hace exactamente con nuestra información, o en qué consiste y cómo funciona
ese pago con datos. En realidad, no es una cuestión sencilla, y cada aplicación
cuenta con sus propios procedimientos y lógicas. En el caso de la navegación
por Internet,
por ejemplo, las empresas y prestadores de servicios nos ofrecen de forma
gratuita sus motores de búsqueda, páginas webs y servicios asociados, para leer
la prensa, consultar la previsión meteorológica, o estar en contacto con otras
personas a través de redes sociales o foros. No obstante, cada vez que entramos
en una web estamos descargando automáticamente una serie de microprogramas
conocidos comocookies que recaban información de nuestra actividad online
y hacen llegar al propietario de la web visitada información sobre nuestra IP,
MAC o IMEI (la matrícula de nuestro dispositivo), el tiempo y forma en que
utilizamos un sitio concreto u otros sitios que estén abiertos en el mismo
momento, identifica si somos visitantes habituales y qué uso hacemos de la
página de Internet, en qué secuencia y cómo accedemos a otros sitios, etcétera.
Además, es habitual que diferentes empresas paguen al sitio que visitamos para
poder instalarnos sus propias cookies, como también lo es que la
empresa utilice los datos no solo para sus estudios internos, sino que los
venda a terceros.
En
realidad, cada vez que visitamos una página con el ordenador, el teléfono móvil
o la tableta, recibimos decenas de peticiones de instalación de cookies.
Somos, pues, el producto porque a cambio de la información que obtenemos
proporcionamos detalles sobre nuestra actividadonline y, a
menudo, datos personales como nuestro nombre y ubicación, hábitos, tarjeta de
crédito, etcétera, de los que no tenemos forma de controlar dónde acaban. Ante
esto, el único recurso de autoprotección es o no aceptar cookies
y renunciar al servicio, o borrarlas sistemáticamente de nuestro ordenador,
algo tan engorroso como limitadamente útil.
Facebook, una red social utilizada por más de mil millones de
personas al mes, dispone de los datos que el usuario deposita voluntariamente
en ella, pero también hace inferencias en base a nuestras interacciones con
personas e información, las comparte con terceros y elabora un perfil único que
le permite determinar qué aparece en nuestro muro, tanto por parte de nuestros
amigos como de anunciantes. Todo me gusta o registro a través de Facebook
genera información que es analizada y clasificada por algoritmos con el fin
tanto de conocernos individualmente como consumidores, como de elaborar perfiles
sociales destinados a agencias de publicidad. El registro continúa incluso si
hemos cerrado la página: a no ser que salgamos manualmente, las cookies
de Facebook continuaran espiando todo lo que hacemos online.
Si, además, hemos instalado Facebook en nuestro teléfono
móvil, junto con su aplicación de mensajería, el sistema podrá activar
remotamente nuestra cámara o micro, acceder a nuestras fotografías y mensajes,
etcétera, y así ir perfeccionando nuestro perfil.
El
ejemplo de la navegación web es el más habitual, pero ya no el único
protagonista. El mismo despliegue de conexiones no aparentes y de compraventa
de datos se produce también cuando utilizamos una tarjeta de fidelización de
cliente, que relaciona nuestro patrón de consumo con un nombre, dirección, a
menudo unos datos bancarios y las respuestas al cuestionario que habitualmente
acompañan la solicitud.
A no ser que salgamos manualmente de la página, Facebook
continuarán espiando lo que hacemos.
Otro
ámbito en el que la recogida de datos es cada vez más relevante es el espacio
público. Nuestro incauto deambular por las calles tiene cada vez menos de
anónimo, y los sensores que leen los identificadores únicos y la
geolocalización de nuestros dispositivos, las cámaras termales y de video
vigilancia, las redes wifi, las farolas inteligentes o los sensores de lectura
automática de matrículas nos incorporan de forma rutinaria a bases de datos
públicas y privadas que en algún lugar le sirven a alguien para obtener un
beneficio que ni conocemos ni controlamos.
El
ámbito doméstico es quizás el espacio dónde esa monitorización de nuestros
movimientos y rutinas para elaborar patrones vendibles aumenta de forma más
preocupante: todos los electrodomésticos inteligentes, del contador de la luz
al televisor, pasando por la nevera, construyen una red de extracción de datos
que quiere perfeccionar la imagen de quiénes somos, qué queremos o qué podemos
querer. El reto es ser capaz de adelantarse a nuestras necesidades para
tentarnos a adquirir productos o servicios que aún no sabemos que deseamos.
Pagamos, pues, dos veces: cuando adquirimos el electrodoméstico o abonamos el
recibo de la luz, en euros, y cada vez que le proporcionamos información, con
datos personales.
Hay
empresas que han empezado a explorar la posibilidad de convertirse en data
brokers de los ciudadanos, una especie de corredores de datos que
gestionarían nuestra información devolviéndonos una parte del beneficio
generado por ella. Que nadie espere hacerse rico: de momento las empresas que
intentan abrirse camino en este turbio mundo no dan más que unos cuantos euros
al mes a cambio de información tan sensible como datos médicos o bancarios. De
momento, el verdadero dinero no se encuentra en la relación entre ciudadanos y
servicios que recogen datos. La economía de los datos es aún poco más que una
promesa, de la que hasta ahora se benefician muy pocos actores (Facebook o
Tuenti, Google,Foursquare, YouTube, etc.), y más por la fiebre inversora que
por la cuenta de resultados. Al albor de esta promesa de negocio, eso sí,
proliferan los corredores de datos dedicados al cruce de diferentes bases para
aumentar el precio de venta de los perfiles generados a partir del cruce de
información de actividad online y offline: los
informes médicos, por ejemplo, pueden añadir mucho valor a un historial de
búsqueda en Internet.
Hay
empresas que ya exploran la posibilidad de convertirse en ‘brokers’ de datos de
los ciudadanos
A
algunos este escenario no les genera ninguna inquietud. Pagar con información
propia abre también la puerta a la promesa de servicios personalizados y
atención individualizada. Sin embargo, los corredores de datos no se limitan a
cruzar detalles de lo que compramos, con quién interactuamos y qué nos gusta.
Este comercio incluye también, y cada vez más, historiales médicos, datos
fiscales y de renta o datos bancarios. El tipo de información que puede
determinar si se nos concede un crédito, si se nos ofrece un seguro médico más
o menos caro o si conseguimos un trabajo. De repente, el precio pagado con
información personal emerge como algo totalmente desproporcionado e
incontrolable.
Al
aceptar nos convertirnos en el producto, pues conviene no olvidar que aceptamos
también que se nos pueda acabar apartando del juego, escondidos o ignorados
porque nuestro perfil no aporta la solvencia, salud u obediencia esperada.
(Tomado de El País)
*Gemma Galdon Clavell, doctora
en políticas públicas y directora de investigación en Eticas Research and
Consulting.
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