Los estados no son garantes de los derechos humanos. Raúl Zibechi. La Jornada
En algún momento de
la historia reciente, desarmamos nuestras capacidades de autoprotección
colectiva para entregarlas a las instituciones estatales, confiando en
su capacidad reguladora. Una ilusión óptica con graves consecuencias.
Cambiamos poderes de abajo por derechos arriba.
Bajo el régimen
de Pinochet (1973-1990), la autoprotección colectiva se asentó en las
redes formales e informales de los sectores populares que tuvieron
referencia, entre otras, en la Vicaría de la Solidaridad, para esconder
perseguidos, conseguirles documentos, sacarlos del país y apoyar a sus
familiares. O para denunciar las torturas y desapariciones, levantando
un muro de solidaridad ante el genocidio militar.
Bajo la
dictadura militar argentina (1976-1983), las Madres de Plaza de Mayo,
parroquias, diócesis y un puñado de personas hicieron una labor similar,
contribuyendo a poner freno al delirio genocida a través de la denuncia
de las desapariciones y el apoyo a perseguidos y presos. Contribuyeron a
reducir los dolores de la represión, no sólo a través de la denuncia
sino del silencioso y vital apoyo a las víctimas.
En el pico del
terror represivo, fue el imperio a través de la administración Carter
quien levantó la bandera de los derechos humanos, como nuevo eje de su
política exterior. Su objetivo fue desarmarnos, desbaratar nuestras
redes, para seguir haciendo a su antojo. Nada de lo anterior supone
negar la importancia de los derechos humanos. Todo lo contrario. Se
trata de desestatizar esos derechos, asumirlos colectivamente, dejar de
confiar en que los estados hagan algo por nosotros.
Quiero poner
un ejemplo, polémico pero real. Los gobiernos de Carlos Menem
(1989-1999) en Argentina se caracterizaron por las privatizaciones
salvajes de las empresas estatales, los indultos a los militares, una
política económica crudamente neoliberal y fuerte represión a la
protesta social. En síntesis, un gobierno antipopular y represivo.
Los
gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, desde 2003 a la
actualidad, fueron de algún modo la contracara del menemismo.
Reposicionaron al Estado en la economía y la sociedad, desarrollaron
políticas sociales y salariales progresistas, enarbolaron la bandera de
los derechos humanos tanto a nivel simbólico como material,
desarticularon algunas cúpulas militares y policiales, apoyaron a los
organismos de derechos humanos y se empeñaron en evitar la represión de
la protesta social.
En la década de Menem hubo un promedio de 61
muertos por año por la represión policial-estatal. En la década
progresista hubo 240 muertos por año, según datos de la Correpi
(Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional). ¿Cómo se
explica esto? ¿Cómo puede ser que el
gatillo fácily las muertes bajo custodia policial sean cuatro veces mayores bajo los gobiernos progresistas que bajo el crudo neoliberalismo?
Traigo estos datos
porque pretendo eludir conclusiones simplistas. Creo sinceramente que
los gobiernos de Kirchner y Fernández se empeñaron en la defensa de los
derechos humanos, por más críticas que se les pueda hacer en otros
terrenos. Quiero decir que el aumento de los asesinatos policiales no
tiene relación mecánica con la actitud del gobierno, ni con la
ampliación de derechos en los últimos años. En mi opinión, hay tres
razones de peso que lo explican.
La primera es la continuidad del
modelo extractivo que genera exclusión y marginalidad. El desarrollo
industrial, desde la década de 1940, promovía la integración de los
trabajadores, la inclusión de sus familias a través del acceso a la
educación, la salud y la vivienda, y una progresiva concesión de
derechos básicos. Por el contrario, desde la desindustrialización de la
década de 1990 (iniciada en realidad por la dictadura) nada volvió a ser
igual.
El modelo actual es incapaz de promover inclusión, ni
derechos de verdad. Donde había escuela pública para todos se promueve
una educación de dos velocidades: una para los que pueden pagar y otra
para pobres que se amontonan en colegios de baja calidad. Así sucede con
la salud, el trabajo, la vivienda. Una realidad que las políticas
públicas no pueden paliar.
La segunda cuestión se relaciona con
la autonomización de los aparatos represivos, muy en concreto de las
policías, como quedó en evidencia en diciembre de 2013 cuando se produjo
la huelga policial en Córdoba. Los uniformados, en connivencia con el
crimen organizado,
liberaronzonas enteras dejando a los vecinos a merced de grupos armados. Un mensaje mafioso al poder político provincial, que retrocedió ante el chantaje.
Las policías de
muchas provincias tienen relaciones estrechas con los narcotraficantes y
otras mafias, de las que obtienen una parte sustancial de sus ingresos.
La autonomización de las policías, símbolo de la impotencia de los
gobiernos, no se reduce sólo a esa institución.
En tercer lugar,
ante cada oleada de lucha popular hubo un crecimiento de la represión.
En 1989 se produjo el primer salto postdictadura, cuando los de abajo
ocuparon las calles frente a la hiperinflación. La crisis de 2001
registró el mayor crecimiento de los asesinatos policiales. Las cifras
ya no volvieron al nivel anterior, pese a la política kirchnerista de no
reprimir la protesta.
Según el Centro de Estudios Legales y Sociales, presidido por Horacio Verbistky, cercano al gobierno, se registra
una regresión de la respuesta del Estado frente a la protesta social, luego de años en los que hubo
un mayor gobierno político de las fuerzas. Apunta un
problema estructuralen las fuerzas represivas que se traduce en
prácticas violatorias de derechos.
Me
parece evidente que no debemos confiar la protección a los estados.
Aunque haya gobiernos que se proponen defender los derechos humanos,
nadie lo hará mejor que las redes y organizaciones populares. No es
cuestión sólo de justicia. Hay que defender la vida.
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